CAPÍTULO 17

Cressida se despertó preguntándose a qué hora se había dormido y qué hora sería en ese momento, pero tampoco se sentía muy preocupada al respecto. Las cortinas estaban cerradas y la habitación en penumbra, aunque entraba suficiente luz como para ver a Tris, su amante, dormido boca abajo y con la cabeza girada hacia ella.

Deseó acariciarle el cabello que le caía sobre la frente, mientras dormía. Durante la noche tocarlo había sido lo más natural del mundo, por todas partes y como ella había querido; también dejarse tocar. Sonrió recordando sus manos aceitosas recorriendo su cuerpo, dibujando suaves formas sobre su espalda extasiada. Luego ella había insistido en volver a masajearlo, esta vez tumbado boca arriba, aliviándolo nuevamente. Él la había besado y acariciado hasta llegar al éxtasis al menos dos veces más.

Suspiró con el delicioso recuerdo; en el fondo sentía cierta tristeza. Le daba pena que la salvaje aventura hubiese concluido, aunque estuviera incompleta. Pensó que nunca más volvería allí. Estaba destinada a vivir en Matlock, y él a un gran matrimonio. Tenía que aceptar que iba a ser un amante tan experto con la señorita de alta cuna con la que contrajese matrimonio como lo había sido con ella. Aunque sólo lo hiciera por gentileza y honor. Sin duda alguna, su duquesa aprendería a complacerlo también, a masajearlo con aceites exóticos. Y la pobre Cressida Mandeville se quedaría fuera del paraíso de las delicias.

Se quitó ese pensamiento de la cabeza. Sería una ingrata si mostrara su tristeza y todavía les quedaban cosas por hacer. Aún tenían que recuperar la estatuilla, o al menos las joyas, de las manos de Miranda Coop.

Él abrió los ojos.

– ¡Buenos días! ¿O buenas tardes? No me sorprendería.

Rodó para ponerse de espaldas y se estiró. La ropa de cama descendió hasta su cintura, instigando en ella toda clase de pensamientos insensatos.

– No tienes reloj.

– No me gusta oír el tictac, pero tengo un montón de sirvientes que se aseguran que me levante a la hora.

Ella no pudo contenerse de pasarle los dedos por el abdomen. -Pues no ha aparecido ninguno.

– Les dije que no nos molestaran hasta que llamásemos. -La miró a los ojos-. No es que esperase una noche así, amor, sólo que tal vez nos haría falta un poco más de sueño.

Dejó la mano quieta.

– ¿Lo sabrán? ¿Sabrán que he estado aquí?

– Sabrán que pasé la noche en esta cama contigo.

El aceite. Los olores. Calor, sudor, desorden.

La invadió una inquietud y por primera vez no se sintió bien, incluso mancillada. ¿A cuántas mujeres habrá masajeado en esa cama? ¿Cuántas habría después de ella? Un desfile eterno. Estiró la espalda, como para alejarse de su consternación. Sabía quién era; nunca lo había escondido ni sentía vergüenza alguna. Ésa era la razón, incluso aunque fuese posible, por la cual no podía casarse con él.

– Pero ¿sabrá alguien que era yo, Cressida Mandeville?

Le tomó la mano y la besó.

– No imagino cómo. Nadie, excepto Cary, conoce tu nombre. Harry y su madre son los únicos que te vieron sin disfraz. Confío en su discreción y en cualquier caso, dudo que te vuelvan a ver alguna vez.

Tan honesto. Tan directo. Tan brutalmente franco.

– Estarás a salvo si consigues regresar a casa sin levantar sospechas. Volverás antes de lo planeado.

Ella retiró su mano.

– Le contaré a mi madre que había un enfermo en la casa y que yo estorbaba. Pero ¿cómo vuelvo? No me parece oportuno hacerlo en tu carruaje.

– No tiene nada que lo distinga de otro. No pasará nada.

Tris se sentó como mirando hacia el futuro sin un asomo de pesadumbre por lo sucedido esa noche; el muy insensible. Pero apartó ese pensamiento, pues en el fondo estaba contenta y lo último que deseaba para él era que tuviera el corazón roto como el suyo.

– ¿Y qué hay de la estatuilla?

– Déjamela a mí. A Miranda le encantará recibirme. Con un poco de suerte, podré vaciarla sin que se de cuenta.

Un corte limpio, entonces. Una vez que se subiera al carruaje, todo habría terminado. A no ser qué…

– ¿Cómo me devolverás las joyas?

Tris frunció el entrecejo.

– ¿Te preocupa que no lo haga? Esperaba más confianza por tu parte.

Pensó que él le leía la mente.

– Claro que confío en ti. Sólo que siempre me han preocupado los detalles, eso es todo.

La tomó por la nuca y la besó.

– Pronto tu familia y tú estaréis de nuevo a salvo. Volveréis a la vida de antes. Te lo prometo.

Cressida quiso golpearlo con un objeto pesado, pero en vez de eso, contestó a sus palabras.

– Gracias -dijo bajándose de la cama con una sonrisa y recogiendo su vestido-. Necesito ayuda para vestirme.

– Será para mí un privilegio.

Pensó en alguna posible objeción, pero al mirarlo se dio cuenta de que tendría que luchar contra él. No deseaba hacerlo. Él nunca le había mentido. Esto había sido un viaje de una noche y nada más.

– Te ayudo en cuanto me haya vestido.

Bajó de la cama y se puso los arrugados pantalones de seda. Al verlo acercarse a la puerta y asomarse al corredor ella volvió a desearlo.

– Ni un alma.

La noche no había concluido aún…

Abrió más la puerta. Ella dejó sus locos pensamientos de lado y cruzó la estancia. Tal vez debería decir algo significativo en ese momento, pero en cambio cruzó silenciosa la estancia para dirigirse a la seguridad de su propia habitación.

La sentía fría y vacía, con la colcha estirada. Aunque sabía que era inútil, echó las mantas hacia atrás y las desordenó, dejando también una cavidad en la almohada. En la palangana seguía el agua fría de la noche anterior. Al menos nadie había entrado para encontrarse con la cama vacía. Pero de hecho era incluso peor. Nadie había entrado allí porque sabían, o sospechaban al menos, lo que estaba ocurriendo.

Se tocó las mejillas y sintió el tenue olor que quedaba del aceite. Se lavó rápidamente, quitándose cualquier resto del aroma; aun así, se sintió invadida por el perfume de flores. El mismo que seguro habían sentido docenas o cientos de mujeres antes que ella en esa misma casa. Se aclaró el jabón de las manos, pero se dio cuenta de que necesitaba lavarse todo el cuerpo. Debía oler a aceite, a sudor. A él.

Cerró con llave y se quitó la ropa. ¿Por qué ahora se sentía desnuda y no se había sentido así la noche anterior? ¿Por qué volvía a la decencia con la misma velocidad que una barca desciende un caudaloso río hasta llegar a su puerto, el estanque de Dormer Close en Matlock, un lugar pequeño y tranquilo?… Y estancado, pensó por un instante, pero lo dejó pasar.

Con un trapo, agua fría y jabón, lavó cada pulgada de su cuerpo, intentando no recordar la manera en que él la había tocado, aquí, ahí, allí…

Había terminado y estaba lista para ponerse sus sencillas enaguas, las medias y la ropa interior. Su bata de seda seguía sobre la cómoda, pero no soportaba la idea de ponérsela. Se pondría el vestido, así sólo tendría que abotonárselo, aunque necesitaba llevar un corsé por debajo. Lo cogió de la silla donde lo había dejado hacía tanto tiempo, soltó los lazos un poco y se metió en él contoneándose. Lo dejó bien colocado alrededor de su torso, firme y seguro, aunque si lo soltaba se le caería de la manera más ridícula.

Pero ¿acaso no era todo aquello muy ridículo? Con la prenda de barbas colgando de ella, se sentó en el tocador para peinarse. Cada cepillado le recordaba cómo había jugado con su pelo, pasándole los dedos, levantándolo y luego dejándolo caer. Apartándolo de su piel sudorosa y cubierta de aceite. Recordó cómo había retorcido su cabello para inmovilizarla mientras la besaba profundamente. Se le cayó el cepillo de las manos y cerró los ojos. ¡No era justo! Unos golpes en la puerta.

Inspiró con fuerza mirándose en el espejo para asegurarse de que no estaba llorando. Agarró su corsé y se dirigió sonriendo hacia la puerta.

Tris entró completamente vestido, la miró y cerró la puerta.

– Estoy seguro de que no hay otra alternativa, pero esa prenda no está diseñada para estimular la sensatez ¿Lo sabes?

La mente de Cressida reaccionó a sus palabras con gran anticipación. También podían usar esa cama, su madre no la esperaba hasta dentro de unos días. Pero sería incapaz de sobrevivir a ello. Esto tenía que parar o se terminaría volviendo loca como lady Caroline lo había hecho por el poeta lord Byron. Por primera vez sintió algo de empatía por esa dama. Se imaginaba a sí misma enviando a Saint Raven cartas ridículas, apareciendo en su puerta disfrazada de paje. Le dio la espalda.

– En ese caso lo mejor es que me vista.

El primer apretón de los lazos fue como el primer paso de vuelta a la decencia. Se lo colocó bien y lo mantuvo en su sitio.

– Pónmelo bien firme.

– Creo que sé cómo ponerle el corsé a una señorita. ¿Estaba acaso recordándole deliberadamente lo que era? ¡Oh, lo único que deseaba era acabar con aquello antes de echarse a llorar!

– ¿Qué hora es? -le preguntó en el tono más normal que pudo. -Casi las doce.

Cressida ya tenía las copas alrededor de sus pechos bien ajustadas y pudo soltar la prenda.

– Deberíamos haber seguido a la señora Coop anoche.

– Ni hablar, lo último que queremos es despertar su curiosidad y visitarla en mitad de la noche no hubiese sido una buena idea; tampoco por la mañana temprano. Durante la temporada, la gente no conoce la mañana en Londres.

Cressida percibió aspereza en su tono. Se dio cuenta, demasiado tarde, de que lo que le había dicho podía sonar como si la noche anterior hubiera sido una pérdida de tiempo. Pero era mejor así.

El continuaba apretando los lazos con un hábil tirón en cada par de ojales, descendiendo por su columna y devolviéndola a la decencia. Ella ajustó la columna, enderezó los hombros, convirtiéndose nuevamente en una señorita, tirón a tirón. Al llegar a la cintura tiró más fuerte y sintió cómo le ataba el nudo. Si esa noche cortaba el corsé para quitárselo podría preservar ese nudo…

¡Qué locura!

– Gracias.

Se dirigió a su maleta y sacó uno de sus sencillos vestidos. Se lo puso pasándolo por encima de la cabeza y se miró en el espejo para asegurarse de llevar correctamente el corpiño plisado de cuello alto. Vio cómo la miraba desde atrás.

¿Qué decía su expresión? ¿Arrepentimiento?

Se le contrajo el corazón con dolor. Era nuevamente Cressida Mandeville, la mujer en la que nunca se había fijado en Londres. Por supuesto que se arrepentía de haberse liado con ella. O tal vez le preocupaba que se entrometiera en su vida, o que intentara incluso obligarlo a casarse con ella. Deseó dejarle claro que no haría nada de eso y quedarse así tranquila, pero sólo el tiempo se lo podría demostrar. Le sonrió desde el espejo.

– Ahora sólo quedan los botones.

Recogió su cabello y lo dejó caer sobre un hombro para despejar el camino. Ahora no veía ninguna señal de aflicción en su reflejo, en realidad no veía ninguna señal de nada. Podía ser que ella se hubiese equivocado, o que él ocultara lo que sentía por no ser maleducado. Bastaba con la buena educación, los buenos modos disimulaban cualquier cosa, incluso sus manos acariciando su espalda mientras le cerraba los botones. Abrochó el último y apretó la pequeña gorguera que adornaba el cuello. Nunca la había sentido tan apretada, pero decidió no transmitirle su percepción.

– ¿Y tu cabello? -le preguntó.

– Lo trenzaré. -Se alejó de él, se sentó frente al espejo y cogió el cepillo.

Él se lo quitó de las manos.

– Estoy seguro de que es más fácil si lo hace otra persona.

Como era una mujer débil, no se resistió. Pero tuvo la fortaleza suficiente para no mirar en el espejo mientras él le cepillaba el pelo hacia atrás y comenzaba a trenzarlo. ¿Quién hubiese pensado lo delicioso que podía resultar que un hombre te peinara? A ella siempre le había encantado que le cepillaran el cabello y le hicieran peinados; la hacía sentirse como un gato mimado. Pero nunca tanto. Nunca como con él.

Se dio cuenta demasiado tarde de que se lo había trenzado para que cayera sobre su espalda, no para recoger la trenza en lo alto de su cabeza. Pero no podría soportar que se la volviera a hacer, así que cogió unas horquillas y se hizo un moño con la trenza.

– No tiene un aspecto muy correcto -le dijo.

– No se verá debajo de mi sombrero. Ya puedes marcharte, yo haré el resto.

Tris no le hizo caso y ella no tuvo fuerzas para ordenarle que saliera. No quería que la viera ponerse sus falsos tirabuzones, pero quizá lo mejor es que la viera en el más ridículo de sus momentos. Su sirvienta generalmente se cambiaba los mismos tirabuzones de tocado en tocado, pero ella tenía varios. Además de su turbante, había traído un sombrerito de encaje con rizos a cada lado. Se lo puso y se lo ajustó frente al espejo. Los brillantes tirabuzones cambiaban notablemente su rostro. Incluso sus mejillas parecían más redondas.

– Eso es absurdo.

– Es la moda, lo cual quiere decir que seguramente tenga razón. -Si quieres llevar rizos, córtate el pelo. -No quiero cortármelo.

– Entonces, ¡defiende con valentía tus convicciones!

Sacó el turbante de seda de su caja y se lo enseñó.

– Mi convicción es que mientras esté en Londres, llevaré tirabuzones si no quiero que alguien me reconozca como la hurí de Saint Raven.

Tris hizo un gesto de desaprobación y se frotó la cara con una mano.

– Tienes razón, lo siento. Mientras no se te olvide que no te hacen falta esos rizos para ser hermosa…

Sintió cómo se le ablandaba el corazón pero se contuvo.

– Nunca lo había pensado. Comencé a usarlos sólo porque es lo que se lleva y porque mi padre quería que fuese a la moda…

Después de haber sido capaz de controlar las lágrimas en peores momentos, curiosamente fue entonces cuando sintió la amenaza de ponerse a llorar. Se volvió hacia el espejo y se puso el sombrero de seda blanco. Era una de pulgada de alto y tenía un alero ancho que se ataba con lazos celestes a juego con los encajes del vestido. Ató los lazos a un lado de la cabeza, tal como dictaba la moda. Volvió a la maleta para ponerse el complemento que le faltaba a su conjunto: una chaquetita corta color azul. Guardó el vestido de noche y de pronto recordó los zapatos y los sacó de una bolsa. Se sentó para ponérselos, pero él se arrodilló ante ella. Los pies. Otra zona de extraordinaria sensualidad que había explorado durante la noche.

– Qué lástima que nunca podré contarle a mis nietos que una vez tuve al duque de Saint Raven a mis pies. Miró hacia arriba, sonriendo.

– Sí podrás. Para entonces, dudo que a nadie le choque, pero, eso sí, no les cuentes lo demás…

Se dio cuenta de que nunca podría contarle a nadie el resto. Aún con la rodilla en el suelo, le tomó las manos.

– ¿Remordimientos?

Muchísimos, pero los recompensaba el tesoro que había vivido.

– No ¿y tú?

Se puso de pie y la ayudó a levantarse.

– Cuando una dama ofrece a un hombre una noche como la nuestra, la palabra remordimiento no existe.-Cogió sus manos y se las besó-. Estos días han sido un regalo maravilloso para mí, Cressida. No hace falta que te diga que puedes contar con mis servicios en cualquier momento.

Parte de ella se entusiasmó ante tan erótica promesa, pero sabía que se refería a algo más mundano.

– Guantes -dijo buscando una escapatoria.

Se dio la vuelta y buscó de nuevo en su maleta, tardando más de lo necesario en encontrar sus guantes de encaje. Se los puso mientras se giraba hacia él, manteniendo la cabeza baja hasta estar segura de poder sonreír.

– Y en el poco probable caso de que le hagan falta mis servicios, mi señor duque, siempre estaré a su disposición.

– Entonces creo que te visitaré una vez al año para escucharte llamarme Tris Tregallows.

Cressida rogó para que su sensatez la frenara.

– Entonces, Tris Tregallows, llévame de vuelta a casa, por favor.

Le ofreció el brazo y, como una señorita, colocó su mano enguantada sobre él.

– Has olvidado algo.

Cressida se dio la vuelta.

– ¡Oh, mi maleta!

Volvió a colocar la mano de ella en su brazo. -El desayuno. Aún no es el final.

Ante la oferta su estómago se rebeló abruptamente. No podía sentarse a desayunar con él. -¿No?

– No tengo hambre.

Después de un momento, Tris reaccionó.

– Haré que te preparen algo para el viaje. Pero en ese caso, debo llamar para que preparen el carruaje.

La miró queriendo decirle algo más, pero finalmente se dio la vuelta y salió de la habitación. Ella se quedó de pie mirando la puerta de caoba, como si le fuera a revelar algo, y luego se dirigió decididamente hacia la ventana. Si Nun's Chase fuese la casa de un hombre común y corriente y pudiesen vivir ahí juntos para siempre… Sería tan perfecto.

Pero el propietario de todo eso no era un hombre normal. Vivía regido por su rango, de una manera tan inconsciente que ni se daba cuenta. Le había dicho que ser duque era un trabajo, pero a ella no le parecía que fuese una labor tan ardua. Su abuelo lo había sido y Tris había pasado muchos años viviendo en la casa del duque de Arran. A decir verdad, pensó sonriendo tiernamente, el duque de Saint Raven sabía tanto de la vida cotidiana como el regente, y se notaba en todo lo que hacía. Al entrar en una tienda era atendido inmediatamente y de manera sumisa.

Nun's Chase era un lugar de recreo tan artificial como la granja de María Antonieta, Le Petit Trianon. Tan falsa como el infierno de Crofton. Y aquí, no debía olvidar, Saint Raven organizaba orgías. Aunque fueran más ordenadas y sutiles que las fiestas de Crofton, se basaban en lo mismo.

Se había enamorado de Tris Tregallows, aunque él ya le había anunciado que eso quedaría en el pasado y que su futuro era ser duque de Saint Raven, un gran señor, un gran seductor. Se concentró en los aspectos prácticos de su futuro y decidió que pensaría en él solo como un duque que había conocido un día.

¿Cuánto dinero representaban las joyas? Eran grandes, pero la calidad también contaba. Seguro que garantizarían una vida decente y cómoda.

Entonces…

¿Entonces?

Entonces su madre y su padre, si estaba en condiciones, tendrían que elegir donde vivir, en qué casa. Imaginaba que sería Dormer Close y que ella volvería allí con ellos. La necesitaban y, además, ¿en qué otro lugar podía querer estar? ¿En Londres, donde podría encontrarse inesperadamente con Saint Raven? Le dio un escalofrío. ¿Tal vez coincidir en algún lugar de moda? La idea hizo que se volviera a estremecer.

No, Matlock era un lugar seguro, a no ser que la siguiera hasta allí. ¿Intentaría acaso persuadirla para que fuera su amante? Se humedeció los labios rogando para que no lo intentase, porque no estaba segura de poder resistirse. A lo mejor podía esconderse bajo otro nombre…

Se alejó de la ventana moviendo la cabeza. No tenía sentido esconderse a no ser que siguiera los pasos de sir John Mandeville y viajara a los confines de la tierra. Si el duque de Saint Raven quería encontrarla, lo haría. Sonrió agriamente al sentir esa ínfima y dolorosa esperanza.

Su disfraz seguía colgado de una silla cuidadosamente doblado. Sin poder resistirse, agarró el largo velo azul que había cubierto su pelo y lo metió en el fondo de su maleta. La noche anterior no había sido muy sensata, pero no se la hubiese perdido ni por todas las joyas de la India.


Harry, el lacayo, le avisó que su carruaje estaba preparado. Cressida lo siguió, pensando que Saint Raven querría despedirse de ella en el vestíbulo. Mejor así; era un sitio menos tentador que el dormitorio. Sin embargo, al bajar, vio que el recibidor estaba vacío y la puerta de calle abierta. Un carruaje de cuatro caballos la esperaba. Salió de la casa con la cabeza erguida, luchando por no llorar. ¿Había sido ése el adiós, tan desconsideradamente pobre? ¿Tan poco había significado para él el tiempo que habían pasado juntos?

Levantó el mentón y cruzó el patio de gravilla hasta donde el mozo le sostenía la puerta del coche abierta, repentinamente ávida por partir de allí. Apoyó la mano en la del mozo para subir los peldaños, le miró la cara y se quedó de piedra. El duque de Saint Raven llevaba una chaqueta común y corriente, pantalones de montar y un viejo sombrero de copa baja. Le guiñó un ojo.

– Quería asegurarme de que llegas a salvo al final de tu viaje. Acabo de saber que Le Corbeau anduvo por ahí anoche.

– ¿Qué? ¿No estaba en la cárcel?

– Mi aventura dio sus resultados. Los magistrados lo dejaron partir y el muy desagradecido volvió inmediatamente a las suyas. Nunca actúa durante el día, pero por si hubiera cualquier conexión conmigo, prefiero no arriesgarme. No te preocupes, no creo que nadie me reconozca.

– Es cierto, sólo te he reconocido por el tacto.

Él sonrió, le besó la mano y la empujó suavemente para subir al carruaje. Cressida se acomodó y comenzaron a avanzar por el camino de entrada a Nun's Chase, el cual estaba mantenido en perfectas condiciones. Rodaban como por un río que inexorablemente la llevaba a casa.

Eso había sido el adiós, un adiós tranquilo. La confortaba saber que él estaba en la cabina aunque no volvieran a hablar. Notó también que había una cesta en el suelo, que seguro contenía la comida que le había prometido. Se le despertó el apetito, la abrió y encontró unos panecillos cubiertos de azúcar color rosa, fruta, una jarra con tapa, una taza y un platillo. La jarra de cerámica tenía café con leche aún caliente. Llenó la taza hasta la mitad para no derramar nada y luego cogió un panecillo y le dio un gran mordisco.

Evidentemente, no era una señorita refinada. Después de todo lo que había pasado, una dama joven se hubiese mareado sólo de pensar en comer. Sin embargo, ella lo encontraba reconfortante, aunque tuviese su mente colapsada por Tristán Tregallows, el encantador, devastador, querido y desconcertante duque de Saint Raven.

No comprendía a los hombres en absoluto. ¿Cómo podía aguantar pasar noches como la anterior con una mujer distinta cada vez? ¿Cómo podía olvidarse de cada una y pasar a la siguiente? No lo entendía. ¿Era un santo o un pecador? Se habían conocido cuando él se estaba haciendo pasar por bandolero, pero era por una buena causa. Se la había llevado a la fuerza, pero también fue por motivos nobles. Acudió en su ayuda sin pensárselo y sin conocerla. Se habían hecho amigos, pero hubiese hecho lo mismo por cualquier mujer en su situación. Aún así, admitía que organizaba orgías en su casa y no tenía ningún pudor en ofrecerse como guía de una repelente bacanal. Además, había estado con muchas mujeres.

Miró su panecillo a medio comer. ¿Era acaso otra inocente enamorada hasta la médula de un libertino seductor? Al fin y al cabo, él se había involucrado en su misión llevado por el ocio y las ganas de hacer una travesura.

Habiendo crecido en una casa sin hombres, en la que incluso el servicio eran sólo mujeres, no había tenido mucho contacto con ellos, y menos aún en circunstancias informales.

¡Circunstancias informales…! Dio otro mordisco. ¡El clásico eufemismo!

Sabía que su falta de experiencia la había llevado a toda esta locura, pero aún así sentía que ahora eran amigos. Cada vez que se escuchaba la corneta imperial anunciando un carruaje importante en la siguiente barrera de peaje, se imaginaba cómo estaría disfrutando Tris de jugar a ser un mozo de cuadra. Pero ¿eso no sería para él otra mancha oscura más? Un hombre de su edad y rango debería ser más sobrio y responsable.

Pero luego recordó que le había dicho que pronto atendería sus obligaciones como duque. Se había pasado gran parte del verano visitando sus propiedades y se había aplicado en aprender sobre Newfoundland y la cochinilla. Miró el azúcar cristalizado color rosa que cubría su panecillo, encogió los hombros y se lo metió en la boca. Definitivamente no era una señorita de sensibilidad refinada.

Al acercarse a Londres comenzó a lloviznar y se preguntó si Saint Raven no se estaría arrepintiendo de su quijotesco viaje, especialmente cuando la lluvia empezó a caer con fuerza. Pero, de hecho, les era útil una tormenta, ya que no habría nadie por las calles para verla llegar y a ella le daría una excusa para entrar corriendo en su casa.

Al llegar, la lluvia se había transformado en torrente, que caía como una cortina a través de las ventanas y dejaba burbujas en los charcos. ¡Oh, pobre Tris!

Esperó a que abriera el maletero y le llevara su equipaje hasta la puerta, chapoteando por los charcos. Al menos llevaba botas y una capa, aunque le caían chorros de agua del alero de su sombrero. Cressida tuvo que contener la risa. Sally entreabrió la puerta primero y luego del todo para agarrar la maleta. Después se giró para coger algo, el gran paraguas negro de su padre. Tris lo abrió y se dirigió a la puerta del carruaje. Le ofreció la mano y mientras descendía la protegió de la lluvia. Sus miradas se encontraron por un momento bajo la intimidad del paraguas.

– Gracias -le dijo, refiriéndose a todo.

– Dame las gracias después, cuando tenga las joyas. Iré a secarme y cambiarme de ropa y luego a ver a Miranda. Si necesito mandarle un mensaje, enviaré a Cary.

No tuvieron tiempo para decirse nada más. Fueron corriendo hasta la puerta, donde Sally los esperaba, evitando hablar. Pero antes de partir se inclinó ligeramente para decirle:


– Bon voyage.

Cressida entró en la casa y luego se dio la vuelta para ver cómo el duque de Saint Raven se subía a la cabina y echaba a los caballos a andar para sacarlo de este mundo y devolverlo al suyo.

«Buen viaje», le dijo con el pensamiento, refiriéndose, igual que él, al resto de sus vidas.

Bon voyage, mi amor.

Загрузка...