Tris mantuvo una actitud distante, y volviendo su monóculo hacia Cressida le preguntó:
– ¿Y se podría saber quién es usted, madame}
Ella seguía teniendo los ojos muy abiertos, pero ya había recuperado un poco su color. Tal vez por la fe que tenía en él. Y Tris esperaba que estuviera justificada.
Cressida hizo una reverencia.
– Mi nombre es Cressida Mandeville, su excelencia.
– Veo que lo conoce -dijo Crofton con desprecio. Ella simuló muy bien cara de sorpresa.
– Todo Londres conoce al duque de Saint Raven de vista, lord Crofton.
– Y qué está haciendo encerrada en la habitación de un hombre, ¿eh?
– No era consciente de que la habitación estaba cerrada, señor. Entré por la otra puerta.
Entonces llegó el posadero enrojecido y sudoroso con unos cuantos sirvientes.
– ¡He pedido que vengan los magistrados! La ley resolverá todo esto. -Entonces vio a Tris-. ¡Su excelencia! Oh, su excelencia, siento mucho que lo hayan molestado…
Tris levantó la mano y asumió el control. Avanzó por la habitación, se acercó a Cressida y la miró con el monóculo, así como a la estatuilla.
– ¿Esa figura es suya madame? Es muy… peculiar. Vio cómo ella apretaba los labios y rogó que los mantuviera así durante su actuación.
– Pertenece a mi padre, su excelencia.
– Yo se lo gané todo a su padre -dijo Crofton bruscamente-, incluidas esas esculturas picantes. Usted es una ladrona, señorita Mandeville, y concubina de Le Corbeau, y repetiré esto mismo cuando lleguen los magistrados. Esperaré a ver cómo la azotan atada a un carro.
Tris se giró dispuesto a interponerse entre Crofton y Cressida si era necesario. Estaba deseando que hiciera un paso en falso, ya que no deseaba otra cosa más en la vida que golpear la cara de Crofton hasta dejarla en carne viva. Por el momento, había conseguido impedir cerrar los puños.
– Usted se ganó nueve figuras, señor -le dijo Cressida con gélido desdén-. Y puedo demostrar que eran diez. Y lo que no se ganó fueron las posesiones de nuestra casa de Londres.
Crofton gruñó de frustración. Odiaba que Cressida pudiera escapar.
– ¿Y qué pasa con Le Corbeau? Explique si puede qué está haciendo en su habitación.
Antes de que Cressida dijera nada, intervino Tris.
– Y llegados a este punto, Crofton. ¿Qué haces aquí tú?
– Cazando al cuervo. Tal vez ya te habías marchado de mi fiesta, duque, cuando Le Corbeau entró a robar en mi propiedad.
– Es verdad. Fue un asunto muy fastidioso. Pero ¿qué haces aquí? El señor Bourreau está libre de toda sospecha.
– Fue muy hábil eso de utilizar el truco de que uno de sus colegas saliese a los caminos con su atuendo característico. Engañó a los jueces, pero a mí no.
Entonces irrumpió en la habitación Jean-Marie que estaba muy magullado y afectado aunque visiblemente lleno de rabia. Llevaba a su modelo envuelta en una manta y la protegía con el brazo. Hizo que la mujer se sentara en el banco de madera y se dirigió a Crofton.
– ¡Me estás acusando! -le espetó con los ojos encendidos.
Ay, el temperamento francés. Muy útil en ese momento.
– Moi! Un artiste! Un homme innocent! -Iba señalando elocuentemente cada palabra con las manos-. ¡Me acusa a mí, a mí! Se ha demostgado que soy inocente. ¿Qué tiene que haceg un hombge en este desgraciado país paga que lo dejen en paz? ¡Destgozag mis posesiones! Asaltag a una modelo respetable…
– ¿Respetable? -bromeó un tigre con cara de asombro acercándose a la mujer envuelta en una manta. Jean-Marie se dio la vuelta y le lanzó una patada a los testículos. El hombre chilló y rodó agonizante por el suelo hecho un ovillo.
Tris no pudo evitar reírse.
– ¡Bravo!
Como Tris no sabía si iba a seguir dando patadas a los demás, se volvió hacia Crofton.
– Mi primo, Jean-Marie Bourreau -lo presentó-, al que estoy visitando por asuntos familiares.
– ¿Primo? -explotó Crofton.
– Primo. El hijo natural de mi tío. Te sugiero Crofton que te vayas y que te lleves a tu escoria. Y que le pagues los daños al posadero antes de marchar.
Crofton miró a su alrededor.
– No hasta que no sepa qué está haciendo aquí la señorita Mandeville con esa figura. Sólo tenemos su palabra de que había una en la casa de su padre en Londres. Yo creo que toda la serie estaba en Stokeley Manor, lo que significa que la figura es una de las que robó el Cuervo. Y eso… -dijo con suficiente confianza como para mirar a Tris a los ojos- demuestra que tu «primo» es el Cuervo y que la señorita Mandeville es su cómplice.
Tris casi podía escuchar cómo funcionaba el engranaje mental de Crofton.
– ¿Me equivoco, Saint Raven, al pensar que esa estatuilla en especial era la que tu pequeña delicia turca estaba tan interesada en poseer?
Tris se esforzó por no mostrar ninguna emoción, y volvió a examinar la figura con su monóculo.
– Es tan parecida que podría servir. ¿La tiene en venta, señorita Mandeville?
Ella hizo una reverencia, y él rogó por que sus sonrosadas mejillas se vieran naturales en esa estrambótica situación.
– Sí claro, su excelencia. He venido a ofrecérsela al señor Bourreau, tal como me recomendó un coleccionista de estos objetos. Como usted sabe, señor Crofton -añadió con falsa dulzura- mi familia tiene que vender todo lo que no sea esencial para sobrevivir.
Era un tesoro de mujer.
Sin embargo, esa horrible escena, no haría más que poner clavos en su ataúd. Todos esos hombres, aunque estuvieran borrachos, recordarían el encuentro y hablarían de él. Que ella estuviera ahí en ese momento era muy desafortunado, pero no necesariamente ruinoso. No obstante, podía ser el comienzo de su bajada al infierno si alguien llegase a pensar que Cressida se parecía a la hurí de Saint Raven.
Tris miró a Crofton. Parecía desconcertado, pero no asombrado. Uniendo una serie de cabos podía comprender que se encontraba ante una alianza impura. Pero por otro lado ¿quién iba a creerse que hubiera una relación ilegal entre un salteador de caminos francés, una virtuosa dama de provincias, y un duque? ¿Especialmente cuando la dama virtuosa era la imagen misma del decoro con esa ropa tan aburrida, un sombrero decente y además anteojos?
Jean-Marie se acercó a Cressida, cogió la estatua y la examinó.
– Es un excelente ejemplo de agte egótico del templo de Kashmir, señoguita Mandeville, y aunque me da pena decígselo, no es una ragueza.
Tris se preguntó si su primo tenía idea de lo que estaba diciendo.
– No le puedo ofreceg más de tgeinta libgas por ella. Qué pena que no tenga pagueja.
– Pertenecía a una serie de diez piezas, monsieur. Teníamos otros objetos de la India, pero, por desgracia, la mayoría pasaron a manos de lord Crofton.
– Yo sólo estoy integuesado, perdóneme señoguita, en agte egótico. -Le devolvió la figura-. ¿Sigue integuesada en vendegla?
– Deje que le haga una oferta yo primero, señorita Mandeville -dijo Tris-. Como ha mencionado lord Crofton, conozco a alguien a quien le interesaría mucho esa pieza.
Sin embargo, Tris tenía toda su atención centrada en Crofton. El hombre estaba tremendamente frustrado, y por lo tanto era muy peligroso. Además, el toque de humor de Jean-Marie no mejoraba mucho las cosas.
Crofton miró a Jean-Marie.
– Sigo afirmando que eres el Cuervo, gabacho, y que asaltaste mi casa anoche. Antes de marcharme inspeccionaré este agujero y nadie me podrá detener.
«Bien -pensó Tris-. Todavía voy a tener la oportunidad de darle una paliza.»
– Olvidas, Crofton, que el señor Bourreau es el hijo de mi tío… y por lo tanto está bajo mi protección.
– Protección -dijo Crofton gruñendo con la cara enrojecida-. ¡Hablemos de protección! Esa mujer -señaló a Cressida con un dedo- que parece tan mojigata y decente, era tu acompañante en Stokeley Manor, y estaba vestida de acuerdo a su verdadera naturaleza. Y es una conocida seguidora de Le Corbeau…
– ¡Es evidente que no! -gritó Cressida.
Tris volvió a levantar la mano, volvió su monóculo hacia ella y la miró de arriba abajo.
– Crofton, creo que estás loco -le respondió de la manera más ácidamente descreída que pudo.
Crofton se volvió a sus seguidores.
– ¡Vosotros visteis a la hurí de Saint Raven! -gritó-. Es ella. ¡Es ella! Y además esa tipeja tuvo el descaro de actuar de manera mojigata y decente conmigo. Y no me extraña que se haya dejado secuestrar por Le Corbeau. ¡Todo era una trampa!
– Deliras -dijo Tris.
Crofton soltaba saliva por la boca al hablar.
– ¿La hurí de Saint Raven? -dijo Pugh tambaleante y agarrándose la cabeza-. ¿Dónde? Me gustaría probarla.
Tris no se permitió darle una lección tal como había hecho Jean-Marie con el tigre. En cambio, señaló a Cressida.
– Lord Crofton piensa que la señorita Mandeville estaba conmigo en la fiesta.
Pugh se quedó mirando y negó con la cabeza.
– Empiezo a sospechar que este hombre está loco. Esa hurí era un bocado muy apetecible.
Tris observó que las rojas mejillas de Cressida adquirían un tono más intenso, y deseó poder tranquilizarla diciéndole que ella era el bocado más apetecible que podía imaginar.
Se dirigió a Crofton.
– Puesto que la señorita Mandeville parece no tener protección masculina, y has relacionado su nombre con el mío, me veo en la obligación de defender su honor. ¿Quieres llevar esto aún más lejos?
Sir Manley Bayne, que estaba lo suficientemente sobrio, agarró a Crofton del brazo.
– Debe de ser un error, Croffy. Recuerdo a esa delicia turca. De verdad, Croffy, no se parecen. Mira esos rizos y los anteojos, y esa boca estrecha y pequeña. ¿Recuerdas lo que hizo esa chica con el pepino…? No, no es ella.
Crofton volvió a mirar a Tris con odio profundo. Un duque era intocable, pero Cressida…
Cressida ansiaba volver a la corrección convencional y pacífica de Matlock, y Tris sabía cómo eran las ciudades pequeñas. Eran peor que Londres. Un pequeño escándalo te convertía en un leproso, y nunca más podías limpiar tu nombre.
Y comentarios como ése no se podían detener, ni siquiera con un duelo. Especialmente un chismorreo tan jugoso que implicaba tanto a un duque como a un salteador de caminos romántico. Lo peor era que matar a Crofton no mejoraría las cosas. Lo único que podría mantenerla segura era que no hubiera ninguna relación creíble entre la señorita Mandeville y el escandaloso duque de Saint Raven.
Le hizo una pequeña reverencia.
– Señorita Mandeville, lamento profundamente que debido a una coincidencia se haya relacionado su nombre con el mío de manera tan desagradable. Dudo que se repita esta calumnia, pero si tiene alguna repercusión, por favor infórmeme, y personalmente me haré cargo del asunto. En cuanto a la estatuilla, todavía sigo dispuesto a comprarla.
La miró a los ojos y se dio cuenta de que ella había seguido el mismo razonamiento lógico, aunque desalentador. Quizás había sido más sensata que él y nunca se había hecho verdaderas ilusiones.
– El señor Bourreau la ha valorado en treinta libras, su excelencia.
– Entonces permítame ofrecerle cincuenta para compensar este incidente. ¿Podrá recoger un pagaré en mi casa de Londres?
– Por supuesto, su excelencia.
Sacó un bloc de papel, garabateó su promesa, se la entregó, y ella le dio la figura. No tenía idea de si era la que contenía las joyas, pero iba a estar más segura en sus manos. Si no estaban las joyas, todavía habría que encontrarlas. No pudo evitar sentir que aún tenía esperanzas y que esa aventura aún no había terminado. Entonces dirigió una mirada fría a Crofton y a sus amigos.
– No entiendo qué hacen todavía en esta habitación.
Todos se dispusieron a salir, incluso Crofton. Tris los siguió para asegurarse de que iban a pagar los daños que habían producido, y en ese momento, ya muy tarde, llegó el magistrado local con refuerzos. Tris dejó que Crofton tratara con él, pues sabía que todo se suavizaría con una pequeña conversación y algo de dinero. Un vizconde era casi tan inmune a la ley como un duque. Pero Crofton no se echó atrás.
– Hay gato encerrado en todo esto, Saint Raven y, maldita sea, lo descubriré.
La paciencia de Tris se agotó por completo y se sorprendió de que nadie escuchara su chasquido.
– Si vuelves a hacer que te tenga que prestar atención, Crofton, te aplastaré como el insecto que eres.
Parecía una frase de su tío, pero por una vez a Tris no le importó. Le gustó ver cómo el vizconde empalidecía, y la manera en que sus amigos se apartaron, pero hubiera preferido haberle roto los huesos con sus propios puños.
Cuando el pasillo se vació, se tomó un momento para relajarse. Habían ganado una batalla, pero había que terminar la guerra. Crofton no repetiría abiertamente sus acusaciones, pero los otros podrían describir el encuentro, y Cressida no se libraría de los chismorreos. Estaba seguro de que Crofton encontraría alguna manera de verter su veneno de manera que no se le pudiera acusar directamente de haberlo hecho.
Lo mejor es que su primera acción fuese un ataque preventivo. Volver a Londres lo antes posible y hacer circular otra historia. Que Crofton se había comportado de manera abyecta y estúpida con la pobre señorita Mandeville, insultándola, mientras ella intentaba conseguir un poco de dinero para evitar que su familia tuviera que ir a una casa de caridad.
Cuando regresó a las habitaciones de Jean-Marie encontró que su primo y Cressida estaban charlando en el salón. Tris deseó que ella no hubiera sido demasiado confiada. Jean-Marie podía parecer un aliado, pero era un sinvergüenza y un chantajista, y no había que darle nuevas armas.
– ¿Tu modelo? -preguntó.
– Se está vistiendo y enseguida se magchagá. Pensé que necesitábamos tiempo y pgivacidad.
– Sin duda no hay motivos para que la señorita Mandeville siga entreteniéndose. Debo llevarla a casa.
Cressida lo miró.
– No puede ser. ¿Qué iba a parecer?
– Que soy un caballero -replicó él-. ¿Qué otra cosa puede hacer el duque de Saint Raven con una dama extraviada con la que ha trabado amistad en una posada?
– ¿Llevarla a un carruaje público?
– No.
– ¿Una hurí en una orgía? -dijo Jean-Marie cuando se quedaron en silencio.
– No -dijo Tris volviéndose hacia él.
Su primo rápidamente levantó una mano para disculparse.
– ¡Es demasiado! Claro que es imposible.
– La señorita Mandeville y yo nos acabamos de conocer.
Jean-Marie abrió y cerró los ojos, y se encogió de hombros.
Tris se dio cuenta de que estaba permitiendo que saliera la enorme rabia que sentía, y no parecía capaz de controlarse. Entonces recordó otros aspectos interesantes.
– ¿Entraste en la propiedad de Crofton durante una orgía y le robaste?
– Y ¿por qué no? -Jean Marie cambió al francés-. Supe lo de sus fiestas salvajes, y como pensé que esos encuentros duraban varios días, los que se quedaran no estarían en condiciones de oponerse a mí ni a mis amigos. Y no lo estaban. Los invitados no llevaban más que baratijas, por desgracia. Pero ¡había muchas cosas interesantes! Como algunas estatuillas como la que le compraste a la señorita Mandeville. ¿Cómo puedes explicarlo?
Tris se dio cuenta de le estaba tendiendo una trampa, y se puso a pensar una respuesta rápidamente, pero Cressida habló primero en correcto francés.
– Es bastante simple, señor. Como ya se hado cuenta, mi padre perdió casi todo jugando a las cartas con Crofton. Después supe que usted le había robado una de las figurillas a alguien que salía de la fiesta. Y pensé en robársela a usted. No es más que una pequeña parte de la historia, pero es algo. Esos objetos son los recuerdos que trajo mi padre de la India.
– Pero ¿cómo supo -preguntó Jean-Marie amablemente- que yo era Le Corbeau? Se supone que soy inocente.
Tris intervino:
– Lo sabía yo, y en un arranque de locura traje aquí a Cressida. No hace falta que entremos en esto, pero lo único que pedimos es que no haya un escándalo. -Miró a su primo a los ojos-. Acepto tu propuesta: Le Corbeau deja de volar, y tú regresas a Francia y te quedas allí. ¿Está bien?
– ¿Propuesta? -preguntó Cressida mirándolos a los dos.
– Mi primo ha creado una situación por la que me… convendría compartir con él mi gran fortuna.
– ¡No lo puedo permitir!
– Esto no tiene nada que ver contigo. La verdad, Cressida, es que es anterior a nuestras aventuras.
– Es verdad -dijo Jean-Marie-. Pensé que como único hijo del antiguo duque, por justicia se me debía algo. Tal vez el propio ducado.
– ¿Qué? -dijo Cressida interrumpiéndolos. Tris la cogió del brazo.
– Como has dicho tú misma, ahora no tenemos que entretenernos. Te lo explicaré todo en otro momento.
– ¿En otro momento? -repitió ella con voz débil.
– Así por lo menos, este estrambótico encuentro me dará una excusa para hacerte una visita. Tengo que asegurarme de que te recuperarás de estas abrumadoras emociones y peligros.
– ¿Me ves demasiado tranquila? -replicó-. Si te vas a sentir más satisfecho me puedo desmayar.
Jean-Marie se rió.
– ¡Una mujer con temperamento! Tienes que hacerte con ella, primo.
Tris lo miró.
– Ah. Una pena…
La boca de Cressida amenazó con ponerse a temblar, pero se contuvo, y entonces recordó al desagradable amigo de Crofton mirando con desdén su «pequeña boca estrecha». Se quitó los olvidados anteojos y se los metió en un bolsillo, pero eso no hizo que cambiara su poco favorecedor atuendo, su cara lavada, o su apretada boquita.
Bourreau levantó la tapa del banco y sacó la palanca.
– Un auténtico robo -señaló abriendo el cofre mientras la miraba-. He tenido suerte de que sólo se haya podido llevar una pieza antes de que la interrumpieran.
Sospechaba algo, y la fuerza de ella estaba a punto de agotarse. No sabía cómo responder a eso.
Tris se adelantó y miró dentro del cofre.
– ¡Una serie! Me gustaría comprarla entera. Y por supuesto se la pagaré a la señorita Mandeville.
– Pero si éste es el premio a mi trabajo, primo.
Cressida observó que Tris miraba al francés con una fuerza especial.
– ¿Derecho fundamental y justicia?
Bourreau se encogió de hombros y miró a Cressida.
– Le regalo la serie, señorita Mandeville, así como el resto de los tesoros de la India que saqué de Stokeley Manor. Los objetos de su padre, sus recuerdos sentimentales. Lo correcto es que se los devuelva a él.
Cressida se inquietó por si había alguna trampa en lo que decía, pero no supo qué hacer, así que dijo: -Es usted muy amable. Gracias.
Tris y su primo se miraron el uno al otro. El parecido entre ellos era más evidente en la manera de comportarse que en el aspecto físico. -¿Lo llevarás todo a la casa de la señorita Mandeville? -Por mi honor de francés. Tris asintió con la cabeza.
– Entonces también tendrás que venir a verme para organizar los detalles finales.
El francés movió la cabeza con una expresión extraña casi de arrepentimiento. A Cressida, por su parte, le preocupaba que Tris estuviera comprando su seguridad, pero ya no tenía energía para replicar, así que dejó que la acompañara fuera de la habitación.
Sin embargo una vez en el pasillo se detuvo.
– Tris… Saint Raven. De verdad prefiero regresar a Londres en el carruaje. Iré segura y no puedo… «Soportar una larga despedida», -lo pensó, pero no pudo decirlo.
Tris cerró los ojos un momento.
– Muy bien. Como has dicho antes, irás lo suficientemente segura.
La acompañó a la posada donde paraba el carruaje público y le compró un pasaje, dando la excelente impresión de que era un duque cumpliendo con sus obligaciones con una modesta empleada. No obstante, cuando se lo entregó, le preguntó en voz baja:
– ¿Y las joyas?
Ella se hinchó de orgullo.
– Están en mi bolsillo. Las acababa de sacar cuando irrumpió Crofton.
– Bravo, mi indómita señorita Mandeville. ¿Sería sensato irte a ver mañana? Me gustaría hacerlo.
– ¿Por qué no?
– ¿Has dicho que tu madre conoce nuestra aventura?
– Oh, sí. -Parecía que había sido hacía un año, aunque había ocurrido esa misma mañana-. No creo que te golpee con un taburete. Al fin y al cabo, habremos regresado a casa antes de que se haga de noche. -No le hizo saber que le había confesado a su madre muchas cosas-. Además, quiero saber la historia de tu primo. ¿Estás seguro…?
– Completamente. No generará ningún escándalo. Me aseguraré de eso.
– Fui yo la que insistió en venir -dijo ella.
– No podíamos prever que iba a aparecer Crofton. Si no hubiera sido así, todo hubiera sido más relajado.
Mientras hablaban, a Cressida le llegó al corazón ver cómo él se despedía con los ojos. Todavía iban a verse al día siguiente, pero el viaje ya había terminado. Enseguida un estruendo avisó de que el carruaje se estaba aproximando. Él anhelaba tanto como ella un último beso, pero ¿cómo saber si alguien podía estar mirando? Incluso esos preciosos momentos de despedida estaban siendo una locura.
Cuando llegó el carruaje, rápidamente aparecieron unos mozos de cuadra para cambiar los caballos. Cressida tuvo sólo un instante para mirar a Tris, y después corrió a enseñar el billete que le daba derecho a subir al vehículo. En el momento en el que se apretujó en medio de un asiento, el vehículo ya estuvo preparado para partir, y tuvo que dejar que se la llevara sin poder siquiera hacer un gesto con la mano. De todos modos, un simple gesto parecía completamente inadecuado para terminar con esa parte de su vida. El fin de los viajes de Cressida Mandeville.
No se había encontrado con dragones, serpientes o cocodrilos, pero había conocido a criaturas igualmente fantásticas como duques, prostitutas y salteadores de caminos. Y entre ellas, había encontrado y perdido el tesoro más precioso de todos.
Jean-Marie Bourreau se había quedado pensativo mientras observaba desde la ventana cómo se marchaba el pesado carruaje público, y después su primo en un magnífico cabriolé tirado por caballos de gran calidad.
Por lo tanto, la aventura había terminado, y parecía que iba a obtener lo que había venido a buscar: cumplir con la promesa que le había hecho a su madre de obtener el dinero para poder vivir como un caballero artista en Francia. Era su derecho, aunque fuese menos de lo que le había prometido su padre. Sin embargo, sentía remordimientos. Había descubierto que su primo, a quien creía que iba a odiar, le gustaba bastante. Se encogió de hombros. Iba a conseguir un acuerdo, pero no al precio de sus necesidades.
Dio la espalda a la ventana y se dispuso a terminar la obra que tenía en el caballete. Tenía que acabar algunos encargos, todos retratos muy decorosos. Después iría a Londres y negociaría con su primo. Y por fin, gracias a Dios, tomaría un barco a Francia, y podría explicar en la tumba de su madre que había conseguido que el duque de Saint Raven pagara. En Francia podría volver a llevar una vida civilizada. No se podía imaginar por qué diablos Napoleón siempre había querido invadir Inglaterra.
Acababa de terminar su trabajo cuando se abrió la puerta y entró una mujer en la habitación. Llevaba un elegante vestido azul. La reconoció y se inclinó ante ella.
– Madame Coop.
Ella cerró la puerta.
– Usted me ha robado algo, señor.
Era una deliciosa sorpresa, tanto porque era una dama como porque hablaba un francés aceptable.
– ¿Ah, sí?
Su vestido azul oscuro hacía juego con unos ojos encantadoramente seductores.
– Si lo ha hecho, monsieur, le pagaré muy generosamente…
Ella se pasó lentamente la lengua por los labios, que sin duda estaban pintados, de manera muy experta, aunque con tanta sutileza que aún así seguía pareciendo una dama.
Jean-Marie suspiró de placer y se acercó a ella.
– Que usted me pague, madame, para mí es algo más precioso que el oro y los rubíes. Pero lamentablemente, no tengo nada que vender.
Ella levantó una ceja.
– ¿No?
– Está contemplando a un loco que en un ataque de locura devolvió esa estatuilla a su verdadero propietario.
– ¡La verdadera propietaria de esa figura soy yo, señor!
– Por desgracia no. Es un caballero llamado Mandeville.
Las cejas arqueadas de la mujer se contrajeron e hizo un gesto de perplejidad.
– ¿El mercader que lo perdió todo jugando con Crofton? ¿Qué locura le ha llevado a hacer eso? Si pertenecía a alguien, era a Crofton. -Se giró para dar unos pasos por la pequeña habitación tremendamente enfadada-. Que se lo lleve el diablo, señor. No tenía derecho a hacer eso. ¡Esa estatuilla era mía!
– ¿Por qué le importa tanto, mi hermosísima dama? Esa estatuilla valía unas treinta libras. Claro que -dijo de pronto pensativo- como parecía que la quería tanta gente…
Ella se detuvo para mirarlo.
– ¿Qué? ¿Quién?
Jean-Marie consideró el daño que podía hacerle a su primo y a la interesante señorita Mandeville, aunque, por naturaleza, siempre había sido muy despreocupado.
– Estuvo aquí el duque de Saint Raven. También la quería, según dijo, para regalársela a una hurí. Decidió comprársela a los Mandeville.
– Maldito hombre ¡me ha engañado! -Pero entonces se encogió de hombros y sus labios formaron una sonrisa irónica-. Al parecer, me he arrastrado por la cama al alba y he viajado tan lejos para nada.
– ¿Para nada? -Jean-Marie se aproximó a ella y le cogió una mano-. Tengo una cama, hermosa dama, si desea compensar el tiempo perdido.
Ella lo miró como si fuera una duquesa que observa a un campesino.
– No creo que pueda pagarme, monsieur. Él le tiró la mano.
– Tal vez madame, eso lo podamos discutir en la cama. Ella se resistía.
– Yo no hago negocios de esa manera.
Pero tampoco intentó liberarse y en sus ojos se veía diversión, intriga, y tal vez excitación. Él había crecido en compañía de prostitutas, y sabía que muchas retenían su don más preciado para permitirse sentir verdadero placer en las momentos apropiados.
– Entonces quizás esto no sea asunto mío. No sólo soy salteador de caminos, mi adorable Miranda. ¿Está segura de que usted no es sólo puta? ¿No podemos hacer lo que nos apetezca sin tener que estar pensando en los negocios?
Levantó las manos y le sacó el encantador y elegante sombrero, y ella continuó sin oponer resistencia.