CAPÍTULO 23

Aminoraron la marcha para subir la colina que llevaba hasta Barnet, y se detuvieron junto a la posada Green Man. Había preparado los detalles, y Tris iba a seguir el plan. Bajó de un salto y habló con un mozo de cuadra de manera displicente sobre la pasajera que precisaba un pasaje a Hatfield. Le dejó completamente claro que dicha mujer no merecía que la atendiera de manera especial.

Un sirviente de la posada ayudó a Cressida a bajar y ella se dirigió a comprar el pasaje. En unos quince minutos debía llegar un carruaje que debía tener plazas disponibles. Tris ya no podía esgrimir su principal argumento en contra del plan: la necesidad de llegar rápido. Cuando se volvió con el pasaje en la mano vio cómo él apretaba los labios. Aun así, entró dando grandes zancadas en la posada para tomar un refrigerio. El mozo se dispuso a sacar a sus caballos, obviamente sorprendido por su calidad, y la categoría del dueño, y se quedó completamente convencido de que Cressida era una sirvienta.

Eso, pensó ella, era una lección muy útil. Si alguna vez se engañaba a sí misma acerca de que el duque de Saint Raven y ella pudieran unir sus vidas, esta situación era una prueba más de que eso era imposible. Se sentó en un banco junto a una pareja de aspecto cansado que también esperaba el transporte público. Sabía que Tris rondaría por allí para ver cómo estaba, y que en Hatfield estaría igualmente vigilante cuando llegara de un viaje tan arriesgado.

Pero pronto su protección se habría terminado, y todo volvería ser como antes. Regresaría a su vida en Matlock sin que nadie se tu viera que preocupar por su seguridad. Y mejor que así fuera.

– ¿Un viaje triste, cariño? -le preguntó la campesina que tenía a la derecha.

– No -dijo Cressida sin pensarlo, demasiado alegremente-. Sólo estoy cansada. -Ah.

Y con esa aprobación universal, la señora volvió a quedarse en silencio.

– ¿Y usted? -le preguntó Cressida. -Bastante triste.

Cressida no pudo ignorar el peso de la tristeza que se escuchaba en esas dos palabras.

– ¿Qué les ha ocurrido?

Entonces se dio cuenta de que el hombre y la mujer no llevaban guantes y estaban cogidos de la mano. Dos manos rudas y desgastadas entrelazadas probablemente de manera inconsciente. Igual que las manos de ella y Tris de vez en cuando. Pero las suyas estaban obligadas a separarse y estas dos, en cambio, parecían ligadas de por vida. Se daban apoyo el uno al otro, incluso ahora, cuando la vida estaba siendo dura.

– Hasta hace muy poco tiempo teníamos una parcela en la propiedad de lord Sunderland -dijo la mujer- y trajimos al mundo cuatro hijos hermosos. Pasamos tiempos felices, muy felices. Pero tres de nuestros hijos fueron tentados por los reclutadores y murieron en la guerra, y después, el mayor, se cortó una pierna con la guadaña, se le infectó y fue a peor.

¿Habían muerto sus cuatro hijos?

– Lo lamento mucho.

La mujer se encogió de hombros.

– Después, el capataz de lord Sunderland nos dijo que ya no podíamos sacar adelante el trabajo, y creo que tenía razón. El corazón de mi esposo ya no es tan fuerte como lo era antes. Por eso nos tuvimos que marchar de nuestra granja.

Cressida sabía que el hogar de un campesino siempre estaba ligado a su tierra.

– ¿Y a dónde van? -Su instinto de ayudar a los demás se estaba despertando, pero ¿qué podía hacer en ese preciso momento?

– No se preocupe, señorita. Iremos a ver a mi hermana en Birmingham. -Pero entonces añadió-: Aunque no sé qué será de nosotros.

– Siento mucho que tengan ese problema.

A Cressida no le gustaba nada sentirse tan impotente. Sabía distinguir entre una historia inventada y una situación verdaderamente trágica; y lo que contaba esa mujer era verdad. Tres de sus hijos habían estado en el ejército luchando contra Napoleón, y como recompensa, esa pobre gente había sido expulsada de su hogar. Era muy injusto. Tenía que hacer algo.

Pero la mujer no echaba la culpa al terrateniente, que sin duda necesitaba su casa para albergar a una nueva familia de campesinos, sino al gobierno, por no haber establecido una provisión de fondos para los soldados y sus familias. Si hubiera estado en Matlock, tendría recursos a los que acudir, pero en ese momento ella misma estaba luchando por sobrevivir. Si tuviera una varita mágica.

¿Cuánto tiempo tenía? Le pidió a la mujer que vigilara su sombrerera y corrió a la posada. Miró por las habitaciones preguntándose dónde estaría Tris. ¿Habría alquilado un salón privado para su corta estancia? Entonces lo vio en la humilde barra, bebiendo cerveza en una jarra de cerámica mientras charlaba con unos parroquianos. Evidentemente todos lo miraban sorprendidos, como si la reina de la hadas hubiera aterrizado entre ellos.

Esperó un momento embelesada con él, y después volvió a pensar correctamente. ¿Cómo llamar su atención sin tener que entrar? Se movió de un lado a otro con la esperanza de que la viera.

Y lo hizo. Levantó las cejas, se terminó la jarra, se despidió de los hombres y salió tranquilamente al pasillo.

– Pensé que no iba a saber de tu existencia.

– Hay un problema con el pasaje -dijo Cressida por si alguien estuviera escuchando, pero le hizo una señal con la cara.

Todo el tiempo estaba atenta al carruaje porque sabía que no esperaría. ¿Qué?

Ella miró a su alrededor pero no vio a nadie cerca.

– Afuera hay una pareja con una historia muy triste. Han perdido tres hijos en la guerra, y el último murió en su casa después de un accidente. El marido está enfermo y la esposa agotada. Los han expulsado de sus tierras…

Él abrió y cerró los ojos.

– Hay cientos de casos así. ¿Qué se supone que puedo hacer yo? -Y después añadió-: ¡Deja de mirarme como si pudiera convertir el agua en vino!

– Eso no nos sería muy útil -dijo ella cortante, y después se preguntó si había dicho una blasfemia-. Les puedes dejar ir a Nun's Chase hasta que piense en algo. Una vez que regrese a Matlock podré organizarles ayuda. Trabajo ligero o un asilo. Si no, acabarán en la casa de beneficencia. Estoy segura. Y van cogidos de la mano. ¡Tris! Separarlos los mataría, porque allí separan a las parejas…

Tris puso sus dedos sobre los labios temblorosos de Cressida.

– Por al amor de Dios, Cressida. ¿Cómo vas a sobrevivir con ese corazón tan tierno?

Ella lo miró parpadeando.

– Haciendo que las cosas mejoren, claro.

– Claro -dijo él muy débilmente.

– Estoy seguro que para su altísima eminencia es fácil ignorar a los pobres, pero aquí abajo, mi señor duque, yo no puedo.

– ¡Deja de llamarme «mi señor duque»! -dijo casi gruñendo-. Muy bien, me haré cargo de ellos. Ya llega tu carruaje.

Ella escuchó el estruendo, y después la llamada.

– ¡Gracias!

Cressida sonrió y acercó sus dedos a los labios de Tris, y después corrió a recoger la sombrerera y se subió al carruaje. Apenas alcanzó a apretujarse en su asiento cuando el carruaje ya se puso en marcha con un tiro nuevo de caballos.

Tris se quedó mirando cómo partían. Otra buena razón para liberarse de Cressida Mandeville y de la locura que había traído a su vida, era lo mucho que le encantaba hacer buenas obras. Quizá fuera una reformista. Recorrería los caminos de Inglaterra a la búsqueda de gente sin hogar y descarriados para que su marido los ayudara… Marido.

Por primera vez aceptó lo mucho que lo deseaba, y cuánto quería que Cressida fuera su compañera para siempre. Sería una duquesa imposible, y varias generaciones de Tregallows se revolverían en sus tumbas, pero ya no le importaba. Aun así, su precipitada complacencia llevándola a Stokeley Manor le impedía convertirla en su esposa, y ahora eso, podía acabar en una terrible tragedia griega.

Movió la cabeza y observó lo que le había dejado por resolver. La pareja vestía de manera desaliñada pero decente. Probablemente el hombre había sido fuerte y flexible la mayor parte de su vida, aunque ahora estaba delgado y débil. La mujer se conservaba más entera, pero su piel tenía un tono gris que señalaba que sus huesos eran débiles y que la amenazaba un desastre. Por supuesto, también se veía en ellos una gran tristeza. Tris, tras la pérdida de sus padres, sabía que una situación feliz podía oscurecerse de por vida.

Cressida probablemente tenía razón sobre su destino. Donde fuera que se dirigieran ahora con sus dos paquetes de posesiones, pronto acabarían en la casa de beneficencia, donde los acogerían, alimentarían y vestirían, pero de la peor manera; y aparte de eso, ella iría a la sección de mujeres y él a la de hombres. Y así, muy pronto, se irían apagando. ¿Realmente querían seguir viviendo? Pero se lo había prometido, así que se acercó a ellos.

Primero lo vio la mujer, y sobresaltada soltó la mano de su marido y se puso de pie. El hombre se comenzó a mover para hacer lo mismo, pero Tris levantó una mano.

– Por favor, no lo haga. Sólo quería hablar con ustedes.

Sin embargo, la mujer permaneció de pie, pero puso una mano en el hombro de su marido para hacer que siguiera sentado.

– No se encuentra bien, señor.

– Ya veo. Deduzco que han perdido su hogar.

Los ojos de la mujer miraron a su alrededor por si veía al informante, o a quién había estado observando su triste vergüenza. Maldición, cómo iba a resolverlo. ¿Cómo Cressida lo había puesto en esa situación para después dejarlo solo? Estaba igual de mal que haberla subido a un caballo y después marcharse con ella.

– No pretendo hacerles daño. Mi… -No podía decirles que Cressida era su amiga-. La dama con la que han hablado me comentó su situación. -Y sintiendo la presión de sus miradas, prosiguió-: Piensa que podría encontrar un lugar para ustedes, pero tenía mucha prisa por coger su transporte. Me pidió que les ofreciera mi casa donde podrían esperarla hasta que contactara con ustedes.

El hombre y la mujer se miraron un instante, y después ambos pares de ojos se volvieron hacia él. ¿Qué diablos pensaban que les podría ocurrir como para que aún les empeoraran más las cosas? No eran buenos ni para el comercio de esclavos blancos. Entonces Tris se dio cuenta de que no les había dicho su nombre. No podrían confiar en él si no les daba un nombre.

– Mi nombre es Saint Raven -dijo, y lo dejó así-. Mi casa se llama Nun's Chase, y se encuentra a unos kilómetros de Buntingford. Les daré una carta para que se ocupen de ustedes.

Sus ojos cautelosos y cansados simplemente lo miraban.

– Tendrán alojamiento y comida -continuó tenazmente, rezando para que hubiera una habitación de sirvientes libre en Nun's Chase. ¿Cómo diablos podría saberlo? Supuso que podría ofrecerles la casa de campo que había estado usando Bourreau, pero justamente desde su caída estaba vacía, y le molestaba pensar que esa pareja podría agradecerlo.

– La señorita Mandeville contactará pronto con ustedes -dijo vigorosamente.

Los ojos volvieron a mirarse en silencio durante unos largos segundos, y entonces la mujer se volvió hacia él y le hizo una reverencia.

– Usted es muy amable, señor. Se lo agradecemos mucho, y a la dama también.

A Tris casi se le cortó la respiración.

– Bien, bien -dijo y sacó un poco de dinero preguntándose cuánto podría costar el viaje a Buntingford. Les dio unas guineas, porque sospechó que demasiada generosidad podría hacer que huyeran.

Entonces les ofreció una corona, para comprobar su reacción. Ella se ruborizó, pero no se alarmó. -Tenemos dinero, señor.

– Me gustaría pagar el coste del viaje hasta Nun's Chase. Más adelante les hará falta su dinero para continuar el camino.

Ella cogió el dinero, sacó un bolso de punto y lo echó en su interior. Claramente no había mucho más que hacer.

– Es muy amable, señor. -Y después de dudarlo, añadió-: Soy Rachel Minnow, y él es mi marido, Mathew.

El se enfadó consigo mismo por no haberles preguntado el nombre y casi se sonrojó.

– Bien, entonces -dijo, y se escuchó a sí mismo hablando demasiado campechanamente, como un buen escudero en una obra de teatro-, espero verles en Nun's Chase cuando regrese, señor y señora Minnow. O tal vez no, si la señorita Mandeville ha organizado alguna otra cosa. -¿Cómo terminar?-. Yo… eh… quedamos en eso, entonces.

Dio unos cuantos pasos hacia atrás antes de sentir que podía dar la espalda a esos ojos que lo miraban fijamente', aunque ahora con más brillo. En las mejillas del hombre incluso creyó ver rodar unas lágrimas. ¡Dios! Tal vez ésa fuera una buena razón para tratar con los arrendatarios de tercera.

Caminó hasta su cabriolé, pero se dio cuenta de que aún tenía que hacer algo por ellos. Por otro lado, Cressida iba de camino de Hatfield donde podría provocar todo tipo de problemas. Y él estaba dispuesto a retorcerle el cuello. Entró rápidamente en la posada, pidió algo con lo que escribir, y redactó una rápida carta para el propietario de el Black Bull en Buntingford, pidiéndole que llevaran a la pareja a Nun's Chase en la calesa.

Después le escribió otra a Pike, el mayordomo de Nun's Chase, ordenándole que se hiciera cargo de los Minnow. Casi se rió al imaginar a Pike tragándose enteros a los pobres Minnow, como ocurriría en cualquier arroyo. No iba a intentar explicarle esa visita. No tenía tiempo, y no estaba seguro de que pudiera ofrecerle una buena explicación.

Estuvo a punto de entregarle las cartas a la señora Minnow, pero al darse cuenta de que su marido debía sentirse muy decaído, decidid dárselas a él. Sus manos nudosas las cogieron como si fueran un cristal precioso, y el hombre se incorporó un poco para decirle:

– Se lo agradecemos mucho, señor.

– Es bastante poco -replicó Tris con mucha honestidad.

Subió al vehículo y retomó rápidamente su camino, consciente de la atención que le estaban prestando las nuevas personas que tenía a su cargo.

Una vez fuera de Barnet, hizo que sus caballos corrieran al máximo. Después de descansar estaban fogosos, y enseguida el viento le apartó los pensamientos molestos sobre las personas dependientes y la asfixiante masa de necesitados y sufrientes del mundo.

Tenía suficientes preocupaciones y la primera era que Cressida podía llegar a Hatfield antes que él. Sin embargo, a mitad de camino adelantó al pesado carruaje. Miró en su interior, pero sólo pudo ver a las dos personas que iban sentadas junto a la ventana. Ella tenía que estar dentro. Era imposible que en la última media hora se las hubiera arreglado para meterse en otro enredo. Sin embargo, la señorita Mandeville de Matlock no quería que hubiera ningún escándalo que afectara a su seguridad o su reputación. ¡Maldita fuera!

Llegar a Hatfield antes que ella fue como un triunfo, aunque era un pueblecito bastante normal. Encontró el Cockleshell, aunque no era una posada pública. Había otra dos manzanas más allá, de modo que ella no tendría que meterse en ningún problema yendo hasta allí. ¿O sí? Maldición. No habían tomado en cuenta eso. Él tenía que haberse anticipado a los problemas que les acarrearía su plan. Pero primero tenía que instalarse; después ya se ocuparía de eso. Entonces, una vez que informó de su identidad y su intención de quedarse, todo lo que pidió se le concedió, incluyendo la información.

Examinó las habitaciones que le enseñó el servil posadero.

– He venido porque mi primo quiere un retrato a pastel de un francés que, me han dicho, vive aquí. ¿Se encuentra en este momento?

– El señor Bourreau -dijo el gordo posadero inclinándose-. ¡Sí, claro, su excelencia! Creo que ahora está atendiendo a un cliente.

– ¿Hace sus dibujos aquí y no en las residencias de sus clientes? -preguntó Tris sorprendido añadiendo un toque de desdén ducal para que hiciera más efecto.

– Algunas veces, su excelencia. Según lo desee el cliente, su excelencia.

Tris se encogió de hombros. Pidió comida, pero cuando el posadero se dio la vuelta para dirigirse a la puerta después de hacer varias reverencias y decir muchas veces «su excelencia», lo detuvo.

– ¿Dónde se encuentran las habitaciones del artista? ¿Están cerca?

– Bastante cerca, su excelencia.

Pero se dio cuenta de que le había respondido con muchas dudas. ¿Querría su eminente huésped estar cerca del artista por su comodidad? ¿O le molestaba tener las habitaciones de un humilde artista tan cerca de la suya?

– Ésta es una casa pequeña, su excelencia…

Tris dejó que el silencio hiciera el resto.

– Dieciséis y diecisiete, su excelencia. Al otro extremo de este pasillo, su excelencia, pero bastante cerca si hace falta.

Tris no pudo evitar sonreír ante la respuesta tan brillantemente diplomática del pobre hombre.

– Excelente -dijo y dejó que el posadero siguiera con lo que estaba haciendo.

Odiaba que lo trataran servilmente, pero un aura ducal podía ser muy útil si las cosas se torcían. Y lo peor es que a la gente le gustaba. Se regodeaban con la gloria que reflejaba. El posadero sin duda se sentía muy importante y estaría deseando contarle a alguien lo del duque, nada menos, que estaba honrando su casa.

Noblesse oblige. Eran palabras de otro duque, el Duc de Lévis, que hacían eco de una sentencia mucho más inquietante de Eurípides: «Aquellos que nacen nobles, deben afrontar su destino con nobleza».

Él no había tenido elección sobre su destino, pero siempre había intentado llevar su carga lo mejor que había podido. Aunque no se esperaba que actuar en público fuera una gran parte de ella.

Se paseó de la ventana al salón, y descubrió que podía ver la calle y la posada donde paraba el carruaje. Excelente. Podría ver llegar a Cressida. Se sacó el reloj de oro y lo abrió con un movimiento. ¿Dónde estaba? ¿Algo había retrasado el carruaje? A veces volcaban provocando grandes daños, y otras, algunos jóvenes salvajes sobornaban al cochero para que les dejase llevar las riendas…

Se controló porque sabía que eran miedos ilógicos. Si no soportaba perder de vista a Cressida media hora, ¿qué pasaría en el futuro? Tal vez tendría que instalar un sirviente en su casa de Matlock para que le informara sobre su bienestar… Pero movió la cabeza. Se estaba volviendo loco.

Más sensato sería revisar las habitaciones de su primo bastardo. Tal vez hubiera una manera de conseguir la figurilla sin poner a Cressida en peligro. Bourreau ocupaba dos habitaciones, seguramente un dormitorio y un salón. Posiblemente trabajaba en el salón, por lo que bien podría tener el botín escondido en el dormitorio. Era una pena que no supiera cuál era cuál, aunque tenía un cincuenta por ciento de posibilidades, así que abrió la puerta del pasillo y observó.

El largo corredor estaba vacío y a cada lado había puertas cerradas. Sus habitaciones ocupaban todo el extremo en el que las estancias eran más grandes y estaban la mayoría de las ventanas. Bourreau, según el posadero, ocupaba las del lado opuesto. De pronto se abrió una puerta. Tris dio un paso atrás, y apareció una doncella cargando una bandeja. Su comida. Maldita eficiencia. Cerró la puerta y se acercó a la ventana. Había descubierto que esa puerta daba a la escalera de servicio.

Después de llamar, entró una guapa y pechugona doncella con hoyuelos, que ruborizada dejó la comida sobre la mesa. Empanada fría, queso, pan, mantequilla y una garrafa de clarete.

Le dio las gracias y le entregó una moneda. Ella le hizo una reverencia y se sonrojó aún más.

– ¿Si eso es todo, su excelencia?

Tris esperaba haber entendido mal su invitación. -Sí, gracias.

Ella hizo un mohín, pero se marchó haciendo un movimiento nervioso con el pecho. Trasero.

Se apoderaron de él pensamientos lascivos sobre Cressida de manera casi embarazosa. Se sirvió y se bebió un vaso de vino, miró la calle por si llegaba el carruaje, y después volvió a abrir la puerta. Todo estaba tranquilo. Lo más importante que tenía que recordar era que, por el momento, no estaba haciendo nada ilegal. Si quería pasearse por el pasillo mirando los números de las puertas, no había ninguna razón por la que no pudiera hacerlo.

Con eso en la mente, se puso en marcha, a pesar de que se sentía transparentemente culpable, sobre todo cuando cruzó el descansillo del final de las escaleras que daban al vestíbulo de entrada de la posada. Abajo había gente, pero nadie parecía estar mirando hacia arriba, gracias a Dios. Se dio cuenta de que se habían olvidado de algo más. ¿Cómo encontraría Cressida las habitaciones de Bourreau?

¡Maldición! Tendría que interceptarla. ¿Tenía que prepararse para hacerlo, o continuar con su misión?

Maldición nuevamente.

Lo mejor sería que se preparara.

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