Cressida amaneció al día siguiente decidida a solucionar su futuro. ¿Cuándo podrían volver a Matlock?
Su padre había salido de su aletargamiento. Estaba físicamente débil y lloroso por la locura que había cometido. Ella no pensaba que sus lágrimas fueran falsas, pero no creía que sintiera auténtico arrepentimiento. Ya estaba hablando de maneras de hacer una nueva fortuna, y cuando lo hacía sus ojos adquirían un brillo especial. Sí, estaba volviendo a sus cabales, lo que significaba que pronto le exigiría una explicación coherente sobre la devolución de las joyas. Lo mejor para ella era que se le ocurriera alguna. Su madre había aceptado guardar silencio sobre su primera ausencia, por lo que no iba a ser tan difícil.
Quería omitir el nombre de Tris todo lo que fuera posible, pues su padre siempre había fantaseado con que algún día conseguiría un gran marido. Quién sabe qué podría hacer si se le ocurriera que tenía la opción de presionar a un duque para casarse. Cressida se levantó muy erguida. ¡Tris había prometido visitarla ese mismo día! Y aunque en el fondo deseaba que no lo hiciera, ella, como los cirujanos, prefería amputar lo antes posible. Ahora tenía la oportunidad de despedirse de mejor manera y no dejar una herida sangrante.
El reloj marcó las nueve. Faltaba mucho para que fuera la hora de una visita decente. Tenía tiempo para preparase y así no avergonzarlo a él o a ella misma. Sabía que su comportamiento el día anterior había sido una actuación para dar una buena impresión ante esos hombres desagradables, pero aún así se le había grabado en la mente. Aquellos hombres se habían creído que ella no era el tipo de mujer por la que se interesaba Saint Raven. Era convencional, correcta y siempre se comportaba como debía, y después de haber experimentado una indecencia, no se había aficionado a ello. O no al menos en público, en lo que él era un gran experto. Pero podría cambiar…
Rechazó esa locura. Tris, como su padre, era peligrosamente encantador, pero adicto a las emociones fuertes y los lugares salvajes. Si tuviera que elegir entre eso y ella, elegiría lo primero. Y Cressida no era como su madre que soportaba algo así con mucha calma. Un dolor breve pero intenso. Y casarse con un hombre como Tris significaba sufrirlo toda la vida. Se abrazó las rodillas y apoyó la cabeza sobre ellas. Durante la última temporada había observado a algunos matrimonios elegantes y estériles, en los apenas se podía ver al marido y a la esposa juntos. En esos casos el marido mantenía una querida, y una vez que la esposa había traído al mundo un par de varones con aspecto de poder sobrevivir, también ella tenía amantes. Discretamente, siempre discretamente, pero aún así siempre era algo que se sabía. En las fiestas de varios días en una mansión, al marido y a la esposa se les daban habitaciones separadas, y si era posible sus amantes se instalaban cerca de ellos. A veces para los anfitriones suponía un verdadero reto poder organizado todo.
La noche de pasión de Cressida la acercaba más a las esposas licenciosas, pero, al mismo tiempo, detestaba el adulterio. Cuando se casara quería ser fiel y esperaba lo mismo de su marido. Lo que Tris, sin duda, consideraría ridículo.
Se bajó de la cama para echarse un poco de agua fría en la cara. Mientras se ponía las medias, se dio cuenta de que una vez que se extendiera la noticia de que su padre se había recuperado, sus amigos de la ciudad comenzarían a hacerle visitas. Tendrían que contratar nuevos sirvientes y habría que decirle a la cocinera que preparara tartas y otras exquisiteces. Mientras se encogía para ponerse un corsé, pensó que habría que convertir por lo menos una de esas gemas en dinero contante y sonante para cubrir sus necesidades inmediatas. Se preguntaba cuánto valdrían exactamente. Necesitaba saberlo, ya que esas joyas tendrían que financiarlos para siempre.
Mientras se abrochaba el corsé por adelante se dio cuenta de que se estaba vistiendo al estilo de Matlock. ¿Debía llamar a Sally y ponerse un vestido londinense? No. Mejor despedirse de Tris así. Para él sería más fácil.
«Parecería como si yo fuera un rico marido muy bien vestido y con un buen vehículo que lleva a su esposa vestida de sirvienta.»
Eligió un vestido color verde pálido con una franja beige y un estrecho y elegante lazo blanco. Se acordaba cuánto le había gustado ese traje cuando lo encargó en la primavera del año anterior, pero ahora lo veía desagradablemente cursi y aburrido.
«…ese traje y ese sombrerito son de alguien con poco dinero.»
Se agachó, se lo puso y se ató la pechera.
Tris, desabrochando la parte de atrás de su vestido…
Se deshizo la trenza y se cepilló el cabello las obligadas cien veces, intentado con todas sus fuerzas evitar recordar cómo él había cepillado el pelo. Después lo volvió a trenzar y se hizo un moño en la parte alta de la cabeza. Que no le tapaba el cuello. Apretó los ojos con fuerza como si con eso pudiera acabar con sus vividos recuerdos. Si seguía así ¡tendría que cortarse todo el pelo!
Se puso un sombrero con tirabuzones y ató las cintas pensando que uno de los beneficios de regresar a Matlock era que pronto acabaría con esas tonterías. Sus manos se quedaron quietas. Tal vez no.
¿No era una parte esencial de su disfraz? ¿Si se encontraba con alguno de los caballeros de la orgía, si había cualquier comentario, cualquier especulación, no se parecería su rostro sin rizos a Roxelana?
Estudió su imagen. Sin los rizos y sin las cejas oscurecidas y los labios rojos seguramente parecía distinta. El color de su vestido no mejoraba su aspecto, y era algo que no había reconocido hasta ahora. Cogió sus anteojos y se los puso apretando los labios un poco, como la señora Wemworthy…
«¡Ay, no pienses en eso!»
Pero todo el mundo se tomaría a broma que alguien pensara que la mujer que había en el espejo pudo haber sido una desvergonzada hurí en una orgía. En realidad, a ella misma le costaba creérselo.
Estaba con su padre y acababa de explicarle detenidamente lo que había ocurrido en Hatfield cuando llegó Sally, muy emocionada, para anunciar que el duque de Saint Raven estaba abajo esperándola. Cressida se levantó rogando que no se apreciara que su corazón palpitaba con tanta fuerza.
– Dígale que estaré con él enseguida. Y avise a mi madre.
Su madre estaba en la cocina ayudando a organizar las cosas para ese momento, así como para los amigos de su marido que esperaban que vinieran. Su padre estaba en un sofá y no en la cama, pero aún se encontraba débil.
– Padre, ¿tal vez desee hablar con él?
– No, no. Un alocado, según recuerdo. Pero parece que se comportó bien en Hatfield.
– Sí, y debemos agradecérselo.
Había algo en la mirada de su padre que la ponía nerviosa, pero él se limitó a sacar una joya del pequeño tesoro que tenía sobre la falda. Un rubí tan grande como el huevo de un petirrojo.
– ¿Sabes cuánto vale, Cressy?
– Suficiente, espero.
Él lo movió e hizo que reluciera con la luz del sol.
– ¿Suficiente para qué? Bien vendido podría costar más de diez mil libras.
Cressida se apartó.
– ¡Si hay diez!
– Con un par de ellos podrías comprarte un duque si lo deseas. Sé que Saint Raven necesita dinero. Su tío agotó y gestionó mal sus propiedades.- La miró a los ojos-. ¿Quieres que sea tuyo?
Le produjo mucha risa la idea, pues su padre no sabía que estaba siendo tan tentador como el mismo Satanás.
– No, padre -dijo lo más tranquila y firmemente que pudo-.
Gracias, pero ¿verdaderamente me puede imaginar usted como duquesa? Y como usted ha dicho, es un salvaje. He escuchado… le he escuchado mencionar que celebra fiestas lujuriosas en sus casas. Su padre hizo una mueca.
– Es verdad, y han sido la comidilla de la ciudad. Veo que no eres de las que harían la vista gorda a algo así. Pero bueno, haré exactamente lo que deseas. Hay suficiente dinero aquí como para asegurarte el futuro que quieras, Cressy.
Cressida se lo agradeció, y después se escapó. En el pasillo se apoyó contra la pared un momento luchando para no llorar. La mayoría de los problemas se podían resolver con dinero, pero el suyo no. El suyo no. Después se fue a su habitación para pasarse un paño frío por los ojos y para asegurarse de que estaba lo suficientemente pulcra. Entonces bajó corriendo al salón.
Tris estaba solo. ¿Había sido su madre discreta y se iba a mantener alejada? Ella no había querido que fuera así, pero ahora estaba contenta de que no hubiera venido. Cerró la puerta. Nadie en la casa iba a vigilar que mantuvieran el decoro.
– Has estado llorando -le dijo él.
– Un poco. Tiene que ver con mi padre. -Eso no era completamente falso.
– ¿Todavía se encuentra mal?
Ella movió la cabeza y se despegó de la puerta. Se acercó a una silla se sentó y le hizo un gesto para que se sentara en el sofá.
– No, está mejorando, gracias a Dios. Las joyas le hicieron reaccionar. Ahora tiene que recuperar sus fuerzas, y meditar su culpa, aunque por naturaleza es muy positivo. Ya está pensando en cómo conseguir más dinero.
– No será en las mesas de juego, espero.
– Indudablemente, no.
Ay, pero esa situación le producía un placer doloroso que no se esperaba. El dolor planeaba a su alrededor, pero hasta que no se fuera para siempre no la atacaría. Pero verlo, estar con él, hablarle en una situación tan normal le proporcionaba una alegría reconfortante.
– Como me sugeriste -dijo ella lo más suave que pudo- al parecer todo fue por culpa del aburrimiento. Ahora que tiene el reto de hacer una nueva fortuna vuelve a estar de buen humor.
– ¿Y su hija audaz?
Cressida sabía qué imagen quería proyectar.
– Sólo quiere seguridad. Seguridad y una vida tranquila.
– Ya veo. Entonces la tendrás.
Ella tuvo que mirar hacia abajo un momento.
– Gracias. -Y cuando pudo lo volvió a mirar a los ojos-. Ahora cuéntame la historia de tu primo. ¿De verdad que le vas a dar parte de tu fortuna?
Se acordó de los comentarios de su padre sobre las finanzas del ducado. Y seguro que estaba bien informado.
Tris cruzó las piernas aparentemente relajado.
– Prepárate para conocer a una extraña saga. Te expliqué la desesperación que tenía mi tío por tener un hijo, y la tremenda rivalidad que había entre él y mi padre. Parece que eso hizo que el duque rozara los límites de lo permitido.
– Viajaba frecuentemente a Francia, antes de la revolución, por supuesto, y allí mantenía a una serie de queridas. En una visita conoció a una hermosa viuda de una zona de campo con dos hijos, Jeanine Bourreau. Jean-Marie insiste en que su madre era virtuosa, pero sospecho que estaba buscando a un protector con dinero. Como resultado se volvió a quedar embarazada, y el duque ideó un plan. Mi madre acababa de anunciar que iba a tener un hijo, y eso parece ser que fue la gota que colmó el vaso.
– Tal vez mi tío se acordó del hipotético origen del hijo de Jacobo II. Se decía que había sido metido de contrabando en la sala de partos dentro de un calentador para sustituir a un niño nacido muerto. Por lo que parece, mi tío le prometió a Jeanine Bourreau que si su bebé era un niño, haría que llegara a ser duque, pues la duquesa había anunciado que ella también esperaba un hijo. Durante el embarazo, Jeanine viajaría a Inglaterra, y cuando naciera su hijo, dirían que era el que había tenido la duquesa.
– ¡Madre de Dios! ¿Y la duquesa aceptó?
– Parece ser que sí. Recuerda que estaba desesperada por ser la madre del siguiente duque, y por contentar a su marido.
– ¿Y qué salió mal? ¿El bebé fue otra niña?
– El hijo fue Jean-Marie, pero desgraciadamente les ocurrió un incidente menor: la Revolución Francesa. El paso a Inglaterra estaba bloqueado, y Jean-Marie llegó antes de que pudieran salir. Ella consiguió hacerle llegar una carta al duque, pero como se había desbaratado el plan, la rechazó.
– Pobre mujer.
– Muy cierto. Sobrevivió haciéndose amante de una sucesión de hombres, y he sabido por Jean-Marie que educó muy bien a sus hijos, e incluso consiguió que él se formara como artista. No parece que hubiera decidido hacer nada hasta que Napoleón fue derrotado la primera vez, en 1814. Entonces ella y un amante urdieron un plan descabellado.
– ¿Qué? Jean-Marie ya no podía ser cambiado por una hija.
– No, pero durante la revolución se destruyeron muchos registros importantes. De modo que falsificó la inscripción de su matrimonio, para que no apareciera Albert Bourreau, sino Hugh Tregallows, entonces heredero del condado de Marston.
Cressida lo miraba fijamente.
– ¿Y eso hizo que Jean-Marie se convirtiera en su legítimo heredero? Santo cielo… ¿Y qué lugar ocupaban sus hermanos mayores?
– Por entonces, ellos por desgracia ya habían muerto. Uno de una enfermedad y el otro en la guerra. Tal vez eso agudizó el ingenio de la mujer, o quizá simplemente le allanó el camino. Como ves, su astuta estrategia no consistía en esperar a que el duque muriera, sino en convencerlo de que la respaldara.
La mente de Cressida se adelantó.
– Él no lo hubiera hecho. No podía
– ¿No? Nunca lo sabremos, pero mi dinero me dice que debió de haberlo aprovechado.
– Pero hubiera hecho que su verdadero matrimonio se invalidara y que sus hijas se convirtieran en bastardas.
– ¿Para conseguir la victoria final: un heredero? ¿y eliminar al hijo de su hermano, es decir a mí? Creo que sí que lo hubiera hecho. Y lo irónico es que le hubiera encantado.
Cressida se puso la mano en la boca.
– ¿Qué ocurrió?
– ¿Qué ocurrió? Ay, otro giro de la historia. Cuando Jean-Marie y su madre se estaban preparando para viajar a Inglaterra, Napoleón se escapó de Elba, y nuevamente entramos en guerra. Jean-Marie estaba completamente convencido de que no iba a entrar en el ejército, pero entonces de pronto su madre tuvo unas fiebres y murió. Sin embargo, antes le hizo prometer que él seguiría con su plan. Ya te he contado que podría llevarse al teatro.
– ¿Y entonces?
– Entonces Waterloo nos devolvió la paz, y Jean-Marie finalmente pudo viajar a Mount Saint Raven, pero llegó días después del funeral de mi tío. Para su mayor frustración yo me encontraba en el extranjero, y entre otros lugares, en Francia.
Cressida se mordió los labios.
– ¿Es incorrecto sentir un poco de lástima por él?
– Incorrecto no, pero sí innecesario. Su estancia aquí le produjo una profunda aversión a Inglaterra, especialmente nuestro clima y la comida, y se dio cuenta de que tenía aún menos interés que yo por convertirse en un duque inglés.
– Es difícil imaginarlo. -Ella se dio cuenta de que estaba compartiendo algo muy intimo y que eso era peligroso, pero hubiera bebido veneno si le sentara tan bien como esa conversación-. Entonces se estableció a esperar a que regresaras ganándose la vida como artista. Pero ¿por qué Le Corbeau?
– Pura pillería, pues tiene la vena astuta de su madre. Sopesó si debía llamar a mi puerta con sus pruebas, o hacer que yo me presentara ante él, y prefirió esto último.
– Pero me has dicho que no quería el ducado.
– Es verdad, pero lo que le prometió a su madre era simplemente que haría que el duque pagara. Y ahora lo que quiere es el suficiente dinero para vivir elegantemente en Francia, y ser un caballero artista que puede acceder a los círculos más elegantes. He aceptado concedérselo.
– ¿Por qué? Puedes desmontar su farsa. Le llevaría años intentar demostrar sus alegaciones, y su caso es muy débil si no tiene el apoyo de su padre. Tris sonrió.
– Me encanta cuando argumentas, amor… -dijo y dejó de sonreír y después miró hacia abajo.
Amor, la palabra prohibida. Volvió a mirarla sonriente.
– Sospecho que es un jugador muy perseverante. Si me niego, puede acudir a los tribunales, y no tengo ganas de destapar un escándalo de tal magnitud y lo que eso me costaría. Y -añadió- es justo tenerlo en consideración. Se le debe algo. Es mi primo, eso lo creo; fue concebido como parte de un plan ruin, y su madre fue vergonzosamente utilizada. He aceptado entregarle veinte mil libras.
No era una gran suma de dinero para un ducado. Pero ¿cómo estaba ahora el suyo? Cressida se trasladó al sofá para situarse junto a él. No pudo evitarlo.
– ¿Lo puedes pagar?
– Querida mía, soy el duque de Saint Raven.
– Cuyo patrimonio se ha visto reducido por las extravagancias de tu tío, y porque desvió todas las propiedades posibles a sus hijas para que no pudieran caer en tus odiadas manos.
Tris apretó los labios.
– ¿Cómo sabes eso?
– Mi padre es un hombre de negocios. En el centro financiero de Londres saben todo sobre estos asuntos.
– Que me lleve el diablo; espero que me sigan prestando dinero -dijo cogiéndole la mano-. No te tienes que preocupar por eso, Cressida. Todo esto hubiera ocurrido igual aunque yo no hubiera atracado el carruaje de Crofton, aunque tú no hubieras aceptado ese acuerdo, o aunque tu padre no hubiera jugado nunca.
– Me preocupa porque soy tu amiga, Tris. Somos amigos, ¿verdad?
Tris cogió su mano y se la besó, a pesar de que su rostro expresaba que no estaba de buen humor.
– Somos amantes, Cressida, aunque sea algo imposible. No lo niegues. Pero sí, también somos amigos. Me maldigo todo el tiempo por haber estado a punto de llevarte al desastre.
– Nada de lo que ha ocurrido ha sido culpa tuya.
– Nunca debí haberte llevado a la orgía.
– Yo nunca debí haber ido. Parece que sea nuestro qismet. Como ves he sacado provecho de tu libro sobre Arabia.
Se levantó, e hizo que ella también lo hiciera.
– La lógica me dice que una amistad tan breve no puede haber dejado una huella demasiado profunda en nuestros corazones… No sonrías así, amor mío.
– ¿Por qué no? Me niego a ser una amargada el resto de mi vida, y quiero que tú seas feliz, Tris Tregallows.
– Y yo lo quiero para ti. Pero déjame decirlo una vez más antes de que nos separemos. En este momento, Cressida Mandeville, te amo y te deseo, y me gustaría que existiera alguna manera de poder pedirte que seas mi esposa.
Su honestidad requería reciprocidad. Era algo tan peligroso como clavarse una daga en su propio corazón, pero le dijo:
– Y en este momento, Tris Tregallows, estoy lo suficientemente loca como para aceptarlo. Pero no funcionaría, amor mío. Sabes que es imposible.
– ¿Ah sí?
Cressida se sentía paralizada. No quería dar el siguiente paso, pues la mujer tenía que ser fuerte por los dos. Liberó una de sus manos, lo condujo hasta la puerta y la abrió. Ahí liberó la otra.
– Bon voyage, mon ami -le dijo.
Él le volvió a coger una mano y se la llevó a los labios para besarla con los ojos clavados en los de ella. Una vez lo había visto besar la mano de una dama en el teatro de la misma manera. Y había soñado en sentir algo así… Pero sabía que ese sueño no era para ella.
– Bon voyage, ma chere aventuriére.
Después se marchó, y Cressida por fin pudo llorar en silencio.