CAPITULO 6

Cressida se levantó de un salto, tenía la boca seca. Las palabras de Saint Raven le habían acelerado el corazón. O quizá simplemente su presencia.

– No me he aburrido, excelencia. He estado en Arabia.

Tris dejó las cosas en la mesa.

– Me pareció oportuno Es fascinante.

– ¿Lo ha leído?

– ¿Si no por qué lo iba a tener?

– ¿Negocia con Oriente?

– ¿Se refiere a comerciar, señorita Mandeville? -le preguntó levantando las cejas.

– No hay nada de malo en el comercio, su excelencia.

– Desde luego que no, pero no está dentro de las actividades de un duque.

– ¿Por qué no?

– La estabilidad y la prosperidad de Inglaterra están en sus tierras, señorita Mandeville. Siempre ha sido así y lo seguirá siendo. Para mí es un honor contribuir de esa manera.

No hubo nada desagradable en su voz, pero, a su juicio, la puso en su lugar: el de la clase media.

– Vea lo que Cary ha encontrado -le dijo mientras cogía la fina tela que había traído. Separó la seda en dos piezas y se puso una delante de la cara-. Son lo suficientemente tupidas como para ocultar sus facciones.

No pudo evitar una risita al ver sus pestañas aleteando sobre el velo. A pesar de eso su confianza se tambaleaba.

– No estoy segura de poder salir en público con esas ropas. El duque dejó caer el velo en la mesa.

– Ha llegado el momento de que se los pruebe y lo vea por sí misma. Además, tendrá una armadura a su lado.

Aflojó el cordón de una bolsa y echó sobre la mesa un montón de abalorios brillantes.

– Son baratijas de una compañía de teatro, pero puede que nos sirvan. ¿Desea que Annie Barkway la ayude? Creo que su alma pura peligraría al vestirla con estas ropas.

Cressida, nerviosa, tragó saliva, pero reunió coraje y se volvió.

– ¿Me podría desabrochar la ropa, excelencia?

– Si he de ser tan atrevido, realmente debería llamarme Saint Raven.

Evidentemente era un hombre imposible y ella repitió:

– Saint Raven. -Y él empezó a desabrocharle los botones.

La noche anterior, incluso confusa por la impresión y el agotamiento, le había molestado tener que pedirle eso mismo. Ahora, cada toque de sus dedos la hacía sentir algo que le subía por todo el cuerpo y no podía evitar pensar en ellos en otras circunstancias. Como si fueran un matrimonio.

Se estaban preparando para ir a algo tan salvaje y absurdo como una orgía, pero estaba más relajada y natural que con ningún otro hombre en su vida, teniendo en cuenta que se trataba de uno joven y extraordinariamente atractivo. Tras sus conversaciones y planes había llegado a sentir que lo conocía, que incluso podían llegar a ser amigos. Pero era sólo una ilusión. Se lo había demostrado con su muestra de incomprensión sobre el tema del comercio. ¿Cómo podía estar interesado en países extranjeros cuando no tenía deseos de explorar sus posibilidades de negocio? ¿Cómo podía no querer ser parte de los fascinantes avances de la ciencia y la tecnología y, también, de los beneficios que conllevaban?

Eran extranjeros el uno para el otro y ni siquiera hablaban el mismo idioma. La exasperaba y a la vez se sentía atraída por él. La noche anterior la había besado de una manera que nunca había imaginado. Y es más, si hubiese creído lo que le dijo, eso significaría que también la había deseado. La había deseado, a ella, a Cressida Mandeville, la mujer más común entre las mujeres corrientes.

Sintió de nuevo su ropa suelta, la sujetó, tomó aire para calmarse y se dio la vuelta.

– Gracias, Saint Raven, ya me las puedo arreglar sola.

Volvió a ver en sus ojos esa mirada, más apagada, pero aún así caliente. Hizo que se le moviera algo tímidamente, pero real y profundo, dentro de ella. Al sentir la tentación se repitió a sí misma:

«¡Cressida, es un sinvergüenza! Hace orgías en esta casa. Seguramente se excita con cualquier mujer que lleve la ropa suelta.»

Él le sonrió como si pudiera imaginar sus pensamientos, y se marchó. Ella soltó un suspiro y dejó que su traje cayera. Se sacó el corsé por la cabeza y, a regañadientes, se quitó la combinación. Ahora sólo llevaba sus medias y su ropa interior. Se puso los pantalones de seda encima y se abrochó el cordón. Le quedaban bien, algo ajustados en las caderas. Pero cuando se miró en el espejo casi se atraganta.

¡Cómo se le ceñían también en el trasero! Era como estar desnuda. Y además no llevaba nada en la parte de arriba. Agarró la chaqueta y se la puso. Sintió la frescura del forro de seda contra su piel y cómo le rozaba los endurecidos pezones. Se abotonó la chaqueta a toda prisa y se volvió a mirar en el espejo. Ya estaba tapada, y tal como había pensado, por la parte de arriba estaba más cubierta que con su vestido, ya que el escote de la chaqueta le quedaba más alto. Sin embargo, no podía ignorar el hecho de que llevaba los pechos sueltos y que, cuando encogía los hombros, ¡se le movían! La larga línea de botones dorados era lo único que evitaba que estuviese completamente expuesta. Y al poner la espalda recta la chaqueta dejaba entrever sus senos.

La solución que le quedaba era simplemente no ponerse recta. Lo peor era que la chaqueta sólo le llegaba a la cintura. Con cualquier movimiento su piel quedaría al descubierto. Piel que nunca antes había sido expuesta a la vista en público.

Lentamente, aún mirándose, levantó las manos y se quitó las horquillas del pelo, y una franja de su pálido vientre, incluido el ombligo, quedó al aire.

Imposible. Sin embargo, poco a poco empezó a pensar que ese traje le quedaba mejor que uno convencional. Se deshizo la trenza, que le caía por la espalda y meció sus cabellos libres, largos hasta la cintura. El pelo hacía juego con el traje, y con esa extraña del espejo. Era como si estuviese mirando a otra persona, a una extranjera de la exótica Arabia.

Estaba algo rellenita, pero tenía una cintura bien marcada. Los vestidos de talle alto que estaban de moda no le favorecían, pero ese escandaloso pantalón y esa chaqueta sí, ya que hacían que sus pechos y sus caderas, en algún sentido, se viesen bien, sin ningún decoro, pero bien. En equilibrio.

Cogió el velo y se lo puso justo debajo de los ojos. Tal vez era verdad que nadie la reconocería así vestida.

Dejó a la extraña exótica del espejo y se fue a escarbar la bolsa de bisutería. Se puso en cada muñeca media docena de pulseras. Dos llamativos brazaletes en la parte alta de los brazos. Un collar de cristales rojos y falsas perlas que realmente no parecían del todo orientales. Y, a regañadientes, decidió que una diadema de «diamantes» no quedaría bien. Siempre había querido llevar una tiara de diamantes. Aún así, cuando estudió en el espejo su conjunto se rió encantada. Ahora era otra persona, más llamativa de lo que nunca había estado.

Cogió el largo velo azul y se lo puso por encima del pelo. Para sujetárselo necesitaría la diadema. Se estaba riendo del efecto cuando alguien llamó a la puerta. Se quedó helada. Debía de ser Saint Raven, y la iba a ver así.

– Adelante.

Cuando lo vio sus nervios se disiparon; era otro ser más de ese mundo de fantasía. Sus pantalones sueltos eran muy parecidos a los suyos, pero de un rojo subido, y su chaqueta negra, no llevaba mangas y estaba ribeteada con una trenza dorada. Sin embargo, la llevaba sobre una camisa de mangas anchas, y para su pesar él iba demasiado cubierto.

– ¿Por qué yo no tengo camisa, excelencia?

Él se rió y le hizo un repaso con la mirada de una manera que le resultó a la vez indignante y halagadora. Ella vio reflejadas las impresiones que tenía acerca de su apariencia.

– Porque -le contestó-, eso estropearía la diversión. Ella se ruborizó, pero no pudo evitar sentirse encantada ante su reacción.

– Tampoco voy armada -se lamentó, señalando el cuchillo curvo adornado con piedras que él llevaba sujeto con su faja de seda negra. -Por supuesto que no; eres una de las mujeres de mi harén. Ella lo miró a los ojos.

– ¡Oh, no, mi sultán! Yo soy su esposa principal.

– ¿Eso incluye los deberes maritales? -le preguntó con una traviesa sonrisa.

Ella se sonrojó todavía más, pero no se dejó intimidar.

– Sólo con un anillo y después de jurar los votos.

No podía creer que le hubiese dicho eso, pero él no se había echado atrás horrorizado, ¿quería eso decir que eran amigos? ¿Podrían ser amigos durante un rato?

Cressida examinó el resto de su traje. Era obvio que estaba muy bien hecho y era caro. También incluía un turbante negro y un brillante «rubí» en una oreja, que ella hubiese imaginado que era falso.

– ¿Por qué me da la impresión de que ese pendiente es bueno?

– Porque tiene buen ojo. Es un privilegio ducal.

Le echó un vistazo.

– Excelente, mi querida Roxelana, aunque la tiara no le va.

– Algo tiene que sostener el velo, ¡oh, gran Suleimán! Tris le pasó una estrecha máscara negra.

– Pruebe con esto. Sus ojos claros destacan demasiado y si la atamos por encima del velo, lo sujetará.

Se acercó a ella, le quitó la tiara y la dejó a un lado. Sus manos en su cabeza la hicieron estremecerse y al mirar a través de la máscara la realidad se trasladó todavía un paso más lejos.

– ¡Oh, sí, mírese!

La giró para que se mirara en el espejo, y verdaderamente no se reconocía en esa criatura vestida de colores chillones, descarada, salvaje y de una sensualidad exuberante.

El duque puso algo en su mano, de pie frente a ella, y la cogió por la barbilla.

– Sus cejas tienen que ser más oscuras.

Ella sintió que se las repasaba con algo y que luego le presionaba la mejilla.

– Y un lunar.

Saint Raven cogió algo y se lo dio.

– Para los labios, aunque estén debajo de un velo hará su efecto.

Cressida se quitó el velo y se extendió sobre los labios una crema de color rojo profundo. Era grotesco, pero eso daba igual en ese juego. Cuando se volvió a poner el velo, los labios escarlata se vislumbraban indecentemente a través. Al levantar la mirada vio que estaba utilizando el carboncillo para pintarse por encima del labio unos bigotes con las puntas rizadas.

– ¿Por qué no se pone uno postizo?

– No queremos que a Crofton nada le recuerde a Le Corbeau.

Estaba junto a ella y lo que se reflejaba en el espejo era una pareja llamativa y evidentemente falsa. Criaturas que existirían durante un tiempo breve, aunque ese momento podría ser mágico y divertido. Entonces le dijo:

– Se tiene que quitar los pololos.

Ella se alejó de él:

– ¡Imposible!

– Se le ven y ninguna mujer que acuda a una fiesta con un traje así los llevaría.

Ella miró sus pantalones. Eran tan sueltos como los suyos y no podía saber si llevaba algo debajo.

– No, tampoco llevo nada.

Eso hizo que se volviera a ruborizar, pero era un nuevo reto.

– ¡Váyase!

Cuando se quedó sola, se quitó los pantalones y entonces, con un suspiro, se quitó las medias y la ropa interior. Tan rápido como le fue posible, se volvió a poner los pantalones y se los ató a la cintura. Por lo menos le quedaban más sueltos. Se dirigió al espejo. No podía ver una gran diferencia, pero ella lo sabía. La seda se deslizaba sobre su piel desnuda y le rozaba entre las piernas en un lugar vergonzoso. No le extrañaba que las mujeres se hubiesen mostrado reticentes a llevarlas durante tanto tiempo. Se miró un par de veces más y recabando fuerzas y con la espalda recta y la barbilla alta, abrió la puerta.

Tris la estaba esperando. Volvió a entrar, evidentemente evitando sonreír.

– Mucho mejor, y acostúmbrese a ir así. De todas formas, no se separe de mí en toda la noche o, así vestida, no podré garantizar su seguridad. Su corazón le dio un vuelco de miedo y emoción. ¿Estaba realmente tan peligrosamente atractiva?

– ¿Y de usted, estoy a salvo, señor?

– Tal vez debería llevar mi daga.

Algo en sus ojos le advertía que todo eso podía ser nada más que un juego.

– ¿Es usted un peligro para mí? Por una vez pareció ponerse serio.

– No, pero si tiene algo de misericordia, señorita Mandeville, no juegue con fuego.

¡Vaya! Eso debería haber sido una llamada de atención, pero se parecía más a una tentación…

– De acuerdo -dijo rápidamente-. ¿Vamos allá?

Cressida evitó caer en el abismo y se miró de nuevo en el espejo. Se sentía de una manera bastante parecida a cuando había tenido que decidir si aceptaba el trato de lord Crofton. La situación y la necesidad no habían cambiado, pero había menos peligros. Se encontró con su mirada en el espejo.

– Está bien.

– ¡Bravo! Nos quedaremos vestidos así para la comida; después saldremos. Nos tomará unas dos horas llegar a Stokeley.

Comieron en la habitación y fue algo placentero e informal. Para preservar la cordura, los acompañó Cary Lyne. Hablaron sobre temas tan comunes como la fría primavera y las pobres cosechas, los matrimonios reales, y el estado de Europa… lo que los llevó a hablar de viajes. El último año ambos habían viajado juntos. Quisieron que ella les contara cosas de Matlock y de sus experiencias en Londres, pero Cressida tenía poco que aportar en comparación con ellos. Tampoco estaba acostumbrada a la compañía informal de hombres y prefería escuchar.

Entonces Saint Raven le proporcionó una capa, bajaron las escaleras y esperaron el carruaje afuera. A ella le sorprendió que se les uniera el señor Lyne. ¿Sentiría Saint Raven que necesitaba un acompañante? Si así fuese, le encantaba la idea de ser ella la tentación tan sólo por una vez.

Empezaron por hablar de carruajes y la conversación volvió al tema de los viajes otra vez. Saint Raven era el tipo de viajero que le gustaba conocer a las gentes del país. Se quejaba de que desde que era duque le era más difícil quedarse en pequeñas posadas y hablar con los lugareños, incluso aunque viajara como Tris Tregallows.

– Ahora en todas partes hay viajeros ingleses -se quejó mientras se balanceaba de un lado a otro por el traqueteo del carruaje-. Me los he encontrado en pequeñísimas posadas en Charante o en algún puerto nevado de los Alpes, y después se han dedicado a comentar sobre mí con los lugareños. Como consecuencia recibí insistentes invitaciones para que me quedara en una mansión en Austria o fuese a un castillo en Francia donde celebrarían un baile en mi honor.

– Qué pena -añadió el señor Lyne con una risa irreverente.

– Decidí utilizar otro nombre, pero aún así me encontraba con gente que me reconocía, y entonces me sentía ridículo. Cressida no sintió pena por él.

– A mí no me hubiese importado quedarme en un palacio o en un castillo.

– Entonces tendrá que venir algún día de viaje conmigo.

Sintió que le quemaba el anhelo de viajar con él como un hierro candente, pero se rió.

– No -repitió una vez más- sin haber jurado los votos y un anillo.

Escuchó como el señor Lyne se reía

– Muy tentadora oferta -le respondió Saint Raven, pero ella se dio cuenta de que estaba bromeando.

– Usted debe conocer bien el Peak District, señorita Mandeville -dijo el señor Lyne, y luego la conversación continuó sin pausa.

De esa manera se enteró de que Saint Raven era un mecenas del arte. Él le quitó importancia, diciendo que era sólo un hobby, pero cuando ella mostró su incredulidad, lo atribuyó a que lo hacía como un deber. A juicio de ella, su energía y su mente inquieta las mostraba en compañía de poetas, pintores, músicos y actores.

Ella ya había insinuado su deseo de viajar con él, pero se guardó para sí su interés en las artes y lo mucho que le gustaría tener su propio cuarteto, o apoyar a artistas y poetas viendo cómo jóvenes promesas florecían bajo su patrocinio. Ésa sí que hubiese sido una perspectiva encantadora.

El carruaje empezó a ir más lento, miró por la ventanilla y reconoció el pequeño pueblo que estaba a media milla antes de llegar a Stokeley Manor. Habían pasado las horas de viaje y apenas lo había notado. Al acercarse al gran portón, ella deseó pasar de largo para continuar la noche en tan grata compañía. Sin embargo, este viaje tenía un fin, y estaba ahí para coger la estatuilla, o al menos las joyas. Después se separarían para siempre.

Lyne sacó un reloj de plata y lo abrió con una mano.

– Casi dos horas, tal como habías previsto. Has acertado, Tris.

– Una estimación precisa -le corrigió Saint Raven, mirando por la ventanilla el escenario iluminado por la luna. ¿Acaso él también lamentaba haber llegado?

Avanzaron a través del campo y cruzaron después la arboleda de la entrada a Stokeley. Ella siempre había sentido que le daban a la casa una atmósfera hermética y oculta. Nunca le gustó mucho ese lugar y no lamentó su pérdida excepto por el dinero que representaba y las joyas de la estatuilla. El camino seguía paralelo al muro bajo que rodeaba la finca, y ella sabía que la sucesión de árboles pronto se interrumpiría y aparecería la casa.

– ¡Está ardiendo! -gritó.

Saint Raven se acercó a ella para asomarse a la ventanilla. Pero se relajó al mirar.

– Es sólo un efecto teatral. En las ventanas hay colgadas de unas finas tiras de tela que parecen llamas. Se volvió a sentar en su sitio.

– Ahora ya sabemos el tema que ha elegido Crofton para esta noche. Señorita Mandeville, bienvenida al infierno.

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