Para cuando llegaron a Nun's Chase, Cressida estaba muy cansada, más que nada de espíritu. No estaba segura de poder conciliar el sueño. Sabía que había tomado la decisión correcta, sana y lógica, pero simultáneamente la sensación de haberse equivocado no la dejaba tranquila.
No era sólo deseo. Era algo más. ¿Instinto? Nunca había creído ser una persona que se dejara guiar por el instinto, que en este momento le decía que había tomado el camino equivocado, a pesar de todas las evidencias expuestas por su lado más racional.
Cuando el carruaje se aproximó a la casa, volvió a colocarse rápidamente la máscara y los velos. Saint Raven bajó por su lado, a pesar de que era el opuesto a la puerta de entrada. Cressida se estaba preguntando si debía hacerlo por su cuenta cuando un mozo abrió la puerta y le ofreció la mano para ayudarla.
El hombre se mantuvo impasible, pero por primera vez sintió la peculiaridad de su vestimenta. ¡Pantalones! ¡Desnudez bajo la fina seda! Al acordarse de los audaces comentarios de Enrique VIII sobre sus posaderas, deseó como nunca llevar la capa que había dejado olvidada.
No sabía la hora que era, pero debían de ser pasadas las dos; esa hora muerta en la que todo parece desolado, incluso cuando no hay motivo alguno. ¡Santo cielo! Tenía buenas razones para sentirse así. No le sorprendía que Saint Raven la hubiese encontrado lo bastante madura para seducirla. Bajo la fría luz de la realidad, se daba cuenta de que se había comportado indecentemente toda la noche.
Tris caminó con ella hacia la puerta, pero no le ofreció el brazo. Lo tarde que era y el aire helado hacían que le doliera todo de frío; pensó en su cuerpo caliente contra el suyo, pero él estaba cumpliendo las condiciones que ella misma había establecido insistentemente. La puerta principal se abrió antes de que llegaran, y Harry se hizo a un lado para dejarlos entrar. ¿Qué diablos pensaría del aspecto que ofrecían?
¿Estaba ya perdida de todas formas? En ese caso…
Saint Raven se volvió hacia ella.
– ¿Hay algo que necesite antes de retirarse, señorita Wemworthy?
Pensó que debería hacerle una reverencia, pero con esa vestimenta era ridículo.
– No, gracias, su excelencia.
Debía haber algo relevante que decir al final de su aventura, pero todo lo que consiguió articular fue:
– Buenas noches, su excelencia, y muchas gracias por su dedicación.
Se dio la vuelta y subió las escaleras rogando que los hombres no le estuvieran mirando el trasero. Una vez en sus aposentos, cerró con pestillo, se sentó en la cama y hundió la cara entre sus manos.
Tris la observó un momento al subir, pero enseguida Harry le habló.
– Han llegado algunos papeles por correo, señor. Están en su estudio. Lo último que necesitaba ahora eran tareas administrativas. Pero si Leatherhulme las había enviado urgentemente, es que lo eran. Además, tal vez le ayudarían a enfriar su deseo. Sin embargo, al mirarlas, se dio cuenta de que no eran tan urgentes. Hacía falta una firma para una inversión. Documentos de una venta en Lancashire. Seguramente eran una manera de reprocharle su larga ausencia de Londres.
Lo que le hacía falta era alguien que pudiese viajar con él y no se asustase fácilmente. Cary lo haría si no fuese porque no le interesaba un trabajo tan monótono, y porque además no le hacía falta el dinero. Dejó los papeles a un lado y los volvió a coger, les echó un vistazo y los firmó. Los lacró con cera, los selló con su anillo, y los puso en el morral de cuero. Al pobre Leatherhulme le daría un ataque si los papeles quedaran a la vista de cualquiera.
Tris se reclinó en la silla y se restregó la cara. Pensamientos, preguntas, dudas y remordimientos le cayeron de pronto encima. Todo relacionado con los últimos eventos, pero aún no podía pensar claramente. Mandaría a Cressida de vuelta a su querida casa y recuperaría la maldita estatuilla. Visitaría a Leatherhulme y se pondría al día con la administración. ¿Y después?
Le hubiera gustado salir del país, pero lo más que podía permitirse era un descanso en Cornwall. O tal vez no. Se había prometido a sí mismo que una vez que fuese duque se casaría para procrear. Ya había pasado un año y había conocido a todas las candidatas en boga. Debía hacerlo de una vez por todas y quitarse el tema de encima.
Cressida quería llorar, pero temía hacer ruido. Si Tris la escuchaba iría a verla y todo volvería a empezar. No soportaba la idea de hacerle daño nuevamente. Se irguió, frunciendo el ceño. ¿Hacerle daño? ¿Al duque de Saint Raven? Era algo absurdo y presuntuoso por su parte. Haberlo rechazado no era para él más que un pequeño inconveniente, no una herida. Seguro que ya se habría olvidado.
Aún así, había percibido algo en él, una especie de dolor. Era, pensó, tal como aparentaba ser; un joven sano y privilegiado que disfrutaba de la vida. Pero, sin embargo, por debajo había una tristeza escondida. Tal vez fuera fruto de la muerte de sus padres. ¿Qué edad tenía? Doce. Sus padres claramente se amaban y debieron haberlo querido mucho. Intentó imaginárselo. Completamente perdido y alterado con un sólo golpe del destino.
Recordó que le había preguntado «¿qué es un hogar?» Aunque fuese una locura deseaba darle un hogar, aunque sólo fuese una casa acogedora como la que tenía en Matlock. Tris tenía muchas casas, pero le faltaba un hogar. Su casa de la infancia, Cornhallows, había pasado a otras manos. Su lugar oficial era Mount Saint Raven en Cornwall, donde había estado muy poco tiempo. ¿Y Nun's Chase? Daba la impresión de que sólo la usaba para sus fiestas lascivas. Debía tener una casa en Londres, además de todas las otras de las que se quejaba y sentía como una carga más. Pobre Tris Tregallows. Pobre niño huérfano…
Se puso de pie, ahuyentando esos pensamientos. Si seguía, le absorberían toda su fuerza de voluntad. Se quitó la máscara y los velos, y lo que le quedaba de esa loca noche. Mañana por la mañana volvería a su realidad y pronto todo aquello le parecería un sueño.
Se bajó de la cama y se dirigió al lavamanos. Al mirarse en el espejo vio la cara de Roxelana, las cejas oscuras y un toque de carmín en los labios. ¿Habían perdido color a lo largo de la noche o debido a esos besos eternos? Se lavó la cara y se la frotó hasta parecerse nuevamente a Cressida Mandeville. Era interesante ver que la convencional señorita había permanecido ahí bajo su disfraz. Abrió la maleta para mirar la pequeña selección de ropa que había llevado para su suplicio con Crofton. Había insistido en que trajera un vestido de noche para el viaje y otro para su estadía, pero había traído dos más y mudas de ropa interior. Ahora podía reírse de sí misma. Nunca se hubiera imaginado a lo que se iba a enfrentar.
Sacó su vestido de fiesta, muy bonito pero sin destino en el entorno de Crofton. Era su vestido de verano de lino fino. Tenía mangas cortas y el escote adornado por un lazo verde. Casi a regañadientes, se sacó sus prendas indecentes y se lo puso. Era raro que vestirse con una sola pieza fuese más decente que ponerse dos. No iba a ir a ningún lado con ese con su vestido de noche. Iba a dormir con él.
Su cabello. Se sentó ante el espejo para cepillárselo. Normalmente se lo trenzaba, más por «decencia» que por necesidad. Lo tenía liso y pesado, por lo que no se le enredaba. Tris tenía razón en cuanto a eso. Había mucho sobre la decencia que era absurdo, como que las mujeres tuvieran que salir siempre con guantes y sombrero. O que al querer referirse a los pantalones o bombachos de un hombre tuvieran que llamarlos los «innombrables». O no poder pasar por Saint James Street, donde estaban los clubes de caballeros. En un momento de rebeldía, decidió dejarse el pelo suelto, se acercó a la cama y permaneció frente a ella. Al pasar un rato aceptó el hecho de que no iba a acostarse en ese lecho. Era extraño como de pronto las cosas se le habían aclarado, como si la niebla se hubiese despejado en un instante.
Tris tenía razón. No podía terminar su viaje de aventura sin explorar lo que le había ofrecido. Su terrible curiosidad la empujaba, pero el mayor ímpetu, la fuerza que la poseía por completo, era la apremiante sensación de que ella era importante para él. No entendía cuáles eran sus necesidades precisas, pero sabía que iban más allá del deseo. Tal vez, más allá de todo, necesitaba su confianza. Y decidió que él se había ganado ese derecho. Por lo tanto, le dio la espalda a la decencia y dejó la habitación, siendo lo bastante cauta como para asomarse y ver que no había nadie por los pasillos. Fue hasta su puerta. ¿Nuevamente abrirla sin más o llamar?
Llamó a la puerta. No hubo respuesta.
Entonces, escuchó muy débilmente su voz en el piso de abajo. Seguramente estaba dando las órdenes para el día siguiente, en que viajaría a Londres. No había nada que hacer; tendría que volver a su cuarto e irse a la cama.
Luego las voces se hicieron más fuertes. Y escuchó:
– Si el señor Lyne regresa pronto, pasadle esto.
Siguieron suaves pasos. ¡Estaba subiendo las escaleras! Cressida tuvo un momento para recapacitar. Tenía suficiente tiempo para correr a su habitación o entrar en la de él. Abrió la puerta y entró, cerrándola con exquisito cuidado y sin hacer ruido. Pero una vez hecho esto, le entraron las dudas.
¿Qué pasará si ya no está de humor? ¿O sí ha considerado más juiciosamente los riesgos? ¿Y si es un libertino como había pensado desde un principio y la dejaba abandonada con un niño?
Aunque estuvo tentada de esconderse tras las cortinas, se mantuvo firme. Estaba temblando y tenía las manos fuertemente entrelazadas cuando él abrió la puerta.
Tris se detuvo. Después, lentamente y sin apartar sus ojos de los de Cressida, cerró la puerta y se apoyó en ella. Su mirada, su respiración, le decía que el primero de sus temores no tenía fundamento. No le había cambiado el humor, pero aún así, no se dirigió hacia ella.
– No veo botones que desabrochar -dijo finalmente con una voz profunda, casi áspera.
Sus dedos estaban trenzando el fino algodón.
– No.
– ¿Estás aquí para atormentarme?
– No lo sé -tragó saliva-. Usted es el guía experto.
Miró hacia abajo, y rió levemente.
– En este momento no quiero serlo. -Volvió a mirar hacia arriba-. ¿Por qué, Cressida?
Sintió que la seguridad en sí misma se le debilitaba.
– ¿Ha cambiado todo? ¿Quiere que me vaya?
Fue hacia ella y le tomó las manos.
– No, Dios mío, en absoluto. Me había dado por vencido. Si tu intención era hacerme perder la cabeza y todo tipo de coherencia, no podías haberlo hecho mejor. ¿Te das cuenta, mujer, que es mucho más devastador tu virginal vestido de noche que tu disfraz de hurí?
Sintió cómo su cuerpo se acaloraba y la invadía una sensación de alivio.
– No, la verdad. No pensaba venir, mi intención era irme a la cama, a mi propia cama.
– Pero cambiaste de idea -le dijo tomándola por las manos, haciendo que tan sólo ese punto de contacto bastara para estremecer la mente de Cressida-. ¿Podrías decirme por qué, Cressida? Detesto dudar de tan precioso regalo, pero no podría vivir conmigo mismo si hiciera algo esta noche que te pudiera hacer daño.
Lo miró con ternura y se rió.
– ¡Sólo usted se resiste ahora, Saint Raven! ¿Acaso teme que desaparezca tras intimar de esta manera con usted?
– Si desapareces, desapareces. Primera regla, llámame Tris. Si no puedes hacer eso, no hay motivo para que nos acerquemos una pulgada más.
Debía de serle fácil, pero dudó antes de decirlo.
– Tris es una persona tan sencilla…
– No es verdad.
– Quiero decir, simple. Un hombre, no un duque.
– Cierto.
– Pero Tris es el duque.
– También es verdad. Pero no esta noche. Esta noche seremos Tris y Cressida. Calientes, sudorosos y desnudos. Esta noche tendrás el contacto más íntimo que habrás tenido desde el día en que te deslizaste indecorosamente del vientre de tu madre. De eso estamos hablando, Cressida. ¿Lo deseas? Lo miró a los ojos.
– ¡Maldito! ¡Me conoces tan bien! ¿Cómo puedo resistirme después de eso? Sí, es lo que quiero, Tris.
Él la trajo hacia sus brazos.
– ¿No te das cuenta de que mis palabras hubiesen hecho chillar a la mayoría de las señoritas vírgenes?
– ¿Por miedo a la falta de decoro?
– Por lo de caliente, sudoroso y desnudo.
Ella ya se sentía caliente, sudorosa y desnuda.
– Tal vez es porque ya he pasado por una orgía.
– Tal vez sea eso.
Sus manos comenzaron a acariciar su espalda. Sentía su piel a través de la fina tela, como si nada se interpusiese entre ellos. -Espero complacerte también -susurró Cressida. -Lo harás.
– Quiero decir, hacer algo que te complazca. Deseo…, no sé lo que deseo, pero darte algo a ti.
Inclinó la cabeza para rozarle los labios con los suyos.
– Cállate, ya hemos hecho nuestra tarea. Hemos pensado, hablado e intentado ser sensatos. Ahora podemos simplemente sentir…
Llevó los brazos a su espalda y le cogió las manos, trayéndolas hacia su pecho, dejándolas pasar por el brocado de su chaqueta, haciendo que sus dedos se detuvieran en los botones.
– Si quieres hacer algo por mí, amor, desabróchame.
¿Desvestirlo? Exactamente.
Cressida comenzó a desabrochar los botones uno a uno, consciente en cada segundo de su calor, su olor y la profundidad de sus respiraciones. Cuando terminó le abrió la chaqueta y se la quitó pasando por encima de sus hombros, dejando al descubierto su camisa de seda blanca. Lo miró para saber si tenía más instrucciones para ella, pero él estaba relajado, casi pasivo, dejándola hacer lo que desease.
– Me conoces demasiado bien -le susurró, tirando de la camisa por fuera de los pantalones.
Cuando estuvo suelta deslizó las manos por debajo de ella, apoyándolas en sus ardientes y firmes costados. Ella se sintió ligeramente mareada.
– Puedes seguir tú ahora.
– Continúa, te salvaré si te caes.
La conocía bien. O mejor dicho, conocía bien a las mujeres. O tal vez era este misterioso asunto el que conocía bien. Eso era, según las leyes de la decencia, algo que debería disuadirla de continuar, aunque no podía imaginarse una buena razón por la que hacerlo. Un guía con experiencia le parecía una buena idea para adentrarse en esa selva tórrida y desconocida.
Tal vez debiera sacarle los gemelos de los puños y quitarle la camisa, pero quería descubrirlo primero así, con su tacto. Con los ojos cerrados, dejó que sus dedos recorrieran su piel, sintiendo cada caricia con las palmas de sus manos.
De pronto se le despertaron los sentidos. Su olfato se deleitaba con el olor de él a la vez que sus oídos percibían a través de su piel sedosa, de sus ágiles músculos y su elegante osamenta cada una de sus profundas respiraciones. Se maravilló al pasar de su sólido tórax a su firme abdomen y sonrió al sentir el pequeño orificio del ombligo. Puso sus labios ahí e inhaló su aroma. Luego asomó la lengua para sentir su sabor. En ese momento él la distrajo, tocando suavemente sus hombros, para luego acariciar su cuello. Le pasó los dedos por el cabello y lo recogió en su nuca. Ella se levantó, arqueando el cuello, llevando las manos hacia su espalda para acariciar el firme arco de su columna. Nunca había visto su espalda.
Abrió los ojos y lo miró, sin poder enfocar la vista al principio. En la mirada de él leía deseo, aunque fuese un lenguaje que ella aún no conocía. Le besó la frente, ella se balanceó y luego se concentró en desabrochar los tres botones del puño derecho de su camisa, luego el izquierdo. Después intentó sacarle la camisa, pero le era difícil por su altura.
– Lo tendrás que hacer tú -le dijo a Tris.
Él apoyó una rodilla en el suelo.