Al terminar la guerra, Gran Bretaña se había propuesto convertirse en una sociedad más equitativa. Tal vez por eso, cuando Beveridge y otros políticos se hallaban planeando el Estado del Bienestar para dar un trato más justo a todo el mundo, Willie Sneddon, Jonny Cohen y Martillo Murphy cerraron el trato para convertirse en los Tres Reyes y dividirse Glasgow de un modo equitativo. A partes iguales.
Las porciones del pastel tal vez fueran equivalentes, pero Willie Sneddon se las arregló para llevarse la mayor parte del azúcar glaseado. De los Tres Reyes, Sneddon era con diferencia el más rico. Nadie sabía realmente -aunque muchos lo sospecharan- cómo había logrado amasar una fortuna semejante. Era una pregunta que sin duda debía de haberle quitado el sueño a Martillo Murphy muchas más noches de la cuenta. De todos modos, si conocías a Willie Sneddon tampoco resultaba un misterio tan grande. Había algo oscuro, astuto y tortuoso en su naturaleza, incluso más de lo que cabría esperar en un cabecilla normal del crimen organizado. Sneddon era un comerciante nato y un especialista en trapicheos. Más que un simple criminal, era un empresario del crimen, y siempre andaba buscando algún ángulo innovador, alguna nueva manera de exprimir una situación y sacarle réditos en metálico.
En el caso de Jonny Cohen, a mí me constaba -aunque nunca lo había hablado con él- que el grueso de su dinero no salía de sus clubes y sus demás chanchullos. La principal fuente de ingresos de Jonny procedía de una actividad criminal a gran escala: asaltos y robos sobre todo, fraudes con empresas fantasma y algún que otro trabajo de extorsión. Las mayores ganancias de Jonny Cohen -y las de Murphy, ya puestos- salían de grandes golpes en los que había en juego enormes sumas de dinero. El premio gordo. Sneddon se dedicaba a lo mismo, sin duda, pero todo el mundo sabía que a la vez tenía en marcha muchos otros asuntos que le generaban un flujo constante de fondos. Además, había otra dimensión en su caso: la del Willie Sneddon hombre de negocios. Este había demostrado una auténtica perspicacia para los negocios legales, aunque hubieran sido creados con dinero fruto del robo y la extorsión, e incluso falsificado. Como la mayoría de los criminales de primera división, había abierto una serie de empresas de apariencia legal a través de las cuales lavar el dinero sucio, pero en lo que Sneddon se había distinguido de los demás magnates del crimen era en su capacidad para convertir esas tapaderas en negocios legales de éxito.
Aun así, tampoco hacía falta rascar demasiado para descubrir su alma criminal bajo aquel barniz dorado. Lo único cierto era que allí donde hubiera la posibilidad de ganar unos peniques, con malas artes o por medios lícitos, Sneddon tenía el olfato para detectarlo.
Todo ello significaba que Sneddon, a diferencia del recién fallecido Calderilla MacFarlane, había logrado cruzar el Rubicón social del río Clyde. Y un poco más también. La residencia Sneddon, una gran mansión de estilo pseudogótico erigida en un terreno tan enorme que podría haber contado con su propio ayuntamiento, se encontraba en la parte más cotizada del barrio -ya de por sí cotizado- de Bearsden. Sabía que entre sus vecinos figuraban un juez del Tribunal Supremo, un par de propietarios de astilleros y muchos otros magnates de la industria. Me preguntaba qué sensación le produciría al juez compartir la sombra de un laburno y un seto de ligustro con el criminal más próspero de Glasgow. Pero claro, Willie Sneddon había alcanzado un nivel de riqueza e influencia en el cual la mayoría de la gente con la que tenía trato debía de juzgar de mal gusto sacar a colación los orígenes más que dudosos de su dinero. Y naturalmente, algún que otro sobre marrón lleno de billetes habría ayudado lo suyo. Glasgow era una ciudad en la que todo podía comprarse, incluso la respetabilidad.
Ya no podía aplazar más mi visita a Sneddon. Él debía de estar aguardando noticias, desde luego, y lo único que podía decirle por mi parte era que encargarme del caso Kirkcaldy era una pérdida de tiempo y que Maggie MacFarlane me había confirmado que Calderilla nunca había tenido un dietario secreto.
No llovía. Tras el lechoso velo de nubes lucía un sol bastante animoso, pero la atmósfera no era tan opresiva y bochornosa como en días anteriores. Me levanté, me afeité y me puse una camisa de seda azul pálido con una corbata burdeos y un traje de dos botones de color azul marino con un toque de angora. Apenas pesaba, me caía perfecto y me había costado un riñón. Calcetines azul marino y zapatos Oxford borgoña. Sacudí los hombros de la chaqueta, me la puse y me ajusté la corbata frente al espejo. Me puse también mi nuevo sombrero, un borsalino de ala flexible, y me eché una última ojeada: me caía de maravilla aquel traje, la verdad. Era una lástima deformarlo con pesos, pero yo preveía que iba toparme tarde o temprano con Costello o con alguno de los miembros de su séquito. Normalmente llevo encima una cachiporra. Nueve centímetros de acero flexible con una bola de plomo en la punta, todo forrado de cuero cosido. Siendo como era un esclavo de la moda, sin embargo, no quería que se me diera el traje con semejante bulto. Por suerte tenía un equivalente más esbelto: una porra de mango flexible de catorce centímetros. Prácticamente la misma idea, pero aplanada y con el ancho de una billetera: como una versión reducida del afilador de cuero de los barberos. Un objeto elegante, delgado y negro; como diseñado por Chanel para Al Capone.
Me deslicé la porra en el bolsillo interior de la chaqueta, el izquierdo, para poder sacarla con la mano derecha. El peso tiraba un poco por aquel lado, pero decidí resignarme. Una porra plana suele pasar desapercibida cuando te cachean: al tacto parece una billetera. Y la verdad era que no me apetecía salir a la calle sin un seguro contra todo riesgo.
Llamé a Sneddon para concertar la cita. Me dijo que estaba muy liado y que si podía darle la información por teléfono. Le respondí que prefería hablar con él cara a cara y que aquellos no eran asuntos para comentar por teléfono, o alguna chorrada por el estilo. Se la tragó y me dijo finalmente que pasara por la noche, hacia las ocho y media.
Le había llamado antes para dejar claro que hablar por teléfono y acordar una hora conveniente para ambos era preferible a ser asaltado en la calle por Deditos McBride. Y también porque la casa de Bearsden, a diferencia de la granja de Dumbarton, era su domicilio particular, además de su cuartel general. Quizá pudiera convencer a Jimmy Costello para que siguiera la misma etiqueta, aunque más bien lo dudaba.
Antes de salir hice un alto en el teléfono del vestíbulo y llamé a Lorna. Estaba mejor de ánimo, pero su voz sonaba soñolienta y más bien apagada. Me las apañé con la promesa de que la llamaría más tarde, en lugar de pasar a verla. Le pregunté si la policía había vuelto para hacer más preguntas y si había estado Jack Collins por allí. Ni una cosa ni otra. Luego se abrió uno de aquellos largos silencios en los que ambos nos quedábamos esperando a que el otro dijera algo, algo significativo o reconfortante. Algo que nos sacara de nuestro terreno: de la pura superficie.
– Luego hablamos -dijo al fin con su tono insulso, y colgó.
Conduje hacia el East End, hasta Dennistoun. Como sucedía con muchos de los barrios de Glasgow, era estupendo poder decir que procedías de Dennistoun. Lo que había que evitar a toda costa era tener que regresar jamás. Se trataba de un laberinto de viejas casas de vecindad cubiertas de la mugre que habían arrojado las chimeneas antaño, cuando la reina Victoria era moza. Observé mientras me adentraba por sus calles que había algunos huecos libres allí donde habían derribado los edificios más ruinosos. En un par de solares ya estaban levantando bloques nuevos de flamantes apartamentos.
Seguí hasta la otra punta de Dennistoun, donde encontré una incongruente extensión verde de parcelas cultivadas. Y detrás, un edificio igualmente incongruente de planchas de metal corrugado que parecía formar parte de un astillero.
Aparqué delante y crucé una puerta presidida por un cartel que proclamaba que aquello era el GIMNASIO MCASKILL. En el interior había dos rings de entrenamiento con las cuerdas destensadas y el linóleo gris, y varios sacos de arena colgados ociosamente del techo. Reinaba un completo silencio. La única persona a la vista era un viejo con gorra y suéter de cuello alto sentado en un sillón desvencijado en el rincón del fondo. Alzó los ojos cuando entré, dobló cuidadosamente el periódico que estaba leyendo y se me acercó.
– Hola, Lennox -me dijo el viejo McAskill, sonriendo. Era una sonrisa cansada en un rostro cansado que había sufrido también más tropiezos de la cuenta con un puño enguantado. Hizo un gesto con la cabeza hacia la parte trasera-. Está ahí dentro.
Crucé el gimnasio y entré en la oficina. Detrás del escritorio había un hombre flaco y de cara alargada fumando. Aparentaba unos cuarenta años, pero yo sabía que tenía diez menos. Había dejado encima del escritorio su sombrero: un modelo de ala ancha que había pasado de moda hacía cinco años. Tiré mi borsalino al lado, como para marcar la diferencia.
– Señor Lennox.
El hombre sonrió y se puso de pie. Era alto. Lógico: el cuerpo de policía de Glasgow exigía como estatura mínima un metro ochenta, de ahí que al menos dos tercios de sus efectivos no procediesen de Glasgow. Me estrechó la mano. Hay que aclarar que los polis de la ciudad no tenían por costumbre llamarme «señor» ni darme la mano, salvo que fuera para colocarme unas esposas. Pero el agente Donald Taylor era distinto. Teníamos un arreglo.
– Gracias por venir, Donald. ¿Estás de servicio?
– Tengo turno de tarde. Empiezo a las dos.
– ¿Has averiguado algo sobre lo que te pregunté?
Meneó la cabeza.
– No mucho, me temo, señor Lennox. Bobby Kirkcaldy no es de Glasgow. Nació en Motherwell. Para husmear un poco más tendría que contactar con la policía del condado de Lanarkshire, y empezarían a hacer preguntas.
– Pero al menos habrás podido comprobar si tiene antecedentes.
– Ah, sí… Eso sí lo he hecho. Nada. Y por lo que yo he oído no hay rumores sobre él. Parece un tipo honrado.
– ¿Qué hay de lo otro, de Calderilla MacFarlane?
– Lo siento… tampoco ha habido suerte. No llevo el caso y si me pongo a hacer demasiadas preguntas, los jefes empezarán a sospechar. Hablé con el sargento encargado de las pruebas, eso sí. En plan informal. Me dijo que se habían llevado un montón de material de casa de MacFarlane. Con permiso de su parienta, por lo visto.
– ¿Nada más?
– Un par de cosas. El inspector Ferguson preguntó por usted.
– ¿Él sabe que me conoces?
– En realidad no. Bueno, no sabe que… hacemos negocios; el inspector Ferguson no se interesa por estas cosas. Fue solo porque sabía que yo le había interrogado sobre aquel asunto el año pasado, cuando estuvo usted en el extranjero.
Asentí. Jock Ferguson había sido mi principal contacto en la policía. Sin pagar. Un poli honrado, o eso había creído yo. No había hablado con él desde hacía seis meses.
– ¿Cuál es la otra cosa? -pregunté.
– Es una de las razones por las que no podía hacer demasiadas preguntas sobre el asunto MacFarlane. Ha habido un montón de jefazos metiendo la nariz. Es como si hubiera algo más que un simple robo.
– ¿Y? -dije con impaciencia. Sabía que Taylor estaba preparándose para contarme algo, o quizá para inflar algo a partir de la nada. Él no ignoraba que yo solo pagaba por resultados.
– Vino un yanqui a Saint Andrew’s Square. Estuvo con el comisario McNab y con el subjefe territorial.
– ¿Un americano?
– Eso creo. Me los crucé en el pasillo. Hablaba como usted.
– Yo no soy americano, soy canadiense.
– Sí… su acento era más fuerte. Un tipo corpulento, tanto como McNab. Con un traje llamativo.
– Está bien, ¿y eso qué tiene que ver conmigo?
– Bueno, ya sabe cómo son las tipas. Las mecanógrafas y las agentes se desmayaban de la emoción a causa de su acento. En fin, se convirtió en la gran sensación. Yo soy amigo de una de las chicas que trabaja en la oficina del subjefe territorial, y dice que pidieron todos los expedientes sobre el asesinato de MacFarlane.
– O sea que el tipo es un poli americano.
– No sé. Alguien comentó que era un detective privado. Como usted.
– Está bien. -Pensé un momento-. ¿Hay algo más?
– Solo ese otro asesinato.
– ¿Cuál?
– El tipo que encontraron en la vía del tren.
– Creía que había sido un accidente. -Encendí otro cigarrillo y deslicé el paquete por encima del escritorio para que se sirviera él mismo-. ¿Y qué pensáis hacer vosotros, pandilla de Einsteins? ¿Vais a detener al conductor del tren?
– El comisario McNab está como loco con el asunto. Todo el mundo estaba contento con la idea de que lo había arrollado el tren (vamos, tuvieron que recoger los restos con pala), pero el patólogo que hizo la autopsia dijo que el tipo estaba muerto antes de que el tren le pasara por encima. Y además tenía dos dedos rotos y los nudillos despellejados de mala manera. El matasanos dice que parece como si hubiese estado en una pelea y le hubieran atizado hasta matarlo. El tren se encargó de dejarlo hecho puré. La idea es que quien acabó con él lo tiró a la vía.
– Parece lógico -dije-. Había muchas posibilidades de que nadie se preguntara si las heridas habían sido causadas por otra cosa. ¿Quién era la víctima?
– Ni idea. Nadie ha informado de un desaparecido que encaje en la descripción y no llevaba ninguna identificación encima. Ese patólogo es una lumbrera con un montón de trucos. En su informe dice que por la complexión del fiambre, por los callos en las palmas de sus manos y el color de su tez, diría que era un trabajador manual, lo cual encaja con la ropa. -Taylor soltó una risotada seca y maliciosa-. A mí me parece que el patólogo va a ser nuestra próxima víctima de asesinato. El comisario McNab está cabreado de verdad por tener que cargar con otra muerte. No le gusta tanto papeleo, ¿sabe?
Asentí. Ya me imaginaba a McNab marcando prioridades entre las víctimas. Los don nadie por un lado, los personajes importantes por el otro y, arriba de todo, los polis. Si te cargases a un agente, resultaría más difícil parar a McNab que al tren que había hecho papilla el cadáver del obrero muerto.
Taylor siguió charlando aún diez minutos más sin decir nada nuevo para tratar de justificar su tarifa. Cuando terminó, le di las gracias y el número de teléfono de mi piso.
– Llámame si te enteras de algo más. Te saldrá a cuenta. -Abrí la cartera y le di tres billetes de diez. Los polis no eran baratos.
Cuando Taylor se hubo largado, salí al gimnasio. Habían llegado un par de jóvenes y se habían puesto shorts de boxeo y camisetas blancas. Estaban flacos y demasiado pálidos. Los dos entrenaban con los sacos de arena y el viejo McAskill los observaba sin mucho interés apoyado en la pared.
Me acerqué y le deslicé al viejo un billete de cinco.
– Gracias por la oficina, Mac. ¿Qué sabes de Bobby Kirkcaldy?
– No mucho. Tiene un gran juego de piernas. Va a machacar a ese boche la semana que viene.
– ¿Tú crees?
– Sin la menor duda.
– ¿Nunca te has tropezado con él? En el mundillo del boxeo, quiero decir.
– No. Él no mearía en un sitio como este aunque estuviese en llamas. Además, es un chico de pueblo, de fuera de Glasgow.
Sonreí al ver que McAskill se imaginaba Motherwell como un paraíso bucólico. Bueno, supongo que comparado con Dennistoun lo era.
– Tiene un guardaespaldas. Él dice que es su tío. Un tipo de tu edad más o menos. Lo llama Tío Bert -dije.
El viejo McAskill pareció concentrarse. Le costaba un enorme esfuerzo. Estaba intentando recuperar algo de un cerebro que había traqueteado dentro con los golpes de muchos años. Debía de ser como intentar coger una bola en particular en un bombo de bingo en movimiento.
– ¿Qué aspecto tiene?
– Como si hubiera usado la cara para partir leña.
– ¡Joder! -exclamó. Había encontrado la bola que buscaba-. Albert Soutar. ¿Es el tío de Kirkcaldy? -Me encogí de hombros-. ¿Tiene la nariz hecha mierda?
– Te quedas corto. Podría olerse las orejas con esa napia.
– Suena como Soutar, ya lo creo. Y él tenía familia allá en Lanarkshire. Ese es un cabronazo de cuidado. O lo era.
– ¿En qué sentido?
– A finales de los años veinte, principios de los treinta, se hizo profesional. Pero era una mierda, un duro que paraba demasiados golpes con la cabeza. También peleó mucho a puño limpio. Luego lo encerraron.
– ¿Fue al trullo?
– Sí. Estaba con los Bridgeton Billy Boys, una pandilla de navajeros. Se supone que rajó a un poli con una navaja que guardaba en la visera de la gorra. -McAskill se tocó su propia gorra-. Era un cabrón con muy mala entraña. Abusaba del privilegio de ser un hijo de puta, como habría dicho mi viejo padre.
Sonreí, imaginándome la escena hogareña junto al fuego: el muchacho en las rodillas de su padre, iniciándose en el mundo de los epítetos groseros.
– Entonces, ¿crees que el tío Albert es el mismo tipo?
– Podría ser. -McAskill meneó lentamente la cabeza-. Si lo es, ya te digo que es un tipo tan retorcido que mea sacacorchos. Me sorprendería que el joven Kirkcaldy tuviera que ver con él.
Volví de Dennistoun y almorcé -si puede decirse así- en el Horsehead. Pedí una empanada y una pinta de cerveza, y mientras comprobaba el principio científico de que el aceite y el agua no se mezclan vi a Joe Gallagher, un amigo periodista, en la otra punta de la barra. Utilizo la palabra «amigo» con cierta flexibilidad, no solo para referirme a aquel tipo, sino en general a toda la gente que había conocido desde que llegué a Glasgow. En el caso de Joe tal vez habría sido más exacto decir «compañero de copas».
La información de los periodistas suele ser mucho más barata que la de los polis a sueldo. Normalmente, con una pinta y un whisky ya basta para abrir todos los canales de comunicación, así que me llegué al otro extremo de la barra y le pregunté qué quería tomar.
Salí media hora más tarde. Mi amigo periodista me dijo que había entrevistado un par de veces a Kirkcaldy. Un chico listo, en su opinión. Y mencionó al baqueteado guardaespaldas que siempre parecía andar pegado al chico.
– Sí… Dice que es su tío, me parece -dije yo.
– Tío lejano -masculló Joe-. Bert Soutar. Mala ralea.
Eran las ocho y media en punto. Tomé el empinado sendero que avanzaba entre frondosos jardines de arbustos lustrosos y árboles centenarios hacia la mansión de Sneddon. Era una noche agradable. El azul intenso del cielo no parecía el telón de fondo adecuado para el estilo pseudogótico del edificio. Aquella arquitectura siniestra y el clima escocés habitual (así como el carácter escocés) estaban hechos el uno para el otro. Incluso el Bentley R de Sneddon parecía acechar en el sendero. Aparqué detrás y me dirigí a la casa, casi esperando que Vincent Price en persona me abriera la puerta y me invitara a ver su museo de cera. No habría estado mal, porque quien respondió al timbre fue Singer, que abrió y se hizo a un lado en silencio para hacerme pasar.
Sneddon no recurrió esta vez al truco de dejarme esperando. Singer me llevó directamente a su estudio, una estancia cuyas paredes cubiertas de libros imponían con su saber acumulado y en la que había una fragancia a cuero y madera de nogal. No creía, de todas formas, que su dueño pasara mucho tiempo allí profundizando en sus conocimientos de literatura.
– ¿Tienes ya algo para mí?
Sneddon se hallaba sentado tras un gigantesco escritorio. Había visto portaaviones más pequeños, la verdad. Iba con un impecable terno azul de raya diplomática, con una delicada camisa de seda a rayas blancas y azules y con una corbata de color lila. Podría haber sido perfectamente el atuendo de un corredor de bolsa de Surrey, pero solo servía para realzar el costurón de navaja en su mejilla y la expresión dura y cruel de su mirada.
– Ayer vi a Kirkcaldy -dije.
– ¿Y?
– No tengo por dónde seguir investigando. Él no me contó nada. Lo único que se puede hacer es vigilar y mantenerse a la espera. Hay que cazar a esos tipos con las manos en la masa.
– Pues vigila y mantente a la espera.
– No puedo pasarme allí las veinticuatro horas. Y he pensado que usted tal vez preferiría apostar a un par de hombres suyos para que le apliquen a esa gente un castigo, digamos, improvisado cuando vuelvan a presentarse.
– Te he contratado porque quiero que averigües qué hay detrás de este asunto. O sea, qué hay de verdad.
Sneddon me clavaba sus ojos de color gris azulado fijamente, como si pretendiera transmitirme algo más importante.
– Ya veo. Así que Jonny Cohen no es el único que piensa que aquí hay algo más.
Sneddon miró más allá de mí e hizo un gesto con la cabeza. Me giré y vi que Singer se había quedado junto a la puerta (en silencio, claro). Creía que nos había dejado solos después de hacerme pasar, o sea que si había permanecido al acecho en mi honor, el esfuerzo había sido en balde.
– Tengo un puto montón de dinero invertido en Kirkcaldy -dijo Sneddon en cuanto Singer se retiró, cerrando la pesada puerta-. Más de lo que puedes imaginarte. ¿Qué te dijo él?
Consultando mi libreta de notas, repasé los hechos tal como Kirkcaldy me los había relatado. Cuando terminé, Sneddon seguía mirándome con dureza. Alzó una ceja, inquisitivo.
– De acuerdo -dije-. Usted quiere saber qué pienso, y no tanto qué he averiguado. Muy bien… Bobby Kirkcaldy se molestó varias veces en decirme que estaba perdiendo el tiempo, que la cosa no tenía importancia. Él mismo ha llegado a la conclusión de que son solo chorradas para quitarle la concentración antes de la gran pelea. Y me aseguró que no iban a conseguirlo.
– ¿Y?
– Era como si quisiera quitarse el asunto de encima. Librarse de mí. Usted mismo… ¿cómo llegó a enterarse? ¿Se lo contó Kirkcaldy?
– No, él no. Fue su mánager.
– ¿Kirkcaldy se había quejado al mánager?
– En realidad, no. -Sneddon permanecía impasible-. El mánager se presentó en la casa y vio el coche cubierto de pintura roja. Le preguntó a Bobby qué había ocurrido y escuchó la misma historia que has oído tú.
– Ya. -Le ofrecí un cigarrillo a Sneddon. Él negó con la cabeza, impaciente. Yo lo encendí con calma-. Kirkcaldy se empeña en restarle importancia al asunto. Le pregunté si podía tratarse de algo personal: algún viejo rencor, un enemigo del pasado; ese tipo de cosas, algo sin relación con el combate, y él fingió pensarlo detenidamente y me dijo al fin que no se le ocurría nadie. Si yo estuviera en su lugar y alguien se dedicase a dejar pájaros muertos, nudos de ahorcado y cosas parecidas en mi puerta, ya me habría dedicado a pensar en quién podría guardarme rencor y tener ganas de ajustarme las cuentas. No creo que me hiciera falta que viniese nadie a preguntármelo.
– ¿Así que tú crees que él sabe de qué va todo esto?
– No digo eso, pero miremos las cosas de frente… Jonny Cohen se huele algo sospechoso y yo también. Y ahora usted parece creer que aquí hay gato encerrado. ¿Qué sabe de Kirkcaldy? Quiero decir, aparte de sus habilidades en el ring.
– No tanto como quisiera. ¿Lo has visto pelear?
– Un par de veces, sí.
– Entiendo lo bastante de boxeo para saber que si quieres ser un ganador, un auténtico ganador, dependes tanto de lo que tienes aquí como de tu pegada -dijo Sneddon señalándose la sien-. Y Kirkcaldy tiene todo lo necesario: pelea con inteligencia. Más aún: es ambicioso.
– Bueno, me imagino que eso es lo que usted espera de un boxeador al que está apoyando.
– Sí, claro. Lo que me preocupa es cuánta ambición tiene puesta fuera del ring.
– Escuche, señor Sneddon… -Me incliné, apoyando los codos en las rodillas-. No hace falta que se ponga elíptico…
– ¿Qué coño significa eso? ¿Has estado leyendo el Reader’s Digest con Deditos?
– Para mí está claro que usted tiene sospechas que se guarda para su coleto. Además, podría haber manejado el asunto con sus propios hombres, y haber vigilado hasta que esa gente se presentara a hacer otra de sus proezas. Pero ha preferido involucrarme a mí para ver si yo olía a chamusquina como usted mismo y como Jonny Cohen. Así pues, ¿por qué no me dice qué es lo que quiere que averigüe realmente?
Sneddon contrajo los labios de esa manera tan desagradable que él consideraba una sonrisa.
– Quizá me guste ser epiléptico…
– Elíptico -lo corregí, y me arrepentí de haberlo hecho. La tosca aproximación de sonrisa desapareció de su rostro-. Bobby Kirkcaldy tiene siempre una sombra a su lado: un viejo con la cara machacada al que llama Tío Bert. Lo he investigado y resulta que es un antiguo navajero llamado Bert Soutar. De los Bridgeton Billy Boys, allá por los años treinta.
– Me acuerdo de los Billy Boys -dijo Sneddon. No lo dudaba. Los Billy Boys eran una banda sectaria protestante de carácter militar. Sneddon tenía una única debilidad, un fallo en su calculadora objetividad: era un fanático hasta la médula-. Pero nunca había oído hablar de Bert Soutar.
– Estuvo en la cárcel.
Sneddon hizo una mueca, encogiéndose de hombros.
– Rajar a unos cuantos fenianos tampoco lo convierte en Al Capone. ¿Te parece un dato significativo?
– Quizá Kirkcaldy no sea trigo limpio o no tanto como parece. Quizás el Tío Bert esté conectado con trapicheos sucios. Eso podría explicar toda esa serie de advertencias.
– Está bien -dijo Sneddon-. Sigue trabajando en ello, a ver qué puedes sacar. Te pedí otra cosa también: el dietario de Calderilla. ¿Lo has buscado?
– Se lo pregunté a su esposa… su viuda… y me dijo que él no llevaba ningún dietario. Que lo tenía todo en la cabeza. La policía se llevó bastante material de la casa.
– ¿Con mandamiento judicial?
– No, sin mandamiento. Maggie MacFarlane dio su visto bueno. Por cierto, ella ya tiene un caballero que la visita. Jack Collins, ¿lo conoce?
– Ah, sí. Conozco a Collins. Calderilla lo tenía de socio en uno de sus tugurios de apuestas. Y en peleas de poca monta.
– ¿Debería prestarle atención a Collins por algún motivo?
Sneddon se echó a reír de un modo que indicaba que no estaba acostumbrado a hacerlo.
– Podríamos decirlo así. ¿Por qué no le buscas algún parecido familiar…? MacFarlane solía hacer negocios con Collins padre, que era criador y propietario de galgos, uno importante. Lo cierto es que se decía que Calderilla había hecho todavía más negocios con la madre de Collins, para que me entiendas.
– ¿Calderilla era el padre de Jack Collins?
– Sí. Y él lo sabe. Rab Collins murió hará unos veinte años de un ataque al corazón. Y desde entonces, Calderilla le costeó a Jack un colegio de lujo y toda la pesca.
– Ya veo.
Puse la cara que uno pone cuando ya ha intentado todas las combinaciones y la caja sigue sin abrirse. Hubo un silencio y Sneddon me estudió un instante; no supe hasta entonces que un escrutinio pudiera ser agresivo. Algo le rondaba. Siempre tenía algo en la cabeza, desde luego, pero aquello acaparaba toda su atención y tensaba su rostro.
– Muy bien -dijo al fin-. Ahí va. Ya te dije que me vi aquel día con Calderilla.
– ¿El día que lo mataron?
– Sí. Como ya sabes, Calderilla no era del todo legal, pero sí más legal que otra cosa. Un poco como tú. Y lo mismo que tú, Calderilla hacía algún que otro trato conmigo, con Cohen o Murphy; nada que pudiera causarle problemas con la policía, nada que pudiera relacionarse directamente con él. Era escurridizo como una anguila. Le gustaba actuar de intermediario: ser el que lo organiza todo y luego sacarse una tarifa fija o un porcentaje de las ganancias.
– Y él le estaba echando una mano en algo relacionado con los combates de boxeo. Eso me contó usted la otra vez.
Sneddon hizo una mueca.
– Lo sé. Y de entrada creía que era así. Se suponía que íbamos a vernos para hablar de Bobby Kirkcaldy.
Alcé las cejas. Ahora la cosa empezaba a encajar. Pero el conjunto todavía no estaba claro.
– Creía que había dicho que Calderilla no tenía nada que ver con Kirkcaldy. Que él no tocaba asuntos de esa categoría.
– Sí, sí… en efecto. Eso creía yo. Pero él quería hablar de un acuerdo que pretendía negociar. Me dijo que Bobby Kirkcaldy estaba metido. No como boxeador: como inversor.
– Así que usted fue a ver a Calderilla. ¿En qué le dijo que consistía el acuerdo?
– Ahí está. Fui a casa de Calderilla… tal como habíamos quedado. Singer me llevó y esperó afuera, en el coche. Pero cuando llegué, Calderilla estaba cagado de miedo, tan blanco como una puñetera sábana. Intentó disimular, pero cuando me sirvió una copa le temblaban las manos la hostia. Y luego va y me viene con toda esa mierda de que le sabía mal que hubiese hecho el viaje en balde, pero que el trato que quería cerrar se había ido al garete.
– ¿Le explicó en qué consistía?
– No. Bueno, me salió con el cuento de que Kirkcaldy estaba montando una academia de boxeo en la ciudad, pero que la financiación con la que contaba había fallado.
– ¿Y usted no lo cree? Suena posible.
Sneddon negó con la cabeza. Extendió las manos sobre la superficie de nogal del escritorio con los dedos bien abiertos y se los miró, abstraído.
– Tú ya sabes en qué negocios ando, Lennox. Apuestas, venta de protección, putas, golpes en bancos, comercio de objetos robados. Pero ¿sabes qué es lo mío realmente? El miedo. Es el miedo lo que mantiene todo el puto montaje. Me he pasado gran parte de mi vida llenándome los bolsillos a base de hacer que otros tipos se cagaran en los pantalones. -Se reclinó otra vez en su sillón y me miró fijamente-. Así que cuando te digo que Calderilla MacFarlane los tenía por corbata, sé de lo que hablo.
– Entonces, ¿le plantó cara? ¿Le preguntó qué pasaba?
– No. No valía la pena. Me di cuenta de que no habría servido de nada: alguien había hecho un trabajo de cojones con MacFarlane. Yo podría haberle dicho a Singer que entrara, y aun así no habría dicho ni mu.
Asentí. Era lógico. Si habían logrado intimidarlo hasta el punto de superar la amenaza que representaban Sneddon y Singer, debía tratarse de algo muy serio.
Sneddon tenía una pitillera sobre el escritorio. Parecía de plata maciza y era enorme: un botín digno de quince piratas. La abrió, sacó un cigarrillo y la empujó hacia mí por la superficie de nogal del portaaviones. Me serví y utilicé el encendedor de mesa a juego para encender los dos cigarrillos.
– Y Calderilla acabó muerto aquella misma noche -dije.
– Sí. -Sneddon entornó los párpados a causa del humo-. Por eso quiero encontrar ese dietario.
– No solo para evitar que los polis sepan que vio a Calderilla el día de su muerte, también quiere saber a quién vio antes de usted.
– Sí. Aunque tal vez ni siquiera esté en la agenda. Tú dices que, según su esposa, no usaba ninguna.
– Eso dijo. Ahora entiendo por qué quería que husmeara.
Hice una pausa. Me sentía como el payaso en el circo que se queda de espaldas como un bobo hasta que el tablón que revolea por el aire el otro payaso le da en todo el cogote. Y por fin sentí el impacto.
– Ya caigo. Por eso me ha metido usted en toda esa mierda de Bobby Kirkcaldy. Es el mismo asunto, ¿no? Quiere que averigüe si Kirkcaldy está enredado en ese acuerdo que Calderilla pretendía negociar.
– Sí. Y lo que yo deduzco es que no tendrá que ver una mierda con academias de boxeo ni con nada parecido. Sobre todo después de lo que me has dicho de ese jodido tío tan poco de fiar que lleva a remolque.
– ¿Y la soga y demás?
– Quizás esté relacionado… con ese acuerdo, quiero decir, y no tenga nada que ver con el combate.
– Ya veo. -Di una calada al cigarrillo y contemplé las volutas grises de humo-. Esto me lleva a un terreno peligroso. Y a usted también, para el caso. La policía está volcada en el asesinato de Calderilla y el comisario Willie McNab me dejó bien claro que su esposa lucirá mis cojones como pendientes si me atrevo a husmear.
Sneddon abrió un cajón que resonó con un crujido de madera noble. Sacó algo y lo lanzó sobre el escritorio, justo delante de mí: un sobre blanco. Tenía la solapa metida dentro, no pegada, y abultaba mucho. De un modo gratificante.
– Cómprate unos nuevos -dijo Sneddon, señalando el sobre con un gesto.
Lo recogí y lo deslicé sin abrirlo en mi bolsillo interior. Tiraba agradablemente de la tela de la chaqueta y equilibraba el peso de la porra que llevaba al otro lado. Tendría que empezar a pensar en llevarme al trabajo una cartera de mano.
– Tienes razón, la policía se ha volcado en lo de MacFarlane como una horda de moscas en un pedazo de mierda -añadió Sneddon, mostrando su talento para las metáforas coloristas-. Y yo me pregunto por qué coño será. Sí, vale, era un corredor de apuestas importante. Pero hay demasiados polis en el caso y de demasiado rango.
Asentí. Eso encajaba. A mí mismo me había intrigado la intervención de McNab.
– Entonces, ¿piensa que la policía anda detrás de ese asunto que Calderilla estaba negociando?
– Si ese es el motivo, tiene que ser algo grande de verdad. Y si tan grande es, joder, yo quiero enterarme. Tienes contactos en la policía, ¿no?
– Sí -respondí de mala gana, mientras me preguntaba si Sneddon estaría al corriente de mi arreglo con Taylor. Luego el peso del sobre en mi chaqueta me recordó que no podía ponerme demasiado exigente-. Usted también, seguramente mejores que los míos.
– Escucha. -Sneddon se echó hacia delante con los ojos entornados. Una vez más, solo se le veía la frente-. Ya te lo he dicho, joder. No quiero verme relacionado con esto. Por eso te utilizo a ti. ¿Quieres el dinero, sí o no?
Dando una última calada al cigarrillo, lo apagué en un cenicero enorme de cristal, recogí mi sombrero y me levanté.
– Me pongo manos a la obra. -Di media vuelta para salir, pero me detuve-. Usted conoce a todo el que tiene algún chanchullo en esta ciudad.
– Más o menos. -Sneddon se reclinó en su butaca de nogal y cuero verde. Una butaca de capitán pirata, seguramente.
– ¿Ha oído hablar de un tal Largo? -pregunté.
Él reflexionó un instante y negó con un gesto.
– Está bien… gracias. Quería preguntarlo por si acaso.
La polución industrial puede ser preciosa. Cuando salí de casa de Sneddon, me quedé un momento parado junto a mi coche y miré hacia el oeste. La casa estaba elevada no solo en un sentido social y, por encima de las copas de los árboles, se divisaba mucho más allá de las afueras de la ciudad. El aire de Glasgow era de una variedad granulada y convertía los crepúsculos en un vasto despliegue de colores difusos, como pintura roja y dorada filtrada a través de una textura de seda. Seguí un rato mirando al oeste con una sensación satisfecha.
Aunque eso tenía más que ver con el fajo de billetes que me abultaba en la chaqueta que con la puesta de sol. Me subí al Atlantic y descendí otra vez a la ciudad.
Debería haber andado con más cuidado. Esta vez había un poco más de sutileza y mucho más cerebro en juego.
Volvía de casa de Sneddon y estaba pasando la curva donde Bearsden baja unos peldaños en la escala social para convertirse en Milngavie cuando vi un Ford Zephyr Six del 48 parado un poco más adelante junto al bordillo. El conductor tenía el capó abierto y estaba de pie al lado. Tendría unos treinta y cinco años y el pelo oscuro y, por lo que veía, iba vestido con elegancia. Digo por lo que veía, porque el tipo estaba haciendo lo que hace cualquier hombre hecho y derecho cuando se le estropea el coche, o sea, permanecer en la calzada con una mano en la cintura y la otra rascándose la cabeza. Y como cualquier hombre hecho y derecho, para proceder a rascarse la cabeza había tenido que quitarse la chaqueta y enrollarse las mangas hasta los codos. Era una pose de impotencia mitigada por la terquedad. Ya lo has probado todo y solo te pones a pedir ayuda como último recurso.
Mascullé una maldición al comprobar que el tipo me había visto venir y que me hacía señas vagamente para que parase. Es norma obligada: nunca has de parecer muy desesperado al pedir la ayuda de otro hombre; te limitas a hacerle un gesto discreto a otro miembro del mismo club del automóvil para que te proporcione la misma asistencia que tú le proporcionarías en idénticas circunstancias.
A pesar de mis esfuerzos en sentido contrario, soy canadiense, lo cual significa que, por más que intente curarme, sufro la dolencia congénita y auténticamente canadiense de la cortesía. Podía ponerme respondón con los gánsteres y los polis, o darle alguna bofetada a un gamberro engreído, y tal vez había fornicado, blasfemado y soltado juramentos en ocasiones, a veces incluso en la misma ocasión, pero había ayudado a tantas ancianitas a cruzar la calle que los boy scouts me habrían contratado con los ojos cerrados.
Aquel tipo necesitaba ayuda, era evidente. Tenía que pararme a echarle una mano. Me estaba poniendo tan canadiense que ni siquiera se me ocurrió que aquello pudiera constituir un intento de rapto más discreto y sutil por parte de Jimmy Costello. Claro que la discreción y la sutileza no eran rasgos que se te ocurriese relacionar con él.
– ¿Algún problema? -le pregunté cuando paré a su lado y bajé el cristal de la ventanilla.
Él sonrió.
– Gracias por parar.
Abrió la puerta del Atlantic y se sentó en el asiento del copiloto antes de que pudiese reaccionar. Fue entonces cuando reparé en la pequeña cicatriz con forma de media luna que tenía en la frente. Estaba rebuscando a toda velocidad en mi memoria para recordar quién me había hablado de un hombre de metro ochenta y pelo oscuro con una cicatriz semejante en la frente cuando el tipo se sacó una pistola del bolsillo del pantalón. Era una Webley del 32, Pocket Hammerless. Databa como mínimo de 1916, pero podía remontarse fácilmente a principios de siglo.
– Es un chiste, ¿no? -dije, arqueando una ceja con aire burlón hacia el revólver. Al mismo tiempo me puse a calcular las posibilidades que tenía de atizarle con la porra plana que llevaba en el bolsillo interior de la chaqueta. Cuando la gente me apunta con una pistola suelo irritarme. Decidí que sería mejor seguirle la corriente por el momento. Ya habría tiempo de discutir mis sentimientos por el hecho de que estuviera encañonándome. Más tarde.
– Esta pistola no tiene ningún problema, amigo.
– Tampoco lo tiene mi tío abuelo Frank, de ochenta y dos años, y yo no me lo llevaría a un secuestro.
– Créeme, Lennox. Esta Webley funciona a la perfección.
– Seguro que le funcionó de maravilla a Mata Hari para ahuyentar al káiser cuando la perseguía alrededor de una mesa. ¿Adónde me llevas? ¿A una feria de anticuarios?
El matón soltó un suspiro.
– Mira, Lennox, será mejor que no hagamos la prueba. El señor Costello quiere hablar contigo y la última vez que te envió una invitación te pusiste muy agresivo.
Era mejor hablado que el glasgowiano medio. Y también un tipo bastante listo. Mis intentos de sulfurarle y entretenerlo hasta que pasara otro coche no parecían funcionar. Por encima de su hombro, vi que un segundo matón salía de un escondrijo y bajaba el capó del Zephyr Six.
– ¿Qué lleva tu colega? ¿Un trabuco con mecanismo de chispa? -pregunté, acompañando el chiste con una sonrisa, mientras sopesaba las posibilidades de romperle el cuello antes de que apretara el gatillo.
– Él nos seguirá. Tú sigue conduciendo hasta el pub donde te espera el señor Costello. Me ha pedido que te diga que te lo tomes con calma. No hace falta armar alboroto. La otra vez te acaloraste y les diste una paliza a Tony y Joe totalmente innecesaria. No es lo que tú piensas. -Señaló la carretera con el mentón-. Vamos.
Miré la pistola. Quizá todavía cumplía su misión, aunque fuese a duras penas. Y una bala es una bala, incluso si la detonación se lleva un par de dedos por delante.
– ¿Me estás diciendo que esto no es por Paul Costello?
– Eso tendrás que hablarlo con el señor Costello. Pero no. O no como tú te lo imaginas.
– Muy bien -suspiré-. ¿Adónde? ¿Al Riviera?
– No. -Sonrió ampliamente. Tenía los dientes picados y amarillos de nicotina-. Vamos a llevarte al Empire. Solo para charlar, nada violento. Así que no armes jaleo.
– ¿Yo? -dije con tono ofendido-. Pero si soy como Rab Butler… un hombre siempre dispuesto al diálogo.
Mi pasajero me fue dando indicaciones para cruzar el Clyde y adentrarnos en Govan. A ambos lados de la calle se alzaban casas de vecindad negras de hollín. Me dijo que aparcara frente a un pub cuyo rótulo proclamaba que aquello era el Empire. El sol se escondía entre los edificios, envuelto en un velo deshilachado de nubes grises. El ambiente lúgubre era algo que uno asociaba siempre a Govan.
– Eh, mira -señalé en plan jovial mientras bajábamos-. El sol se pone sobre el Imperio.
Mi compañero, por toda respuesta, señaló con la cabeza hacia el bar. Se había guardado la pistola en el bolsillo, pero mantenía la mano dentro. El Ford Zephyr Six se detuvo detrás y el segundo tipo descendió también. Era un par de centímetros más bajo que su colega y tenía el pelo de un color arena sucio. Los dos eran tal como me los había descrito Sheila Gainsborough.
Entramos en el pub, un local ruidoso y maloliente. El aire estaba impregnado de humo, de tufo a sudor y alcohol. Una mujer de pelo demasiado negro para ser natural soltaba gorgoritos estridentes en una esquina con el acompañamiento de un piano desafinado. El Empire era, en fin, el típico bar zarrapastroso y mugriento. Dejé que me guiaran a una mesa del rincón, consciente de que no iban a esperarme allí el príncipe Rainiero y Grace Kelly. En efecto: en la mesa solo había un hombre bajo y rechoncho con un traje caro, pero mal cortado, que me miró con expresión sombría mientras nos acercábamos. Tenía el pelo tupido y negro típicamente irlandés, ya necesitado de un buen corte, y un bigotito sobre una boca floja y desagradable.
– Creo que querías hablar conmigo -dije sin sonreír, y me senté sin esperar a que me lo indicara. A diferencia de Sneddon, Cohen o Murphy, Jimmy Costello no merecía un tono respetuoso. Aunque, por otra parte, era justamente esa actitud la que me había metido en algunos de los momentos más delicados de los dos últimos años.
– ¿Te apetece una copa? -preguntó Costello con tono neutro.
– Whisky.
Costello le hizo un gesto a mi secuestrador de pelo oscuro, quien se abrió paso entre la gente y la neblina, dejándonos solos. A lo mejor aquello no iba a ser la clase de aventura que me había figurado. La cantante, apoyada contra el piano, parecía haber entrado en un paroxismo de pasión. Era una mujer gruesa de unos cincuenta y tantos, con una curvatura similar a un barril de cerveza, una cara blanca y redondeada, ojos pequeños, pelo demasiado oscuro y largo y labios excesivamente pintados. Se trataba a todas luces de una cantante de la vieja escuela, al menos en lo que se refería a seguir la vieja tradición glasgowiana de añadir una sílaba de más a cada palabra y de expulsarlas todas por la nariz.
Mi secuestrador regresó con dos whiskys y una pinta de cerveza negra y enseguida volvió a dejarnos solos.
– Le diste una buena paliza a mi hijo Paul -dijo Costello sin acritud. Dio un sorbo de cerveza y me miró con interés.
– Se la buscó, Jimmy. Iba a sacarme una navaja. ¿Para eso me has hecho venir?
– No. Y no fue por eso por lo que envié a Tony y Joe el otro día para que te recogieran. Toda esa mierda no hacía falta.
– Como ya les dije a tus gorilas, si quieres hablar conmigo llámame por teléfono.
– Escucha, Lennox, no te hagas el gilipollas conmigo. Estoy dejando pasar lo de Paul, estoy dejando pasar lo de Tony y Joe. Y créeme, ellos no tienen ningunas ganas de dejarlo, así que deja de hablarme como si fuera un pedazo de mierda. Ya has demostrado lo que piensas de mí. Pero ahora estás en mi terreno y podría entregarte a mis hombres para que te bajasen los humos y te enviasen a casa con la nariz rota.
Contesté mientras la cantante del rincón alcanzaba nuevas cotas de volumen y desafinación.
– Inténtalo -le dije-. Estoy trabajando para Willie Sneddon. Y a él no creo que te atrevas a tocarle las narices. Así que dejémonos de chorradas. ¿Qué quieres?
– ¿Por qué zurraste a Paul?
– Creía que esa no era la cuestión.
– Y no lo es. Al menos directamente. Solo quiero saber por qué tuvisteis unas palabras. ¿Algo que ver con el joven Gainsborough?
– Sammy Pollock es su auténtico nombre. Y sí, de hecho tuvo que ver con él.
– ¿Ha desaparecido?
– Sí.
– Pues Paul también.
Se hizo un breve silencio. Mejor dicho: lo habría habido si la Maria Callas de Govan no hubiese continuado con sus gallos.
– ¿Qué quieres decir con desaparecido? -pregunté.
– ¿Qué coño te parece que quiero decir? Ha desaparecido. No está por ninguna parte y nadie lo ha visto desde hace tres días.
– ¿Y tú crees que tengo algo que ver?
– No. Por eso te he hecho venir. Quiero que lo encuentres.
– Estoy ocupado.
– Sí… y una de las cosas que te tienen ocupado es encontrar al joven Gainsborough. Todo está relacionado, Paul andaba con él. Los dos tenían grandes ideas; quién carajo sabe cuáles serían, pero tenían grandes ideas. -La fea boca de Costello se aflojó todavía más por debajo del bigotito-. Es lo único que tiene Paul… grandes ideas. Ni putas pelotas ni cerebro para que sean algo más.
Di un sorbo de whisky. En comparación, el mejunje que me habían servido en el establo de Sneddon era verdadero néctar. La cantante seguía con su serenata de fondo.
– ¿No sabes dónde desapareció ni por qué?
Costello meneó su cabezota sombría.
– Esos dos payasos que me han traído… ¿cómo se llaman?
– ¿Cómo? -Me miró desconcertado-. El de pelo negro se llama Skelly. Y su compañero, Young. ¿Por qué?
– ¿Tú le has dicho a Skelly que me pusiera una pistola en las costillas para traerme aquí? Me tomo muy a mal que me apunten con un arma.
Costello me miró muy serio y negó con la cabeza.
– Es un puto gilipollas. Le he dicho que se asegurase de que vinieras, pero ninguno de mis hombres tiene que llevar armas salvo que yo lo diga. Ya arreglaré cuentas con él.
– No -dije-. Yo le hablaré. Creo que será más eficaz si la cosa viene de mí, ya me entiendes. Pero no te preguntaba por Skelly y Young por eso. Me han dicho que los vieron con Sammy Pollock antes de que desapareciera. Si no eran ellos, serían sus gemelos por la descripción que me dieron.
– Son más jóvenes que el resto de mis hombres. Siempre van por ahí con Paul, creyendo quizá que él es el futuro. Una esperanza bien jodida. Pero vamos, Paul andaba con Sammy, y Skelly y Young andaban con Paul.
Me disponía a dar otro sorbo de whisky, pero dejé el vaso en la mesa. Prefería mantener el estómago entero.
– Hagamos una cosa -le dije-. Aún estoy investigando el asunto de Sammy Pollock. Si descubro algo sobre Paul, te lo diré.
– Te pagaré…
– No hace falta. Pero me deberás un favor. Y otra cosa: quiero que olvides lo que sucedió entre Paul y yo. Y también con tus tres matones.
– Ya he dicho…
– Es que aún queda algo… -Miré a Skelly, que estaba en la barra hablando con su colega rubio-. Soy un hombre de principios, si quieres decirlo así. Y uno de tales principios es que no tolero que la gente me encañone con un arma.
– Uf… Joder. -Costello miró a Skelly y luego a mí-. ¿No podrías dejarlo correr? No puedo permitir que andes abofeteando a mis hombres.
– Ese es el trato.
Costello se quedó callado unos instantes mientras resonaban los aplausos y vítores con los que concluyó la interpretación de la diva del canto. A mí mismo me daban ganas de aclamarla. Al extinguirse la ovación, Costello hizo un gesto de asentimiento de la única manera que él sabía hacerlo: hoscamente.
– Y ahora, volviendo a Paul -añadí-, lo primero que pensé que habrías hecho es hablar con ese tal Largo…
– ¿Qué? ¿Quién coño es Largo?
– ¿No conoces a nadie que se llame así?
– ¿Debería?
Me eché hacia atrás, con un suspiro.
– No tienes por qué. Toda la gente a la que le he preguntado dice que nunca ha oído hablar de ese Largo. Cuando me tropecé con Paul en el piso de Sammy, él creyó primero que yo era poli.
– ¿Te tomó por un poli?
– Sí… ya ves -dije, dando otro suspiro-, voy a presentarle una queja formal a mi sastre. En fin, cuando comprendió que no lo era, me preguntó si me había enviado Largo. Yo le pregunté quién era y él se negó a contestar, pero sí me dijo que se trataba de alguien a quien le debía dinero.
Costello me miró. La suya era una cara inexpresiva y no resultaba fácil descifrarla.
– No me gusta cómo suena -dijo por fin-. ¿Por qué iba Paul a pedirle prestado a nadie? Y si lo hizo, ¿cómo es que nunca he oído hablar de ese cabronazo de Largo?
– Pillé a Paul desprevenido, así que quizá esa historia de que le debía dinero a Largo fue lo mejor que se le ocurrió en ese momento. En todo caso, me interesa averiguar quién es ese tipo porque podría estar relacionado con lo de Sammy Pollock. Que Paul haya desaparecido del mapa probablemente también está relacionado, como ya has deducido. -Hice una pausa-. ¿Y qué me dices del Poppy Club?, ¿te suena de algo?
Costello negó con la cabeza.
– ¿Tiene que ver con Paul?
– Tal vez -dije-. Tal vez con Sammy Pollock, o tal vez con nada. -Me puse de pie y recogí el sombrero-. Muy bien, ¿quieres decirle a tu matón que me devuelva las llaves del coche? Te avisaré si averiguo algo sobre Paul.
– Una cosa, Lennox -dijo Costello-: En esta historia de Sammy Pollock, y ahora de Paul… ¿buscas gente o cadáveres? Porque no tiene muy buena pinta, ¿no?
Me encogí de hombros.
– Que hayan desaparecido no quiere decir que estén muertos, Jimmy. Empiezo a sospechar que los dos tenían algún trapicheo por su cuenta, seguramente con ese Largo del que nadie sabe nada. Podría ser que los estuviera persiguiendo para recuperar el dinero y que los dos hayan tenido que poner pies en polvorosa una temporada. Quién sabe.
– Es mi chico, Lennox. Mi hijo. Es un gandul y un gilipollas, pero es mi hijo. Encuéntramelo. No me importa lo que tú digas. Te aseguro que te saldrá a cuenta.
Asentí.
– Vale, Jimmy. A ver qué averiguo. -Me puse el borsalino-. Esperaré en el coche; dile a Skelly que me traiga las llaves.
El aire fresco era un término más bien relativo en Glasgow, pero me alegré de salir del Empire y de encontrarme en la calle. Sin prestar atención a las mugrientas casas de vecinos, levanté la vista por encima de los tejados y de las columnas de humo. Eran más de las diez, pero el cielo aún conservaba cierta claridad. La latitud de Escocia daba lugar a largas noches de verano. Me llegó una ráfaga de ruido al abrirse a mi espalda la puerta del pub. Me di la vuelta y vi salir a Skelly, acompañado de su compinche, el tal Young.
– Aquí están tus llaves, Lennox -dijo Skelly, dedicándome otra vez aquella sonrisa de dientes amarillentos.
– Gracias. -Tomé las llaves que me ofrecía con la mano izquierda-. Y tengo una propina para ti…
Me llevé la mano derecha al bolsillo de la chaqueta. A juzgar por la expresión de su cara, yo diría que Skelly pensaba realmente que iba a darle un billete de diez pavos. Saqué mi porra plana y flexible, y en el mismo movimiento con que la sacaba le aticé en el lado de la boca. Sonó algo a medio camino entre un chasquido y un crujido, y cayó redondo como una piedra. Su amigo dio un paso adelante y yo extendí la mano y le hice un gesto con dos dedos para que se acercase. Young decidió declinar la invitación y retrocedió.
Me agaché junto a Skelly. Estaba recobrando el conocimiento y tenía la cara llena de sangre. Se diría que le había hecho un favor: era obvio que no le tenía mucha afición a la pasta de dientes y deduje que ahora le quedarían unos cuantos dientes menos que cepillarse. Lo cacheé con la mano libre hasta dar con lo que andaba buscando y saqué del bolsillo de su chaqueta la pequeña Webley del 32.
– Ya tienes la propina. Y ahí va un consejo, Skelly: nunca, jamás se te ocurra apuntarme con una pistola. Ni siquiera con una pieza de anticuario como esta. Si vuelves a hacerme otro truquito parecido, te mato. No es una manera de hablar: te dejaré frito. ¿Entendido?
Él emitió un gemido incoherente por detrás de sus dientes rotos que tomé como una expresión de asentimiento. Me metí la Treinta y Dos en el bolsillo y miré al matón del pelo rubio.
– Si vuelvo a verte esa jeta, te la dejaré peor que esta. ¿Has entendido?
Él asintió.
– Que paséis una buena noche, chicas -dije en plan amable. Subí al Atlantic y me alejé.