CAPITULO 2

El corazón de Cressida había estado acelerado mucho tiempo, pero ahora estaba paralizado en una profunda y sorda inquietud a la espera de lo peor. En ese momento sólo oía los latidos de su corazón como si estuviese sola, pero su más instinto más profundo le decía que él estaba allí. Se hizo un silencio más aterrador que un grito. Como si pudiese detectarlo, giró la cabeza en su dirección. Entonces el bandolero le dijo:

– Nadie va a hacerle daño. Por favor, créame. Extrañamente lo hizo y su corazón alterado comenzó a latir más lento.

– Tengo cosas que hacer, y aunque no me guste, debo dejarla atada por un rato. Nadie le hará daño. -Y acercándose a ella continuó-: Pero debo atarla mejor.

– ¡No!

Él no le hizo caso, la levantó y la ató con algo a la altura de los codos. Luego mientras se alejaba, oyó sus botas sobre la alfombra, y cómo se abría y cerraba la puerta.

Ahora estaba sola. No sabía si agradecerlo o desahogar su rabia. Ese sinvergüenza la había arrebatado de donde estaba y de sus planes, y ahora la había abandonado allí, a la fuerza, y con los ojos vendados. Levantó sus manos para arrancarse la venda, y entonces se dio cuenta de por qué la había atado a la altura de los codos: así no podía elevarlas lo suficientemente alto. Movió la cabeza sobre la almohada, pero tampoco pudo quitarse la venda. Abandonó porque tenía la tela atada a la parte de atrás del turbante que iba sujeto a la cabeza con unas orquillas que se le clavaban y le daban tirones con cada movimiento.

– ¡Que te cuelguen! -dijo entre murmullos al ausente villano, una frase muy útil que había copiado a Shakespeare.

Con suerte lo atraparían y terminaría en Tyburn bailando en la horca. Pero por alguna razón, esa imagen no le satisfacía particularmente. Pensó que hasta ahora no había hecho nada por lo que mereciera la muerte, y si la mantenía con los ojos vendados sería por alguna razón: ¿si no veía nada, no tendría que matarla?

Era una cálida noche de verano, pero un escalofrío le recorrió el cuerpo, mientras las lágrimas se le deslizaban por debajo de la venda.


Tris bajó corriendo las escaleras. Caradoc Lyne lo esperaba en el salón tomándose un coñac. Cary era un fornido Adonis rubio que compartía con Tris su actitud despreocupada y traviesa, pero ahora no estaba de acuerdo con él.

– No podía dejarla ir con Crofton -le dijo Tris.

– Estoy de acuerdo, pero ¿por qué atarla?

Tris cogió la botella y se sirvió un coñac de contrabando. Había sido su recompensa por otra correría mucho más sencilla que ésa.

– ¿Debo dejarla libre para que vague por la casa o se largue corriendo?

– Podrías explicarle… -empezó a decir Cary, pero haciendo un gesto contrariado añadió-: Aunque supongo que no.

– Exactamente. Ella se queda. Nosotros todavía tenemos que asaltar un carruaje más.

– Habías dicho que ya no lo harías más.

– Teniendo en cuenta la situación no tendría que ser así, pero es muy improbable que el madito Crofton vaya a poner una denuncia al magistrado más cercano. -Tris apuró la copa-. ¡Vámonos!

– Mierda. Si tenemos que hacerlo de nuevo, ¿puedo ser yo el que asalte el coche?

– No, yo tengo ese derecho gracias a mi rango.

– Aguafiestas.

Ambos salieron de la sala debatiendo sobre quién se merecía ese honor y se dirigieron a los establos a buscar caballos frescos.

– A mi me quedaría bien el disfraz de El Cuervo -sostuvo Cary.

– Pero ¿cuánto tiempo necesitaríamos para oscurecerte el cabello y pegarte esta maldita barba? -Le contestó Tris mientras tocaba la suya y comprobaba que todavía le colgaba un trozo-. Arpía ingrata…

Volver a pegarla le tomaría demasiado tiempo para su escasa paciencia. Mientras su sufrido mozo de cuadra les preparaba los caballos de recambio, cogió un poco de un pegajoso emoliente y se pegó de nuevo los bordes. Después partieron nuevamente los tres a jugar a los bandidos.


Cressida finalmente se dio cuenta de la razón por la que su prisión le parecía tan sobrecogedora. No había reloj. Estaba acostumbrada a que siempre hubiera uno en su dormitorio. De vez en cuando oía un lejano repicar, dos cuartos, después la una en punto, pero en esa estancia sólo había silencio y su respiración nerviosa. ¿Qué iba a suceder cuando el hombre regresara?

Estaba preparada para exponerse a cosas terribles en ese viaje, pero no a eso. Había estado dispuesta a entregarse a Crofton, aunque tenía un plan para evitarlo, y ahora se había ido todo al cuerno por culpa del maldito Le Corbeau. Suponía que debería estar aterrorizada, pero parecía que su estado era más bien el de una moderada locura.

Desde que había llegado a Londres, les había escrito frecuentemente cartas a sus amigos de Matlock con entretenidos comentarios sobre sus observaciones acerca de la capital y sus gentes. ¡Qué lástima que no fuese posible escribir sobre esto! Le surgían ingeniosas frases en su mente relacionados con Le Corbeau y le haute volee, la sociedad de altos vuelos, los dandis, duques y las patronas del club Almack, ninguno de los cuales había advertido la llegada a Londres de la sencilla señorita Cressida Mandeville. ¡Ahora sí que lo harían, si ese escándalo se llegase a saber!

No estaba particularmente incómoda, pero se sentía furiosa por la manera en que esos hombres la habían tratado. Tenía las muñecas atadas con las ligas y sospechaba que le habían amarrado los tobillos con sus caras medias de seda.

Bribón de Nariz Colorada, era el apodo que había tomado de Shakespeare para su captor, con la esperanza de que, efectivamente, tuviese la nariz hinchada y roja de un borracho. Le parecía extraño que una persona pudiese sentirse frustrada, aburrida, asustada y furiosa al mismo tiempo. Volvió a pensar en su plan. Debía escapar de su captor, continuar hacia Stokeley Manor y completar su misión. Sin embargo, era muy tarde y apenas había dormido, asustada ante su inminente viaje, así que mientras daba vueltas a sus tormentosos planes, se quedó dormida.

Se despertó sobresaltada. ¿Estaba todo oscuro? No, era la venda y no una pesadilla. Era la realidad y él había regresado. La habían despertado unos ruidos más o menos lejanos de objetos que se movían. ¡Si tan sólo pudiera ver! Una tenue luz se filtraba por debajo de su venda y le indicaba que había una vela encendida. Había vuelto y ahora tenía tiempo de hacer cualquier cosa. Un escalofrío recorrió su cuerpo y los dientes le comenzaron a castañetear. Los apretó, pero no funcionó. Él la escucharía y… ¿qué iba a hacer?

Agua. Chapoteo. Se le hizo sorprendentemente clara una imagen de lo más cotidiana. Estaba vertiendo agua de una jarra en una palangana, y por los sonidos supo que se estaba lavando. Eso hizo que el terror se apaciguara dejándola confusa y sin fuerzas. Un vil violador podría querer lavarse antes de atacarla, aunque le parecía improbable. El sonido del agua le dio sed. Tenía la garganta tan seca y tirante que parecía que se iba a ahogar.

– ¿Podría darme un vaso de agua? -consiguió decir.

Después de un cortante silencio le contestó:

– Pensé que estaba dormida. Espere un momento.

Se pasó la lengua por la boca para humedecerla mientras seguía atenta a todos los sonidos: el agua vertiéndose; de nuevo pasos acercándose. Sólo sintió un ligero estremecimiento cuando él le tocó el rostro.

– El agua -le dijo, para disipar su miedo. ¡Qué villano tan extraño!

No ofreció resistencia a que pasase su brazo por debajo de ella y la incorporase. Cuando sintió el vidrio frío apoyarse en sus labios los abrió. Él inclinó el vaso, y ella bendijo el agua que llenaba su boca. A medida que iba tragando, él le iba escanciando el agua en una extraña unión: sus manos y la boca interactuando con toda familiaridad. Pero de pronto se rompió la sincronía. Él fue demasiado rápido, o ella la ingirió demasiado lento y casi se ahoga.

– Lo siento -le dijo apartando el vaso.

Sintió cómo le limpiaba el agua de la barbilla, y volvió a sentir su olor característico. Ahora más fuerte porque se había lavado las manos con jabón de sándalo.

Jabón, caballo, cuero, hombre. Nunca había percibido ese tipo de cosas antes y ahora tampoco quería percibirlas. Se había creado una situación de intimidad que la hacía sentirse débil. Necesitaba recobrar la vista para poder ver su nariz roja de villano.

– No, por favor…

– Tranquila -le dijo tumbándola de nuevo y apoyando su cabeza con gran delicadeza.

Le vino una nueva y absurda angustia: no sabía cómo se veía con su turbante ladeado y su vestido de fiesta desarreglado. Volvió a escuchar que caminaba por la habitación. Primero percibió un extraño sonido como un desgarro, y después una maldición en un susurro. ¡Se había quitado su falsa barba y el bigote! ¿Cómo se vería ahora? Pero lo más importante: ¿lo reconocería? Había vivido durante los últimos meses entre la clase alta, aunque sólo fuese de una manera tangencial. Si lo reconociese, debería poner cara de disimulo.

Una nueva preocupación se revolvió dentro de ella. ¿Y si él la reconocía? Eso sería un desastre. No era más que la hija de sir Arthur Mandeville, que a pesar de todo era un mercader de cierta importancia. Dudaba de que buena parte de los habitantes de la ciudad fuese consciente de su existencia. De todas formas no creía que un hombre lo suficientemente desesperado como para convertirse en bandolero acudiera con frecuencia a los salones de baile londinenses.

Se siguió lavando. Dos golpes que probablemente fueran sus botas al caer. Su desesperación por captar cada detalle había hecho que se le agudizara tanto el oído que escuchó sus pasos al volver a la cama, aunque sólo llevara puestas las medias. Ahora, ¿qué sucedería? Luchar con él iba a ser inútil, aunque debía hacerlo de todos modos. Así cuando una mano le cogió el pie, soltó una patada. Algo frío tocó su tobillo y sintió un fuerte tirón. De repente sus piernas quedaron libres y ella las usó para intentar apartarse de él.

– No tenga miedo.

– ¿Por qué no? Usted es un criminal.

– Pero de la clase más noble.

Sintió que no se seguía acercando, así que se quedó quieta.

– Usted no quería irse con lord Crofton, ¿verdad?

– ¡Oh, sí que quería!

Deseaba que le quitase la venda, pero no fue así. No debía ver su rostro. Se hizo un silencio y luego sintió su peso al sentarse en la cama, no muy lejos de sus pies. Ella se estremeció, no podía evitarlo.

– ¿Por qué?

– ¿Qué?

– ¿Por qué se iría voluntariamente con Crofton?

– Señor, eso no es de su incumbencia. Ahora sea tan amable de dejarme regresar.

– ¿Cree que estará esperándola en la carretera?

Su ligera burla le provocó ganas de gritar por la frustración. Sí que lo había pensado, y era ridículo.

– Por supuesto que no, pero usted podría llevarme a Stokeley Manor.

– Con lo cual me detendrían.

– Déjeme cerca, ya me las arreglaré yo sola para llegar hasta allí.

– Sin duda.

Después de un momento le preguntó:

– ¿Quién es usted?

¿Ya cuento de qué le hacía esa pregunta? Ya debía tener claro que era una mujer ligera de cascos. ¿Qué respuesta sería la correcta para que la devolviera a su destino? Todo dependía de llegar a Stokeley Manor.

Al parecer, él pensaba que era su salvador, por lo que sólo le permitiría marcharse si le hacía creer que era una ramera empedernida.

– ¿Quién soy yo, señor? -le dijo con una voz que pretendió que sonase lo más descarada y quebrada que pudo-. Soy su cautiva y sí, soy la puta de Crofton.

La cama se movió de nuevo, ¡oh, Señor!, se estaba tumbando. No la tocaba, pero se había recostado junto a ella. Una mano bajó suavemente por su vestido. Sintió un estremecimiento, pero supo disimularlo. Suponía que eso a una puta no le importaría.

¿Sentiría él los latidos frenéticos de su corazón?

La mano volvió a subir, pasando suavemente por sus pechos hasta llegar, para su terror, a la piel desnuda y después a su garganta, haciendo que se le cortara la respiración. Ella se irguió, desesperada por huir.

– No quiero hacerle daño, preciosa, pero si está dispuesta a irse con Crofton, ¿por qué no me sirve a mí para pasar la noche?

De pronto sintió cómo él se echaba sobre ella apresándola. Era caliente, duro y enorme.

– ¡No! -gritó, tratando inútilmente de rechazarlo con las manos atadas y las piernas enredadas en sus faldas.

Él la cogió de las muñecas y ella sintió sus labios en sus dedos: ¿se los estaba besando?

– ¿Por qué no? -le dijo con voz suave como si ella no se estuviese defendiendo de él-. Te pagaré lo habitual. O el doble.

Pero ¿cómo reacciona una ramera?

– Soy demasiado cara.

– Yo soy muy rico.

– Y selectiva; no me voy con cualquiera sólo porque lleve dinero encima.

– No soy un hombre cualquiera, dulce ninfa de la noche -le contestó entre risas-. Sabe, ésta es la primera vez que me rechaza una prostituta.

Ella se dio cuenta de su error; seguramente una profesional nunca rechazaba a un hombre con un puñado de guineas en las manos.

Una puta. Al empezar esta aventura estaba dispuesta a serlo, pero sólo porque creía que iba a poder evitarlo. Ahora estaba siendo atacada, y estaba indefensa apresada por el cuerpo de ese villano y sus deseos. En el caso de que ella le dejase hacer lo que los hombres hacen, ¿la ayudaría a terminar su viaje? Se le revolvió el estómago al pensarlo, pero se lo permitiría si le sirviese de algo. Pero, no, no funcionaría. Se daría cuenta de que era virgen y entonces sólo Dios sabe lo que podía pasar.

Algo acarició sus labios. Su pulgar, pensó, y retiró la cabeza para escaparse de él. La abrumaba tener su cuerpo y sus manos sobre ella, cómo le cogía la cabeza y presionaba sus labios con los suyos. Oyó sus propios sollozos, y rezó para que él se lo tomase como una forma de protesta y no una manifestación de terror.

– Nunca he forzado a una mujer -le susurró junto a sus labios-, y no voy a empezar por usted. ¿Cómo puedo convencerla? Sería un placer para los dos. Además, ya debe saber cómo se le calienta la sangre a un hombre después de la acción y el peligro.

– ¡No! Quiero decir, no puedo. Lord Crofton me contrató y yo me considero suya por el momento.

– ¿Lealtad entre pecadores? -Se echó a reír-. Vamos, preciosa, él haría lo mismo si la situación fuese a la inversa.

Retiró su cuerpo y ella tuvo la esperanza de haberse librado de él, pero de pronto sintió la presión de su rodilla entre sus piernas separándoselas hasta…

– ¡Por favor, pare!

Se detuvo pero no la dejó libre. Ella seguía atrapada y sin aliento. -¿Quién es usted? -le volvió a preguntar y por fin ella lo entendió.

Por el motivo que fuese él no creía que fuese una cortesana, y estaba dispuesto a no parar hasta hacerle decir la verdad. Aceptó lo inevitable con amargura. A nivel físico y espiritual estaba en su territorio. Él era el vencedor. ¿Qué nombre falso iba a darle? El primero que le vino a la cabeza fue el de la esposa del cura de Matlock:

– Soy Jane Wemworthy.

– ¿Puta?

Inspiró profundamente llena de ira.

– No.

Entonces él se apartó, se retiró de su cuerpo y de la cama. La agarró de las muñecas y ella se resistió hasta que volvió a sentir el frío metal. Un momento después sus manos estaban libres. Entonces se quitó la horrible venda de golpe, llevándose de paso el turbante, que se le quedó sujeto sólo por las orquillas. Se sentó en la cama para volver a colocárselo, mirando a su alrededor y fijándose en cada detalle que pudiese ayudarla. Era una modesta habitación iluminada por un candelabro de tres brazos, con las paredes empapeladas en color marfil, las cortinas cobrizas, y con un armario de caoba y un lavamanos.

El hombre que estaba de pie al final de la cama con dosel, era el increíblemente apuesto duque de Saint Raven. Los ojos se le abrieron como platos por la impresión, pero intentó desesperadamente que no se notara que lo había reconocido. Pero ¿cómo podría no hacerlo? Todo el mundo sabía quién era Saint Raven. Una estrella esquiva de la alta sociedad. Alguien difícil de atrapar y un premio muy apreciado. El año anterior había heredado el ducado de su tío, justo después de Waterloo y enseguida había desaparecido del país. Cressida no sabía si había huido o había aprovechado esta nueva oportunidad para viajar, pero eso era lo que la gente murmuraba. Finalmente, se había convertido en el más cotizado de los hombres casaderos: un duque joven, guapo y soltero.

A su vuelta, hacía unos meses, había empezado a asistir a distintos eventos sociales y el vapor que se desprendía del frenético fervor que provocaba entre las damas hubiese sido suficiente como para hacer funcionar una locomotora. Cressida no sabía el número de veces que estando en los servicios de mujeres de algún salón de baile, o en una velada, había escuchado decir a señoritas sin aliento que lo habían ¡visto!, o habían ¡hablado con él!, e incluso ¡bailado con el duque!

La mayoría de las damas no tenían esperanzas de convertirse en su duquesa, pero tenía sus candidatas. Diana RollestonStowe, por ejemplo, nieta de un duque, se quemaba viva de ambición por serlo. La hermosa Phoebe Swinamer lo consideraba de su propiedad, y se comportaba como si así fuera. Y ahora ella miraba al hombre que tenía ante sí y se preguntaba cómo ella, la señorita Swinamer, había sido tan atrevida.

Era alto, pero eso no es lo que lo hacía tan formidable. Tampoco era su título nobiliario. Con una sencilla camisa abierta por el cuello y unos pantalones de montar de cuero negro, la presencia de Saint Raven iluminaba la habitación. Llenaba más espacio del que ocupaba por su tamaño, y era tan guapo de cerca como de lejos. A pesar de lo grande y fuerte que se veía, poseía una elegante complexión ósea, un cabello muy oscuro y unos profundos ojos azules. Tal como había notado antes, sus labios sugerían cosas que una dama ni siquiera debía imaginarse.

– Me conoce -afirmó.

Ya era demasiado tarde y ella se sintió en peligro.

– Sí.

¿Colgarían a un duque por andar jugando a ser bandolero? Seguramente algo harían si ella lo identificase. Dejó caer su mirada sobre el largo y afilado cuchillo que tenía sobre la mesilla de noche. Casi podía sentir cómo le cortaba la garganta…

– ¿Quiere más agua, señorita Wemworthy?

El terror, su oferta y el nombre falso, la confundieron y se quedó mirándolo fijamente hasta que consiguió articular una respuesta.

– Sí, por favor, su excelencia.

Seguramente ni los criminales y asesinos más desquiciados se comportaban así. O se echaban a reír como hacía él ahora.

– Creo que ya hemos superado esas formalidades. Llámeme Saint Raven. Yo la llamaré Jane.

– ¿Incluso si me opongo?

Él le pasó el vaso de agua.

– Señorita Wemworthy es tan largo y suena tan rígido; es para esa clase de mujeres que desaprueban cualquier tipo de diversión o que escriben panfletos edificantes.

Cressida se concentró en beber, tratando de controlar su reacción. Había dado en el clavo en cuanto a la señora Wemworthy. Seguramente no a todo el mundo le encajaba tan bien su propio nombre.

Saint Raven tenía algo de depredador, todo lo contrario que Cressida Mandeville. Hacía siglos que sir John Mandeville había escrito sobre sus viajes a tierras salvajes llenas de dragones y criaturas que eran medio hombre, medio bestias. A ella le encantaban sus historias, pero nunca había querido viajar más allá de lo seguro y cotidiano. Un momento, pues ahora estaba ¡en la cama del duque de Saint Raven! No pudo evitar pensar en los cientos de jovencitas que se desmayarían sólo de imaginarlo.

Y seguro que estaba a salvo de ser violada. ¿Comprometer a una joven con la que luego tendría que casarse? Ella estaba sorprendida de que aún no la hubiese dejado de nuevo en el Camino Real.

– ¿Más agua? -le preguntó, como si su sed fuese la máxima prioridad.

– No, gracias.

Ella tenía otras necesidades, y se negó a ser tan señorita al respecto. -Pronto necesitaré un orinal, su excelencia, y privacidad para usarlo.

– Por supuesto -le contestó, igualmente sin asomo de vergüenza.

Cressida se dio cuenta de que lo que esperaba es que él se quedase fuera.

– Déme su palabra de que no intentará huir antes de que volvamos a hablar, y yo le proporcionaré una habitación para usted sola con todas las comodidades.

Con una caída de pestañas le contestó:

– ¿Acepta mi palabra?

– ¿No se compromete?

Ella quería contestarle con un por supuesto, pero no estaba tan segura. Nunca nadie le había preguntado eso antes y siendo prácticos…

– Claro que no -señaló levantando las cejas. -Si usted fuese un villano, su excelencia, y yo pudiese escapar dándole mi palabra, me temo que lo haría. Él le sonrió:

– Es usted inteligente y honesta.

Su corazón dio un vuelco. Era sin duda el tipo de hombre que llevaba a las mujeres a hacer locuras, y no sólo por su rango. Pero a ella no, se dijo resueltamente. A ella no.

– Por lo tanto -le dijo-, es usted quién debe decidir si soy un villano o no.

De pronto se sintió incómoda y se bajó de la cama: -Usted es un bandolero -le señaló, con la fuerza que le daba estar de pie.

– No es cierto.

– ¿Cómo puede decir que no? Acaba de asaltar un carruaje y me ha secuestrado.

– Está bien, tiene algo de cierto.

De manera inapropiada, se sentó en la cama mientras ella permanecía de pie, se recostó contra uno de los postes tallados de la cama y se abrazó la rodilla con el brazo derecho. No creía haber estado nunca con un hombre que en su forma de vestir, de comportarse o en sus modos fuese tan sumamente informal. ¡Y se trataba de un duque! El duque de Saint Raven. Habría pensado que se trataba de un sueño si no fuese porque nunca hubiera podido evocar algo tan extravagante.

– Pero sólo lo he sido una noche.

En ese momento ella recordó que se decía que era un salvaje. -¿Usted cree que ser un ladrón es algo divertido? -Y ha sido por jugar. Este desenlace, después de todo, es toda una novedad.

– Creo que está loco. Sus labios se crisparon.

– Mejor que no lo crea. Es bastante preocupante estar en las manos de un loco. -Hizo una pausa para que lo asimilara-. Volviendo a lo de su palabra, no puedo permitir que se vaya con lord Crofton, al menos debo asegurarme que va a seguir aquí mañana. Si no es así, tendré que tomar medidas, atarla nuevamente, o tal vez -añadió-, atarla a mí.

Recorrió su cuerpo con la mirada hasta sus senos, y ella bajó la vista. Su agitada respiración hacía que sus pechos, demasiado grandes para la moda, se elevaran y descendieran rítmicamente. Los llevaba muy expuestos ya que Crofton había insistido en que se pusiera un traje de noche muy escotado. Ella se los cubrió con la mano y sintió el crujido de unos billetes. Recordó que el duque se los había puesto allí junto con sus pendientes. Tragó saliva y lo miró a los ojos.

– Estoy descalza y sólo Dios sabe dónde me encuentro, su excelencia. No me marcharé hasta mañana.

– Ya es mañana. Usted no se irá hasta que hayamos desayunado y hablado de ciertos asuntos.

Odiaba que le diesen órdenes, pero igualmente aceptó.

– Muy bien.

– ¿Me da su palabra de honor?

Volvió a titubear, pero por el placer de que se la hubiera pedido, le dijo:

– Le doy mi palabra. -Entonces, sígame.

Se puso de pie, cogió el candelabro e hizo que la acompañara a la habitación de al lado. No fue hasta ese momento en que Cressida, que iba tras él, se dio cuenta que tal vez se había sentado para no intimidarla con su altura. ¿Podía creerse que hubiera sido tan comprensivo y considerado?

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