Cressida llegó a su casa en un carruaje de alquiler, y cuando su madre abrió la puerta, vio en sus ojos una enorme ansiedad. En cuanto entró le dio un fuerte abrazo.
– ¡Funcionó! -exclamó ocultándole los aspectos más sórdidos-. Las tengo.
Cuando se separaron, hizo que su madre la acompañara a su habitación. Cerró la puerta, escarbó en el bolsillo y sacó un puñado de joyas relucientes que puso en las manos de su madre, que se las quedó mirando fijamente.
– Tantas, y tan hermosas… Seguro que con esto tenemos suficiente para financiar nuestra vida. -Después miró hacia ella-. ¿Y tú, querida? ¿Cómo estás?
Cressida le respondió con la mejor de sus sonrisas.
– Como ve he vuelto a casa antes de que me pudieran pervertir. -Se sacó el soso sombrero y el gorro con los rizos antes de volverse a ella-. Y lo mejor, mamá, es que no me quiere. No de la manera correcta. -Mintió porque era lo que deseaba creer-. El duque quiere venir mañana de visita, si usted no se opone, para asegurarse de que estoy bien, y para explicarme una parte de la aventura.
Su madre la observó un momento, pero después volvió a mirar las joyas.
– No podría negarme, ¿verdad?
– También ha conseguido que nos devuelvan la mayoría de los objetos de la India que había en Stokeley.
– ¿Cómo?
– Es una larga historia…
Pero aún así no le llevó mucho tiempo contarle lo que había ocurrido en Hatfield.
– Oh, querida -dijo su madre-. Habrá comentarios.
– ¿Comentarios? -dijo pensando en cómo podría adivinar su madre lo de la orgía y la hurí.
– Por haber ido sin acompañante, y haber estado a merced de unos hombres borrachos. Parecerá algo bastante temerario, querida.
En otro momento, ella también hubiera temido algo así, pero ahora le parecía una nadería.
– No creo que arruine mi reputación, mamá.
– Es verdad, y nadie tiene por qué saber qué hiciste una parte del camino con el duque. Eso fue una locura, querida, y nunca debí habértelo permitido. Dios sabe lo que podría pasar si alguna vez se enteran de esto en Matlock.
Era verdad.
– Lo sé, mamá, pero no te preocupes. Ya me he acostumbrado a las dificultades.
Su madre la abrazó.
– Sabía que podía confiar en tu sensatez. Vamos, veamos qué efecto hace este tesoro en tu pobre padre.
Cressida siguió a su madre por el pasillo hasta la habitación de sus padres, incapaz de dejar de pensar que su «pobre padre» había sido el causante de todos sus problemas. Bueno, y también de sus aventuras. Le era imposible pensar en la posibilidad de regresar a Matlock sin haber conocido a Tris, sólo al duque de Saint Raven, al que miraba de reojo en salones deslumbrantes.
Sir Arthur yacía en su cama en el mismo estado que antes, con los ojos mirando al vacío, sin fuerzas y con el aspecto inquietante de no estar ahí. Su madre se precipitó hacia él.
– Mira, querido. Cressida nos ha traído nuestros objetos perdidos. Tus joyas.
Nada. La madre le cogió la mano fláccida, se las puso en ella, y la cerró. ¿Había arrugado la frente?
Cressida se sentó al otro lado de la cama intentando pensar en las palabras más convenientes.
– He recuperado lo que se llevó Crofton. Un par de caballeros me ayudaron. Me han devuelto todas las estatuillas y la mayoría de los objetos más pequeños de Stokeley. Aunque me temo que el bronce de Buda, no. Es muy difícil de llevar a caballo.
¿Sus labios se estaban moviendo hasta formar una débil sonrisa?
¿Qué más decir? Seguramente le gustaría escuchar que Crofton había sido derrotado.
– Crofton estaba furioso. Muerto de rabia. ¡Pensé que se iba a caer al suelo echando espumarajos por la boca! Y… -iba a decir algo peligroso, pero necesario- uno de los caballeros que me ayudaron fue el duque de Saint Raven. Acabó con Crofton con una simple mirada.
– Crofton… -dijo con la voz ronca como si tuviera la garganta reseca, pero era una palabra. Además parpadeó y giró la cabeza lentamente para mirar a Cressida y después a su madre.
– ¿Louisa?
Por las mejillas de su madre cayeron unas lágrimas.
– Sí, amor. Y mira, aquí están las joyas. ¿Verdad que aquí hay suficiente para que podamos llevar una vida decente?
Su padre se puso a temblar, tal vez porque estaba regresando la vida a su cuerpo.
– Alabado sea Dios, alabado sea Dios. Oh, Louisa, amor mío, he hecho una locura tan grande.
La madre de Cressida lo estrechó entre sus brazos.
– Lo sé, querido. Y si alguna vez vuelves a ser tan estúpido, ¡te romperé la cabeza con una silla! Sé lo que has estado a punto de hacer, escapándote a ese estado donde no te podía decir todo lo que pensaba como hubiera querido…
Mordiéndose los labios, Cressida salió de puntillas de la habitación. Pensó que sus padres no la habían oído. Aunque estaba emocionada, se preguntaba si su madre lo habría perdonado del todo. Aun así, su padre nunca iba a cambiar su naturaleza, y en los votos del matrimonio se prometía que estarían juntos «en la prosperidad y la adversidad». Eso le hizo pensar en Tris, que había sugerido que su padre era un adicto a las aventuras y al riesgo, y había organizado toda su vida para poder permitírselo. Se dice que los mejores caza ladrones, son ladrones. ¿Había reconocido Tris en él una naturaleza muy parecida a la suya?
Esa era otra razón por la que debía apartarlo a la zona más prohibida de su mente. Ella no era como su madre, y nunca podría tolerar un comportamiento tan complicado, ¡especialmente si había otra mujer! La naturaleza de su madre le había demostrado que tampoco podía depender de ella, ya que siempre aceptaría las ideas de su marido.
Un fondo de ahorros, pensó Cressida mientras se dirigía enérgicamente a su habitación. No sabía exactamente cómo funcionaba, pero una vez que una mujer abría una de estas cuentas, la podía gestionar sola, sin que su padre o su marido pudiesen abusar de su posición.
Y las joyas. Esta vez permitiría que su padre le regalara todas las joyas buenas que pudiera permitirse. Ya no se volvería a ver obligada a tener que lanzarse a aventuras desesperadas en lugares exóticos. Iba a regresar a Matlock y a tener sentido común el resto de su vida.
Tris quiso llegar a su casa sin testigos. Como no se había llevado a ningún sirviente tuvo que dirigirse a las caballerizas y entrar a la casa a través de las cocinas. Sus sirvientes estaban acostumbrados a eso, pero sonreírles despreocupadamente ahora le resultaba un esfuerzo.
En cuanto llegó al vestíbulo sonó la aldaba de la puerta. El lacayo se apresuró a contestar antes de que él pudiera impedírselo, así que en cuanto se abrió la puerta se quedó paralizado delante de su prima mayor, Cornelia, condesa de Tremaine. Siempre había sido una pesada y una amargada, pero ahora que tenía más de cuarenta años, además le había salido bigote y papada.
Fuera lo que fuera lo que estuviera intentando decirle, Cornelia se acercó pesadamente a él, acompañada de su propio lacayo y una doncella.
– Saint Raven, tengo que hablar contigo.
Tris la hubiera echado, pero su obligación era mantener un mínimo de cortesía con sus parientes.
– Claro que sí, prima. Por favor, subamos a mi salón. -Incluso tuvo una sonrisa para el pobre lacayo-. Té, Richard.
No había cambiado el salón, por lo que estaba exactamente como lo había dejado su tío, lo que pareció tener la aprobación de su prima. Sin embargo, en cuanto se dejó caer en el sofá le dijo:
– Necesitas una esposa.
Él miró a su alrededor.
– ¿Para quitar el polvo?
– No, para procrear.
No podría aguantarlo.
– No es una estricta necesidad, prima.
Era muy tonto pensar que diciendo eso la iba a aturullar.
– Para un heredero sí lo es. Como no tienes ni padre ni tutor, mi obligación es hacerte ser consciente de las obligaciones que conlleva tu título.
Sintió que le dolía la mandíbula por la tensión.
– Prima Cornelia, no es un buen momento…
– ¿Tienes resaca? Es posible, siempre andas borracho.
– Claro que no.
Se tuvo que contener antes de empezar a explicarse, pero afortunadamente llegó el té. Todas sus primas, excepto la más joven, Claretta, eran mayores que él y ya estaban casadas antes de que él se trasladara a Saint Raven Mount. Apenas las conocía, pero todas, y especialmente Cornelia, se creían con derecho a dirigir su vida.
Ignoró la taza de té que ella le sirvió.
– Soy perfectamente consciente de mis obligaciones, prima, incluyendo la de tener hijos. Pero acabo de regresar a Inglaterra hace sólo unos meses.
– Has tenido toda una temporada para conocer a las damas disponibles. ¿Qué sentido tiene retrasarlo?
No estaba tan loco como para ponerse a hablar de amor. Cornelia, al fin y al cabo, se había casado con Tremaine, un hombre especialmente desagradable, debido a su rango y por poseer uno de los condados más antiguos de Inglaterra.
– Uno no se puede casar deprisa.
– Tonterías. Crees que se acabarán tus placeres. Elige a la chica adecuada, y ella no se molestará en saber de tus fiestas salvajes en Nun's Chase, o de tus queridas.
– Ni siquiera tengo una querida.
– Probablemente ése es el problema. Búscate una, y después te casas y sientas cabeza.
Su visión de «sentar la cabeza» casi le pareció divertida, pero enseguida sintió que era algo deprimente. Así era su mundo, y sin duda así sería su futuro, pero no podía pensar en hacer algo como aquello justo en esos momentos.
A menos que Cressida… No. Una vez había barajado la idea, pero ahora no. Nunca podría ponerla en una posición que no fuera perfectamente honorable.
– ¿Bien? -le preguntó su prima-. ¿Qué tienes que decir?
Tomó una decisión enseguida.
– Que me casaré antes de que acabe el año. Conozco mis responsabilidades y tal vez tenga mucho donde elegir.
Ella asintió con la cabeza y se le movió una pluma de su turbante marrón, lo que suscitó en Tris locos pensamientos sobre sultanes y salteadores de caminos.
– Te recomiendo la muchacha Swinamer. Es lo suficientemente guapa como para que te guste y se comportará exactamente como debe. Su madre es amiga mía y la ha educado con mucho esmero. Últimamente hay tantas muchachas con ideas temerarias, que si sus maridos no están sentados junto a la chimenea cada noche se cogen terribles berrinches.
Levantó una mano y Tris tuvo que ir a ayudarla a ponerse de pie.
– Pensaré en todo esto -le dijo.
– Organizaré una fiesta en mi casa y la invitaré. ¿Cuándo estás libre? ¿El próximo fin de semana?
– Tengo un compromiso el próximo fin de semana. -Cancélalo. Invitaré a…
– No. No lo haré obligado, prima.
Lo miró con el ceño fruncido y con cara de disgusto, como si fuera un buldog.
– Qué terco. Es una pena que no te hubieras criado en Mount Saint Raven. Ya te hubieras casado a pesar de ti mismo.
– Lo dudo. -La cogió del brazo y la condujo hasta la puerta-. Cuando sea el momento oportuno te informaré, prima.
Ella se detuvo en la puerta.
– No me olvidaré de tu palabra.
– Yo tampoco. -Tris abrió la puerta y casi la arrojó en manos de sus sirvientes-. Gracias por tu preocupación, prima.
Se quedó mirando para asegurarse de que se iba, y después se dirigió al santuario que era su habitación. En cuanto llegó, se dejó caer en una silla y hundió la cabeza entre las manos. ¿Qué había hecho para merecer tal infierno?
Era fatalista. Había aprendido la lección muy joven cuando sus padres dejaron de existir en un día soleado, llevándose también su vida con ellos. La vida es incierta, hay que vivir el momento y aprovechar las pequeñas alegrías. No daba importancia al hecho de que sus únicos parientes lo rechazaran, pues les estaba muy agradecido a los Peckworth que habían sabido llenar ese vacío. Nunca había esperado demasiado del matrimonio, excepto que hubiera buenas maneras y unos pocos hijos sanos, algunos varones.
Pero durante los últimos días, llegado a ver había las cosas de otra manera. Casarse con una amiga, una colaboradora, una compañera de risas y aventuras; aunque las cosas no eran así. Tales placeres habían sido pasajeros, y no era justo poner a Cressida en una posición para la que no estaba en absoluto preparada. Cornelia se la comería para desayunar.
Se levantó y se sirvió un brandy. El que se tenía que casar era el duque de Saint Raven, no el pobre romántico Tris Tregallows. Se quedó observando el líquido ámbar pensando que era un fatalista. Sólo la muerte lo podría salvar de ser duque, aunque el suicidio le parecía una solución demasiado drástica. Desde que se había convertido en duque no tenía sentido pasarse la vida dando patadas a su condición como si fuera un niño mimado. Se tenía que aplicar en sus obligaciones, y entre ellas se encontraba casarse. ¿Había estado alimentando la esperanza de tener un matrimonio como el de sus padres? Bebió un gran trago dejando que el cálido y aromático licor pasara desde su lengua hasta su mente. Una locura. De todos modos ¿qué sabía un niño de doce años? Podían haberse estado peleando la mayor parte del tiempo y sin embargo mostrar que se llevaban bien ante él.
Se abrió la puerta y se volvió para repeler a quien estaba osando invadir su espacio. Pero era Cary, y a él se lo permitía. Además, lo conocía bien.
– Lo siento -dijo y se volvió para marcharse, pero Tris se lo impidió.
– No, quédate. ¿Una copa de brandy?
– Gracias -dijo Cary y entró-. ¿No van bien las cosas?
– Van perfectamente. La señorita Mandeville tiene sus joyas. Y como gratificación, también tiene las otras estatuas junto a algunas de las demás baratijas de Stokeley.
– ¿Y…? -preguntó Cary, aunque sabía qué le pasaba.
Tris se rió y le hizo un breve recuento de lo ocurrido.
– Vaya. ¿Y Crofton hablará?
– No directamente, pero seguro que no cumplirá su palabra. Aunque, cómo detenerlo sin tener que matarlo.
– ¿Retándolo?
– Matarlo en un duelo me podría poner en entredicho, y de todos modos no serviría de nada. A menos que calumnie directamente a Cressida, y aun así se pensaría que el desafío sería por cuestiones ocultas. Un desastre. Por lo menos ya establecí que tengo derecho a defender su reputación, lo que lo refrenará un poco. Por ahora sólo tenemos que filtrar lo que verdaderamente ocurrió antes de que sus compinches empiecen a hablar.
– ¿La verdad?
– Que la aburrida señorita Mandeville, hija del mercader que perdió su fortuna jugando a las cartas, estaba intentando vender algunas de las posesiones de su padre cuando Crofton y sus acólitos, completamente borrachos, irrumpieron en el lugar y la abochornaron.
– Ah, muy bien.
– No sería malo especular, sólo especular, sobre las habilidades de Crofton jugando a las cartas.
Los ojos de Cary se iluminaron y le ofreció un brindis.
– Muy bien. ¿Vamos?
– Sí. -Tris dejó la copa y después dijo-: ¿Qué podemos esperar del matrimonio? Mi tío era frío, y los Arran simplemente prácticos. Cary apuró su brandy.
– Mis padres parecen estar contentos. Mi hermana mira a su marido como si brillara el sol en su trasero.
– ¿Y cómo la mira él a ella? Cary apretó los labios.
– Como si el sol brillara en otra parte de su cuerpo. Aunque sólo llevan casados doce meses.
– Los recién casados siempre parecen extasiados, pero ¿cuánto dura? ¿Le habré hecho un favor a Anne Peckworth ayudándola a emparejarse a toda prisa?
– Probablemente no, pero por lo menos tendrá un éxtasis breve.
Tris se llevó las manos a la cabeza un momento.
– Le he prometido a mi prima Cornelia que me casaré antes de que termine el año.
– Diablos ¿por qué?
– Tal vez por culpa del diablo -dijo encogiéndose de hombros-. Acabaré con esta indecisión inútil.
– Porque la señorita Mandeville está fuera de tu alcance.
Tris se esforzó por no mostrar sus sentimientos.
– Hubiera sido un error. -Tris le quitó a Cary la copa de la mano-. De todos modos, debemos ir a los clubes para asegurar su reputación.
Pero ¿encontraría un marido que apreciara su espíritu libre, que practicara todos los juegos de cama que ella pudiera imaginar, y aún más? No, terminaría con esos trajes feos y abominables como el que llevaba hoy, siendo la respetable esposa de un profesional aburrido; y siempre diría y haría lo correcto, dedicando su energía a los pobres que lo merecieran. Afortunados mendigos.
Se detuvo en la puerta.
– Oh, Dios. Los Minnows.
– ¿Quién?
– Unos pececillos que cayeron en mi red. Pike se hará cargo de ellos.
¿Qué?
Tris se rió por la expresión de preocupación de Cary. -No estoy preparado para ir a Bedham todavía. Por lo menos aún no. Vamos.
Mientras bajaban las escaleras, sin embargo, sabía que tenía que hacer algo por los Minnows. Algo, aunque fuera a distancia. No podía tenerlos en la mente todo el tiempo como un constante recordatorio de que había algo por resolver.
– ¿De verdad que le prometiste casarte este año? -le preguntó Cary mientras esperaban sus sombreros, guantes y bastones.
– ¿Por qué no? Estoy pensando en hacer que Phoebe Swinamer sea enormemente feliz. «Si darle fin ya fuera el fin, más vale darle fin pronto.»
– Pero no puedes pensar que el matrimonio se ha acabado en el momento en que uno se casa. El problema del matrimonio es que sigue, sigue y sigue.
– Y así se fabrican un montón de pequeños Tregallows, que es el propósito de ese ejercicio.
Cary miró a su alrededor y dijo tranquilamente.
– ¿No la habías descrito como una muñeca de porcelana con poco cerebro y nada de corazón?
Tris se rió.
– Pero eso es lo que la hace perfecta. No le afectará que yo me pase la mayor parte del tiempo en otras partes y con otras. En un baile me informó que no le importaría lo que hiciera su marido fuera de casa, y que su vida consistiría en saciar sus deseos dentro del hogar. ¿Qué más puede desear un hombre?
– ¿Una mujer y no una esclava?
Entonces llegó el lacayo y Tris cogió sus cosas.
– Qué extraño -dijo y salió de la casa.