Jo Beverley
El Duque de Saint Raven

CAPITULO 1

Verano de 1816. Norte de Londres

El salteador de caminos observaba la carretera como si fuera una estatua iluminada por la luna llena. Controlaba su caballo sin hacer el menor esfuerzo, y cuando éste se revolvía y daba tirones con la cabeza, ni un tintineo rompía la quietud de la noche en el bosque.

Su ropa era oscura como las sombras, llevaba el rostro oculto por una máscara negra, y tenía la barba recortada y el bigote al estilo de Carlos I. Hubiese sido invisible a no ser por el manchón de la gran pluma blanca que adornaba su amplio sombrero de cavalier. Esa pluma era la firma de Le Corbeau, el audaz granuja francés que se hacía llamar el Cuervo, y que reivindicaba su derecho a esquilmar a los que viajaban de noche por las carreteras del norte de Londres.

Aunque no se veía a nadie más, el Cuervo no volaba solo. Tenía a sus hombres situados al norte y al sur para avisarle en caso de peligro, o de si se acercaba alguna presa. Él esperaba sus señales en total quietud, a excepción de su pluma agitada por la brisa.

Finalmente llegó desde el sur un ulular atípico de un búho. Se acercaba una víctima adecuada a sus necesidades. No era el carruaje de correos bien blindado, pero tampoco era una carreta o alguien sobre un caballo con la espalda ya combada, que dejaban muy pocas ganancias. Quienes venían desde el sur iban indefensos y merecía la pena el esfuerzo, pues enseguida estarían junto a él.

Se quedó escuchando hasta que oyó el rápido galope de los caballos. Con un agudo silbido, surgió de entre los árboles y se situó frente al carruaje. El asustado cochero tiró de las riendas. Al detenerse el carruaje, Tristán Tregallows, duque de San Raven, con el arma montada, dio órdenes a las dos personas que estaban en el vehículo, y pidió a sus dos compañeros que se mantuvieran de guardia cerca. El corazón le latía con fuerza, de una manera inquietante y agradable a la vez. Tris pensó que era algo tan bueno como el sexo. Lástima que ésta fuese su primera y última noche en este juego.

– Monsieur, madame -dijo como saludo con una ligera inclinación de cabeza, y continuó la conversación con el acento francés del verdadero Corbeau:

– Pog favog, salgan del caguaje.

Mientras hablaba, examinó a sus víctimas lo mejor que pudo, pues el interior de la cabina estaba muy oscuro. Perfecto.

El terror o la amenaza de una apoplejía por parte de sus presas podrían haberlo hecho abandonar, pero en la mira de su pistola tenía a una pareja joven y elegante. La dama se acercó a su esquina del carruaje y más que asustada parecía furiosa. Su boca rígida y sus ojos claros expresaban que estaba indignada por el asalto.

– ¡Malditos tus ojos, carne de horca! -gruñó el hombre.

La voz le confirmó que era de buena cuna, lo cual era estupendo, ya que así no echaría en falta que le robara la mitad de su dinero.

– Eso está en manos del Bon Dieu y sus ministros, monsieur. Usted, por otra parte, se encuentra en las mías. ¡Salgan! Ya conocen mi reputación. Ni los voy a matar ni les voy a quitar todo, a menos que -Tris añadió como una ligera amenaza- continúen desobedeciéndome.

– Venga, salgamos y acabemos con esto -ordenó el hombre, empujando a la mujer con tanta rudeza que se dio un golpe en el interior del carruaje. Ella giró la cabeza hacia su acompañante como para maldecirlo, pero acto seguido abrió la puerta con la cabeza gacha, dócil como un cordero.

Tris hizo retroceder a César unos pocos pasos para asegurarse de que no pudiesen atacarlo, mientras su mente llena de curiosidad hacía cabalas. El hombre era un canalla. Parecía que la mujer pensaba lo mismo, pero sin embargo le obedecía. Podría ser un matrimonio infeliz, pero esa clase de esposas casi nunca se rebelan por pequeñas cosas.

Procuró controlar su curiosidad. No tenía tiempo para misterios. Aunque fuese tan tarde, en una noche con buena luna podía aparecer otro vehículo en cualquier momento. La mujer bajó los escalones, y con una mano se recogió la falda de color claro y con la otra se agarró a la puerta abierta para equilibrarse. Mientras observaba al hombre, Saint Raven siguió con sus cavilaciones. Ella tendía más a las formas redondeadas que a las esbeltas y elegantes, pero aún en esta difícil situación se comportaba con clase. Llevaba un fino vestido de noche y un ligero mantón, prendas inusuales para viajar. ¡Maldita sea! Tal vez se dirigían a un funeral.

Tenía bonitos tobillos. Cuando ya estuvo en la carretera y la miró, se fijó en su cara en forma de corazón enmarcada por unos rizos oscuros que le sobresalían por debajo de la elegante tela de un turbante a rayas. También llevaba un collar y pendientes de perlas, aunque eran más bien modestos. Hubiese deseado que mostrase signos de poseer fabulosas riquezas. Supuso que tenía que llevárselos, o al menos en parte. ¡Maldición! Si los dejaba partir podía destruir el propósito de esta empresa.

Prestó atención hacia el fornido hombre que la seguía. Sus botas altas, bombachos, chaqueta, y el sombrero de castor podrían parecer informales para algunos, pero Tris reconoció que eran prendas muy de moda entre la gente de clase alta. El chaleco a rayas, el flamante pañuelo y el corte de la chaqueta, le confirmó algo que sería también una advertencia: el hombre de pesada contextura parecía muy musculoso. La luz de la luna le dio de pleno en su cara llena de desprecio. Era gruesa, de mandíbula amplia y con una nariz que parecía que había sido rota más de una vez.

Era Crofton.

El vizconde de Crofton, un hombre de unos treinta y tantos, moderada riqueza y gustos caros, especialmente mujeres, o más bien una gran cantidad de ellas. Era un duro jinete y pugilista al que generalmente se le podía encontrar en cualquier evento deportivo, con hombres o mujeres, y con preferencia de los deportes más violentos. Crofton había asistido una vez a una fiesta para caballeros en casa de Tris y quedó claro que nunca más sería bienvenido de nuevo. Hubiese sido un placer personal hacerle sufrir, pero era peligroso y necesitaba tenerlo vigilado.

Tris se recordó a sí mismo que no debía distraerse, pero le preocupaban algunos detalles. Algo que podría ser relevante. Aún así decidió dejar pasar el tema. Tenía una tarea sencilla entre manos: representar un atraco, de modo que quedase demostrada la inocencia del hombre que estaba en la cárcel acusado de ser Le Corbeau.

– Pog favog, sus monedegos -les dijo sin poder resistirse a mirar a la dama otra vez. Crofton no estaba casado, pero el vestido de la mujer, sus maneras, las joyas y su forma de hablar eran los de una señorita, no una prostituta, ¿tendría acaso una hermana?

Crofton sacó de su bolsillo un puñado de billetes y los tiró al suelo, donde revolotearon por la brisa.

– Arrástrate como el cerdo que eres si los quieres.

– Cuervo -corrigió Tris, tentado a obligar al hombre a recogerlos con los dientes-. Madame…

– No tengo dinero.

Tenía una voz fresca y educada, y seguro que era una señorita. La luz de la luna iluminaba su rostro puro como el mármol.

– Entonces me tendrá que dar sus pendientes, cherie.

Su instinto le decía a voces que algo iba mal y la respuesta a ese misterio sin resolver no debía andar muy lejos. La idea de una dama de buena cuna aferrada a Crofton lo hacía sospechar.

Levantó la vista hacia la mujer, pero ella no lo estaba mirando. Se había ido a contemplar el paisaje iluminado por la luna, negando incluso su existencia, al tiempo que se sacaba sus pendientes de perlas y los tiraba junto al dinero. Entonces lo miró a los ojos con los labios apretados. La misteriosa dama no tenía miedo, estaba furiosa. Tenía que estar con Crofton por propia elección para estar tan enojada por haber sido interrumpidos. Por otra parte, no podía olvidar la manera en la que éste la había empujado y su instintiva e indignada reacción.

Entonces se dio cuenta de un pequeño detalle que se le había escapado.

Hacía una semana o dos, Crofton había ganado una casa jugando a las cartas. Stokeley Manor, en Cambridgeshire. Y para celebrarlo iba a dar una fiesta. Una orgía para ser más precisos. Tris había recibido su presuntuosa invitación, y a menos que estuviese equivocado, el evento tendría lugar la noche siguiente. Por lo tanto, Crofton iba de camino hacia esa mansión y no tenía sentido que llevase con él a una hermana o a una dama respetable. A menos que no fuese lo que parecía, la madona iluminada por la luna tenía que ser una prostituta de alta categoría. No todas eran unas fulanas, y algunas utilizaban su porte de dama como parte de su atractivo comercial. Sin embargo, la experiencia y el instinto le decían que no era tal cosa, y había una manera de ponerla a prueba.

Le Corbeau era un tonto, un romántico salteador de caminos que a veces se ofrecía a devolver el botín a cambio de un beso. Se podía aprender mucho de la forma en la que una mujer besa. Tris le sonrió:

– Desgraciadamente mis beneficios han caído en el barro. Ma belle, debo pedigos que los recoja pog mí.

Pensó que se negaría. Con la luz de la luna no podía ver el color de su rostro, pero sabía que tenía las mejillas enrojecidas de rabia, y la ira hizo que apretase los labios confirmando sus temores. Era esa clase de enfado distante y de superioridad moral que una puta nunca hubiese mostrado.

– ¡Hazlo! -le espetó Crofton- y deshagámonos de este canalla.

Al escucharlo se estremeció, pero nuevamente se sometió, fue hacia donde estaban los pendientes y el dinero, y se agachó para recogerlos. Tampoco caminaba como una puta.

A Tris esto no le gustaba nada. Había oído decir que Crofton era aficionado a crueles entretenimientos, como el de mancillar a vírgenes, y mientras más inalcanzables, mejor. ¿Habría encontrado la manera de obligar a una joven virgen de buena familia a que fuese la pieza principal de su celebración?

La mujer se enderezó y se acercó al caballo llevando el dinero y las joyas. Él miró sus ojos fijos y despectivos. ¿Quién diablos se creía que era? ¿Juana de Arco? Iba de camino a una orgía con Crofton y debería mostrarse más prudente si buscaba ayuda, en vez de tratar como una babosa a un posible salvador. César avanzó un paso, la mujer se estremeció y retrocedió. Su hierática postura se rompió por un momento. ¿Tenía miedo de los caballos? Sin embargo, cuando sus labios estaban relajados mostraban un arco completo de lo más tentador. Realmente besarla no sería ningún sacrificio.

Recordó que debía controlar a Crofton. ¡Qué estúpido, se había distraído! Parecía que el hombre simplemente se divertía observando. Una mala señal. Tris hizo que César diera otro paso adelante y ella retrocedió de nuevo.

– Si se sigue alejando, cherie, vamos a estag así toda la noche.

Una vez más ella contrajo los labios:

– Mejor, así vendrá alguien y lo detendrá.

– No hay tiempo, el dinego…

Levantó el mentón, y sosteniendo el dinero y los pendientes en alto, se acercó lo justo. El contraste entre sus bravatas y su evidente miedo a César le tocó el corazón. Tris agarró el botín y ella rápidamente se volvió a alejar. Separó los billetes en dos fajos y tiró uno de ellos al suelo.

– Yo no le mendigo a nadie.

Crofton se rió.

– Esa cantidad no me va a arruinar, granuja. Hemos acabado ¿no? Tris volvió a mirar a la mujer.

– Le devolvegué el resto y sus pendientes a cambio de un beso, cherie.

Ella dio otro paso atrás, pero Crofton la empujó hacia adelante. -Vamos, Cherry, bésalo. Te dejo que te quedes con el dinero si lo besas.

Tris vio su enfado y cómo respiraba hondo. Tenía la sensación de que había fuego detrás de sus ojos, pero una vez más no protestó. ¿Qué tipo de poder tenía Crofton sobre ella?

– ¿Bien? -le preguntó.

– Si no tengo más remedio -le contestó con tanta frialdad que sintió un escalofrío.

Tris contuvo una sonrisa, pues le gustaba su actitud. Le extendió la mano enguantada:

– No puedo correr el riesgo de desmontar, cherie, así que debe ser usted quien suba.

– ¿Al caballo? -preguntó con pánico.

– Sí, al caballo.

Cressida Mandeville miró fijamente a ese loco disfrazado en su enorme caballo, a sabiendas de que finalmente había llegado al punto que ya no aguantaba más. Tenía que hacer frente a un repugnante trato con lord Crofton, que consistía en ser su amante durante una semana, y ya había soportado que la manoseara en el carruaje sin vomitar, pero ni por todo el oro del mundo se montaría en un caballo.

– Quédese con el dinero -le respondió.

– Bésalo -le gruñó Crofton.

Desconcertada, no reaccionó a tiempo cuando el bandido enfundó su pistola, adelantó su caballo y se inclinó para agarrarla y subirla en la silla delante de él. Ella se contuvo las ganas de gritar, pues no podía mostrarle su miedo. Pero cuando aterrizó sobre el caballo y lo sintió debajo de ella se aferró a la chaqueta de su enemigo, apretó los ojos y rezó.

– Así, así, petite. Le aseguro que no se está tan mal aquí.

Su voz burlona le tocó el orgullo, pero de hecho, ahora que estaba encima del caballo, no le parecía tan mal; siempre y cuando pudiese aferrarse al fornido cuerpo de ese ladrón. Se obligó a abrir los ojos y lo único que pudo ver fue su ropa oscura. Tenía la cabeza enterrada en la cálida lana, que para su sorpresa olía a ropa limpia y especias. Sándalo. Desde luego era un cuervo extraño.

Una vez abandonado su orgullo, Cressida se soltó y logró enderezar la espalda para ver qué estaba haciendo Crofton. Nada, ya que había otro salteador de caminos con dos pistolas cubriendo el área: el cuervo no era descuidado. De todas formas Crofton no pensaba interferir; más bien parecía divertido con la situación.

Cressida recordó haber asistido hacía unos meses en Londres a la representación de una obra de teatro sobre este bandido salteador de caminos. Al final era el héroe. Por supuesto, la realidad era muy diferente. De todas formas, si tuviese que elegir entre los dos hombres…

El bandolero había retrocedido para hacerle sitio en la montura, donde la había sentado de lado. Aún así, estaba pegada contra su cuerpo. Él se reía entre dientes y ella lo notaba.

¡Júpiter! Estaba aferrada a él de una manera muy íntima, con el trasero justo entre sus muslos y con una pierna por encima de uno de ellos. Sintió, de manera insólita, los movimientos de sus piernas que hacían que el caballo retrocediese y se bambolease debajo suyo. Pero se volvió a agarrar a él:

– ¿Qué está haciendo? -le dijo casi chillando.

– Poniendo algo más de distancia entge nosotros y su acompañante tan galante, cherie -le dijo con sarcasmo-. Si tengo que dagle la debida atención, no quiego que él esté tan cegca.

Ella tenía la vista fija en su chaqueta y no en el mundo que se movía a su alrededor.

– Usted es un ladrón y no tiene autoridad para hablar con desprecio de él.

– Lo defiende con mucho agdog…

Al mirar se fijó que ya estaban casi entre los árboles, a más de cinco metros del coche.

– ¡Deténgase!

– ¡Qué impetuosa! Adogo a las mujegues mandonas.

Pronunciaba la letra «r» con un deje francés que le hacía sentir escalofríos. No podía hacerlo ¡no podía besar a ese hombre! Tenía que hacer algo para escapar, pero ¿qué?

Le Corbeau había enfundado su pistola para poder controlarla. Si hubiese sido una verdadera heroína, ¿no hubiese aprovechado la oportunidad? ¿Y hacer qué? ¿Pegarle? Seguro que no era la solución; él la aplastaría como a una mosca.

¿Y de qué se iba a salvar a sí misma? De un beso, sólo de un beso. Algo tan simple comparado con el destino que había aceptado para sí misma. En Londres todo el mundo hablaba de Le Corbeau, e incluso algunas señoras iban de arriba abajo por estos caminos con la esperanza de encontrarse con el beso de este sinvergüenza.

Un beso no era nada… Pero entonces el animal se movió y contuvo un chillido de susto ¿Tenía que besarlo en lo alto de un caballo?

Si su imaginación hubiera volado alguna vez tan lejos, eso habría sido lo más imposible e intolerable que se hubiese podido esperar de ella. Sin embargo, no veía elección, y por dárselo tampoco sería una cobarde. Tragó saliva y entonces giró su cara hacia el enmascarado de la barba.

– ¿Podemos acabar con esto, señor, para que pueda seguir viaje?

Lo vio sonreír y se dio cuenta de que podría ser guapo. Sin duda; sus labios eran firmes, con una forma misteriosa y sensual, parecían los de una pintura de un dios del placer. Esos labios se le acercaron desde arriba, y casi se queda bizca por no quitarle el ojo de encima a ese peligro que venía hacía ella. Con los ojos cerrados sintió sus labios apoyándose en los suyos y el cosquilleo de su bigote. Intentó retirarse, pero él le deslizó una mano por detrás de la cabeza para sujetarla. Sus labios se abrieron y su lengua húmeda acarició los suyos. Atrapada por sus fuertes brazos y la mano que la sujetaba, estaba indefensa, cosa que odiaba, sobre todo porque no era la clase de beso que hubiese imaginado. No tenía nada que ver con la ternura o el afecto. Era una competición entre dos villanos y a ambos les deseaba que acabaran en el infierno.

Mientras sus labios se movían contra los suyos, ella siguió perfectamente sentada; no le daría a ninguno de los dos la satisfacción de verla forcejear, aunque a decir verdad también era porque cualquier movimiento brusco podía alterar a la monstruosa bestia que tenía debajo de ella. El hombre se rió suavemente y después le lamió los labios. Ella se movió hacia atrás, y volvió a quedarse quieta, pero con los puños cerrados. ¡Pero qué ganas tenía de luchar, aporrearlo, arañar a la bestia monstruosa que la había asaltado! Entonces él se retiró y la miró cuidadosamente, de manera inquisitiva. En ese momento Cressida supo que había cometido un error. Lo miró a su vez. ¿Qué había hecho ella? ¿Podría enmendarlo?

Él miró a Crofton. Entonces puso los olvidados pendientes y los billetes en su escote. Antes de que ella pudiese expresar su sobresalto por lo que había hecho, dio un agudo silbido, hizo girar a su caballo y cabalgó hacia el bosque, llevándosela con él.

Nuevamente conmocionada, se quedó sin voz por un momento, pero entonces gritó:

– ¡Pare! ¿Qué está haciendo? ¡Ayuda!

Él hizo que apretara su rostro contra su sólido pecho, de manera que difícilmente podía respirar, y mucho menos gritar, mientras la bestia que cabalgaba bajo su cuerpo, se los llevaba lejos. Ahora sí que se puso a luchar con manos y pies, buscando un sitio donde arañarlo y hacerle daño. Prefería caerse del caballo a ser raptada de esa manera.

Y su plan, ¡Dios mío, su plan!

Escuchó al hombre blasfemar y el caballo se detuvo de pronto muy bruscamente. Ella liberó su mano y tiró de la barba del bandolero tan fuerte como pudo; la mitad se le quedó en la mano.

– ¡Maldición! -le gritó agarrándola de las manos-. ¡Quédese quieta, mujer!

Ella le dio golpes y patadas lo mejor que pudo.

– ¡Déjeme ir!

El caballo comenzó a encabritarse y él la hizo descender a la fuerza, agarrando sus muñecas con tanta fuerza que le hizo daño. Ella intentó dar una gran patada al animal, pero sus tobillos fueron capturados por dos recias manos.

– Tienes las manos ocupadas, ¿no? -dijo alguien alargando las palabras, con voz elegante.

– Deja de reírte y piensa en algo para atarla -le contestó Le Corbeau con el mismo aristocrático acento inglés.

Esto, y saber que había un nuevo enemigo, había dejado a Cressida aturdida y quieta, aunque al asimilar las palabras «algo para atarla» reaccionó y volvió a la lucha. Abrió la boca para gritar, pero una mano enguantada se la tapó.

– Hay que saber reconocer al enemigo, muchacha loca. Sepa que no deseo hacerle daño, y que de hecho la estoy salvando de una suerte peor que la muerte. Ya me lo agradecerá cuando recupere la cordura.

Cressida le lanzó una mirada de odio; hubiese querido gritarle lo arrogante que era por haber interferido en sus planes, pero lo único que pudo hacer fue emitir un gruñido. A pesar de todos sus forcejeos y patadas, le quitaron sus zapatos de noche, sus ligas, ¡sus ligas!, y sus medias de seda. Después le ataron los tobillos y, seguidamente, las muñecas.

– Tenemos que vendarle los ojos -dijo su infernal captor.

Ella trató de defenderse, pero las ataduras y la desesperación la debilitaron. Le comenzaron a arder los ojos, tapados con una tela atada a su cabeza, por culpa de las lágrimas.

– ¡Oh, Señor, oh Señor!… -Rogaba a Dios para poder volver a estar de nuevo segura en su casa como lo había estado hasta hacía tan poco, sin más preocupación que la de tener que elegir la mermelada del desayuno.

– ¿Esto cuenta como un asalto? -preguntó el otro hombre en un tono jocoso.

– Maldita sea, tendrá que ser así. No volveré a hacerlo otra vez. -Deberías pensar en lo que dices, porque la señorita aún no tiene los oídos tapados.

– Maldito sea el infierno…

– No te olvides de cuidar tu lenguaje -dijo el segundo entre risas.

– Ya está bien.

Entonces el caballo dio una sacudida y se pusieron de nuevo en marcha. Ahora que volvía a tener la boca libre podría haber gritado, pero no se atrevió. Casi no se podía ni agarrar y dependía completamente de los fuertes brazos de su captor.

– ¿Adonde vamos? -preguntó el otro hombre.

– A la casa, por eso tiene los ojos vendados.

Una casa. Una casa que no debe ser vista. El miedo la paralizó. Le Corbeau no era francés sino inglés. Un inglés de buena familia que haría lo que fuera para salvarse del verdugo. Matarla sería una insignificancia.

Señor, sálvame… Señor, sálvame… Rogaba con cada sacudida del caballo y cada apretón de su captor. Ahora la aterroriza él, no el caballo. Se sentía impotente, indefensa, completamente a merced de esa poderosa masa de músculos. Iba a vomitar. ¿Se ahogaría? ¿Le importaría a alguien?

El caballo se detuvo. Cressida se estremeció y dio las gracias al cielo intentando tragarse el sabor a bilis. El hombre la movió para acomodarla de lado en la suave y resbaladiza montura. Luego se fue dejándola sola en medio del aire frío, ciega, atada y sin poder mantener el equilibrio. El caballo se movió y ella comenzó a resbalarse. Pero en el mismo instante en que gritó, unas fuertes manos la cogieron de la cintura. Volvió a gritar, aunque esta vez fue para agradecer esos fuertes brazos alrededor suyo y ese cuerpo fornido al que agarrarse. De nuevo se hallaba encima de la bestia monstruosa, pero ésta era sólida, segura y sólo tenía dos piernas.

A su derecha habló el otro hombre, y por el tono parecía sinceramente preocupado por ella.

– Querida dama, por favor, no tenga miedo.

Pero era el bandolero el que la sostenía y la llevaba: ¿Adonde? ¿A qué? Comenzaron a bullir dentro de ella nuevos temores, pero era como si el terror la hubiese dejado ya exhausta y sólo pudiera rezar. No, también podía pensar. «El conocimiento es el poder», había dicho sir Francis Bacon, y ella necesitaba agarrase a cualquier poder. Podía oír, así que se las podía arreglar a través de los sonidos. Habían dejado los caballos atrás y los hombres debían ir caminando sobre tierra blanda porque no oía sus pasos. Podía oler. No olía a caballo, pero percibía un ligero tufo a pocilga que procedía de no muy lejos. ¿Una granja? Por supuesto, también olía a sándalo, pero ya estaba tan acostumbrada que casi no lo notaba.

Entonces las pisadas de los hombres comenzaron a crujir, ¿sería grava? Ninguna granja tenía un camino de grava. Se estaban acercando a una casa importante. Ella seguía con los ojos vendados para que no pudiera reconocerla si volviese alguna vez con los magistrados. Eso le sugería que finalmente pensaban dejarla marchar… ¿Después de haberla tratado tan mal? Ella pensó que ese tipo de cosas sólo ocurrían en las novelas de Minerva.

Se detuvieron y oyó un clic, ¿sería un pestillo?

Sí, la puerta no chirrió, pero al abrirse hizo un ligero sonido. Entonces la hicieron entrar. El aire no se movía y parecía viciado. Olía a betún y a un tenue recuerdo de una comida. Escuchó el regular tictac de un gran reloj y el sonido de las botas sobre un suelo de madera.

Volvió a sentir miedo. No quería estar en una casa, y menos aún en aquélla.

– Por favor…

– Silencio, si hace ruido la amordazo. Voy a llevarla a mi habitación…

El otro hombre debía estar todavía allí. ¿Eso significaba que estaba más segura o en mayor peligro?

Le Corbeau giró sobre sus talones y la llevó al piso de arriba, a su habitación. A su dormitorio. Cressida rezaba. Con Crofton habría sido repugnante, pero hubiese sido elección suya, para conseguir un objetivo. ¿Iba acaso a perder su virtud por el capricho de un ladrón?

Se abrió otra puerta. Sintió que bajo las botas de él había una alfombra. Un fuerte olor a sándalo. Era éste su dormitorio. Fue depositada en algo suave. En su cama.

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