CAPÍTULO 18

Sally cerró la puerta y volvió a colocar el paraguas en el paragüero con forma de pata de elefante.

– Feo tiempo, señorita. Qué pena que haya tenido que viajar en un día así.

– Deprimente. ¿Está mi madre con mi padre? -Sí, señorita.

Como ya sólo tenían una doncella, Cressida llevó ella misma su maleta y su sombrero hasta su habitación, intentando no pensar en que el asa todavía conservaba el calor de la mano de Saint Raven. En la habitación se sacó los guantes, la gorra y el sombrero con rizos, y después fue a visitar a sus padres.

Su padre estaba dormido y su madre tejía. Louisa Mandeville siempre había afirmado que tejer era relajante, y desde el ataque de su marido debía haber tejido suficientes chales y bufandas como para todos los pobres de Londres.

Miró hacia arriba, y sus ojos grises y cansados se iluminaron.

– ¡Cressida querida! No te esperaba hasta dentro de unos días. ¿Verdad?

Su pobre madre siempre había sido muy rápida y segura, pero esta debacle la había hecho flaquear.

– Se suponía que iba a estar fuera una semana. Varicela -explicó besando a su madre en la mejilla-. Afortunadamente un vecino regresaba de Londres y se ofreció a traerme a casa. ¿Cómo está papá?

– Igual. Los médicos dicen que no tiene nada todavía, pero que pronto empezará a mostrar problemas si permanece tanto tiempo en cama.

Miró la figura inmóvil que yacía en la cama. Cressida también lo observó buscando alguna señal de que se hubiera producido algún cambio. Su padre resoplaba con cada respiración porque tenía la boca fláccida. Mientras dormía parecía bastante normal, pero cuando no lo hacía estaba muy extraño, miraba al vacío y se comportaba como si fuera sordomudo. Su madre tenía razón sobre los efectos de su estado. Su gran cabeza con el cabello gris seguía igual, pero su piel bronceada por el sol no estaba aguantando bien, y era una lucha darle cualquier tipo de alimento.

Su madre suspiró.

– Le he dicho una y otra vez que le he perdonado por haber perdido todo nuestro dinero. No sé qué otra cosa hacer.

Cressida estaba convencida de que estaba en ese estado por haber perdido las joyas. ¿Devolvérselas podría ser la clave de su recuperación? ¿Cuándo tendría noticias? Seguro que Tris no había llegado a su casa todavía; tampoco se habría podido arreglar, y, menos aún, haber ido a casa de Miranda Coop.

Los hombros de su madre se enderezaron, se levantó y se dirigió a la puerta de la habitación para cerrarla.

– Hay momentos en que lo abofetearía -dijo pareciéndose más a como era antes-. ¡Perder una fortuna con esa locura de juego! -Se puso la mano en la boca y respiró hondo.

Bajó la mano.

– He estado pensando mientras estabas fuera, Cressida. Ya es hora de que hagamos planes. El contrato de esta casa va a terminar pronto, y no tenemos dinero para renovarlo. Ya he vendido la mayor parte de mis joyas para pagar las cuentas del médico, comprar comida y pagar a Sally. Podemos vivir más barato en Matlock, pero necesitamos dinero para trasladarnos allí. Ni siquiera estoy segura de que tu padre pueda viajar… Oh, Cressy, ¿qué vamos a hacer?

Maldiciendo a su padre, Cressida apretó la mano de su madre. No quería despertar en ella esperanzas.

– Un inventario -sugirió-. No necesitamos todas estas cosas elegantes, así que las podemos vender.

Y, además, eso podría explicar el descubrimiento de un alijo de joyas.

– Dudo que podamos sacar algo. La mayoría de los objetos que hay aquí, venían con la casa. Cuando pienso en todas las cosas de la India que tu padre desparramó por Stokeley Manor. ¡Y la casa! -Se puso la mano en la cabeza-. No soporto pensar en ello.

Cressida la abrazó.

– Entonces no lo hagas, mamá. Déjamelo a mí. Se sintió incómoda al ver que en los ojos de su madre aparecían unas lágrimas.

– ¿Qué haría sin ti, querida? Pero todo esto es tan injusto. Tienes que divertirte en las fiestas y buscar un marido.

– No en Londres, ni en agosto, mamá. Y la verdad es que aunque sea una aventura, me gustará volver a Matlock.

– Si por lo menos pudiéramos permitirnos mantener esa casa.

Vaya por Dios, su madre debía haberle estado dando vueltas a eso desde hacía mucho tiempo.

– Lo conseguiremos -dijo Cressida con toda la confianza que pudo expresar.

Su madre se apartó sonriendo tristemente.

– Tienes una naturaleza tan práctica y emprendedora, querida. Evidentemente la sacaste de tu padre. O como era antes. Quiero decir que solía ser tan práctico… -Asintió con la cabeza-. Tengo que volver a él. De todos modos hay que hacer un inventario de la casa en cuanto te recuperes de tu viaje.

Cressida observó cómo su madre volvía a su vigilia, y entonces decidió regresar a su habitación, desechando de su cabeza varios pensamientos sobre la naturaleza del amor y la responsabilidad amorosa. Siempre había asumido que un matrimonio feliz necesitaba una aprobación completa.

¿Amaba su madre a su padre, incluso en estas circunstancias espantosas, o su unión era simplemente una obligación? Louisa Mandeville no había mostrado señales de haber echado de menos a su marido durante veintidós años, pero había aceptado su regreso, y el último año parecían haber sido una pareja feliz. Y aunque ahora estaba enfadada con él porque había sido muy imprudente, aún así siempre le era leal. Cressida suspiró. Era una situación demasiado compleja para su mente atribulada.

Deshizo su maleta y en el fondo encontró el velo azul de Roxelana. No lamentaba haberlo traído, pero mientras se lo amarraba distraídamente en una mano, reconoció una coincidencia inquietante. Era como si hubieran desgarrado una cinta tirando de los dos extremos, cuando hubiera sido mucho más fácil un corte limpio.

Había terminado. Terminaría una vez que Tris… Una vez que el duque de Saint Raven recuperara las joyas que tenía Miranda Coop. ¿Podría abrir la estatuilla rápidamente en cuanto tuviera una oportunidad?

¡Oh! Si lo hubiera pensado, podría haberle hecho venir a casa para practicar con la que había allí…

No. El duque de Saint Raven nunca podría venir a su casa. Los sirvientes especularían. Tampoco hubiera estado bien meter a un amante completamente mojado en el estudio de su padre. Pero le podría haber dado la estatuilla. ¿Por qué no había pensado en eso en su momento?

Su vida reciente parecía un desfile de especulaciones, y ninguna valía verdaderamente la pena. El pasado no se podía cambiar. El futuro, sin embargo, sí. Se la podía enviar, pero suspiró de frustración pues le venían a la mente los mismos problemas. ¿Cómo explicaría que tenía que enviar algo al duque de Saint Raven mientras llovía a cántaros? Nada, nada podía relacionarlos.

De pronto se dio cuenta de lo cierto que era eso. Nadie de Stokeley Manor debería preguntarse nunca si la hurí de Saint Raven podía haber sido la aburrida señorita Mandeville, la hija del mercader. Ni siquiera cambiaba nada el hecho de que Stokeley hubiera sido la casa de su padre, y esas estatuillas su propiedad.

Sin embargo, si a alguien se le ocurría llegar a pensarlo, eso era un asunto completamente diferente. Su manera de protegerse contra la ruina sería hacer que esto fuera del todo imposible, y que nunca se pudiera establecer ninguna relación entre ella y el duque. Reconocía el terrible dolor que le producía ese panorama, pero no había ninguna diferencia real, pues de todos modos sus mundos no tenían nada que los relacionara.

Pensó de manera práctica. En esos momentos él debía estar ya con un nuevo traje de camino a casa de Miranda Coop. Miró hacia afuera y comprobó que llovía menos. Había sido una tormenta de verano. No se mojaría demasiado. ¿Tal vez una hora?

Se estaba volviendo loca esperando, así que se dispuso a comenzar la tarea que se había asignado hacer: el inventario de los objetos vendibles. Comenzó por el comedor. El centro de mesa de plata con tigres le dio alguna esperanza. Eso les pertenecía, también la porcelana. Tal vez sería suficiente para sobrevivir mínimamente, incluso sin las joyas…

Tris se dirigió a la casa de Miranda Coop con desgana, incluso resentido. Maldita Cressida Mandeville por obligarle a hacer eso. Maldita mujer por todo lo ocurrido; por obligarlo a ir a casa de Crofton, por ponerse ella misma en peligro, por sus risueños ojos grises, sus curvas seductoras, su insensata curiosidad, su espíritu y su voluntad… «Oh, diablos.»

La lluvia le había obligado a viajar en el carruaje, de manera que un auténtico mozo de cuadra salió a abrirle la puerta. Bajó y se quedó mirando la puerta pintada de verde. Entonces relajó la expresión y llamó a la puerta. Le entregó una nota a Miranda solicitando que lo recibiera; no dudaba que aceptaría. Obtuvo su previsible respuesta enseguida, y aunque venía en un elegante papel color crema, éste no estaba perfumado.

La casa era mejor de lo que esperaba. Al margen de la moda, pero en una nueva zona de casas adosadas, tranquilas y bien mantenidas. Miranda era una de las cortesanas más famosas de Londres, pero parecía saber cómo ser discreta. Era una amante muy demandada que se negaba a establecerse como querida de un solo hombre, por más que pagase cifras exorbitantes por sus favores. Él se preguntaba cuánto habría pagado Crofton para hacer que atendiera sus asuntos. También se preguntaba por qué había usado a Crofton para conseguir una estatuilla que probablemente no valía ni cincuenta guineas en una subasta. Demasiados interrogantes e improbabilidades para sentirse cómodo.

Una doncella de mediana edad con cara imperturbable abrió la puerta, y en un momento estuvo ante La Coop. Le hizo una reverencia de cortesía.

– Qué placer haberme encontrado con usted la otra noche, Miranda.

Ella inclinó la cabeza.

– Por favor, su excelencia, siéntese.

Ella se acomodó elegantemente en el sofá, dejándole a él la opción de sentarse.

Él eligió una silla frente a ella mientras hacía rápidos análisis. Miranda Coop tenía un buen número de máscaras. En fiestas desenfrenadas podía ser salvaje; pero en la ópera y otros espectáculos parecía una dama, aunque fuera un disfraz. En su casa, al parecer, le gustaba mostrarse como una digna propietaria. Su vestido verde oliva era a la última moda y dejaba ver sus exuberantes encantos, y sin embargo lo podía haber llevado la propia princesa Charlotte. Iba maquillada, aunque discretamente, y su único fallo es que hablaba con un deje de acento cockney.

– Qué sorpresa encontrarle en casa de Crofton, Saint Raven. Pensaba que estaban enfadados. Me pagó muy bien… Él sonrió ante la sutil pregunta. -Mi pequeña hurí insistió en ir.

– Ah, entonces espero que le pague bien. Perdóneme, pero me pareció un poco… inexperta.

– Creo que la palabra es inocente. Los ojos de ella brillaron.

– Qué novedad para usted. Supongo que ya no lo sigue siendo. Esa verdad le dolió y tuvo que hacer un esfuerzo para mantener la sonrisa.

– No, ya no, claro. -Tuvo que confesarlo, aunque se sintió repugnante por hablar de Cressida con esa mujer. Pero tenía que hacerlo. Por Cressida.

– Es la razón de esta visita, Miranda. Mi querida turca se encaprichó de una de las estatuillas de Crofton. Cuando fui a comprársela parece que usted ya se la había… ganado.

– Pagué por ella -lo corrigió-. Y bastante dinero.

Eso decía algo sobre Crofton proviniendo de una puta, e hizo que a Tris le preocupara la razón por la que quería la estatuilla. Pero era imposible que ella lo supiera.

– Ya veo. Por supuesto estoy dispuesto a pagarle, dentro de lo razonable, lo que crea que vale el objeto. Usted mejor que nadie sabe cómo somos los hombres cuando estamos en el primer arrebato del amor. Mi hurí quiere ese pequeño regalo, y haré lo que pueda por conseguirlo.

Ella ladeó la cabeza.

– No tengo gran necesidad de dinero, su excelencia.

– Entonces es una puta muy poco corriente.

Fue deliberadamente rudo, pero no vio manera de retroceder.

– Sí, lo soy. No soy propiedad de ningún hombre porque mi apetito es demasiado grande para uno sólo. Y además -añadió mientras lo miraba de arriba abajo-, me gusta la variedad.

Aunque algunas partes del cuerpo de Tris reaccionaron al mensaje que le enviaron los ojos cómplices de ella, sabía que no quería acostarse con esa mujer. No, la reacción no era lo suficientemente fuerte. Le repugnaba la idea de estar con esa mujer en la cama, cosa que le sorprendió. Pero hizo un gran esfuerzo de autocontrol para no demostrárselo.

– Eso es lo que la hace ser una puta -señaló.

– ¿Y qué es lo que le hace ser a usted un duque, su excelencia?

Se puso de pie por un acto reflejo.

– Es una impertinente.

Ella lo miró hacia arriba sonriendo con los ojos encendidos. Lo deseaba. Él lo percibía, y le hormigueaba la piel.

– Usted no cobra -dijo ella-. Es verdad, pero también es promiscuo.

Maldición. La insolencia de la mujer lo estaba acorralando. Si no reaccionaba adecuadamente, se daría cuenta de que la estatuilla era importante para él.


– Imagino que no me está sugiriendo que me prostituya con una prostituta. ¿Quiere que venda mi cuerpo por una talla de marfil? La expresión de ella era vigilante.

– Usted solicitó este encuentro, su excelencia.

– Para complacer el capricho de una muchacha. Se dio la vuelta y dio unos pasos.

– Ya está bien. Buenos días.

– ¡Su excelencia!

Se detuvo en la puerta y se volvió hacia ella evitando mostrar la menor señal de esperanza. Ella estaba de pie y no parecía nerviosa sino expectante.

– Me he equivocado, su excelencia. Asumí que sabía lo que buscaba en mí. Casi todos los hombres invariablemente -dijo con ironía- me desean. Cualquier intercambio previo es mero divertimento.

El corazón de Tris latía como si estuviera ante una jugada de dados crucial.

– Entonces, ¿podemos acordar un pago en dinero? Ella lo consideró.

– Realmente no necesito dinero, su excelencia. Estoy en Londres en agosto, cuando la haute volée se ha marchado, sólo para descansar. El asunto de Crofton -dijo encogiéndose de hombros- fue una diversión. Siempre me ha gustado ser directa y quería saber hasta dónde llegaría.

– A menos que acepte una cantidad razonable de dinero, señora, está haciéndome perder el tiempo.

– ¿Y si el precio es que me acompañe la semana que viene a la fiesta de sir James Finsbury en Richmond?

– ¿No tiene acompañante? -preguntó, evaluando esta nueva jugada. Tenía que confesar que aunque no quería hacer nada en la cama con Miranda Coop, era una oponente interesante. Finsbury era un amigo, y tenía una invitación para asistir a la fiesta. Aparentemente iba a ser medianamente respetable, pero en realidad se trataba de una combinación subida de tono de parejas de caballeros acompañados de sus putas.

– Claro que no, su excelencia -dijo inclinando la cabeza-. Me parece que no comprende la esencia de mi negocio. Todo, todo es la reputación. En el aspecto físico -hizo un gesto de descartar algo con la mano suelta- mi reputación está bien establecida. En otros tengo que hacer esfuerzos continuamente.

»Usted, mi duque, es el mejor premio que se puede tener. Todas las señoritas virtuosas desean casarse con usted, y a cualquier mujer le gusta ser objeto de su admiración. Si llego a casa de sir James cogida de su brazo, mi caché subirá varios peldaños.

– Pensaba que ya se encontraba en lo más alto.

– Qué amable. Pero en este negocio no existe la cumbre. Y siempre hay muchas empujando con fuerza desde abajo.

– Estoy seguro de que usted sabe cómo taponarlas.

Ella se rió pareciendo realmente divertida.

– La mayoría son unas imprudentes, ¿no cree? Incluso Miranda Coop sobrevivirá un día a sus encantos. Pero pretendo tener mucho dinero para cuando me retire, su excelencia, aunque los amigos también podrán ser útiles. Entonces, ¿le ofende mi proposición? Doy por supuesto que asistirá, y no hace falta que le diga que mi cuerpo no está incluido en esta ganga. Para eso, su excelencia, tendrá que pagar, y mucho. Yo nunca llegaré a pagar por un hombre.

Él se rió ante la clara insolencia de la mujer.

– ¿Por qué le compró esa figurilla a Crofton?

Ella lo miró, y después se rió.

– Porque usted intentó comprarla, lo que demostraba que su pequeña hurí se había prendado de ella. Sé cómo son los hombres al principio de estar enamorados, y yo deseaba que usted me visitara. Sencillamente ésta es la verdad.

Y probablemente lo era. Él maldijo en silencio la razón que le había llevado a eso, pero no era tan terrible. No le gustaba estar atado de manos, pero acompañar a Miranda a la fiesta de Finsbury era soportable. El peligro era que sospechara la verdadera importancia de la estatuilla. ¿Cómo hubiera reaccionado él si su historia hubiera sido cierta?

– Quería llevar a Roxelana a la fiesta de Finsbury. Ella se limitó a esperar. Y si pretendía jugar, sin duda era excelente.

– Muy bien. Le enseñaré a la muchacha a no ser demasiado exigente, así que el fin de semana descansaré de ella. Sin embargo, no le prometo más que llegar juntos, y si así lo deseo, me podré marchar después.

– No creo que eso sea nada bueno para mi reputación, su excelencia.

Él se obligó a sonreír.

– Su audacia es divertida Miranda, pero no ponga a prueba mi tolerancia. Muy bien. Me quedaré por lo menos una noche.

¿Cómo se tenía que comportar? ¿Cómo? Pidiendo más.

Dejó que sus ojos examinaran los encantos de Miranda.

– Valdrá la pena si me enseña sus habilidades gratis. Me enamorará y ésa será su coronación como reina.

Ella bajó los párpados aunque no dejó de observarlo, y a pesar de él mismo, su cuerpo reaccionó a la mirada.

– Muy considerado -dijo mientras sonreía moviendo la lengua por el borde de su labio superior-. Ya veremos qué hacemos, su excelencia.

Estaba jugando con él como con un pez, maldición, pero respondió con otra sonrisa.

– Aparentemente lo haremos. Ahora, la estatuilla. Los ojos de ella se abrieron ¿sorprendidos? -Se la daré el fin de semana, su excelencia. -¿Se atreve a dudar de mi palabra?

No pudo saber si la había impresionado, y si así fue lo disimuló enseguida. Entonces ella lo miró duramente mostrando su verdadera edad.

– Soy una puta, su excelencia. Los hombres no parecen considerar que su palabra los obligue conmigo.

Tris recordó la estupefacción de Cressida y el placer que sintió al haberle pedido su palabra y por haberla creído. Lo conmovió cuando tenía que ser inconmovible. ¿Y ahora qué? Podía pujar por la estatuilla, pero no debía parecer que le importaba demasiado.

Se encogió de hombros.

– Como quiera. A la muchacha no le pasará nada si tiene que esperar. ¿El viernes a las cinco?

Ella respondió con una reverencia de cortesía. -Es usted muy amable, su excelencia.

Tris se inclinó y se marchó sin permitirse resoplar ni respirar hondo hasta que no volvió al carruaje. ¡Maldita fuera esa mujer tan insolente! ¿Tendría que haberla mandado al diablo? ¿La habría convencido de que su petición no era más que un capricho y no una necesidad? Errores, errores. Había cometido una cadena de errores. ¿Sería éste uno más? Pero su orgullo se rebelaba por estar siendo utilizado de esa manera.

¡Comprado!

Casi tan malo como ser una puta. Tal vez, pensó estirando las piernas, ya era hora de llevar a cabo un pequeño hurto.


Miranda Coop suspiró. ¿Por qué había hecho eso?

Porque quería la gloria de aparecer con el duque de Saint Raven del brazo delante de sus rivales. Se contaba que los indios americanos colgaban en sus lanzas las cabelleras de sus enemigos derrotados para demostrar su valor. Ella quería colgar en su lanza ir acompañada de Saint Raven. Con eso sería suficiente, pero ante tamaña oportunidad, tal vez también podría tenerlo a sus pies. O si no, en su cama.

– Uno de estos días -dijo en la habitación vacía- tus impulsos te meterán en un problema, Miranda.

¡Y ese día podría estar próximo si no devolvía esa maldita estatuilla!

Podía ir a ver a Crofton y conseguir alguna otra. Pero probablemente las habría regalado como premios tal como había planeado. De modo que tendría que descubrir quiénes las habían ganado, y quiénes tenían las que eran iguales a la suya.

Le tomaría demasiado tiempo, y ella no podía estar segura de que Saint Raven y la tipeja turca no advirtieran la diferencia. Soltó un resoplido y se paseó por la habitación. Sólo había una manera segura. Tendría que encontrar a Le Corbeau y pedirle la estatuilla. Conseguirla no le sería difícil si lo encontraba, aunque medio Londres estaba intentando atraparlo.


Entonces se detuvo. Conocía a alguien que le podría ser útil. Peter Spike de Saint Albans. Aparentemente era un próspero mercader, pero por detrás vendía objetos robados. Se sentó para escribirle una carta, y después se la entregó a Mary para que la llevara a la oficina de correos. Peter le prometió que podía encontrar a Le Corbeau. Ella se rió fríamente. Con lo que le ofreció, le encontraría hasta al mismo diablo.

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