CAPITULO 10

Se giró en los brazos de Saint Raven para mirarlo a la cara, evitando que su cuerpo tan lleno de deseo la distrajera, aunque el tacto de la seda sobre la seda, y ésta sobre su piel, la hacían arder de deseo.

– ¿Qué vamos a hacer?

Él también parecía pensativo, y para nada afectado por el tacto de la seda sobre su piel.

– Lástima que no tengamos la que cogió su padre. La podríamos haber cambiado por otra en un momento de distracción.

– Tenía que haberlo pensado.

– Esperaba tener un momento para extraer las joyas. -Es cierto.

Tris apoyado contra la pared, cambió de postura, haciéndole sentir esa sensación febril en la piel, atormentando su olfato con el cálido aroma del sándalo y algo más, algo más profundo y misterioso… Alejó la mente de ese abismo.

– ¿Qué hacemos ahora?

Le vinieron lascivas respuestas a la mente mientras lo miraba, deseando irracionalmente ver la misma necesidad reflejada en su rostro.

– Salgamos de aquí -le dijo, y poniendo un brazo alrededor de su cintura para alejarla del tesoro, dejaron el salón.

No había mucha gente en el vestíbulo y la puerta principal estaba cerrada. Una fuerte campanilla sonó sobresaltándola: era el antiguo reloj principal que anunciaba las once de la noche, como un involuntario testigo horrorizado por tanta decadencia.

Faltaba una hora para el concurso. ¿Haciendo qué? Ser parte de otra lujuriosa exhibición le apetecía tanto como que la quemaran viva. ¿Y cómo iban a conseguir la estatuilla? Sabía que no podía participar en el juego, pero no aceptaría irse sin ella. Haber llegado tan lejos para nada, era increíble.

Por el momento seguía a Saint Raven, que la llevaba hacia el fondo de la casa. Si estaba buscando privacidad, no la encontraría fácilmente. Había gente por todas partes, en parejas y en grupos, tanto por los pasillos como en las habitaciones, todos comportándose disipadamente. Cressida estaba asombrada de la cantidad de gente que se besaba, acariciaba e incluso copulaba por los pasillos. Pero lo que más le impresionaba era el deseo que inundaba su cuerpo al escuchar los agitados jadeos que llenaban el lugar.

Se concentró seriamente en Saint Raven para no ver nada más, a pesar de que esto le causaba una serie de pensamientos que no quería tener. Una mujer chillaba, mientras un hombre gemía de placer. Un dolor abrasante atravesó su entrepierna y escuchó a alguien murmurar una blasfemia. ¿Provendría acaso de Saint Raven? Su brazo se tensó, acelerando el paso por el pasillo hasta que se dieron de bruces con un grupo.

¿Grupo? Se trataba realmente de un nudo de cuerpos. Una de esas putas jovencitas estaba de rodillas besando… ¡no podía ser! Saint Raven la obligó a darse prisa, llevándola casi por los aires. Sentía que sus piernas le fallarían en cualquier momento, haciéndola tropezar o caerse al suelo… donde tal vez él… Era un sinvergüenza, seguro que lo haría. Ese lugar dentro de ella palpitaba con más fuerza que su propio corazón.

De pronto él se detuvo en una esquina que estaba tranquila.

– ¿Se le ocurre algún sitio donde haya un poco de privacidad? ¿Una bodega? ¿Un ático? Sonaba desesperado.

Una feroz excitación le recorrió cada una de sus alteradas terminaciones nerviosas y su cuerpo caliente. Había dicho que no haría demostraciones públicas y ahora estaba desesperado por un poco de privacidad.

– La cocina no; hay sirvientes -explicó ella-. En el ático están los desvanes y los cuartos de los criados, lo podemos intentar.

No podía ni hablar correctamente.

– Esperemos que los demás no tengan la misma idea.

– Pues salgamos fuera.

– Buena idea. ¿Cuál es la salida más rápida?

Esta vez fue ella quien lo guió, tan ansiosa como él de encontrar privacidad y lo que viniera a continuación, aunque fuera a dar un paso hacia el infierno. Al salir, Tris exclamó:

– Gracias a Dios.

Una fresca brisa campestre sopló sobre la caliente y húmeda piel de Cressida, llevándose parte de su locura con ella. El pecado seguía palpitando en su interior y cosquilleando su mente llena de nuevas informaciones, pero al menos ahora podría controlarse. Tal vez.

«¡Recuerda! -se ordenó a sí misma, mirando la luna blanca y pura-. No deseas perder tu virtud con un sinvergüenza en una orgía.»

– Vaya por delante que conoce el camino -le dijo-, incluso con luna llena no se ve bien.

– ¿Qué estamos buscando?

– Un lugar para esperar hasta la media noche sin tropezamos con nadie.

Medianoche. El concurso.

– Pero dijo que no competiríamos.

– Por supuesto que no, pero nos puede surgir una ocasión. Nos llevaremos las joyas antes o después del concurso. Los ganadores seguro que serán bastante peculiares, y a saber si estarán lo bastante sobrios como para darse cuenta del extravío.

Así de sencillo podía resultar; mientras tanto tenían una hora.

– Entonces ¿dónde? -le insistió.

– ¿Los establos? No, ahí estarán los mozos. ¿La cervecería? -Si se puede evitar, mejor. Siempre huele mal. -Los almacenes… estarán cerrados. La lavandería… -intentó recordar la casa.

– ¡El horno! -exclamó-. Aunque lo hayan usado hace un rato, dudo que haya alguien ahí ahora. No hay nada desagradable en el olor a pan caliente.

– En absoluto. La sigo, pues, Roxelana.

Puso la mano sobre la suya, claramente esperando que lo guiara hasta allí, lo cual ella hizo disfrutando del leve y cálido tacto de su piel, como un mendigo hambriento lo haría con unas migajas. Con el corazón palpitando y la boca seca, lo llevó rodeando la alborotada y escandalosa mansión. Algunos de los invitados también habían salido. Las sombras y los arbustos cobraban vida con las risillas que provenían de ellos, delatando así diversión y comportamiento disoluto. Su traviesa imaginación la tentó a llevarse al duque de Saint Raven a los arbustos. Se imaginó llena de barro, paja y hormigas. Cerca de los establos había ortigas. «Piensa en las ortigas, Cressida.» Una picadura podría hacerla olvidar su estado febril.

De los establos salía tanto ruido como de la casa. Alrededor estaba lleno de carruajes y los campos cercanos de caballos; todos los cocheros y mozos de cuadra parecían haberse instalado en los establos a beber en compañía de unas cuantas mujeres chillonas.

– Ya veo por qué envió su carruaje al pueblo. Pero ¿no se sentirán sus hombres discriminados?

– No tanto como si me los llego a encontrar borrachos. ¿El horno está al lado de la cocina?

Al oír el tono drástico de su voz, avivó el paso y cruzaron por delante de la cocina. Se detuvo ante la sencilla puerta de madera del horno de pan, la abrió cautelosamente y se sintió bienvenida por un bendito silencio y el cálido aroma del pan horneado. La envolvió como un antídoto a la locura que reinaba por todas partes esa noche. Era un lugar demasiado sano para el pecado. Le soltó la mano y se adentró en la oscura seguridad del interior.

– Imaginé que su padre tendría este lugar tan bien cuidado como una torre -dijo al cerrar la puerta, dejándolos en una oscuridad sólo rota por la luz de la luna que se filtraba a través de tres ventanas altas.

– No hay una puerta que lleve de la casa hasta aquí -le contestó separándose unos centímetros de su tentación.

– Aún así, hay cosas que robar.

Se dirigió al otro extremo de la estancia, lo cual a Cressida le provocó alivio aunque también una ligera decepción. Rogó que no se le notara.

– No hay nada de mucho valor aquí. Cuencos, quintales de harina, rollos de amasar.

– Hay quienes están tan desesperados que roban lo que sea.

– Es verdad -pensó en alto un instante-. Tal vez mi padre tuviera más miedo de que lo asesinaran por la noche, que de que le robaran. Las posesiones no parecen importarle demasiado.

– Eso es evidente.

En su tono había un directo reproche, pero en ese momento ella no iba a discutir ese asunto. Tampoco estaba segura de que fuese un tema que debatir. Se frotó los brazos, luchando por no desear que la tocara.

– Por las historias que me ha contado mi padre, supe que ganó y perdió muchas fortunas, con sus negocios, no con las cartas. En la India siempre hay oportunidades para un hombre valiente y listo, dice él.

– Y en Inglaterra, incluso después de habérselo jugado todo, tenía las joyas como respaldo.

Ella sólo podía ver su contorno plateado bajo la luz de las ventanas, mientras exploraba el otro extremo del lugar. Cressida lo observaba recordando los detalles de la habitación. La gran mesa para amasar, dar forma y enrollar la masa; justo al lado, el estante con los rollos, cuencos y pequeños recipientes.

– Muy aventurero -observó él-, pero no lo bastante como para arriesgarlo todo. Me pregunto cómo cometió ese error.

– Tiene mal la vista, igual que yo.

– O deseaba perderlo todo.

Cressida miró su sombra en la oscuridad.

– ¡Eso es absurdo!

– ¿Ah, sí? Mi teoría es que la gente suele conseguir lo que realmente desea, por muy indeseable que parezca en la superficie. Hay quienes encuentran la calma tan intolerable que la destruyen cada vez que la consiguen. Tal vez su padre se sentía tan atrapado por su predecible vida inglesa que intentó escapar de la única manera que sabía.


– ¿Buscando una nueva aventura? -lo dijo con incredulidad, a pesar de percibir algo de verdad en lo que decía-. Pero ¿y nosotras? ¿Y mi madre?

– Tal vez por eso su mente está congelada. Tal vez se olvidó… ¡Ah, no! Se volvió loco al perder las joyas ¿no es así? Eran para usted y su madre. Tuvo que ser como haber molestado a un tigre para divertirse y después descubrir que se ha comido a los suyos.

Cressida se puso las manos en la cara, encontrándose con una máscara y un velo. Se los quitó y los tiró al suelo, percibiendo cómo el velo caía más lentamente. Deseó poder negar el análisis de Saint Raven, pero sonaba sensato y demasiado verdadero. No había conocido a su padre hasta después de muchos años, pero comenzaba a sentir un creciente resentimiento hacia él. Seguro que había deseado volver a Inglaterra, reunirse con su mujer y su hija y estar en los más altos niveles sociales como sir Arthur, un rico mercader.

¿Había sido consciente de lo que había hecho? ¿Y por qué?

– Todas esas historias -dijo-. Fortunas ganadas y perdidas. Jugando con su vida. ¿Cree que sabía lo que hacía? ¿Que buscaba el riesgo?

– ¿Quién sabe? Pero he conocido a hombres así y nunca admiten saber nada. Se quejan de su mala fortuna, pero siguen haciendo lo que la causa.

Movió algo que provocó un pequeño estruendo.

– ¿Qué es esta enorme caja de madera?

Ella se alegró de tener una pequeña distracción.

– La palangana para amasar. Solía venir de vez en cuando a mirar. Me fascinaba ver cómo hacían el pan; era algo nuevo para mí, ya que siempre lo habíamos comprado en una tienda de nuestra calle.

¡Qué provinciano le parecía ahora! Estaba segura de que el duque de Saint Raven nunca había comprado el pan en una tienda.

– Me encantaba la panadería de Lea Park -le dijo, como para confirmar que se equivocaba-. No miraba cómo lo hacían, pero siempre estaba caliente y tenía ese característico olor a pan amasado. Todo un alivio para los chicos hambrientos.

– ¿Es Lea Park su hogar?

– ¿Qué es un hogar?

Esa extraña pregunta se le quedó en la mente.

– El hogar es donde está la familia.

– Su padre estaba en la India, pero la India no ha sido su hogar.

– El hogar por lo tanto es donde una persona crece.

– Hasta que se mudan.

Ella no sabía que hacer; la conversación no conseguía hacerla volver en sí, y el simple soplo de su voz le erizaba la piel y hacía que su respiración se volviese más profunda. O tal vez eran sus manos, que le cosquilleaban por querer tocarlo. Deseaba con locura apoyar la cara en su pecho para inhalar el aroma a sándalo que ahora sentía. Incluso bajo el olor del pan recién hecho…

Dio unos pasos hacia atrás y se encontró con el cálido y suave arco de escayola del horno de pan. Dejó que eso la confortara y se concentró en lo que le había dicho, en aquello que no había comprendido.

– O sea ¿que Lea Park es su casa? ¿Dónde creció?

Vio cómo él también se acomodaba, seguramente con las caderas apoyadas en el marco de la ventana.

– No, crecí en Sommerset, en una casa llamada Cornhallows. Una pequeña mansión no muy diferente a ésta. No tenía horno porque estaba cerca del pueblo donde había un panadero.

– Entonces compraba el pan de la tienda. -No respondió inmediatamente, lo cual la desconcertó-. Suena como si fuera un hogar agradable.

– Lo era hasta que mis padres murieron.

La pena que desprendían sus palabras fue directamente a su corazón, haciéndole olvidar sus carnales deseos.

– ¿Cómo?

– Se ahogaron mientras cruzaban el Severn.

– ¿Los dos juntos? -No podía imaginarse algo así.

– Intenté quedarme en Cornhallows, pero claro, nadie quiso hacerse cargo de un niño de doce años. La casa era de alquiler, así que ahora viven allí otras personas.

Cressida suspiró, sintió la aspereza del aire en su garganta al imaginarse a ese pobre niño. Doce años. No era extraño que se preguntara qué era un hogar.

– Pero ¿su padre no era el duque?

– El duque era mi tío, aunque por entonces yo ya era su heredero.

– ¿Por eso se fue a vivir con él a Lea Park?

No podía. No sabía mucho del duque de Saint Raven, pero Lea Park no sonaba apropiado para él. De pronto le asaltaron un montón de recuerdos: el duque en la distancia, en el teatro, los salones de baile y las soirées siempre riéndose y lleno de vida. Siempre siendo el centro de atención de cada evento, como un ciervo en una cacería.

– Lea Park es donde vive el duque de Arran. Era un amigo de mi padre que accedió a ocuparse de mí. Me eduqué con su familia y así aprendí todo lo relacionado con el ducado.

Aunque esta charla amistosa parecía ser el perfecto antídoto para el deseo, ahora Cressida se sentía atrapada por una nueva locura. Necesitaba saberlo todo sobre este hombre, necesitaba comprenderlo y poder darle apoyo. Era una nueva e irresistible locura en medio de la fragrante oscuridad.

– ¿Por qué no se fue a vivir con el duque de Saint Raven?

Escuchó una irónica risilla.

– Yo no era la persona más querida en Saint Raven's Mount. Mi padre y mi tío se habían llevado mal casi desde la infancia. El duque, en mi casa nunca lo llamaron de otra manera, tenía diez años más. Por lo visto había sido siempre un arrogante, y mi padre se negaba a doblegarse ante su hermano. Era un desenfadado iconoclasta.

– ¿Un republicano? -le preguntó sorprendida.

– No ardientemente, pero cualquier enemigo de su hermano era su amigo. Un niño de doce años no entiende de esas cosas, pero dejó una especie de diario en el que aprobaba la Revolución Francesa. Sin duda alguna hubiese dado gritos de júbilo junto a la guillotina si al duque le hubiesen cortado la cabeza.

– No puede ser.

– Nunca lo sabremos. Pero no creo que quiera escuchar más sobre la sórdida historia de mi familia.

¡Claro que quería saberlo todo sobre él!

– Seguro que a toda Inglaterra le encantaría conocer la historia íntima de su familia, mi señor duque.

Fue recompensada con una risotada que sonaba genuina.

– Muy bien, entonces continúo: mi padre y el duque se odiaban y era algo que tenía mucho que ver con la sucesión. Para el duque era una tarea sagrada mantener a su hermano loco lejos de su alcance. Confieso que de algún modo lo entiendo, teniendo en cuenta cómo mi padre hacía gala de sus ideas revolucionarias. Cada nueva hija que tuvo mi tío debió haber sido una terrible decepción y siempre se lo manifestó a su esposa. No era el tipo de mujer que acabaría apocándose ante tal actitud, así que se volvió dura y amargada. Lo cual es algo por lo que doy las gracias, ya que así no me enviaron a vivir a Mount Saint Raven. Juró no vivir nunca bajo el mismo techo que yo.

– Qué absurdo. Si hubiese sido buena, podría haberse convertido en un hijo para ella.

Volvió a reír.

– Querida Cressida…

Su tono incrédulo le provocó un escalofrío.

– ¿Cree que había algo de maternal en ella? Incluso la duquesa de Arran veía a sus hijos una hora al día hasta que tuvieron una edad en que le parecieron más interesantes. Creo que mi tía no hacía ni eso. Sus hijas crecieron en una casa separada hasta que empezaron su formación. Luego las trasladaron a Mount Saint Raven, y entonces tuvieron que empezar a presentarse ante ella para que las examinara en sus logros como damiselas. Imagino que la vida en Matlock es algo distinta ¿verdad, Cressida?

– No hace falta ese tono irónico. Supongo que tampoco es como la vida en Cornhallows.

– Touché. Por lo que sé, a mi tío le dio un ataque de ira cuando supo de mi nacimiento. Sospecho que a mi padre le hubiese gustado pasear a seis niños delante del duque sólo para hacerlo rabiar, lo cual podría haber acabado con él. Pero mi padre se casó tarde y tuvo la coherencia de no casarse con una jovencita. Mi madre tenía treinta y cinco años, y era una mujer independiente y muy inteligente.

Cressida sintió el gran cariño que le tenía. Detrás de su cinismo y amargura adulta ¿seguía hiriéndolo esa terrible pérdida infantil?

– ¿Ya no pudo tener más niños?

– Por lo visto, no. Tuvo dos pérdidas tras mi nacimiento y tal vez mi padre se aseguró de que no volviera a concebir. Ella era mucho más valiosa que la rivalidad que tenía con su hermano. La temprana muerte de mi padre debió haber sido un alivio para los duques, pero no lo bastante.

Deseó estar más cerca de él y poder acariciarlo con afecto. -¿Era realmente tan odioso?

– Oh, sí que lo era. Me lo encontré una vez en Londres, tenía dieciocho años y recuerdo cómo me impactó su odio. El duque ni me miró, pero la duquesa… Si por ella hubiese sido, me habría clavado una daga en el corazón, y si no lo hizo fue por temor a la horca.

Era tan difícil para Cressida imaginarse todo esto que se limitó a sacudir la cabeza.

– Pero ¿Lea Park fue un buen hogar?

– Gracias a los Peckworth. Son una buena familia.

Peckworth. Los recuerdos de Cressida se conectaron.

– ¿Lady Anne Peckworth es la hija del duque de Arran?

– ¿La conoce?

Cressida casi se ríe; de hecho podía haber acabado haciendo obras de caridad con la hija del duque, lo cual era una de las maneras de entrar en los círculos de la alta sociedad.

– La vi con usted en Drury Lane. Era el estreno de Una mujer atrevida.

«Y usted besó su mano de una manera que hubiese roto mi corazón si fuese lo bastante tonta como para que me importara.»

Se quedó pensando en la imagen de él con lady Anne, mirándose a los ojos, con complicidad e intimidad. Si tenía alguna tentación de ponerse a soñar con él, se recordaría que ya estaba comprometido. Intentó sentir lástima por lady Anne, atrapada por ese irresponsable libertino, pero no lo consiguió. Tal vez las migajas sí que merecían la pena.

– Una obra divertida ¿no le pareció?

Sus palabras la sacaron de sus pensamientos.

– ¿Divertida? Mucho. A mi madre no le gustó demasiado, pero mi padre se partió de risa.

– ¿Y usted?

Recordando aquella noche, se sorprendió de toda la atención que le había prestado a la obra teniendo en cuenta que podía haber estado mirándolo a él.

– Creo que me perdí algunas de las referencias ingeniosas del diálogo.

Lo vio moverse y, aunque sus zapatillas asiáticas eran muy silenciosas, escuchó cómo cruzaba la oscura estancia acercándose a ella.

– ¿Se le ilumina la mente ahora? -le dijo mientras se aproximaba.

– Un poco.

Recordó un chiste de la obra sobre gallos altivos, lo cual parecía tener sentido en este momento. Lo tenía casi delante de ella y otra vez sintió que se inundaba de deseo.

«El propósito. La búsqueda. ¡Piensa en eso, Cressida!»

– ¿Qué vamos a hacer? -dijo de pronto.

En el horno había un reloj para que los panaderos controlaran cuánto tiempo llevaban en el fuego sus hogazas, pero no lo veía en la oscuridad. Aún tenía que pasar toda una hora y él estaba demasiado cerca, a sólo unos centímetros de ella.

Se dio la vuelta, intentando evitarlo con disimulo. De pronto tocó la puerta de acero del horno, pero retrocedió creyendo haberse quemado, aunque no estaba caliente. Bajó el pomo, dejándola abierta entre ellos dos y un aromático olor salió de su interior.

– Deben haber horneado los panes y tartas hoy mismo.

«Suculentas tartas, largas barras de pan. ¡No pienses en eso!» El se pasó hacia el otro lado de la puerta, acercándose. Necesitaba una nueva barrera.

– ¿Y qué hay de lady Anne?

– ¿En qué sentido?

– Dicen que se va a casar.

Estaba cada vez más cerca.

– Los rumores, como siempre, se equivocan. Es mi hermanastra y está enamorada de otra persona.

Su loco corazón le dio un vuelco y él enseguida le preguntó:

– ¿Celosa?

– ¡No! -Cressida se echó hacia atrás, pero estaba atrapada y con la espalda contra el horno.

– Somos camaradas por esta noche, Cressida. Ni más ni menos que eso, y me gustaría tenerla en mis brazos.

Dio un paso hacia ella, y atrapándola con su calor y dureza contra el cálido horno, la cogió por las caderas y bajó la cabeza para besarla en medio de la oscuridad que provocaba su cuerpo. Eso no estaba bien. Peor aún, era una locura. Toda esta conversación sobre su familia y sus penurias de la infancia podían no haber sido más que un truco de este sinvergüenza para ablandarla, ya que había provocado una intimidad que no existía entre ellos.

Aún así, le había advertido lo que había. Nada más ni nada menos. Tenían esa noche, sólo esa noche. Creyó que sus labios intentaban expresar eso mismo contra los suyos. Fuera lo que fuese lo que estuvieran haciendo, hacía que su confusión se transformase nuevamente en fiebre.

– ¿Qué hace?

– Darle placer -murmuró-. Confíe y ríndase al placer.

– No debería. No debiéramos. ¿Qué estamos haciendo?

– Explorar. Explore conmigo, ninfa y probaremos todos los placeres.

– Marlon, un poema muy pícaro.

Retrocedió un poco, pero seguía atrapándola con sus brazos.

– No huya de esto, Cressida. Tiene el nombre y el corazón de una exploradora. Explóreme, Cressida Mandeville.

Rozó su boca con la suya provocándole más tormento aún que un beso.

– Vamos, pequeña. Explore. Le prometo que la llevaré de vuelta a buen puerto.

Deslizó las manos por sus brazos para encontrarse con las suyas y llevarlas a su costado.

– Suélteme la blusa.

Afortunadamente estaba apoyada contra el horno, lo cual evitó que se cayera al suelo. Con sus manos sobre las suyas muy poco a poco fue soltando su blusa de satén por fuera de sus pantalones y… ¡Oh, Dios! Presionó las manos contra su piel caliente. Las mantuvo ahí un momento y luego recorrió nuevamente sus brazos y hombros para acariciarle suavemente el cuello. Ella no pudo contener las ganas de estirarse y echar la cabeza hacia atrás contra el horno. Tampoco pudo evitar flexionar los dedos sobre su piel, tan suave y tersa por encima de sus huesos y músculos.

Sus expertas manos exploraron su nuca y su cuello, haciéndole sentir algo mágico. Lo atrajo más hacia ella y cuando sus labios se volvieron a rozar con los suyos, lo besó con fuerza. Entonces, tímidamente, asomó la lengua para lamer su boca.

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