Capítulo 18

Me miré el cuerpo y luego miré a Bert Soutar, tendido a mis pies. Ninguno de los dos había recibido un disparo. Al levantar la vista vi a Bobby Kirkcaldy, con las huellas de su derrota de la noche anterior en la cara y con una Browning en la mano. Había disparado un tiro al aire, obviamente, pero ahora me encontraba mirando el cañón de la automática.

– Contra la pared, Lennox -dijo, todavía con una calma desconcertante. Casi con amabilidad-. Tío Bert, ¿estás bien?

Soutar se puso de pie lentamente, mirándome con expresión aviesa. Sabía lo que se avecinaba. Y Kirkcaldy también.

– Déjalo -dijo-. Lo haremos en el garaje como hemos dicho.

Soutar me agarró del cuello de la chaqueta, me apartó de la pared y, situándose a mi espalda, me guio a empujones por la parte trasera. El sendero rodeaba la casa y desembocaba en un cobertizo encalado que parecía haber albergado en tiempos los establos pero había sido habilitado luego como garaje. En la buhardilla había una ventanita donde seguramente estuvo el cuarto del chófer. La entrada tenía una doble puerta enorme y supuse que dentro debían de caber fácilmente dos coches. Estudié la disposición del cobertizo atentamente. Primero, por la curiosidad del condenado ante el lugar de su ejecución y luego porque quería descubrir cualquier posible vía de huida.

Soutar seguía guiándome a empujones. Consideré la posibilidad de enzarzarme con él otra vez. Era un viejo duro de roer, sin duda, pero me emplearía a fondo para partirle el cuello antes de que su sobrino disparase. Siempre cabía la esperanza de que Kirkcaldy fuese peor con el gatillo que con los puños.

– ¿Todo esto por una pelea amañada? -dije por encima del hombro-. Se toma muy en serio su modesto trapicheo, Kirkcaldy, eso debo reconocérselo.

– Cierre el pico y camine.

El Tío Bert me dio otro empujón. Estaba empezado a ponerse grosero.

– Tenemos a un amigo que le está esperando -dijo Kirkcaldy, y soltó un risotada sombría y cruel. Se adelantó y abrió una de las puertas del garaje.

Tal como me había imaginado, había dos coches dentro: el estilizado Lanchester rojo de Collins y el Sunbeam-Talbot descapotable de Kirkcaldy. «Menudo idiota», me dije a mí mismo. Me había creído muy astuto al hostigar a Collins para que me condujera hasta el misterioso Señor X. Sí, lo había previsto todo, salvo que el retraso de Collins en abandonar su oficina había sido para darle tiempo a Kirkcaldy para que cubriese el trayecto de quince minutos desde Strathblane hasta allí y me preparase un buen recibimiento. Lo único que había tenido que hacer Collins había sido llevarme de la mano, como quien dice. Lo tenía bien empleado, por creerme mis propias bravatas.

El garaje era incluso más grande de lo que había pensado. Los dos coches ocupaban menos de la mitad del espacio. Jack Collins aguardaba en medio de la zona despejada.

– Te he dicho que me seguiría -masculló con un desprecio que debería haberme resultado ofensivo.

– Muy bien, así que están cabreados porque hago mi trabajo. Pero como acabo de decirle ahí fuera, esto no cuadra. Son demasiadas molestias para tapar solo una pelea amañada. ¿A qué viene la artillería? -pregunté, señalando la Browning.

– Quizá tenga razón, Lennox -respondió Kirkcaldy-. Quizá hay algo más en juego de lo que usted puede comprender.

– Póngame a prueba. Soy un tipo comprensivo. Pero antes que nada, permítame una curiosidad de admirador… ¿Por qué se dejó ganar la otra noche?

– ¿Qué le hace pensar que me dejé ganar?

– Vamos. Yo estaba allí. Le he visto pelear otras veces. Si fue capaz de noquear a MacQuillan como lo hizo, lo de Schmidtke debería haber sido un paseo. Se dejó ganar sin ninguna duda. ¿Tan mal tiene el corazón?

– La verdad es que sí -respondió, impasible-. Un defecto congénito. Lo tenía de nacimiento aunque no lo supiera. Pero solo en las últimas seis semanas ha empezado a darme problemas. El matasanos dice que he de descansar y suprimir cualquier preocupación. Quizá debería empezar por usted, ¿no, Lennox?

– Deduzco que se habrá sacado una fortuna con el combate.

– Fue Jack quien lo organizó todo. De hecho, empezó siendo idea de Calderilla. Nada de grandes apuestas; ninguna que se notara demasiado, sino muchas apuestas distribuidas entre todos los corredores. Y cada una colocada por un tercero que nadie podría relacionar con Collins, ni mucho menos conmigo.

– Muy bonito -apunté-. Pero ustedes no eran los únicos que estaban en el ajo. Dos jóvenes fanfarrones intentaron negociar con Tony el Polaco una gran apuesta a que usted perdía.

– No sé nada de eso -dijo Kirkcaldy con fingida indiferencia. Si hubiera sido tan malo amagando golpes en el ring, su carrera prematuramente interrumpida se habría interrumpido aún más prematuramente.

– ¿Quiénes eran? -inquirí, tentando la suerte. Ya que me tenían a punta de pistola en un cobertizo en mitad de la nada, donde un tiro pasaría del todo desapercibido, sentí que tampoco perdía nada por probar.

– Ya se lo he dicho, no sé nada de ellos ni de nadie que intentase colocar una apuesta.

Decidí pasar a otra cosa antes de que le creciera la nariz.

– Estoy seguro de que su pequeña intriga les habrá proporcionado un buen montón de dinero. Pero tampoco tanto. No lo suficiente para crearse tantos problemas. Ni para que valiera la pena matar a Calderilla.

– La muerte de Calderilla no tiene nada que ver con nosotros, en absoluto. Ni con todo el montaje de la pelea.

– No… Yo tampoco creo que ustedes mataran a Calderilla, pero el trapicheo del combate sí está relacionado con su muerte. Quizá la idea de que se dejase ganar se le ocurrió a Calderilla primero, pero él solo lo pensó para proporcionarle una pensión con la que retirarse del boxeo. Usted mismo debió de hablarle de sus problemas de corazón. Ahora, si usted necesitaba hacerlo era por otro motivo: porque tenía que pagarle una deuda a alguien cuanto antes. Alguien que le administraría, si no, el mismo tratamiento que acabó recibiendo Calderilla.

Kirkcaldy no dijo nada, pero le echó una mirada al Tío Bert.

– Verá, Bobby, resulta que soy un tipo estudioso. Me he pasado horas en la biblioteca Mitchell ampliando mis conocimientos. Por una parte, los he ampliado en lo referente a las tradiciones y costumbres de nuestros primos hermanos itinerantes. Pongamos, por ejemplo, a los que están en Vinegarhill. De entrada, yo creí que eran simples vagabundos irlandeses, pero resulta que son minceir, o sea, auténticos gitanos de Irlanda… de pura cepa, por decirlo así.

Kirkcaldy no dijo nada.

– Han tenido una historia larga y difícil, los gitanos -proseguí-. Llevan siglos en Gran Bretaña, ¿sabe? ¿Ha oído que llegamos a vendérselos a Luisiana para trabajar como esclavos de los negros libertos que poseían sus pequeñas plantaciones? ¿O que los colgábamos solo por ser gitanos? Esto los ha convertido en una pandilla rencorosa. Son unos fanáticos de la venganza y los odios mortales.

– ¿Y qué tiene que ver todo esto? -preguntó Kirkcaldy, pero otra vez volví a percibir la falsedad de su tono.

– No sé qué hicieron ustedes exactamente. Es la única pieza que me falta. Verá, he estado leyendo sobre las costumbres gitanas, como le decía. Y hablé con Sean Furie, cuyo hijo está acusado del asesinato de Calderilla. Al principio, pensé que Furie era un simple vagabundo, pero resulta que no, que es un gitano de verdad. Él y toda su gente siguen las leyes y costumbres gitanas. Furie es un baro, un cacique del clan; el gran capitoste de los gitanos. Y como baro, Furie se erige en juez en el kris, una especie de tribunal medio chungo que tienen. El kris puede someter a juicio a los demás gitanos e incluso a los gaje, como ellos llaman a los no gitanos.

– Interesante de cojones -dijo Bert Soutar-. Considere ampliados mis horizontes. Y ahora póngase contra la pared.

Decidí seguir donde estaba por el momento.

– Es interesante, sí. Verá, entre otras cosas el kris interviene cuando uno de los suyos muere a manos de otra persona, sea por asesinato o por accidente temerario. El tribunal puede emitir una sentencia contra el acusado y la única manera de librarse es pagar un glaba: dinero de sangre.

Hice una pausa, no tanto para producir un efecto dramático como para echar un vistazo. Había dos ventanitas mugrientas en la pared trasera. Y unas herramientas de jardinería colgadas con ganchos, incluida una hoz con la hoja moteada de puntitos rojizos. Me pareció que se dibujaba una sombra tras la mugre de los cristales; luego pasó de largo. Había alguien más. Afuera.

– En fin -continué-, lo que yo deduzco es que usted, el viejo y entrañable Tío Bert y el joven Collins aquí presente, se encuentran bajo pena de muerte. Y lo que resulta más espeluznante no es la muerte misma, aunque ya lo sea bastante, sino el tipo de muerte que podrían sufrir a manos de los gitanos. Ahora bien, no sé si el hijo de Furie le aplicó a Calderilla la sentencia o no, pero ustedes, amigos, tienen una idea bastante clara de lo que les espera… A menos, claro, que paguen un glaba enorme para redimir la pena.

– ¿Y qué se supone que hemos hecho? -preguntó Kirkcaldy.

– Bueno, resulta bastante obvio. El Tío Bert recluta a ese joven púgil pikey para una pelea a puño limpio. Y el chico muere. Así que Bert Soutar, Calderilla y Collins son declarados culpables. Calderilla acaba mal: le hacen papilla el cráneo con la estatua de su galgo favorito, y usted empieza a encontrar símbolos gitanos de muerte en su puerta. Se suponía que yo había de aclararlo todo. Bueno, ya está aclarado. Pero lo que no acabo de entender es por qué… Vamos a ver, ese chico gitano se metió en la pelea por su propia voluntad, sabiendo los peligros que entrañaba, y decidió arriesgarse aun así. Entonces, ¿por qué el clan los considera a ustedes culpables?

– No es tan listo como se cree, Lennox -dijo Jack Collins, desdeñoso. Estaba pálido y demudado. Todo su aplomo se había desvanecido. Tenía miedo. O bien por lo que yo había dicho o porque sabía que estaba a punto de presenciar algo desagradable. Me esforcé en creer que era por mi oratoria.

– Cierra el pico, Collins -dijo Kirkcaldy-. Contra la pared, Lennox. Y mantenga las manos donde yo las pueda ver.

– ¿Así que ya está? -dije. Advertí que no se me había alterado la respiración y que tampoco tenía el corazón acelerado. Eso te pasaba, supuse, cuando ya habías creído muchas otras veces que ibas a morir. Cuando habías visto caer a muchos otros ante tus propios ojos-. ¿O sea que va a matarme por una maldición gitana y un combate chapuceramente amañado? No… no tiene sentido. Me estoy perdiendo algo. ¿Quién estaba en el coche con Collins frente a su casa? ¿Y por qué lo persiguen de verdad los gitanos?

Ahora ya tenía la espalda pegada a la pared, pero había ido retrocediendo oblicuamente, de modo que había acabado muy cerca de la hoz. Un herrumbroso utensilio de jardinería contra una pistola y dos boxeadores con experiencia. «Lo tienen crudo», me dije.

– Enséñaselo -le ordenó Kirkcaldy a Collins, señalando con la cabeza su propio coche. Collins se acercó al vehículo, abrió el maletero y alzó un bulto envuelto en una manta. Lo cargó en brazos como si fuera un bebé, lo depositó en el suelo y apartó la manta para que lo viera. Era la estatuilla del demonio kyLan. Estaba partida en dos. La capa de jade de imitación tenía menos de dos centímetros de grosor. El contenido se derramó fuera: unos bloques envueltos firmemente en papel encerado.

Di un suspiro mientras notaba que se me encogían las entrañas. Sabía muy bien lo que significaba que la estatuilla estuviera en manos de Kirkcaldy.

– ¿Y Sammy Pollock?

Kirkcaldy sonrió. Curiosamente, me recordó el modo que tenía Sneddon de sonreír.

– Como todas las demás cosas en Glasgow, Lennox, el Clyde es imprevisible. Tiras dos cadáveres al mismo tiempo y en el mismo sitio, y resulta que uno aparece en la orilla y el otro se hunde sin dejar rastro.

– No se lo merecía. No era más que un chico.

Pensé en cómo se lo tomaría Sheila Gainsborough. No me había ganado mi tarifa en aquel caso, eso seguro. Claro que no sería yo quien le diera la noticia. Solté una risa amarga.

– ¿Dónde está la puñetera gracia? -dijo Kirkcaldy.

– He estado trabajando en los dos casos y no he conseguido relacionarlos. No soy tan listo como creía.

– Sí que es listo, Lennox. Demasiado listo. Pero a estas alturas ya debería saber que en esta ciudad no sucede nada que no esté conectado con todo lo demás. Y antes de que se ponga demasiado dramático sobre el joven Pollock, recuerde que él se lo buscó. Pretendió jugar con los mayores, y acabó perdiendo pie y hundiéndose hasta el fondo.

– No creo que usted sea muy distinto. Tener en su poder este material significa que no solo le persigue una pandilla de gitanos furiosos. ¿Ha oído hablar de John Largo?

– Sí. Y sé que esto es suyo. Pero él aún está buscando a Pollock y Costello. Nosotros nos tropezamos con esto por casualidad. Estamos libres de sospechas.

– No tanto. Yo los he encontrado.

– No, qué va. Todo lo que le ha dicho a Collins era una cortina de humo. Estaba disparando a voleo para que saltara la perdiz. Solo que ahora es la perdiz la que le apunta con una pistola. Y usted no va a contarle nada a nadie.

«Se acabó lo que se daba», pensé. Si de algo no se podía tachar a Kirkcaldy era de ambiguo.

– ¿Cómo se hicieron Costello y Pollock con el demonio de jade? Ellos no podían saber lo que contenía.

– Ahí se equivoca. El señorito Pollock era un joven de gustos cosmopolitas. Bohemios, si quiere decirlo así. Fumaba hachís y había experimentado con el opio. Nadie en toda esta ciudad habría podido deducir el valor de la heroína pura, pero Pollock lo conocía muy bien. Pero todo su talento se agotaba ahí. Él no era ningún cerebro criminal y creyó que estaba tratando con Al Capone cuando empezó a andar con Paul Costello. Pero este era un simple gilipollas y aquello le venía tan grande como a Pollock.

– ¿Y cómo consiguieron la estatuilla? -pregunté.

Ahora los tres -Soutar, Collins y Kirkcaldy- se habían vuelto hacia mí dando la espalda a las puertas. Kirkcaldy había dejado una entornada y yo habría jurado que la había visto moverse. Quizá la sombra de la ventana no era otro cómplice. Puse todas mis esperanzas en un ángel de la guarda.

– Paul Costello siempre estaba tratando de marcarse un tanto -continuó Kirkcaldy. Tuve que hacer un esfuerzo sobrehumano para no mirar de reojo las puertas a su espalda-. Supongo que pretendía demostrar que podía jugar en serio, como su padre. Y una mierda; no tenía materia gris ni para volarse la tapa de los sesos. Se suponía que el cerebro era Sammy Pollock, para que luego digan del ciego que guiaba a otro ciego. El caso es que hicieron un par de trabajitos nocturnos. El primero fue una remesa de cigarrillos de un almacén, una mierda francesa. No tenían ni puta idea de cómo mover el material; lo distribuían ellos mismos por los pubs y los clubes. Unos aficionados. No haces un trabajo así sin cerrar antes un trato con un profesional que se encargue de mover la mercancía. Pero los muy gilipollas no solo no cerraron ningún trato: ni siquiera conocían a ningún profesional.

– Así que recurrieron a Calderilla. -Ahora sí encajaba todo.

– Sí… Se quedó todo el alijo por una miseria. Calderilla no era traficante de objetos robados, pero de vez en cuando se ocupaba de algún material sucio, sobre todo si había una buena tajada que sacar. Aunque solo en casos especiales, ya digo, y cuando su margen era muy alto.

– Eso no explica cómo se le ocurrió a Sammy Pollock la idea de robar el dragón de jade.

– Pollock y Costello tenían para ayudarles en sus faenas a dos tipos que trabajaban para papá Costello y a un pikey de refuerzo -dijo Kirkcaldy. Ahora encajaba una cosa más-. Los cinco juntos dieron el golpe de los cigarrillos. La mercancía provenía del almacén de ese franchute, Barnier. Antes de encontrar lo que buscaban y cantar el premio gordo, tuvieron que abrir varias cajas. Así que el listo del pikey va y rompe una estatuilla sin querer y descubre que está llena de paquetes. Avisa a Pollock. Y este supone sin más que es hachís, de modo que se llevan también la estatuilla y salen de allí sin ningún contratiempo. Pero cuando Pollock llega a casa y abre uno de los paquetes, descubre que están de mierda hasta las orejas. Comprende que no es hachís, sino heroína, y de un grado de pureza muy elevado. Saca una muestra de uno de los paquetes, lo vuelve a meter dentro y pega la estatuilla. Luego le lleva la muestra a Calderilla, que como no sabe absolutamente nada de narcóticos, recurre directamente a un servidor.

– Entonces -observé- esos dos tipos que ha dicho que trabajaban para Costello hicieron, deduzco, un trato con usted y Calderilla para entregarles en bandeja a Sammy Pollock y Paul Costello… ¿Qué fue lo que falló?

Seguí con los ojos fijos en Kirkcaldy, sin hacer caso de la figura que asomaba en los márgenes de mi campo visual, deslizándose por la puerta entornada y colándose, agazapada, detrás de los coches.

– El pikey descubre que hay algo más en juego y empieza a pedir más dinero, amenazando con hablar. Solo que no sabe que ahora yo también estoy en el ajo. Resulta que él es además uno de los púgiles que Tío Bert ha reclutado para participar en varias peleas a puño limpio en el local de Sneddon.

– Y casualmente muere durante la pelea.

– Sí… qué curioso. -Kirkcaldy sonrió fríamente-. Toda una coincidencia. Sobre todo porque Tío Bert le dio una medicina especial antes del combate. Le dijo que le ayudaría a pelear mejor y a no sentir los golpes de su adversario. Esto último era cierto. El estúpido pikey se lo tomó sin rechistar, de modo que el otro pudo arrearle una paliza del carajo y él se puso a sangrar como un cerdo. Por la paliza o por la droga, no sé.

– Y problema resuelto.

Procuraba parecer relajado y natural, aunque estaba todo el rato midiendo mentalmente la distancia que me separaba de la hoz herrumbrosa y esperando que la figura oculta detrás de los coches hiciera algún movimiento.

– No. Ahí fue cuando empezaron nuestros problemas. Resultó que el pikey era hijo de Sean Furie… el hermano del acusado de asesinar a Calderilla.

– Así que ese era el glaba que habían de pagar -dije-. El hijo de un baro no debe de salir barato.

– Hace falta algo más que una pandilla de gitanos irlandeses para asustarme. Pero no dejaba de ser un problema. Aún no podía vender la heroína y necesitaba sacar dinero de algún lado para comprar a esos vagabundos de mierda. -Señaló la estatuilla rota con un gesto-. Este material es la mayor oportunidad que se me ha presentado. Llegará a ser muy importante aquí… ¿Usted ha visto Glasgow un sábado por la noche? La mitad de la ciudad agarra una curda de cojones; miles de hombres desquiciados y fuera de sí. Nadie bebe porque le guste el sabor de la priva, y Dios sabe que tampoco es para relacionarse socialmente, qué coño. ¿Sabe lo que buscan? Unas vacaciones. Beben porque durante unas horas pueden salir de sus vidas. Y si el whisky barato y el vino de cuarta son para ellos como un día en Largs, este material es una semana en Montecarlo. Esto… -dijo, sopesando un paquete, como si calculara su valor-. Esto es el futuro, Lennox, el futuro de Glasgow. No daremos abasto para cubrir la puta demanda, se lo aseguro. Esta mercancía está hecha para Glasgow, porque hace que Glasgow desaparezca del mapa. Y hablando de hacer desaparecer… Basta ya de charla.

Kirkcaldy volvió a armar la Browning. Los tres me miraban fijamente, Collins más pálido que antes. Desde que había salido de su oficina para llevarme hasta aquí sabía que este iba a ser el resultado. Bert Soutar, todavía con la nariz ensangrentada, retorció los labios de placer. Él sí que iba disfrutar el momento.

Por algún motivo insondable me vino a la cabeza el rostro de Fiona White. Quizá solo porque ahora estaba a punto de quedarse con un apartamento libre.

Todo se desarrolló con una especie de terrible elegancia. Yo ya había adivinado que era Singer el que estaba oculto detrás de los coches. Al fin y al cabo, había sido yo quien había propuesto que lo pusieran tras los pasos de Kirkcaldy. Ahora salió de su escondrijo sin un ruido. Collins gritó sobresaltado y Kirkcaldy y Soutar se giraron. Vi cómo la mano de Singer se alzaba y describía un breve arco en el aire. Collins emitió un gorgoteo y la sangre empezó a manar a borbotones de su cuello, allí donde la navaja de Singer se lo había rebanado.

Me abalancé a por la hoz y la arranqué de la pared. Kirkcaldy oyó el chirrido y se volvió blandiendo la pistola, pero yo le di un tajo en la muñeca con el filo oxidado. El arma rodó por el suelo. Me apresuré a lanzarle otro golpe y esta vez la punta metálica se hundió en su espalda. Kirkcaldy soltó un alarido que no parecía humano. Vi que Singer y Soutar forcejeaban a la desesperada. Este le aferraba la muñeca con todas sus fuerzas para impedir que Singer alcanzase su garganta con la navaja. Arrojé la hoz y recogí la automática que Kirkcaldy había soltado. No me lo pensé siquiera. Le metí a Soutar dos balas en un lado de la cabeza y el viejo se desmoronó sin vida. La tenaza de su mano arrastró a Singer, que terminó cayendo sobre él.

La secuencia entera debió de durar cuatro o cinco segundos, pero ahora Soutar yacía muerto, Collins estaba tendido boca arriba, tiritando y retorciéndose en sus últimos estertores, y Kirkcaldy permanecía de rodillas, sujetándose la muñeca desgarrada.

– Gracias, Singer -dije-. De no ser por ti, ya estaría muerto.

Singer se incorporó y asintió. Estaba sin aliento todavía, pero me pareció detectar un principio de sonrisa en la comisura de sus labios.


Dejamos los cuerpos en el garaje. Le vendé a Kirkcaldy la muñeca con un pañuelo y lo metimos en el asiento del copiloto de su Sunbeam-Talbot deportivo. Guardándome la Browning en la pretina de los pantalones, recogí el demonio de jade, volví a envolverlo en la manta y lo metí en el maletero de mi coche. Sabía que Kirkcaldy no me causaría más problemas, así que le dije a Singer que nos siguiera en mi Atlantic. Paramos en una cabina telefónica junto a la carretera y Singer vigiló a Kirkcaldy mientras yo hablaba con Willie Sneddon. Le hice un rápido resumen de lo sucedido, le comuniqué que había un par de remesas de carne para la picadora de Martillo Murphy y le di las indicaciones para encontrar el sitio.

Volvimos a Glasgow. Kirkcaldy intentó durante todo el trayecto llegar a un acuerdo conmigo. Me ofreció riquezas inagotables si lo ayudaba a salir del embrollo. Mientras bordeábamos el Clyde y entrábamos en Gallowgate, se lo prometí: le dije que conocía a una gente que le solucionaría todos sus problemas.

Singer estacionó y me esperó fuera. Yo entré en el recinto de Vinegarhill. El viejo al que había visto la otra vez corrió a la caravana de Sean Furie y aporreó la puerta. Furie salió, me hizo un gesto con la cabeza y yo se lo devolví. Ninguno de los dos hicimos caso de las súplicas de Kirkcaldy. Tiré al suelo las llaves de su coche y él se bajó precipitadamente y empezó a rebuscar en el polvo. Pero habían caído demasiado lejos y el cerco de gitanos ya se cerraba alrededor.

Cuando dejé a Singer en casa de Sneddon volví a darle las gracias. Él me hizo un gesto nuevamente y se apeó.


Estaba cansado y dolorido, pero tenía que hacer tres llamadas. Empezaba a hacerse oscuro, más oscuro que ningún otro día en las últimas semanas, y había algo en el aire del atardecer que anunciaba la llegada de una estación más fría. Aparqué junto al Clyde. Saqué el demonio de jade roto del maletero y me acerqué a la orilla. Cogí un par de paquetes envueltos en papel encerado y los sostuve un momento, uno en cada mano. Yo siempre andaba mirando cómo ganarme unos pavos: ahora tenía en mis manos un fondo suficiente para retirarme. Supuse que incluso me llevaría una buena recompensa si le devolvía los narcóticos a Largo. También sabía que era solo cuestión de tiempo, que las predicciones de Kirkcaldy se hicieran realidad y las calles de Glasgow se inundaran de aquel material. Pero había un tipo de dinero que era demasiado sucio incluso para mí. Me saqué del bolsillo la navaja plegable y, uno a uno, rasgué los paquetes y esparcí su contenido, levantando grandes nubes de polvo blanco. Miré cómo las dispersaba el viento del atardecer, y cómo se deslizaban los envoltorios por las aguas oscuras del río.

Hice las llamadas desde una cabina de Buchanan Street. La primera, a alguien que todo el mundo creía un fantasma: le dije a John Largo que tenía una hora antes de que le contara a Dex Devereaux dónde podía encontrarlo. Sin entrar en detalles, le expliqué que todas las cuentas estaban saldadas y que no le quedaba nada que hacer en Glasgow. Le recomendé un cambio de aires inmediato. Preferiblemente a un sitio más soleado.

La segunda llamada fue para Jock Ferguson. Lo llamé a casa y le dije que se reuniera en media hora con Dex Devereaux, en su hotel, y que así le echaría el guante a John Largo.

La tercera llamada fue breve y directa. Primero traté de localizar a Jimmy Costello en el Empire. No estaba, pero lo encontré en el Riviera. Me preguntó con impaciencia qué quería. Entendía su impaciencia: me había pedido que encontrase a su hijo y el chico había aparecido muerto. Aquello se estaba convirtiendo en una costumbre en mi caso.

– ¿Están ahí Skelly y Young? -pregunté.

– Sí. ¿qué pasa, joder?

– ¿Están ahí mismo ahora?

– Sí. -Su impaciencia iba en aumento-. Los estoy mirando.

– Entonces estás mirando a los tipos que mataron a Paul. O que al menos se lo sirvieron a otro en bandeja para que lo matara. Y descuida, todas las demás cuentas están saldadas.

– Si es una puta mentira…

– En absoluto. Skelly y Young vendieron a Paul y Sammy Pollock por dinero. Tal como te lo digo. Lo que tú hagas al respecto es cosa tuya.

Se hizo un silencio al otro lado de la línea. Sonaba de fondo un grupo musical y el runrún de la gente charlando y bebiendo.

– Yo me ocuparé de ello -dijo Costello. No me cabía la menor duda de que lo haría-. ¿Lennox?

– ¿Sí?

– Gracias.

Cumplí mi palabra con Largo y permanecí media hora delante del hotel Alpha antes de entrar y preguntar por Dex Devereaux. El portero nocturno se resistió bastante a dejarme entrar y más aún a molestar al señor Devereaux.

– Es muy importante -le dije, metiéndole un par de billetes de una libra en el bolsillo del chaleco-. Dígale que tengo la dirección que ha estado buscando. La dirección del señor Largo.

Me senté y aguardé. Pasaron menos de diez minutos antes de que Dex Devereaux apareciera en el vestíbulo, todo desaliñado (dejando aparte su corte de pelo, tan perfectamente nivelado como siempre). Le di el papel con la dirección.

– ¿Estás seguro? -dijo, mirando la nota.

– Es él. Y ésta es la dirección.

Dejé a Devereaux y me crucé con Jock Ferguson, que entró, hecho un manojo de nervios, justo cuando el portero me abría.

– Dex te explicará -le dije vagamente. La vaguedad era mi estado mental en ese momento. Tenía que hacer aún otra llamada. La que más temía. Subí al Atlantic y me dirigí al West End, al apartamento de Sheila Gainsborough.


Fue dos semanas más tarde cuando me encontré con John Largo. Dex Devereaux había cumplido lo prometido y me había pagado mil dólares por la información, pero cuando había llegado a casa de Largo, este ya había levantado el vuelo. Debían de haberle avisado, me había dicho Jock Ferguson sin sospechar lo más mínimo.

Largo me esperaba oculto entre las sombras cuando yo salía del Horsehead. Tenía la mano metida en el bolsillo de la chaqueta y supuse que llevaba allí algo más que calderilla. No tenía importancia. Entendía su cautela.

– Quería darle las gracias -dijo.

– ¿Por qué? ¿Por delatarle?

– Por darme una oportunidad. ¿Cómo me encontró?

Saqué mi pitillera y le ofrecí un cigarrillo. Lo tomó con la mano izquierda, sin sacar la derecha del bolsillo.

– Es usted demasiado sentimental -le dije-. Lo seguí hasta el monumento de Lyle Hill. Supuse que habría una relación con el Maillé-Brezé, así que investigué un poco.

Como le había explicado a Devereaux en el vestíbulo de su hotel, el Maillé-Brezé era un destructor de la Marina francesa. Había estado anclado en el amarradero del Tail of the Bank, en la boca del estuario del Clyde, justo bajo el lugar donde se alzaba ahora el monumento a las fuerzas de la Francia Libre. El Tail of the Bank era el punto de reunión de los barcos que navegaban por el Atlántico: una bulliciosa encrucijada de navíos mercantes y de los barcos de guerra fuertemente armados que les servían de escolta. Desde allí había zarpado el Maillé-Brézé en abril de 1940. Acababa de hacerse a la mar cuando dos torpedos se dispararon accidentalmente en su propia cubierta. La explosión que se produjo en mitad del navío fue de tal magnitud que muchos cristales de Port Glasgow se hicieron añicos. El barco destrozado se vio envuelto en llamas y una gran nube de humo y buena parte de su tripulación quedó atrapada en el comedor de proa. Pese a los esfuerzos de los bomberos de Port Glasgow, cuando el Maillé-Brezé se fue por fin al fondo del estuario, se llevó consigo a sesenta y ocho de los doscientos tripulantes. Yo nunca había conocido a nadie relacionado con el desastre. Hasta ahora.

– Encontré su nombre sin problemas -dije-. Es decir, encontré el nombre de Alain Barnier. Pero en la lista de desaparecidos. No pude revisar ninguna lista de supervivientes.

– Alain era un amigo mío. -Largo sonrió. Su rostro tenía un aspecto totalmente distinto sin la perilla. Y ahora llevaba un pelo tan oscuro como el mío-. En cierto modo, mantener vivo su nombre fue mi manera de rendirle homenaje. Pero ¿cómo rastreó mi auténtico nombre?

– ¿Recuerda la pelea en Port Glasgow? Un par de noches después de que la flota francesa fuera hundida en Mers-el-Kébir.

– Ah… claro -asintió.

– La primera vez que fui a su oficina, la señorita Minto me corrigió cuando pronuncié «Clement» a la inglesa. Hay muchos nombres que se deletrean igual en francés pero se pronuncian de otra manera.

– Y claro está -concluyó mi pensamiento-, hay muchos nombres que se deletrean de otra forma pero suenan igual.

– Dex Devereaux tenía un soplón que oyó mencionar su nombre y lo repitió tal como lo había oído: John Largo. Pero cuando estuve repasando los archivos judiciales, encontré la declaración del capitán Jean Largeau, de los Fusiliers Marins. Supuse que su carrera se volvió después tan movida que decidió adoptar el nombre de Alain Barnier.

– Fue una medida prudente en ese momento. Ahora ya tengo otro nombre. Y otro puerto. Usted ha logrado que Glasgow se vuelva… -Buscó la palabra exacta-. Impracticable para mí.

– No puedo decir que lo sienta. No me gusta nada su negocio, Jean.

Largeau se encogió de hombros con el mismo estilo francés de Alain Barnier.

– América está corrompida, amigo mío. Yo no he creado la corrupción, me limito a sacarle provecho. Y no obligo a esos negros a utilizar mi mercancía. Cubro una necesidad.

– Van a colgar al chico gitano, ¿sabe? -dije, cambiando de tema-. Ese boxeador, Tommy Pistola Furie.

Largeau puso cara de no comprender.

– Por el asesinato de Calderilla MacFarlane. Se declaró culpable siguiendo el consejo de su abogado, pero van a colgarlo igualmente. Lo cual es una vergüenza, porque yo no creo que matase a Calderilla -le expliqué.

– Ah… -Largeau meneó la cabeza lentamente-. Me temo que no conozco bien el caso. Pero esos vagabundos siempre suelen ser culpables… de algo.

Hablamos unos minutos más. Dos hombres charlando junto a un bar de Glasgow. Nos deseamos buena suerte mutuamente y él sacó la mano del bolsillo para estrechar la mía. Lo dejé allí y me subí al Atlantic. Cuando miré por el retrovisor ya había desaparecido.

No sé por qué no entregué a Largeau a la policía, o al menos por qué le di la oportunidad de largarse antes de avisar a la policía. Creo que fue unos de esos momentos de piedad e identificación ante el condenado. La guerra nos había maltratado a los dos. Y yo a punto había estado de acabar como él.

Pero me había librado.

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