Se puso detrás de él y le sacó la camisa por la cabeza con mucho cuidado, como si fuese un niño. Apareció su espalda, una obra de arte, toda para ella. Suavemente le acarició sus anchos hombros y la nuca, absorbiendo sus sensaciones con todos los sentidos que conocía y otros que estaba descubriendo. La cabeza le daba vueltas como si la poción aún le hiciera efecto, pero esta intoxicación se debía a él. Sólo a él. No podía enfocar bien la mirada, los latidos de su corazón y su pulso palpitaban con desenfreno. Aturdida, se agarró a sus hombros.
– Me caigo…
Él se levantó lentamente, y dejando que le soltara las manos, se volvió hacia ella y la besó.
– ¿Mi nombre?
– Tris. Tristán Tregallows.
– He sido esa persona toda mi vida hasta el año pasado. A veces me temo que el pobre Tris Tregallows está perdido. Encuéntramelo, Cressida.
La besó, primero con dulzura, como si nunca se hubiesen besado, para llevarla luego a lugares más oscuros y peligrosos. Ella se dejó arrastrar por ese remolino de sensaciones, sin darse cuenta de que sus piernas habían cedido hasta que la levantó en sus brazos para llevarla a la cama.
Después se levantó para quitarse el fajín, dejándolo caer delicadamente encima de ella.
– Puedes atarme luego si quieres.
En su estado de ensoñación captó el mensaje sin entenderlo. ¿Qué?
– Sólo si lo deseas.
Con la mirada puesta en sus ojos, deshizo el nudo de sus pantalones y los dejó caer. Un escalofrío la recorrió de pies a cabeza, en cierta manera era por los nervios, pero más que nada era de deseo. La expresión de Tris era de cautela, como si pensara que se iba a arrepentir. Ella entendía la razón, pero todo lo que sentía era un deseo ardiente y desesperado. Un hombre lujurioso era tan bello a la vista que le sorprendía que los artistas no los pintasen.
– Me siento algo impaciente, mi guía.
Su cautela inicial se había transformado en un burbujeante y travieso deleite.
– La anticipación, muchacha, es la clave de todo.
Tiró de ella para que se pusiese de rodillas y le sacó su vestido por arriba. La desnudó lentamente, con los ojos puestos en la piel que iba surgiendo, haciendo una pausa cuando la tela blanca de su ropa interior dejó sus senos al descubierto. Ella miró cómo sujetaba la tela, y sintió que sus labios pasaban por la parte superior de sus pechos. Pensó en Crofton y en Miranda Coop, y en lo degradada que era su versión de eso mismo.
– Casi todos los hombres adoran el misterio de los pechos de una mujer, Cressida. Dulces y suaves, y a la vez firmes. La naturaleza, que es sabia, ha hecho que el tacto de un hombre dé placer a la mujer, pero como los varones somos así, jugamos con ellos porque nos encanta.
Sus labios se dirigieron a su pezón izquierdo, provocando en ella una sensación nueva y exquisita. Luego comenzó a jugar con la lengua. Ella deseaba más y más, pero él se volvió hacia el otro, dejándolo igualmente insatisfecho. No iba a quejarse ya que sabía que quedaría satisfecha. Estaba allanando el camino que iban a emprender, preparándola. Ahora su vestido estaba a la altura de sus caderas. Él la acarició con la boca a lo largo de su cuerpo, y se dirigió al ombligo, donde se detuvo para jugar con la lengua. Luego se levantó para ponerla en pie y liberarla: de su vestido, de sus pensamientos, de todo aquello que no fuese deseo.
Dio una vuelta con ella en sus brazos. Para no sentir vértigo, puso las piernas alrededor de su cintura. Siguió girando y la besó, llevando cada sensación al lugar donde su deseo estaba abierto a su calor. Las paredes podían caerse o encenderse. Pero a parte de este momento nada le importaba. Interrumpió el beso, con la mirada oscura y aturdida, igual a como se sentía ella, y poco a poco la tendió en la cama, dejándola caer suavemente. Con una rodilla en la cama, recorrió con las manos el interior de sus piernas hacia los muslos, llegando cerca, muy cerca…
De pronto estaba a su lado, tomando su cuerpo con un brazo mientras su mano iba donde ella más deseaba. Se acordó de la orgía, del tormentoso deseo de su entrepierna, de la necesidad de restregarse contra él, pero esto no tenía nada que ver. Tal vez fuera igual de intenso, pero totalmente distinto.
Su boca volvió a sus senos.
– ¿Tris?…
– ¿Sí? -murmuró él.
– ¿Qué hago?
– Yo soy el guía ¿recuerdas? Deja que yo te lleve -le contestó mientras seguía haciendo movimientos circulares en su entrepierna-. Al acercarnos a este desconocido lugar, nos asomamos del alto acantilado para ver la niebla allá abajo. Y aquellos que tienen la valentía de lanzarse al vacío aprenden que merece la pena. Lánzate, Cressida.
Volvió a llevar los labios a su seno y comenzó a chuparlo. Ella sintió que la empujaban a un precipicio, pero se resistió, asustada. Tenía miedo a caerse de la niebla, como si fuera a disolverse, como si le esperase la muerte.
Pero ni su boca ni sus manos le permitían volver atrás. Seguía llevándola hacia ese punto de ruptura mientras ella arqueaba el torso.
Podía romperse o volar.
Confianza.
Se dejó llevar y cayó, chillando en su interior mientras descendía en espiral a través de la niebla hacia un lugar oscuro y muy profundo. Con él, aferrada a su cuerpo, besándolo, con la rodilla sobre su cadera. Lo estaba llamando, lo necesitaba.
– No podemos ¿verdad?
Su respiración era entrecortada.
– No lo haremos.
Besó su cabello y la acarició, tenía las manos temblorosas.
– Tris…
– Shh.
Bajó de la cama, llevándola con él, echó la colcha hacia atrás y la colocó entre las sábanas. Luego la tapó.
– Vengo enseguida.
Cressida, aturdida, lo vio salir del cuarto y pensó que su magnífico cuerpo era digno de una estatua de mármol. Un guerrero. No, un atleta.
Se tapó más, sintiéndose de pronto fría y perdida. Pero era sólo el aire de la noche sobre su sudor. «Esta noche tendrás el contacto más íntimo que hayas tenido desde el día que te deslizaste indecorosamente del vientre de tu madre.»
¡Oh, sí! Pero no lo había completado y ahora él no estaba allí. Debía haber hecho algo mal. ¿Se habría ido para el resto de la noche? ¿Tendría otra oportunidad? Aunque le parecieron siglos, él apenas tardó. Volvió con una sonrisa perversa y un frasco rojo en la mano. No parecía enfadado ni decepcionado. Pero no tenía el mismo aspecto… rampante, que tenía antes cuando salió de la habitación con el miembro duro como una barra.
Ella iba a preguntarle algo, pero él agitó la cabeza.
– Siempre curiosa. No me fiaba de mí mismo y… me deshice del problema.
– ¿Te deshiciste de qué?
– Maldita sea, Cressida. ¿Tienes que saberlo todo? Se había sonrojado. El duque de Saint Raven se había sonrojado. Aunque tenía ganas de reírse con gusto se fijó en el frasco que llevaba.
– ¿Qué es eso?
– Aceite. Para dar masajes.
La piel de Cressida le cosquilleó sólo de pensarlo, pero luego añadió:
– Esperaba que me lo esparcieras por la piel.
Oh. ¡Oh, sí!
Le había dado tanto placer y ahora se lo podía dar a él. Sonrió, sabiendo que tal vez parecía demasiado tierna y que dejaba ver emociones que prefería ocultar, pero era inevitable. Salió de la cama y cogió el frasco de su mano.
– Tumbaos, mi sultán.
– Él retiró la colcha hasta los pies de la cama y se detuvo, mirándola.
– Cuando un hombre desea a una mujer, su pene se agranda y se pone duro para poder entrar en ella. Es placentero, pero también se acerca un poco al dolor. Ese estado hace difícil el control. El alivio ideal es el cuerpo de una mujer, pero la mano también sirve. -Sonrió travieso-. A veces se le llama tener un encuentro con la señorita Palma y sus cinco deliciosas hijas.
Cressida se mordió los labios, pero se le escapó una risotada.
– Gracias. Por contármelo…
Él le sonrió con una leve sombra de ironía, pero también con ternura.
– Ya no tenemos que proteger tu pureza, así que es mejor que estés informada.
Ella recordó algo que había visto en la fiesta.
– ¿O una boca?
Hizo una mueca de dolor y ella lo miró.
– Ah, como antes con el pepino…
– Exactamente. ¿Ahora podríamos continuar?
Se recostó sobre las sábanas, con la cabeza apoyada en la almohada y los brazos por detrás.
Esta vez aguantó la risa. Le vinieron varias ideas, pero no sabía si sería lo bastante valiente para llevarlas acabo, aunque le intrigaban. Por el momento tenía aceite y el deseo de regalarle algo por lo menos tan maravilloso como lo que él le había dado a ella. Sacó la tapa del frasco y lo olió. Un olor sutil que no era de flores ni el de sándalo tan familiar.
– ¿Qué es? -le preguntó echando un poco de aceite en la palma de la mano.
– Varías especias orientales. -¿Con efectos interesantes? Él se limitó a sonreír.
Dejó el frasco a un lado, se frotó las manos y se las llevó a la nariz. No la volvió loca de deseo al instante, pero el olor penetró dulcemente en su cabeza. Subió a la cama y comenzó a mover las manos en movimientos circulares sobre su espalda. Su deseo era darle placer a él, pero al deslizarse por sus seductoras curvas y ángulos comenzó a dejarse llevar por su propio deleite. Cerró los ojos y comenzó a vivir sólo de sensaciones, apretando un poco más fuerte para sentir la resistencia de sus músculos, el tacto de sus huesos. Luego más suave, sólo rozándolo. ¿Demasiado suave? Lo miró y lo encontró tal como quería verlo, gozando, con los ojos cerrados y la boca relajada. Luego Tris le pidió algo.
– Escribe tu nombre en mi espalda.
– ¿Cómo?
– Con tu uña, suavemente.
Comenzó a escribir Cressida a lo largo de su columna, de abajo arriba. Luego escribió Elizabeth y también Mandeville, mientras él contorneaba su espalda como un gato.
– ¿Tanto te gusta?
– Luego te toca ti.
Se le secó la boca y se le erizó la piel sólo de pensarlo, segura de que habría más cosas que le pudiese hacer para complacerlo. Tomó el frasco y volvió a untarse las manos de aceite.
– ¿Tenéis alguna otra sugerencia, mi Sultán?
– Sólo recordarte que somos Tris y Cressida. Estamos sanamente desnudos.
Se frotó las manos, sintiéndose inundada por el aroma sensual del aceite mientras se aguantaba las ganas de echarse a llorar de emoción.
– ¿Qué más puedo hacer para complacerte, Tris?
– Hay partes de mi piel donde aún no has puesto aceite.
Pensó en sus piernas largas y fuertes, se colocó cerca de sus tobillos y comenzó a masajearlo con aceite subiendo por sus pantorrillas y luego sus muslos, consciente de que se acercaba a su trasero. Su grupa, como hubiese dicho Enrique VIII. Se mordió el labio inferior al ascender por la curva de sus firmes y redondos glúteos, y sintió cómo él se tensaba al sentir sus manos. Eso hizo que parara.
– Si te duele no tienes más que…
– Creo que puedo soportarlo -le contestó conteniendo la risa.
Este masaje la había excitado tanto como a él y la tentación volvía a invadirla, deseaba entregarse a él para aliviarlo de su carga y sentir juntos ese momento. Pero sabía que los llevaría al desastre, porque aunque estuvieran compartiendo unos momentos mágicos, debían tener cuidado. Ninguno de los dos quería que esa noche los uniera de verdad. Sentía que así era. O tal vez no tanto.
Sin embargo, había prácticas deliciosas que eran seguras, y ésta era una de ellas, pensaba con lágrimas en los ojos mientras amasaba su piel firme. En fin, quizá no estuviesen garantizadas del todo. Caminaban por el filo de la navaja y el mayor peligro era su débil voluntad. Era una injusticia del destino haberla traído hasta este hombre en ese lugar, y hacer que el matrimonio fuera un sueño imposible.
Un calambre en la pierna la trajo de vuelta a la realidad; llevaba mucho rato en la misma postura por lo que se montó encima de sus muslos y se sintió mucho más cómoda. Desde ahí podía rozar su piel o presionar sus músculos, aplicando además su propio peso. Eso es lo que hizo al llegar a los hombros, cada vez con más fuerza, y como veía que él no se rompía ni se quejaba, aprovechó para descargar parte de su frustración antes de volver a sentarse sobre sus muslos para concentrarse nuevamente en los glúteos y la parte baja de la espalda.
Sabía que no volvería a hacer nada parecido, ni siquiera si se casaba, porque la gente decente no hacía ese tipo de cosas. Por lo tanto, esa noche iba a experimentar todo lo que fuese posible, se dijo a sí misma, mientras acercaba la boca al final de su espalda para sentir el sabor del aceite, de Tris y su magia.
Lentamente se empezó a girar hacia ella, y al volver a sentarse vio que eso estaba duro otra vez. Primero apartó la vista, pero luego volvió a mirar para estudiar su miembro; era como una columna venosa coronada con una cabeza que se dividía. Imaginó que por allí salía la semilla. Encontró valor y la tocó con la punta de los dedos.
– Está muy dura. ¿Por qué? La pregunta le provocó risa.
– Si me preguntas sobre fisiología, en este caso no soy el guía -le contestó cubriéndole la mano con la suya, envolviéndole los dedos a su alrededor-, pero si hablamos de otras cosas, es por ti que está así, Cressida, sólo por ti.
Sensiblerías. Decidió no creerse una palabra.
– ¿Eso implica que nunca antes de conocerme la habías tenido dura?
– Los hombres somos hombres, animales. Pero esto, aquí y ahora, es por ti.
– O el masaje.
– Me han dado masajes profesionales, amor, y nunca había reaccionado así.
Amor. Sus miradas se cruzaron por un momento. Seguramente a todas las mujeres que se llevaba a la cama las llamaba así. Los hombres llaman a las mujeres «querida señorita» sin apenas conocerlas o les decían ser «sus humildes servidores» sin tampoco serlo. Pero prefirió pensar en lo que era verdad en esos momentos. De hecho, era evidente que la deseaba y la prueba de ello estaba en su mano. Comenzó a moverla hacia arriba y hacia abajo, observando si había una reacción. Esta no se hizo esperar; sus labios volvieron a entreabrirse, eso es lo que quería ver aunque era consciente del peligro de mirarlo. Se veía tan guapo así, excitado, con los ojos casi cerrados, el pelo revuelto, que le rompía el corazón.
Podía ver el peligro de los dragones, las serpientes y los cocodrilos de las historias de su antepasado, el explorador señor John Mandeville. Ahora sentía los riesgos que no había considerado al comenzar este viaje. Había estado dispuesta a perder su virtud, pero nunca su corazón. Menos aún por la belleza y encanto de un hombre, ni por su riqueza y su rango. Ni siquiera por su experiencia en asuntos sexuales. Aunque sí era capaz de perderlo por un hombre que le encantaba, que compartía sus dolores con ella y respondía libremente a sus caricias.
De pronto Tris abrió los ojos y vio en ellos una señal de alerta. Ella le sonrió y siguió moviendo la mano aún sin estar muy segura de qué debía hacer aunque sabía que si hacía algo mal se lo haría saber. Lo que le pareció natural era usar ambas manos, subiendo una primero y luego la otra, con un ritmo lento y suave hasta que decidió cautelosamente continuar sólo con una, cubriendo el extremo, la zona que parecía más sensible.
Tal vez tan sensible como se sentía ella entre las piernas, queriendo frotarse contra él. De pronto escuchó un gemido y sintió un brusco movimiento.
– Eres muy lista, Cressida -murmuró-. Pero ¿no te importará si ensucio un poco?
Sabía a qué se refería ya que una gota de fluido relucía en la punta de su miembro.
– No, no me importará.
– Tírame el fajín por encima.
Sintió que se ruborizaba, pero no le pareció una situación incómoda ni le dieron ganas de echarse atrás, sino que se excitó enormemente con este nuevo misterio. Con el corazón latiendo fuerte, alcanzó la faja de seda negra, pero en vez de echársela por encima, la arrastró suavemente por su cuerpo.
Él se rió, tembloroso.
– ¡Qué viajera más intrépida eres! Pero lo que quiero son tus manos.
Era una petición muy clara y le encantó que se lo pidiera. Dejó caer la seda sobre él y por debajo continuó tocándolo como antes, intentando sentir cada reacción y atreviéndose esta vez a mirarlo a la cara. Después de un rato, cerró los ojos como si frunciera el ceño. Eso la hizo vacilar, pero recordó que él no dudaría en decírselo en caso de que sin querer le hiciera daño. Sus caderas comenzaron a moverse al ritmo de sus manos y su cara cobró una expresión de dolor y vio la misma desesperación que había sentido ella justo antes de caer.
Sin saber por qué comenzó a ir más rápido, al ritmo de su propio pulso y la agitada respiración de él, incitándolo al clímax. ¿Acaso era siempre así? De pronto Tris se puso rígido y gimió sofocado, mientras ella sintió que el fluido de su semilla brotaba de su miembro. Lo cubrió con la tela de seda y no lo soltó, viendo cómo todo su cuerpo se tensaba una y otra vez.
Después, todo había terminado. Ella también respiraba agitadamente, satisfecha de saber cómo se sentía él en ese momento y con ganas de más, atormentada por aquello que no podían hacer.
Abrió los ojos y sonrió.
– Gracias.
– Ha sido realmente un placer, pero…
Se sentó, tomó la faja de sus manos y la dejó caer al suelo.
– Pero ¿hemos acabado ya?
Él se echó a reír.
– ¡Oh, no! Mientras estemos los dos despiertos, no habremos acabado. Me toca a mí cubrirte de aceite ahora. Volvemos a empezar…