CAPITULO 7

El carruaje se detuvo y por un momento parecía una respuesta directa a sus palabras. En ese momento Cressida se dio cuenta de que había una cola de coches.

– Están todos en fila esperando cruzar las puertas del infierno -señaló.

– Por supuesto, ¿no es Satán el que tiene el monopolio sobre todas las cosas más divertidas? ¿Hay alguna posada en el pueblo que acabamos de dejar?

Ella se reprimió las ganas de discutir y le contestó:

– Sí, The Lamb.

– Entonces bajémonos aquí.

Ordenó que parasen el carruaje.

– Te llamaremos cuando estemos listos, Cary.

– Muy bien.

Saint Raven abrió la puerta antes de que lo hiciera el mozo y se bajó. Se volvió para coger a Cressida por la cintura. La elevó por el aire y la depositó en el suelo.

– Hace un viento frío, ¿verdad? -dijo ella tiritando.

Pero no era por la noche de verano. Lo que la había hecho sentirse un tanto destemplada era su escasa ropa y el contacto con él. Nunca había estado al aire libre tan poco cubierta, ni siquiera en los días más calurosos de verano. O a lo mejor era el ruido de la gente charlando, e incluso gritando, que salía de los carruajes que aguardaban.

Ella esperaba que los gritos fuesen provocados por las risas y no otra cosa.

Saint Raven puso un brazo sobre sus hombros y la hizo sortear los coches hasta llegar a la puerta. Tenía el pulso agitado por una docena de distintas razones que hacían que estuviera nerviosa, pero sentir a su lado su olor a sándalo, la hacía pensar que nada podía hacerle daño ni torcerse. Esa noche él sería el gran Suleimán y ella Roxelana. Interpretarían su papel en esta peligrosa aventura, encontrarían la estatuilla, cogerían las gemas y se marcharían. Mañana estaría en su casa con la misión cumplida y conservaría extraordinarios recuerdos que tal vez plasmaría en un diario secreto, de una noche escandalosa en compañía de ese hombre deliciosamente desvergonzado.

Efectivamente se trataba de un libertino. Mientras pasaban entre las filas de coches, lo reconocían. Había mujeres que se asomaban por las ventanillas para hacerle descaradas invitaciones mientras sus hombres tiraban de ellas desde el interior de los carruajes.

– ¡Qué amigos tan encantadores, señor! -le comentó después de que una mujer chillona casi se cayera por una de las ventanillas.

– No me fastidie o la mandaré de vuelta con las otras huríes.

Se suponía que debía comportarse como parte de la mascarada, así que se mordió la lengua. Mantenerse en su personaje la ayudaría a evitar ser descubierta por culpa de un desliz, así que había decidido hablar con un acento extranjero para disfrazar su voz.

– En el harén por lo menos no estarían todos borrachos, gran Suleimán -le dijo con un acento gutural que parecía alemán.

– Pero según tengo entendido sí que había todo tipo de drogas interesantes.

– ¡Saint Raven, por todos los diablos! -le gritó un hombre de cara regordeta y colorada que se asomaba desde una de las ventanillas de los coches-. Intercambiemos la pareja, Saint Raven, amigo, y a cambio te daré un mono.

Iba vestido de Enrique VIII y le quedaba muy bien el disfraz.

– ¿Nada más empezar el juego, Pugh?.

Saint Raven tiró de Cressida. Ya podían ver las puertas abiertas de

Stokeley Manor que empezaba a parecerse a un refugio a pesar del efecto de las llamas del infierno.

A sus espaldas siguieron oyendo las ofertas que Enrique VIII le hacía a gritos:

– Te doy mil, Saint Raven, ¡vamos hombre! ¡Me muero por el trasero tan sabroso de esa moza!

Cressida se quedó helada, pero un brazo fuerte la obligó a entrar. Una ola de calor se apoderó de cada centímetro de su piel sobrexpuesta, y sólo quería volver y tirarle del sombrero a ese estúpido por debajo de sus orejas.

– Habrá más de este tipo de cosas, así que ignórelas.

– ¿Qué las ignore?

– Sí.

Era una orden. En ese momento se dio cuenta de que se estaban aproximando a una multitud de personas que salía en avalancha de los carruajes y entraban en la casa.

– Al fin y al cabo es muy halagador, ninfa.

– ¡No tengo ningún deseo de que se piropee mi trasero!

Con las luces rojas de la casa, sus ojos parecían que llameaban mientras se reía.

– Entonces asegúrese de darle siempre la cara al enemigo.

Tris ya le había advertido de la situación y ella no se resistió. Esto era asunto suyo y había insistido en asistir. Sus razones eran válidas, pero también la había espoleado la curiosidad. Esperaba, o anticipaba, un gran escándalo, y ahora lo tenía ante ella.

La escena que se desarrollaba cerca de la puerta era un buen comienzo. Los paneles de entrada al vestíbulo debían estar llenos de lámparas rojas para dar una impresión infernal. Emergían extravagantes criaturas de los carruajes que se precipitaban a las llamas. Gracias a Dios, para ella y su familia esta casa nunca había sido su verdadero hogar, ya que verlo profanado de esta manera hubiese sido una agonía. En la puerta abierta se encontraron con un diablo de cola rizada, un hombre con una toga, una monja y una mujer con un vestido rojo que no llegaba a descifrar. Saludaron a Saint Raven como si fueran íntimos y la miraron con curiosidad. Los hombres eran, sin duda, caballeros por estatus, pero no por su naturaleza, y las mujeres no eran damas en ningún sentido. Cressida se volvió a ver diciendo que hubiese preferido disfrazarse de monja, pero no como aquella con el hábito negro abierto por la parte delantera de cintura para abajo, y que con certeza no llevaba ropa interior. La otra mujer llevaba un ceñido vestido rojo con cuatro cortes que dejaban ver sus piernas desnudas y rollizas al caminar. Sus enormes senos sólo iban cubiertos por un ligero velo.

Cressida despegó los ojos de la escena y se quedó paralizada al ver a lord Crofton dando la bienvenida a sus invitados. También iba vestido de diablo, pero no llevaba máscara. Miró con lascivia a la atrevida mujer y le arrebató el velo que cubría sus pechos. Ésta chilló y Crofton la giró y la hizo caer en sus brazos. De espaldas a ella, la agarró por debajo de los pechos y se los empujó hacia arriba. Llevaba los pezones pintados de un color tan rojo como ella los labios.

– Esta si que es una bienvenida como debe ser.

– Crofton empezó a llamar a la gente-. Vengan, vengan y besen las tetas del infierno.

A Cressida se le cortó la respiración. No podía ignorar una agresión tan cruel. Saint Raven apretó su brazo.

– Es Miranda Coop -le murmuró al oído-. Una profesional de pies a cabeza.

Ella se rindió, pero tuvo que ver, horrorizada, como Saint Raven apretó el pecho derecho de la mujer y lo besó.

– Tan adorable como siempre, Miranda -murmuró. La prostituta ronroneó.

Los que estaban detrás empezaron a empujar hacia delante. Los hombres estaban deseando pagarle a Crofton el derecho de entrada. Entonces, una mujer con un ajustado vestido negro y una diadema de estrellas entró sin más y la señora Coop la abofeteó tan fuerte que la tiara le salió volando y en un momento las dos se pusieron a pelearse. Crofton y otros hombres se abalanzaron sobre ellas para controlarlas.

– Mejor ellas que yo. No me gustaría enfrentarme a Violet Vane. Saint Raven hizo lo posible para alejarse con ella del escandaloso tumulto. Cressida se volvió para mirar atrás, pero él la obligó a seguir. El recibidor no era grande, y los gritos y chillidos hicieron que ella quisiese taparse los oídos con las manos. El ruido de la pelea provocó que otros invitados saliesen de las habitaciones cercanas, y se vio asediada por más alborotos y malos olores, que la dejaron aplastada entre un hombre delgado vestido de arlequín y Saint Raven. Y de pronto ¡alguien le agarró el trasero!

Ella lanzó un codazo hacía atrás tan fuerte como pudo, y se sintió encantada de sentir que le había dado. Saint Raven se rió y se cambió de lugar para ponerse entre ella y lo peor de la aglomeración. Se consiguieron refugiar debajo del hueco de la escalera. Entonces él resopló.

– ¿Está bien?

– Por supuesto.

Y lo estaba; lejos de la opresión, quería reírse de todo. Era tan fascinante como ir a una reserva de animales salvajes. Subió tres escalones para tener una mejor visión de la escena. Las dos mujeres estaban agarradas por un hombre, pero se seguían gritando la una a la otra e intentaban volver a la lucha. La de negro ahora también tenía el pecho al descubierto y los pezones rojos. ¿Acaso todas las putas lo hacían?

La multitud las animaba y alentaba para que siguieran. Cressida miró al duque, que estaba más abajo.

– Ya que parece no estar interesado, he de suponer que esta clase de incidentes suceden en todas las orgías, ¿no?

Él la agarró de la cintura y la hizo bajar.

– Me complace ver que le atraiga tanto el espectáculo, pero, al menos yo, recuerdo nuestro propósito. ¿Por dónde se va al estudio?

Cressida se aguantó las ganas de reñir por diversión, y tiró de él hacia una habitación a la derecha de las escaleras. Ésta daba a un corredor de la parte de atrás, iluminado por un par de lámparas de pared. Ahora mismo estaba desierto. El ruido se desvaneció haciendo que esa parte de la casa pareciera que no había cambiado desde el año anterior, y a ella se le hizo un nudo en la garganta al darse cuenta.

– Debe de ser extraño.


A Cressida le desconcertó que estuviese pendiente de sus sentimientos.

– Sí, pero ésta no era mi casa. Sólo pasamos aquí el mes de diciembre del año pasado. La mayor parte del mobiliario venía con la casa.

Cressida se puso de nuevo en marcha y se dirigió al estudio. Puso la oreja en la puerta pero no oyó a nadie dentro, así que giró el picaporte y entró. Se quedó parada; había tan pocos cambios que se pudo imaginar a su padre sentado en el gran escritorio central llevando sus registros con meticulosidad. Aunque se conocían sólo desde hacia un año, y últimamente estaba furiosa con él porque los había llevado a este desastre, consideraba que era un hombre interesante. Sus conversaciones sobre viajes y las posibilidades ilimitadas del comercio habían llenado un vacío en su mente y en su corazón.

Una mano en su espalda hizo que se adentrase más en la habitación, entonces Saint Raven cerró la puerta.

– ¿Dónde están? -dijo Cressida mirando a su alrededor-. No las veo aquí, ¡no están!

– Tranquila, recuerde que le dije que un hombre como Crofton no ignoraría unas piezas como ésas.

– ¿Y si las ha vendido o se ha desecho de ellas?

– Si son tan interesantes como usted dice, las tendrá a la vista. ¿No desea nada más de aquí?

Lo miró fijamente y recordó que todavía no le había explicado lo del asalto del camino.

– Veo que lleva el robo en la sangre.

– Tengo un famoso antepasado que era pirata ¿y? Vamos cortos de bolsillos, pero si hay algo que desee, seguro que nos las podremos arreglar.

Ella lo pensó un momento, pero su padre se había llevado a Londres los papeles importantes. Sus recuerdos de la India estaban diseminados por la casa, incluida esta habitación. Envidiaba a Crofton por ello, pero no lo suficiente como para tratar de llevárselos en estos momentos. Saint Raven había cogido algo de la mesa de trabajo: una daga con un diseño de llamas alrededor de los bordes y la punta.

– ¿Qué es esto?

– Una espada de la sabiduría. No recuerdo su nombre en indio. Representa la idea de cortar con los nudos de la confusión y el engaño.

– Nos iría bien tener una.

Tris examinó la espada flameante con ironía, preguntándose en qué diablos estaría pensando para traer a una dama a un evento como éste, especialmente vestida de esa manera. Pugh no sería el único en tratar de comprarla, o Helmsley el único que la toquetease. Ya había sido testigo de lo peor de Miranda Coop y Violet Vane. Mientras antes recuperasen las joyas y saliesen de allí, mejor. Volvió a dejar la daga.

– Usted ya ha visto lo que hay, a lo mejor preferiría esperar…

– ¡No me puede dejar aquí!

– Hay una llave en la puerta.

– Y llaves maestras. De todas formas usted no sabe que estatuilla es.

¡Maldita sea! Tenía razón, pero sus exuberantes curvas y sus labios escarlata escondidos debajo del velo hicieron que desease encerrarla en un calabozo.

– Descríbamela.

– No puedo -le contestó sacudiendo la cabeza-; todas se parecen. Tendría que verla. -Ladeó la cabeza-. De todos modos, ésta es una de esas raras oportunidades de poder explorar un territorio ajeno. Me quedaré muy decepcionada si lo más que llego a ver es esa pelea.

– Ahí fuera, sin embargo, hay dragones.

– Hechos de papel maché y lazos. Era una niña.

– No, aquí son dragones con dientes de verdad y aliento de fuego. No deje que el espumillón la distraiga.

Tris le había dado una máscara con unas estrechas aberturas para tapar el efecto de sus grandes ojos, pero aún así, podía notar cómo se le abrían. Eso era bueno, tenía que comprender el peligro.

– Tenga cuidado y quédese conmigo todo el rato, ¿de acuerdo?

– Sí, por la misma razón que usted no me puede dejar aquí.

– ¿Por qué las mujeres siempre quieren tener la última palabra?

– Porque tenemos razón.

El duque abrió la puerta. No se oían gritos, por lo que la pelea se debía de haber terminado.

– Vamos -le dijo-. ¿Qué intentamos primero, el comedor o la cocina?

– Por aquí. -Ella lo dirigió hacia la derecha tomándole la mano. Él se sobresaltó al sentir su tacto y se dio cuenta, por la manera en que se había detenido y como lo miraba, que ella también. Él sonrió y envolvió su mano con la suya.

– La sigo.

Había tocado las manos desnudas de muchas mujeres, cosa que no podían decir todos los hombres, pero no podía recordar la última vez que había estado cogido a la de una mujer así, con una fraternidad casi infantil.

Cressida llevó al duque hacia el comedor, abstraída por el efecto de esas manos sin guantes y por la manera que había cogido la suya. ¿Cuándo antes había ido así cogida de la mano con un hombre? Al final del pasillo se giró para mirarlo de nuevo. Él levantó sus manos unidas y besó la de ella. Una extraña inquietud recorrió su cuerpo.

«Esto es una mascarada, Cressida -se dijo a sí misma-, una actuación. Si hay algo más aquí, si este hombre te gusta, no se te olvide que es un libertino. Besó el pecho de aquella mujer con tanta normalidad como si le besara la mano.»

Se soltó de él y se dirigió hasta una pequeña sala de la parte de atrás donde se detuvo. Estaba todo cambiado. Los apagados y más bien oscuros paneles ahora brillaban con luces rojas, o más bien lámparas con chimeneas de cristal colorado, y esa morbosa luz iluminaba a mujeres desnudas que se exhibían en poses obscenas. No estaban completamente desnudas; llevaban unos velos, pero todos los detalles de sus cuerpos se transparentaban. Tenían las caderas estrechas y los pechos diminutos. Parecían niñas. Los hombres las manoseaban y les tocaban lugares impensables, y las chicas sólo se reían. A su lado estaban los cuidadores, enanos y jorobados vestidos de negro con cuernos en la cabeza. Cressida supuso que eran duendes del infierno. En realidad no las protegían demasiado. Ella se giró hacia Saint Raven y le murmuró:

– ¿Son tan jóvenes?

– No, sólo son putas que lo parecen.

– Pero ¿por qué?

– Algunos hombres tienen gustos extraños. Pero recuerde nuestro objetivo. No veo ninguna estatuilla por aquí.

¡Las estatuillas! Con esa iluminación morbosa se le hacía difícil estar segura, pero no estaban. Dejó que él se la llevara de allí, a pesar de tener la intensa sensación de que debía hacer algo respecto a esas niñas.

Llegar al comedor fue un alivio; parecía casi normal. Sólo estaba iluminado por velas y había unos refrigerios sobre la mesa presentados de manera convencional. De hecho, se parecía bastante a cuando ella y sus padres cenaban allí, algunas veces con invitados. Le dio risa imaginarse a sus vecinos, los Ponsonbys, o al vicario y su esposa en esta fiesta mientras miraba a los invitados que había a su alrededor. La ropa ajustada y transparente allí parecía normal. Ya se debería de haber terminado la pelea porque la mujer de negro, Violeta algo, estaba allí. Su vestido se ceñía a cada una de sus curvas y se abría para dejar al descubierto sus senos pequeños y levantados. ¿Estaría flirteando, aunque tal vez no fuese la palabra adecuada, con un pirata de botas altas, bombachos y una camisa abierta hasta la cintura? Sus pantalones eran tan ajustados que parecían estar pintados sobre su piel. Tenía un gran bulto que no pasaba desapercibido, y Cressida sabía lo que era porque lo había visto en las estatuas clásicas.

La mujer de rojo que también estaba allí, aunque en el otro lado de la sala, seguía con los pechos al aire y con marcas de arañazos. Eso no parecía molestarla. Se estaba riendo con «¿Pugh?», el hombre disfrazado de Enrique VIII, que le estaba dando de comer algún tipo de pastel alargado. Cressida recordó quién era. Lo había visto en algunos eventos sociales y se llamaba lord Pugh. Gordo, rubicundo y ruidoso, aunque ella nunca hubiese pensado que fuera un libertino y además creía que estaba casado.

Ingenuamente había dado por hecho que estos entretenimientos eran para solteros, pero evidentemente no. Saint Raven lo era, pero ella no creía que cambiase cuando se casase con lady Anne, lo que convertía en una burla ese hermoso momento en el teatro. También conocía por su nombre a las prostitutas. Volvió a mirar a Pugh y a la meretriz llamada Miranda y no pudo evitar fijarse que mientras la mujer se comía lentamente el pastel, tenía su mano debajo de esa extraña prenda con la que se tapaban los hombres sus partes pudendas a la que llamaban bragueta. Siempre le había parecido que era algo particularmente indecente. Incluso reyes como Enrique VIII la habían llevado. Se preguntaba que hubieran hecho las damas en aquella época. Era difícil que pasara desapercibido. Cressida relacionó mentalmente la gran protuberancia en la parte delantera de las calzas de lord Pugh y el alargado pastel que le estaba dando de comer a la mujer.

Después de un momento apartó la vista y se encontró a Saint Raven mirándola, enigmática e inescrutablemente. Luego cogió algo de la mesa, largo y cilíndrico, y se lo ofreció.

– No, gracias -le contestó con la esperanza de que sus palabras sonasen frías como el hielo.

– Sólo es medio pepino relleno con… -metió el dedo para probar de qué se trataba- paté de gambas.

– Quizá no me gusten las gambas.

– Pero pensé que a usted le gustaban… las gambas, Roxelana.

Ella le lanzó la mirada más gélida que pudo. Le estaba recordando que no sólo era parte de su harén, sino también que era del tipo de mujer que asistiría a una orgía como ésta. Una rápida mirada la hizo ser consciente de que algunas de las personas que los rodeaban estaban atentas a lo que decían.

– ¿Tienes miedo de ser envenenada, mi amor? -le preguntó Saint Raven.

Las miradas estaban puestas sobre ella, que se dio la vuelta y le dio un mordisco en la punta del pepino, mientras le venían a la mente escenas más escabrosas.

– ¡Ay! -dijo.

A Tris le dio un ataque de risa, y se tapó la boca, casi ahogándose. A Cressida su triunfo también le dio risa y consiguió rescatar los restos del manjar antes de que se le cayese. Ahora tenían a toda la sala entretenida y atenta. Tenía que desempeñar un papel, pero la verdad, se estaba divirtiendo. Le encantaba el paté de gambas, así que se levantó el velo y lentamente fue lamiendo el relleno rosa del pepino. El público la aplaudió, pero ella tenía toda su atención puesta en él. Sus ojos brillaban, y su mirada le decía ¡adelante! Le parecía cruel morderlo, así que lo cogió con la boca por uno de los extremos absorbiendo lo que quedaba del paté.

Alrededor suyo rompieron en aplausos y aclamaciones. Sin saber lo que había hecho, Cressida lo miró esperando que le indicara algo. Él la miró también. ¿El brillo se había convertido en fuego? Algo le cerraba la garganta y le costaba tragar. Ella dejó el pepino y se giró hacia la mesa haciendo como si estudiara la comida que había, muy consciente del barullo que había en torno a ella. Los hombres quisieron saber quién era y si estaba disponible. Enrique VIII de nuevo empezó a hacer ofertas. Entonces un cuerpo grande se pegó a ella por detrás y sus manos aparecieron en la mesa por ambos lados atrapándola. Sintió un aliento caliente en la nuca. Se dispuso a defenderse, pero entonces lo reconoció. A lo mejor fue su olor a sándalo, pero tal vez fue algo mucho más secreto.

– ¿Tiene hambre? -le preguntó con una voz profunda. Nerviosa, miró hacia abajo y él le tapó los ojos con la mano derecha, en la que llevaba un gran anillo de oro con su sello, una audaz declaración de identidad en medio de una mascarada. Una mano, eso era todo, pero hizo que se le fundieran los nervios, se le endurecieran los músculos y se le entrecortara su ya inestable respiración. Tenía los dedos largos, elegantes, fuertes y muy masculinos. Por primera vez notó que tenía algunos arañazos en los nudillos y se imagino que serían por alguna pelea.

Respiraba intentando recuperar la cordura. La noche anterior el duque de Saint Raven la había sacado de un carruaje, después se había enzarzado en una pelea y ahora estaba en una orgía donde todo el mundo lo conocía. Éste era su entorno y sin duda no era el de ella. Liberó sus ojos de esa seductora mano y lo apartó para ganar más espacio, se dio la vuelta y sus miradas se encontraron.

– Simplemente me había tomado un momento para poder mirar por la sala. Las estatuillas no están aquí.

Загрузка...