CAPITULO 31

Los opiáceos siempre hacían que Cressida se sintiera sin fuerzas. Consideró la posibilidad de pasarse el resto del día en la cama, pero podían venir visitas y había mucho que hacer.

Desayunó en su dormitorio repasando la lista de cosas que necesitaba, pero entonces la llamaron para que fuera al estudio de su padre. Oh Dios, ¿qué pasaría ahora? Él estaba ansioso por ponerse en marcha para ir a la India, y quería llegar a Plymouth con suficiente tiempo para poder supervisar la organización de su equipaje. Seguramente no quería que nada retrasara la partida.

La miró desde su escritorio con el ceño fruncido.

– Siéntate Cressy. Pareces una sombra de ti misma. ¡No sueles estar tan mal después de una noche de baile!

– Había tanto que hacer, padre.

Él asintió.

– Y te comportaste de maravilla. Si hubieras sido hombre serías muy buena para los negocios. -Recogió la carta-. Mira esto. Después de lo de esta noche no me sorprende, pero resulta que el duque de Saint Raven me pide permiso para cortejarte.

Cressida se quedó mirándolo sorprendida.

– ¿Por carta? -preguntó, ya que eso le parecía lo más ridículo de todo.

– No hay nada malo en eso. Es una buena manera de hacer las cosas aunque esté pasado de moda. ¿Bien? ¿Qué me dices? Como salimos mañana, me pide que le permita viajar con nosotros. No me oculta que desea una gran dote, pero afirma que ha considerado mucho tu buen carácter y tu sensatez. Lo que demuestra que tiene más sentido común del que me esperaba. ¿Bien?

Cressida quería pasarse las manos por su cuidadosamente peinado cabello.

– Confieso que te echaré de menos -prosiguió su padre-, pero no impediré que sigas tu vida. Es muy difícil que seas indiferente a un hombre así, y además te convertirías en duquesa, nada menos.

– Oh, padre, ¡eso es lo último que querría ser!

¿Tris quería casarse con ella? Eso hacía tambalear los fundamentos de su fuerza, pero intentó agarrarse a la sensatez.

Su padre resopló.

– Mira Cressy, no me tomes por tonto. Fuiste de escondidas a Hatfield, y allí había un duque. Hay algo más en la historia que no me contaste. He hecho indagaciones sobre él. Es un granuja y un descarado, pero trata decentemente a la gente y paga sus deudas, incluso a los comerciantes, y eso es una rareza entre los de su clase. Incluso ha hablado con mucha inteligencia una o dos veces en el Parlamento.

Cressida se miraba sus manos entrelazadas.

– Es un libertino, padre. Vino al baile después de estar en una fiesta salvaje. Por una apuesta en la que se vio expuesto mi nombre El hizo una mueca.

– Lo he oído. Y esta noche también me he enterado de historias que no había sabido antes.

Cressida sintió que se había ruborizado.

– Hay gente que no tiene nada mejor que hacer que chismorrear, y por alguna razón lord Crofton lanzó unos cuantos rumores.

– Es un hombre al que nunca hubiera querido conocer. ¿Pero qué pasa con Saint Raven? ¿Qué le respondo? ¿O quieres hacerlo tú?

– ¡No! -respondió y se quedó paralizada.

¿Podía ser eso una extensión de la apuesta? No, no podía estarse comprometiendo de por vida por una apuesta. Probablemente quería casarse de manera temeraria, y eso con ella no iba a funcionar.

– Diga que no, padre. De la manera más amable posible, diga que no. -Lo miró y continuó-: ¿Nos podemos ir hoy? Lo antes posible. Hay que organizar muchas cosas.

Él hizo un gesto con la cara.

– ¿Y ya está? No diré que estás equivocada, querida. Todo el mundo considerará que has sido una loca por no aprovechar la oportunidad de convertirte en duquesa, pero no eres del tipo de personas que de gran importancia al rango y a los títulos. Y como dices, es un libertino. He conocido a muchos, y rara vez cambian. Lo llevan en la sangre, igual que yo llevo el ser aventurero. Algunas mujeres son muy felices con un marido trotamundos, pero dudo que tú lo seas. Especialmente si esa persona te importa.

Ella no dijo nada a eso. No había necesidad.

– Entonces, ¿nos podemos marchar hoy, padre? ¿Y podrías retrasar un poco tu respuesta?

– No hay nada que le impida perseguirnos.

– Ya lo sé, pero tal vez se dé cuenta de que no tiene sentido.


Tris leyó la carta de sir Arthur con fría incredulidad.

– Parece que no ha sido una respuesta feliz.

– ¿Tal vez no se lo comentó? -dijo mirando a Cary. Cary levantó las cejas y miró hacia abajo.

Tris se sorprendió al descubrir lo físicamente doloroso que le resultaba todo eso. Le dolía la mandíbula, la garganta y el pecho.

– Ella lo debe haber entendido mal…

– Es posible -aceptó Cary complacientemente.

Tris se levantó, dobló la carta con cuidado y la dejó a un lado.

– No me lo voy a creer hasta que lo escuche de sus propios labios. Sé que hay muchos inconvenientes, pero estoy seguro de que hay bastante conexión entre nosotros… Puedo arreglar las cosas. La protegeré…

Cary también se había levantado.

– En todo caso vamos a ver si te recibe.

– Me recibirá.

Tris no dio cuenta de lo severo de su tono hasta que Cary dijo.

– Oh Dios. He extraviado el ariete y las armas de asedio… Eso le hizo reír.

– Maldición, conozco a Cressida. Jamás se negaría a verme. Esto tiene que ser un malentendido. Tiverton, maldito sea, contó lo de la apuesta. Tal vez eso la ofendió.

Pero cuando llegó a casa de Cressida en Otley Street, la aldaba estaba sacada de la puerta, y cuando sus golpes hicieron que saliera un sirviente, éste le contó que los Mandeville se habían marchado más o menos hacía una hora, y que su contrato de arrendamiento ya se había terminado.

Tris estuvo un rato frente a la casa aturdido y furioso.

– Mandaron la carta cuando ya se iban. ¡No se lo deben haber dicho!

Se dirigió a su cabriolé, pero Cary lo agarró del brazo.

– ¿Por qué querría haberlo ocultado?

– Quiere irse a la India. Es un bruto egoísta. Pero no se va a salir con la suya.

Tris se soltó, subió al cabriolé e hizo que los caballos se pusieran a toda carrera en dirección a Newington Gate. Cary se quedó en la calle maldiciendo y decidió correr al establo más próximo para alquilar un caballo.


La visión del cabriolé adelantándolos no fue una sorpresa demasiado grande para Cressida. Estaba preparada para un viaje con mucho frenesí, pero una vez que subió al carruaje no tenía nada que hacer más que pensar.

Tris la iba a seguir. Ella iba sentada de espaldas a los caballos cuando lo vio venir conduciendo el carruaje ligero a toda velocidad, de una manera que le era dolorosamente familiar. Tenía que haberle escrito la carta ella misma. Así hubiera aceptado su decisión. Bien le había escrito una severa nota a sir Roger Tiverton, y no había vuelto a saber de él.

El carruaje se detuvo.

– ¿Qué? -dijo el padre levantando la vista de un libro.

– Debe de ser un accidente -dijo la madre mirando hacia fuera.

– Es Saint Raven -les explicó Cressida.

Sus padres la miraron, y ella comprobó que no estaban sorprendidos, y que tal vez pensaban que su negativa era una locura, y que recuperaría la cordura.

– ¡Sería un marido espantoso! -exclamó.

Tris abrió la puerta completamente encendido, pero con fría dignidad.

– Señorita Mandeville ¿me dedicaría un poco de tiempo?

Ella tragó saliva a través de su adolorida garganta, pero bajó del carruaje sin apoyarse en la mano que le había estrechado. Él se puso rojo y dio un paso atrás. Su cabriolé hacía un ángulo con respecto al camino y les bloqueaba el paso, de modo que el mozo se hizo con el control de sus humeantes caballos. Detrás, el carro con el equipaje también se había detenido, y los sirvientes miraban hacia afuera con los ojos abiertos como platos. El camino estaba tranquilo, pero en cualquier momento podía llegar otro vehículo cuyos propietarios se quedarían sorprendidos, y se detendrían para preguntar si necesitaban su ayuda.

Más chismorreos.

No lo soportaría.

Cressida se apartó seis pasos del carruaje y habló rápidamente.

– Probablemente piensa que mi padre no me mostró la carta, su excelencia, o algo igualmente extremo. Pero sí lo hizo. Y aunque soy perfectamente consciente del honor que me ha hecho, lamento mucho no poder convertirme en su esposa.

La cara de Tris estaba tensa, pero ahora se había quedado completamente blanca.

– ¿Por qué?

– Pensaba que se suponía que los caballeros nunca preguntaban eso.

– Probablemente, pero soy un duque. Explícamelo. Yo… estoy convencido de que sientes algo importante por mí, señorita Mandeville.

Las emociones que afloraban de él tenían tanta fuerza que ella se acordó de su primer encuentro, y del terror que sintió. Pero ahora estaba segura.

Cressida apartó la mirada de él y se puso a contemplar los pacíficos campos dorados. Darían una cosecha muy buena, a pesar de que en la mayoría de los campos los veranos cortos eran malos.

– No niego que usted tiene muchas virtudes, su excelencia…

– Así es, pero estoy dispuesto a mejorar.

– Quiero decir que no niego sus muchas cualidades, pero nuestras personalidades no armonizan bien. -Miró hacia atrás rogando que la hubiera entendido-. Parece imposible que yo le haya podido hacer daño, pero creo que así ha sido. Sólo dolerá un tiempo, ¡pero si nos casamos lo hará toda la vida! Usted está siguiendo una fantasía. Está acostumbrado a conseguir lo que desea, y ahora mismo me quiere a mí. Dios mío, ése es el desafío ¿verdad? Mi escapada no hace más que añadirle tensión. Pero si nos casamos, todo eso acabará ¿no lo ve? Yo lo aburro -dijo ignorando su protesta-, y usted volverá a llevar una vida más emocionante, y yo no me voy quedar sonriendo dulcemente ante algo así. -Extendió las manos-. Usted me convertirá en una bruja, y yo a usted en un marido monstruoso, y además no quiero ser duquesa. Puede encontrar una esposa mejor que yo.

El parecía más que nada confundido.

– No tienes una opinión demasiado elevada de mí ¿verdad?

A ella le dolía la cara de tanto contener las lágrimas.

– He dicho que tiene muchas cualidades.

– Pero no virtudes.

– Eso lo dice usted, no yo.

Vio cómo él inspiraba con fuerza.

– Cressida, puedo ser el hombre que quieres que sea. Eso es más que una fantasía. ¡Maldición!

– ¡No maldiga delante de mí!

– Antes no te importaba.

Ella miró a su alrededor preocupada por si alguien lo pudiera haber escuchado.

– Fue una corta locura. No era yo, y no era usted.

– Te amo, ya te lo he dicho antes, y no he cambiado. Ella lo miró a los ojos.

– Precisamente.

Se hizo un silencio cortante. Los ojos de él se volvieron oscuros. Ella sentía el latido de su violento deseo, pero esta vez estaba segura de que no se apoderaría de ella, ni que la apartaría de su familia y los sirvientes…

Pero no sólo oía los latidos de su corazón.

Cascos de caballos.

Apareció un jinete que bajó del caballo. Era el señor Lyne sin sombrero y con la ropa descolocada. Los miró a los dos y después se inclinó.

– Señorita Mandeville.

– Como siempre llegas tarde, Cary -le dijo Tris en un tono suave y frío-. La señorita Mandeville finalmente me ha convencido de que no hubo un malentendido. -Dio un paso atrás e hizo una gran reverencia-. Buen viaje.

Giró sobre sus talones y volvió a grandes pasos a su cabriolé, se subió a él, e hizo que los caballos se pusieran a cabalgar a toda velocidad.

– Si ha dicho algo que la haya ofendido, señorita Mandeville, debe excusarlo. Está muy afectado.

Cressida no se iba a poner a discutir también con ese hombre.

– Espero que pueda seguirlo, señor Lyne. Conduce bien, pero…

La expresión de él fue desilusión, aunque amable.

– No se preocupe. Me haré cargo de él. Buen viaje señorita Mandeville; sólo deseo de que esté muy segura de cuál es su destino. Se subió al caballo y partió enseguida. Ella esperó un momento antes de volverse a subir al carruaje. Su madre se mordió el labio inferior y la miró preocupada. Su padre la miraba disgustado, y Cressida hizo un movimiento brusco en cuanto el vehículo comenzó a avanzar.

– Si querían que me casara con un duque, me lo tenían que haber dicho. Les hubiera evitado mucho sufrimiento. Pero esto es el final.

– Seguro que así es -gruñó su padre-. Sólo espero que sepas lo que estás haciendo.

– «¿Pueden cambiar de piel los etíopes -citó- o los leopardos sus manchas?»


Su padre resopló y volvió a su libro; su madre suspiró y volvió a su tejido.

Cressida recitó el resto del pasaje de Jeremías para sí misma y así darse fuerzas.

«… he visto sus adulterios y sus jadeos, la lascivia de sus prostíbulos y sus abominaciones…»

Algún día recordaría aquello y comprobaría que tenía razón.


Cary alcanzó a Tris cuando estaba dando descanso a los caballos en el camino de Camberley.

– Entonces, ¿nos vamos a Mount?

– Claro. Hay que preparar un baile de máscaras.

Cary se mordió el interior de la mejilla. No era el momento de discutir sobre la señorita Swinamer. Había que darle uno o dos días a Tris para que se enfriara. En Camberley, Cary hizo que devolvieran el caballo a su cuadra de Londres, y mandó un mensaje para que enviaran tanto sus pertenencias, como las de Tris, a Mount Saint Raven. No tardó mucho. Una vez que cambió los caballos, Tris estuvo listo para partir. No le hacía falta que le explicara que quería alejarse cuanto antes de los Mandeville.

Tampoco dijo una palabra las cinco horas que tardaron en llegar a Amesbury, lugar que con toda seguridad estaba lejos de las posibles paradas de Cressida Mandeville y su familia. Saltándose su costumbre, Tris solicitó dos habitaciones separadas, entró en la suya y cerró la puerta. La posadera, una mujer de aspecto amable, dijo:

– ¿Qué va a querer su excelencia para cenar?

– Si quiere comer, ya se lo dirá. En cuanto a mí -dijo Cary con una sonrisa-, póngame lo mejor que tenga, señora Wheeling. Estoy muerto de hambre. Y tráigame una jarra de cerveza para regarlo todo bien.

Fue a su habitación y se desplomó en la silla, se inclinó hacia atrás para pensar, aunque no le fue de gran ayuda. La señorita Mandeville no quería jueguecitos y no quería casarse con Saint Raven, lo que no era del todo sorprendente. El no era una persona fácil, tenían muy poco en común, y ser duque o duquesa era algo endiablado a menos que te guste jugar a ser Dios.

Pero a pesar de todo, en el fondo de su corazón, Tris Tregallows era uno de los mejores hombres que conocía, y se merecía conseguir una buena esposa y la oportunidad de tener una vida feliz.

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