CAPÍTULO 20

Tris bajó las escaleras y se dirigió a la parte trasera de la casa donde se encontraban las oficinas. En la primera habitación tres secretarios se levantaron de sus escritorios para hacerle una reverencia. -Su excelencia.

Tris sonrió y se dirigió al secretario de más edad.

– Buenas tardes, Bigelow. Supongo que todo va bien en el ducado.

El hombre, que era muy alegre cuando bajaba la guardia, le hizo un guiño

– Eso creo, su excelencia.

Tris asintió y se dirigió a la zona privada interior, desde donde gobernaba el señor Nigel Leatherhulme. Era pálido, escuálido y llevaba unos gruesos anteojos. Creía que debía tener unos setenta años, pero su mente seguía tan lúcida como la del propio Tristán, y sus conocimientos y experiencia eran mucho mayores. Le había aterrorizado la primera vez que se reunieron. Pero ahora mantenía el tipo, aunque a duras penas.

– Su excelencia.

Leatherhulme se dispuso a levantarse, pero Tris le hizo un gesto para que volviera a su asiento. Mantenía firme la cabeza, pero no el cuerpo, y por esa razón vivía con ellos en la casa. Su esposa había fallecido hacía unos veinte años, o más, y sus hijos eran casi pensionistas, por lo que pensó que era ridículo que Leatherhulme viajara una milla cada día para llegar a la oficina cuando había un montón de habitaciones vacías disponibles.

En principio no lo aceptó del todo, pero finalmente accedió cuando Tris le concedió deducir de su salario la habitación y la comida. Al hacerle la oferta, Tris no pensó en lo difícil que iba a ser reemplazarlo si vivía en la casa, pero era algo que tenía que hacer para que las cosas pudieran empezar a cambiar. Otro imprudente error.

Acercó una silla a un lado del escritorio y miró por encima el paquete de documentos.

– Aquí estoy. Dígame dónde tengo que firmar.

Los delgados labios de Leatherhulme se endurecieron casi hasta desaparecer.

– O lee los documentos, su excelencia, o llamaré a Bigelow para que se los lea.

Tris era consciente de que era algo parecido a un juego. Como dos perros que se pelean por un hueso.

– Si me siento aquí y los miro ¿cómo sabrá que los estoy leyendo?

– Usted es lo suficientemente inteligente, su excelencia, como para no desperdiciar su tiempo de esa manera. En realidad -dijo Leatherhulme mirando por encima de sus anteojos-, estoy empezando a sospechar que si intento impedir que lea lo que tiene que firmar, me meteré en un problema.

Tris se apoyó en el respaldo de su silla.

– Como ve, está haciendo suposiciones.

– Su tío no tenía una opinión demasiado buena de usted, señor. -¿Y usted piensa mejor de mí ahora?

– Tendría mejor opinión de usted si no llegara disfrazado de mozo de cuadra.

– ¿Cotilleando, Leatherhulme?

El hombre se estiró todo lo que le permitió su columna.

– Algunas veces uno no puede evitar escuchar ciertas cosas, señor, especialmente cuando todos los sirvientes hacen comentarios.

– Por el honor de los Tregallows, prometo que estoy haciendo una buena obra.

El anciano suspiró.

– Usted se parece mucho a su padre, señor.

Era la primera vez que Leatherhulme mencionaba a su padre, y Tris tuvo la tentación de seguir preguntando. Sin embargo, era demasiado sensato como para precipitarse.

– ¿Otro punto en mi contra? -dijo ligeramente-. Muy bien, páseme el primer documento.

Tris comenzó con las cuentas de varias de sus propiedades, firmando o poniendo su inicial en cuanto entendía a qué se referían, y preguntando cuando no era así. Por primera sintió una especie de compañerismo, y pensó que era una pena que Leatherhulme tuviera que irse. Aunque tendría que hacerlo.

El hombre permanecía preparado para poner el sello y el lacre en los documentos que lo requiriesen. El arrugado anciano olía al penetrante olor del lacre caliente mezclado con el polvo de los documentos antiguos y un débil aroma a lavanda vieja. Había algo desafortunadamente sepulcral en esa habitación.

Tris continuó consultando las mejoras que se habían producido en una propiedad de Northumberland, y revisó los gastos y los ingresos, actuales y futuros, siempre teniendo en cuenta las rentas completas del ducado en esos tiempos difíciles.

– ¿Lo podemos vender?

– Forma parte de las propiedades originales de su familia, su excelencia.

Era un tema espinoso.

– Pero está muy alejada de las demás propiedades. No tiene sentido que nos aferremos al pasado cuando podemos usar el dinero para invertirlo en otra cosa.

– Siempre se puede economizar, su excelencia.

– Maldición, Leatherhulme, ¿cuánto más quiere que nos apretemos el cinturón? No voy a deshacerme de personal cuando es tan difícil encontrar empleo en estos tiempos. Y no voy a vender -añadió- ninguno de mis caballos. Me merezco disfrutar de algunos placeres.

– Sin duda, señor. -Leatherhulme cogió el documento-. Haré saber que la propiedad va a estar disponible. Pero sería una tontería venderla por debajo de su precio.

– Por supuesto.

El anciano no había mencionado Nun's Chase y las mujeres, que eran un gasto, aunque no lo bastante grande como para hacer que quebrara un ducado, a diferencia de la avidez de su tío por coleccionar pintura italiana que, por desgracia, ahora valía sólo una parte de lo que había pagado.

Cogió el siguiente documento pensando que sin duda una esposa rica podría ser una bendición. Pensó en Phoebe Swinamer, que tenía una enorme dote así como una belleza fría, y se estremeció. Lady Trent le había presentado esa temporada a Mary Begbie, que era poco agraciada y aburrida, pero heredera de un rico mercader de las Indias Occidentales. Había pensado vagamente en ella siempre con la idea de tener una amante que le hiciera la vida soportable.

Se preguntaba por qué no se había fijado en Cressida Mandeville, hija de un mercader de las Indias Orientales. Su padre probablemente no era tan rico como Begbie, y quizás eran demasiado refinados, o ignorantes, como para contratar a un aristócrata necesitado o avaro para que la mostrara ante de las narices más aristocráticas. Le sorprendía saber que había estado muchas veces en el mismo salón que Cressida y que no había sido consciente de ello.

Leatherhulme se aclaró la garganta, y Tris se dio cuenta de que llevaba demasiado tiempo mirando la misma página y la puso sobre la mesa.

– ¿Por qué tenemos un pleito con un convento? Parece sacrílego.

– Un convento también puede ser un terrateniente, señor. Nos pleiteamos porque su propiedad ha invadido sus tierras en Berresby Studely. Alegan que se han de establecer los límites que había antes de la Reforma, pero es un convento católico trasladado aquí por culpa de los desmanes de Francia, así que ni siquiera tienen la historia de su parte.

– ¿Monjas mentirosas?

– Es un error asumir virtud simplemente porque se hayan hecho votos religiosos.

– Así es ¿verdad? -preguntó Tris con una sonrisa-. Hagamos salir a las monjas, entonces.

– Su excelencia…

¿Había observado un cierto brillo en sus ojos apagados?

– ¿Está seguro de que no lo puedo tentar con irse a pasar una temporada a Nun's Chase, Leatherhulme? Puedo organizar placeres especiales para usted. Una madre superior madura…

– ¡Su excelencia!

Las bromas animaron a Tris y dejó a un lado los documentos.

– Leatherhulme, debo hablar con usted sobre su trabajo. -Como creyó ver una señal de alarma levantó la mano-. Por mi honor, usted tendrá un lugar aquí todo el tiempo que quiera, y también es su casa. Con todos mis agradecimientos. Pero creo que ya es hora de que le contrate un ayudante personal.

– No me hace falta, excelencia, más que los secretarios de que disponemos.

– Entonces tendré que ser egoísta. Necesito que tenga un ayudante personal por dos motivos. El primero, es que quiero a alguien que pueda viajar por las propiedades y que lo pueda hacer con rapidez cuando haya una urgencia. No deseo dejar las cosas totalmente en manos de empleados locales que no estén bien supervisados. Y el segundo, es que cuando usted decida descansar, quiero que alguien esté preparado para asumir su trabajo y que conozca de primera mano mis asuntos.

Durante un instante la expresión que puso Leatherhulme fue como la de Uffham unos instantes antes, pero después se quedó mirando a Tris.

– Me sorprende, su excelencia.

– ¿Esperaba que fuera un frívolo cabeza hueca?

– No, frívolo no… -Leatherhulme se sacó los anteojos y se restregó la marca que le dejaban a cada lado de la nariz-. Su tío me entregó todo el control, y debo confesarle que me había acostumbrado. Sin embargo, lo que dice es sensato e inteligente. Si me he aferrado a llevarlo todo, es porque, perdóneme, no tenía una opinión demasiado alta de la moral y de la cordura de sus predecesores.

– Dios mío. ¿También sirvió a mi abuelo?

– Y a su bisabuelo, aunque falleció poco después de que entrara a su servicio como ayudante de su anciano secretario.

Tris se rió.

– Por lo menos tuvieron la inteligencia de contratar y mantener a buenos servidores.

Leatherhulme asintió en reconocimiento al cumplido.

– Supongo que querrá contratar a mi ayudante usted mismo.

– Sí, pero le daré a usted derecho a veto. No servirá si no se llevan bien.

– Muy bien, señor.

Sesenta años al servicio de la familia. ¡Caramba!

Tris volvió a mirar el caso del duque de Saint Raven contra las Hermanas de la Divina Pureza. Al final lo autorizó sintiendo que en cualquier momento un rayo podría acabar con él. Puso el último papel sobre la mesa y aceptó llevarse el pesado libro de cuentas para examinarlo en sus ratos libres. Nunca había tenido un tutor tan exigente como Leatherhulme. Lo que le hacía tener pensamientos traviesos.

– Me pregunto si me puede dar algún consejo sobre novias, Leatherhulme.

– Sinceramente espero que esté hablando en singular, su excelencia.

Tris sonrió.

– Así será en su momento. Y si me caso, espero no desear nunca la muerte de mi esposa.

– En mi opinión, señor, en la frase sobra el si. Usted es el último de un linaje antiguo y noble.

– Del que no tiene muy buena opinión.

Los delgados labios del anciano se apretaron como si estuviera evitando sonreír.

– Tengo esperanzas ante el futuro, señor. Como consejo, le recomiendo que elija a una mujer sensible que pueda ser una buena compañía y un apoyo. Eso a un hombre joven sin duda le parecerá aburrido, pero los fuegos del amor a menudo se apagan, y los de la…, perdóneme señor, de la lujuria siempre se acaban.

– Le prometo que no me casaré por lujuria. Uno de los beneficios de mi vida de libertino es que no lo necesito.

No sabía qué reacción esperar, pero no un simple movimiento de cabeza.

– Un punto de vista excelente. He visto caer a algunos caballeros jóvenes en esa trampa.

Tris no se podía creer que estuviera manteniendo esa conversación, pero se echó hacia atrás y se apoyó en el respaldo de la silla.

– ¿Tiene alguna sugerencia?

– No estudio los registros sociales, señor.

– Pero ¿cuál debe ser mi prioridad, el origen, la riqueza o la buena compañía?

– Las tres cosas.

– ¡Por Dios! Ciruelas así no cuelgan de cualquier árbol. -Pero cuelgan de los ciruelos cuando es la estación, señor. ¿Ha estado mirando en los jardines correctos? Tris se rió y se levantó.

– Maldita sea, hombre, tiene razón. Tal vez deba ir a Brighton para observar con más atención la fruta madura. Pero primero tengo asuntos que resolver aquí.

– ¿Asuntos?-preguntó Leatherhulme evidentemente alarmado.

– Nada que le competa. Asuntos como el de Nun's Chase.

– Ya veo. -Leatherhulme se volvió a poner los anteojos y nuevamente se convirtió en el viejo mustio y seco al que Tris estaba acostumbrado-. ¿Eso será todo, su excelencia?

A pesar de que era una pregunta, parecía más como si lo autorizase a retirarse.

– Así es. -Pero él añadió-: Gracias.

Se marchó sintiéndose extrañamente aligerado, a pesar de que el consejo de Leatherhulme iba en contra de una novia sin dinero de origen y formación normal. Pero el anciano no tenía necesidad de preocuparse. Nunca sería así.

¿Había regresado Cary? Preguntó pero nadie sabía nada. Tris dejó el libro de contabilidad en una silla y se paseó por la habitación. Londres, incluso en agosto, estaba lleno de divertimentos destinados a saciar las locuras de la mente de un joven. Sin embargo, hizo un repaso y no encontró nada que le atrajese. Volvió con el libro y se sentó a estudiarlo. En cuanto a la noche, no le apetecía más que tomar una cena sencilla y acostarse temprano.

No es que se estuviese volviendo aburrido, se aseguró a sí mismo. Simplemente necesitaba despejar la cabeza si iba a tener que conseguir que Miranda Coop le diera la estatuilla sin tener que obedecerle como si fuera un perro atado a una correa.


Un ruido en el estómago avisó a Cressida de que había pasado mucho tiempo desde que se tomara la merienda, y que su cuerpo necesitaba comer. Se dirigió a la cocina a pedirle algo al cocinero, quien con gran alegría le cortó un trozo de pastel y le ofreció un poco de fruta en una bandeja.

– Le ruego que me perdone, señorita, pero ¿por qué no se queda aquí con Sally, Sam y conmigo, y se toma una taza de té? Estábamos a punto de prepararnos una, y arriba va a estar muy sola.

Cressida aceptó, aunque le preocupó que los sirvientes quisieran preguntarle por su futuro. Sin embargo, charlaron sobre sus familias y otros sirvientes. Cressida se relajó tomándose una sencilla taza de té en ese mundo tan vulgar. Ni siquiera en Matlock se habría tomado un té en la cocina.

Entonces le comentaron el último escándalo. Según la doncella de los Onslow, a la que habían conocido esa mañana en la lechería mientras llenaban unas jarras, su señorita estaba engordando. Por eso tenía que casarse a toda prisa con el teniente Brassingham, que no era el novio que deseaba la familia cuando decidió traer a la joven a la ciudad. Y aún más, según la doncella, probablemente él no sea el responsable de la situación…

Pobre señorita Onslow. Cressida se bebió su té y no le fue difícil imaginar la escandalosa historia que debía estar corriendo por todo Londres entre jarras de leche y cestos de pan.

Dice el rumor que esa señorita Mandeville estaba en una fiesta de caballeros con un traje subido de tono. Y según la doncella de la cocina no llegó a su casa esa noche. Se quedó con un amigo… Algo así dijo…

¿Cómo pudo haber sido tan loca? Pero claro, al principio no tuvo otra elección. Y como había dicho Tris, no importaba lo que hicieran de noche. Excepto para sus sentimientos de culpa.

Alguien golpeó la puerta con la aldaba, y Cressida se asustó imaginando que en el mismo umbral de la entrada se podía producir un escándalo.

Sally se levantó enseguida.

– ¿Quién podrá ser? -Corrió a ver y regresó en un instante-. Es para usted, señorita Mandeville. Un tal señor Lyne.

¡El mensajero de Saint Raven! Por lo menos algo estaba saliendo bien.

– Tiene que ver con los asuntos de mi padre. Lo mejor será que vaya a verlo.

Se apresuró en llegar al recibidor, e inmediatamente comprendió su expresión.

– No trae las joyas.

– Me temo que no. Pero no se asuste.

Cressida cerró la puerta y se sentó.

– Todavía no estoy asustada. ¿Qué ha ocurrido?

Él se sentó cerca de ella.

– Saint Raven fue a la casa como estaba planeado, pero la mujer no le entregó la estatuilla.

– ¿Por qué? ¿Qué podría querer? Cary hizo una mueca.

– Que Saint Raven la acompañara en público. Él aceptó, señorita Mandeville, pero no tenga miedo. No ocurrirá hasta el fin de semana.

¿Aceptó qué? Apartó esa idea de su cabeza.

– ¿No le extrañó que aceptara hacer eso simplemente a cambio de una estatuilla que no tiene un gran valor?

– A él le preocupaba lo mismo, pero piensa que jugó bien sus cartas. Le contó que la quería su pequeña hurí, es decir, usted, perdóneme la expresión. Él se quedó helado ante la idea de degradarse para complacer a una puta, si me disculpa usar ese término. -Lyne estaba comenzando a sonrojarse-. Se dejó convencer para servirle exclusivamente de acompañante, y sólo por un día.

No se lo podía creer. Había todo un submundo por debajo de los bailes y los paseos. ¡Por eso muchas veces faltaban caballeros en los eventos respetables!

– El sábado. Me gustaría que no tuviéramos que esperar tanto.

– Por favor, no se preocupe, señorita Mandeville. Saint Raven me pidió que le asegurara que en una semana recuperaría las joyas. Como fuera.

¿No le importaba lo que tuviera que hacer para conseguirlas? ¿Y qué derecho tenía de desaprobar su conducta si lo hacía por ella? Se levantó y le ofreció la mano.

– Gracias, y por favor exprese al duque mi agradecimiento. Esto no es asunto suyo, ni de él, y aprecio mucho la ayuda que me están prestando.

Él le estrechó la mano un momento.

– Hará todo lo que pueda para que usted sea feliz, señorita Mandeville.

Cressida observó cómo se marchaba pensando en lo que le había dicho. Por el momento la felicidad parecía muy lejos de su alcance. De todos modos era una persona práctica, y sabía que esos sentimientos pasaban. Mientras tanto seguiría haciendo ese aburrido inventario para tranquilizarse. Aunque ya no la calmaba. Y cuanto más perseveraba en la tarea, más se empezó a impacientar. Su estatuilla estaba tan cerca. ¿Sería imposible entrar en la casa… y reponerla? No sería como robar, especialmente si sólo se llevaba las joyas.

Aunque su mente le daba vueltas a esa posible aventura, sabía que era una fantasía. Ni siquiera sabía dónde vivía Miranda Coop. Tenía el Directorio de Londres, pero igual que no tenía una sección de «Pares del reino», tampoco tendría una de «Prostitutas». Aun así, no pensaba abandonar. El libro señalaba cada calle y los nombres de los propietarios de las casas. ¿Dónde podría vivir una mujer como Miranda Coop? Seguramente no en las zonas más selectas, aunque no debía estar completamente apartada de ellas. Una prostituta de moda debería querer estar cerca de su clientela.

En el centro de negocios no podía ser, pues allí sólo había mercaderes y empresarios, y no hubiera sido demasiado racional. Pero el asunto la obsesionaba, y tal vez distraía su mente ansiosa. Le parecía que estaba haciendo algo. Desplegó el plano y se puso a revisar en el directorio cada calle que rodeaba a Mayfair. Sus ojos estaban cansados, pero no podía dejar de revisarlo. Y entonces la encontró. Miranda Coop, Tavistock Terrace, número 16. De hecho, no estaba demasiado lejos de su casa. Sentía que se había producido un milagro, pero no sabía qué hacer con esa información. No podía visitar a una mujer así. Sería impropio y podría dar lugar a peligrosas especulaciones.

Pero no pasaría nada si al día siguiente se paseaba por delante de su casa. Al fin y al cabo, era una calle respetable, y así estaría haciendo algo en vez de esperar, esperar y esperar.

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