Los corazones rotos no se curan, pero cicatrizan. En los seis tranquilos días que tardaron en llegar a Plymouth, Cressida consiguió sentir cierta paz en cuanto a su futuro. Tal vez la ayudó observar detenidamente a sus padres.
Su padre era como Tris en muchos sentidos, aunque su debilidad eran las aventuras que vivía en sus viajes, más que el desenfreno salvaje. Para Cressida era algo nuevo el brillo que veía en sus ojos, sus expectativas y el entusiasmo ante el avenir.
Con Tris había sido al contrario. Primero había conocido al hombre real. El caballero elegante que se presentaba en sociedad era una versión incompleta de sí mismo que tenía que representar porque era su obligación. Después de pasar varios días pensando en ello llegó a la conclusión de que Saint Raven había supuesto que ella era como él, que la mujer que conoció al principio era la real, y que su decoro era una actuación. Pero ella no tenía ningunas ganas de volver al libertinaje y las orgías. Lo que es más, ella no era como su madre. Desde que supo la razón por la que su madre dejó la India, había intentado comprenderla, pero al final no había sido capaz. De hecho, parecía tener una bendita capacidad para estar contenta con cualquiera que fuese su destino. Algo admirable, aunque tal vez demasiado conformista.
Cressida comprendió que el matrimonio de sus padres estaba basado en el cariño más que en la pasión, y quizá para Louisa no fue difícil alejarse de su marido. Afirmaba que había disfrutado mucho de su aventura en la India, pero que no había sufrido cuando decidió volver a su país.
– Tu salud era lo más importante -dijo como si eso lo explicara todo-, y sabía que tu padre se las podía arreglar bien sin mí.
– Pero ¿no pensó en reunirse con él después de algún tiempo?
– Quizá cuando te casaras.
Lo decía sin reproche, pero Cressida se sentía nuevamente culpable por su negligencia. Si lo hubiera sabido se habría casado hacía varios años. Cressida no se podía aferrar a la idea de que su madre estaba siendo arrastrada al extranjero en contra de su voluntad. Cuando no estaba tejiendo, leía libros sobre la India o hacía que su marido le enseñara frases útiles. Ella también aprendía esas expresiones obedientemente, aunque cuando tuvieron a la vista los barcos del puerto de Plymouth, sólo la idea de tener que volver a enfrentarse al duque de Saint Raven le impidió echarse atrás.
King's Arms era una posada cómoda, y tenían habitaciones espaciosas. Su barco, el Sally Rose, estaba en el puerto y ya habían cargado sus posesiones de Londres, así como ciertas mercaderías que su padre había comprado para hacer negocio. Sir Arthur se ocupaba de revisarlo todo y de seguir entrando carga al barco. Su madre iba de aquí para allá comprando caprichos y cosas indispensables para el viaje.
Cressida podía haber colaborado, pero pasaba el tiempo dando largos paseos. No era demasiado práctico porque tenía mucho tiempo para pensar, pero como sentía tanta nostalgia, había decidido que debía acabar con ella cuanto antes. Sentía nostalgia de Inglaterra así como de un hombre. O por un aspecto de un hombre con muchas caras…
Entonces, un día en que volvía caminando a la posada, vio que se acercaba una figura conocida. Su corazón se paralizó durante un instante, pero enseguida se dio cuenta de que no era Tris, sino su primo francés.
– Señor Bourreau -dijo en francés.
Él se inclinó.
– Señorita Mandeville.
– ¿Qué diantres hace en Plymouth?
– Tan cerca del fin de la Tierra, ¿verdad? Voy de camino a Mount Saint Raven para despedirme de mi primo.
¿Se suponía que tendría que preguntarle cómo estaba? Esperó en silencio.
Él llevaba un pequeño cuaderno de notas forrado en piel y lo abrió. Si era otra carta de Tris, se pondría a gritar. Pero no era un cuaderno de notas, sino una especie de portafolios. Sacó una hoja y se la entregó.
– Para usted, señorita Mandeville.
Con una mirada descubrió que era Tris, brillantemente dibujado a lápiz, con un vaso de algo en una mano, despreocupado y desarreglado, con la camisa con el cuello abierto.
– ¿Por qué piensa que yo podría querer esto?
– ¡Ah! Las mismas palabras que dijo él cuando le ofrecí un dibujo de usted. Interesante ¿verdad?
Ella le lanzó una mirada fría.
– Cuando a alguien le ofrece algo que no quiere ¿qué otra cosa se puede decir? Me da la impresión de que se está entrometiendo en asuntos que no tienen nada que ver con usted, señor Bourreau.
Ella siguió caminando y el mantuvo el paso.
– ¿Ah sí? Señorita Mandeville, vine a Inglaterra buscando venganza, y para exprimir al máximo al frívolo duque de Saint Raven. Pero por desgracia me encontré con un amigo. Más que eso, alguien que podría haber sido mi hermano si las circunstancias hubieran sido diferentes. Ahora tenemos que separarnos y probablemente no sepamos demasiado el uno del otro. Pero no puedo evitar involucrarme. He encontrado a mi querida Miranda, y deseo que mi primo tenga lo mejor.
Eso era tan sorprendente que Cressida se detuvo y lo miró fijamente.
– ¿Se refiere a Miranda Coop?
– ¡Exacto! -dijo con una sonrisa brillante-. Una reina entre las mujeres. En Francia se convertirá en mi respetable esposa. Quizás algún día pueda visitar nuestro hogar perfectamente decente.
– Olvídelo. Estoy a punto de zarpar hacia la India.
Él miró el bosque de mástiles.
– Ah sí. La India. ¿De verdad piensa que va a ser feliz allí?
– Estoy dispuesta a intentarlo.
– Pero ¿no intentará embarcarse en otras aventuras? ¿Qué pasa si le digo que Saint Raven se siente terriblemente desdichado?
– Lo lamento muchísimo, señor, pero no tengo manera de ayudarlo.
– ¿Y si le cuento que esta noche en un baile de máscaras va a pedirle a la fría señorita Swinamer que sea su duquesa? No su esposa. Pienso que ella es incapaz de ser su esposa. Hemos hablado su amigo Cary y yo, y hemos pensado que eso no debería ocurrir. Por eso he venido.
Sacó otro dibujo y lo puso delante de ella. Era Phoebe Swinamer muy detalladamente. El excelente retrato era muy bello, pues plasmaba sus hermosos rasgos, e incluso una ligera sonrisa, pero de una manera muy sutil también mostraba su absoluta falta de corazón. Una muñeca de porcelana tendría más sensibilidad hacia el mundo que había más allá de sus intereses egoístas.
Cressida apartó la mirada.
– ¿Qué espera que haga yo?
– Que se case con él.
Ella se volvió hacia Bourreau.
– Sacrificarme para hacerlo feliz. ¡No, no lo haré! ¿Por qué tendría que hacerlo?
– ¡Sacrificarse! -Casi lo escupió-. Tiene tanto miedo a la diferencia que hace un agujero y se entierra en él. Allí todo estará muy bien porque se sentirá segura. ¡Pero estará en un agujero! ¿Qué tipo de vida es ésa? La vida ofrece emociones, sabores y placeres exquisitos, pero sólo a los que están dispuestos a aventurarse fuera de sus seguros agujeros.
Cressida se dio cuenta de que no podía expresarse bien en francés así que volvió al inglés.
– No soportaría que me fuera infiel.
– ¿Y por eso prefiere no tenerlo en absoluto?
– Sí.
– Pero ¿eso tiene sentido?
– ¡Sí!
Él se encogió de hombros.
– Es como decig que pog miedo a seg envenenado no hay que comeg nada. Pego si ése es su pgecio, pídalo. Pídale que le haga votos de fidelidad.
– Eso ya se incluye en los votos del matrimonio, señor Bourreau, pero muchos de los de su clase parecen ignorarlo.
– ¿De su clase? ¿Qué sabe de los de su clase? ¿Lo compara con Crofton, Pugh y gente de ese tipo?
– Se puede saber cómo es alguien conociendo las compañías que frecuenta.
Dios santo, ahora sonaba como si fuera la señorita Wenworthy.
– Estos días no tiene ninguna compañía. ¿Qué le dice eso? Ahoga Nun's Chase está disponible paga las monjas, aunque está pensando en vendeglo. En estos momentos vive como una monja, o mejog dicho, como un monje.
– Es muy difícil que llegue a morirse por mantenerse una semana casto.
La miró a los ojos y rompió a hablar francés tan rápido que ella tuvo que hacer un esfuerzo para entenderlo.
– Dios mío, ¿no se lo explicó? ¡Qué idiota! -y dijo otras palabras más que ella no conocía.
Pero se calmó.
– Señorita Mandeville, esa orgía se organizó para limpiar su nombre. Miranda representó a una hurí delante de todos aquellos hombres que la habían visto en ese lugar. Como a la misma hora usted estaba delante de todo el mundo en Londres, con eso quiso terminar con todas las sospechas.
Cressida sintió como si los embates de las olas hicieran temblar la tierra que tenía bajo sus pies.
– ¿Y la apuesta?
– Un toque de última hora, tal vez muy loco. Pero una apuesta siempre se recuerda y un baile tal vez no. Tiverton se lo tomó como si fuera una carrera, y eso incrementó el efecto. Por supuesto usted nunca tendría que haber sabido nada de esto.
– En todos los círculos hay chismorreos… -dijo Cressida dando vueltas al asunto para no volver a sentir esperanzas, pero no podía evitarlo-. ¿Y qué pasó con Violet Vane? Supe que frecuentaba asiduamente esa casa.
Bourreau escupió unas palabras que ella no comprendió.
– ¡Discúlpeme, por favor! Me da mucha rabia lo estúpidos que hemos sido. ¡Claro que esas cosas se saben!
– Entonces, como ve…
– ¡No, no! Usted debe ver las cosas claras. Le ruego que me crea. Mi primo estaba allí porque quería poner fin a todo eso. En Stokeley Manor sospechó sobre la edad de algunas de las ninfas. Y como tenía cierta relación con La Violette, fue tras ella. Por desgracia ese tipo de comercio no se ha erradicado, pero se le ha bloqueado el paso.
Era posible que fuese todo mentira, pero había algo en sus palabras, y en el comportamiento de Bourreau, que le decía que podía ser verdad. Además, era muy difícil, casi imposible, pensar eso de Tris.
– También le puedo decir -dijo- aunque simplemente lo creo, que no ha estado en la cama de ninguna mujer desde que nos encontramos en Hatfield.
Ella nuevamente se giró para mirar el mar, consciente de que estaba en el momento más crucial de su vida. El señor Bourreau tenía razón cuando decía que se estaba metiendo en un agujero, o tal vez una madriguera. Un lugar cómodo y seguro, que sólo le ofrecía placeres menores, aunque la protegiera contra los dolores que la atormentaban.
¿Pedir fidelidad? Como ella decía, era algo que ya incluían los votos matrimoniales, pero tal vez el ritual cegaba a la gente acerca de su verdadero significado. De pronto se dio cuenta con claridad de que si le pedía a Tris que le prometiera fidelidad, y él aceptaba, no traicionaría su palabra.
– ¿A qué distancia de aquí está Mount Saint Raven? -le susurró temerosa de hablar claramente.
– A unas tres horas. Entonces, ¿vendrá?
Cressida se volvió hacia él.
– ¿Me llevará?
– Por supuesto. No podemos retrasarnos. Lyne intentará que no lo haga, pero como sabe mi primo es difícil de detener. Una vez que le pida la mano a la señorita Swinamer, ya será demasiado tarde. Y ése también será un voto que no podrá romper.
Ella se sintió frenética, como si eso ya estuviese ocurriendo en ese mismo momento.
– ¿Cuándo empieza la fiesta?
– A las nueve.
– Son las cuatro. ¡Tenemos que partir ya!
– Tengo un vehículo esperando.
Cressida se encaminó a toda prisa a la posada.
– Se lo tengo que decir a mi madre.
– ¿La dejará ir?
– Iré de todas maneras, pero se lo tengo que decir.
Se dio mucha prisa y casi se puso a correr a sabiendas de que podía quedar sin aliento a mitad de camino. ¡Al final eres sensata, Cressida! Ruega porque no tengas que pagar un alto precio por tu tardanza. Cuando llegó a la posada casi no podía respirar así que se detuvo en la puerta.
– ¿Y qué pasará si ya no me quiere?
Bourreau se mantuvo indiferente.
– Es una duda que ha provocado usted misma.
Pero le volvió a ofrecer el dibujo, y esta vez ella lo cogió con lágrimas en los ojos. Era Tris, no el duque, relajado y normal, excepto por su aspecto. Se veía infeliz, solo y desesperanzado.
– Tiene mucho talento.
– Claro que sí.
– ¿Es verdad?
– Exacto. Le di el dibujo suyo, y no lo rechazó. -Gracias por eso, por darme esperanzas. Tardaré muy poco. Corrió a sus habitaciones y se encontró con su madre tejiendo. La miró y se levantó.
– ¿Cressida? ¿Qué ocurre, querida?
– He cometido un terrible error, mamá. Tengo que ir a Mount Saint Raven.
Para su sorpresa su madre floreció de alegría.
– ¡Oh, querida, estoy tan feliz de que te hayas dado cuenta! Tu padre dice que tenemos que dejar que sigas tu camino. Eres tan práctica e inteligente, aunque le preocupa un poco lo desenfrenado que es el duque. Pero tienes que seguir los dictados de tu corazón, aunque te ponga en peligro. Y nosotros continuaremos en cuanto podamos. No podemos quedarnos vigilándote como si estuvieras de nuevo yendo de aquí para allá temerariamente.
Cressida negó con la cabeza, se apresuró en dar a su madre un gran abrazo, después salió corriendo de la habitación y bajó las escaleras para reunirse con Bourreau que tenía preparado un cabriolé.
– Se parece al de Tris -dijo mientras se subía.
– Es el de él. Reza para que no volquemos.
En cuanto partieron ella se agarró a la baranda.
– ¿No eres buen conductor?
– No especialmente -gritó alegremente animando a los caballos para que corrieran.
Cressida se agarró con más fuerza, pero no le pidió que redujera la velocidad. Bourreau no tenía la pericia de Tris, y los caminos eran peores. En algunas partes tuvo que dejar que los caballos fueran caminando. Eran cerca de las nueve, y el sol se había puesto cuando se aproximaron a una gran casa blanca que estaba encima de una colina, cuyas ventanas resplandecían, aunque no eran las llamas del infierno.
Pero para ella era el cielo pues había llegado a tiempo. Había muchos carruajes entrando. El acontecimiento había comenzado.
Jean-Marie, con quien durante el viaje había comenzado a tutearse, se apartó del camino principal.
– ¿Adonde vamos? -dijo ella gritando.
– No podemos entrar por la puerta principal, pero sé cómo se llega a los establos. Desde allí se puede entrar en la casa. Y si Tris ya está reunido con sus invitados, necesitaremos un traje.
Entraron en un estrecho camino y Cressida se puso a rezar. Rezaba para que Tris estuviera todavía en su habitación, y que no le hubiera propuesto nada a la señorita Swinamer antes de la fiesta. En cuanto llegaron a los atestados establos, ella bajó de un salto del cabriolé. Jean-Marie hizo lo mismo y corrieron a la casa. La condujo por las estrechas escaleras de los sirvientes y subieron hasta un amplio pasillo alfombrado. Entraron en un gran dormitorio forrado de terciopelo rojo que llevaba una inscripción heráldica bordada en oro.
Era la habitación de Tris. Cressida lo supo por su majestuosidad, pero también por el olor a sándalo y todo lo que sintió. Pero no se encontraba ahí. Exploraron la gran estancia, pero ¡Tris no estaba allí!
Jean-Marie volvió a maldecir.
– ¡Quédate aquí! -dijo y desapareció.
Cressida se paseó por el dormitorio retorciéndose las manos, y un montón de veces estuvo a punto de salir corriendo por la casa. Pero hubiera parecido una loca y probablemente los sirvientes la hubieran echado. Entonces regresó Jean-Marie con una monja con un tocado con alas. Una monja que se sacó su complicada toca y se comenzó a desnudar.
– Sal de aquí -le ordenó Miranda Coop a su amante-. Ve a vigilar que Tris no haga nada estúpido.
No hizo falta que le dijera nada a Cressida, que se comenzó a sacar su vestido; felizmente no le haría falta ayuda. Y es que esta vez no tenía que quitarse la combinación, la ropa interior o el corsé.
– Es un hábito muy decoroso -dijo.
– Es que me he reformado -dijo Miranda riéndose-. Toma.
Le pasó el largo traje negro, y Cressida se lo puso, consciente, con cierto asombro, de que estaba acompañada de una antigua prostituta, y que aunque ambas estuvieran en paños menores, no lo sentía como algo escandaloso.
En cuanto se anudó la cuerda en torno a la cintura advirtió que la ropa interior de Miranda era de seda color rosa, y que su corsé estaba bordado con hilo rosado y tenía lazos color escarlata. Sus medias color carne llevaban hojas de parra bordadas que terminaban en flores cerca de las ligas. Cressida imaginó que a Tris le gustaría una ropa interior así.
Se puso el canesú blanco en el cuello y Miranda se lo ató. Después se colocó la media máscara en la cara, y entonces Miranda hizo que se sentara para ajustarle el tocado y ocultar sus rizos sujetándolos con horquillas.
– Ya está -dijo-. ¡Vamos!
Cressida se puso de pie, pero se detuvo un momento.
– ¿Cómo va vestido?
– Con el traje de Jean-Marie. Pero hay una docena como él.
– ¡Santo cielo! ¿Y cómo va la señorita Swinamer? Miranda se rió.
– De pastorcilla. Llena de volantes rosados. ¡Vete! Gira a la izquierda y sigue por el pasillo. La sala de baile está al final de la casa, pero él puede estar en cualquier sitio.
Cressida salió al pasillo y caminó hacia la izquierda, pero entonces se abrió una puerta y se vio obligada a detenerse. Apareció una pareja disfrazada con ropa medieval. Le hicieron una inclinación de cabeza y siguieron charlando por su mismo camino. Maldición, ahora tenía que avanzar siguiendo un ritmo majestuoso o parecería rara. ¿Cuál era el precio de ser peculiar? A esas alturas no le importaba, así que pasó rozándolos y siguió a toda prisa, a pesar de las exclamaciones ofendidas.
Tuvo que doblar otras dos veces por el pasillo, hasta que llegó a un descansillo que se encontraba encima de la puerta principal. Allí se detuvo un momento para buscar entre la muchedumbre. Era un baile de máscaras, por lo que el anfitrión no tenía que recibir a sus invitados. Aún así, lo estaba haciendo una mujer gruesa con un largo vestido de terciopelo y una diadema.
Vio tres sombreros de ala ancha con grandes plumas, pero ninguno era el de Tris. Dos pastorcillas, pero ninguna parecía ser la señorita Swinamer.
Dios mío, haz que Jean-Marie haya encontrado a Tris a tiempo para impedirle que se comprometa. O haz que el señor Lyne lo tenga bajo control.
Siguió adelante, esta vez más lento, pues por todas partes estaba lleno de gente. Deseó ser más alta para poder ver por encima de la multitud. También le hubiera gustado no llevar esos cuernos que la hacían toparse con todo. Llegó al salón de baile donde sonaba música, aunque aún no era de baile. Estaba iluminado con cuatro candelabros y varias lámparas apoyadas en los muros. Cressida hizo una pausa para respirar, calmarse y recuperar su ingenio. Entonces un puritano, con sombrero en forma de campana, se puso a su lado.
– Jean-Marie está con él, pero está buscando a la señorita Swinamer.
– Señor Lyne. -La asaltó una urgencia extrema que la dejó llena de dudas-. Tal vez sea a ella a quien quiere.
– Desde que nos alejamos del carruaje de su familia, no se ha permitido mostrar sus deseos. Si está buscando garantías -añadió con severidad puritana-, no las hay. Usted le hizo mucho daño.
Ella se mordió los labios.
– Me lo debió haber explicado todo.
– Y usted tuvo que haber confiado en él.
Le había pedido que confiara en él, pero ella nunca se fiaba de nada ciegamente.
– Sólo le pido que me ayude a buscarlo. ¿Por dónde debería comenzar?
– Lo dejé en cuanto entramos al salón. Y no sé dónde están los Swinamer.
Cressida no podía ver más allá de la gente que tenía a su alrededor. Miró hacia arriba y vio que en cada esquina había unos balconcillos con cortinas.
– Subiré allí para poder buscarlo.
Él siguió su mirada.
– Iré yo y la dirigiré desde ahí.
Cressida tuvo que maniobrar entre los invitados que salían, y tuvo que eludir algunos galanteos ocasionales. Como era habitual, la gente en cierto modo actuaba, lo que le hacía más fácil rechazar insinuaciones. Después vio la cabeza del señor Lyne sin sombrero, que fisgaba desde un extremo de la cortina. Estaba examinando la habitación y de pronto señaló con urgencia a la izquierda de ella.
Se sintió aliviada como… como si se hubiera puesto un aceite perfumado. Fue a empujones hacia la izquierda, pero el tocado le dificultaba el avance, especialmente cuando se encontró con una dama medieval con un gran sombrero. Salió de allí, se puso recto el tocado y miró hacia el balcón. El puritano señalaba frenéticamente justo debajo de él. Cressida cambió de dirección y se dirigió a ese punto, mirando a su guía de vez en cuando. De pronto chocó con alguien.
Una pastorcilla. Y esta vez era Phoebe Swinamer con una máscara muy pequeña para que no tapara su belleza.
– ¡Ten cuidado! -la regañó la señorita Swinamer alineando sus volantes de los codos.
Después se volvió a una mujer que sólo llevaba una capa dominó encima de su vestido, aparte de una máscara igualmente pequeña. Era la madre de Phoebe.
– Esperaba haber podido hablar con Saint Raven antes del baile, madre. Es muy decepcionante.
– Es su primer evento importante aquí, querida. Evidentemente ha venido todo el mundo.
– La mayoría pueblerinos. -La bella dama no intentaba hablar más bajo.
– Vamos, vamos, querida, cuida tus modales. Pronto toda esta gente estará a tu cargo, y serán una gran audiencia para el anuncio.
– Espero que Saint Raven no pretenda pasar demasiado tiempo en Cornwall. Está tan lejos de cualquier sitio. Hay que viajar varios días para llegar aquí.
Cressida estaba tan concentrada en la conversación que olvidó mirar a su guía. Y cuando lo vio estaba haciendo un gesto desesperado que no sabía cómo interpretar. Pero entonces se dio cuenta que Tris venía en dirección a ella, pero ¡primero se iba a encontrar con las Swinamer!
Murmuró una excusa y se abrió camino entre ellas. Phoebe se volvió a quejar, pero Cressida sólo miraba a su guía. Un Le Corbeau le bloqueó el paso y ella se agarró a él; éste la miró sorprendido. Era un desconocido.
– ¡Perdone, es que me he tropezado! -dijo entrecortadamente y escapó mientras el tocado se le deslizaba sobre un ojo.
Entonces se encontró cara a cara con Tris, que iba de negro y llevaba máscara, pero no se había puesto ni el bigote ni la barba. Le hizo sonreír. Evidentemente no estaba de espíritu festivo.
– ¿Miranda? Jean-Marie estaba aquí hace un momento -dijo mirando a su alrededor.
¿Debía sentirse ofendida por que no reconociera la diferencia? Llevada por una ola traviesa y de alivio, Cressida dio un paso adelante y pasó los dedos por su chaqueta.
Él agarró su mano.
– Me decepcionas.
Realmente estaba decepcionado, e incluso enfadado, pues pensó que el amor de su primo no le era fiel.
Cressida lo miró a los ojos tras la máscara.
– No soy Miranda.
Él se quedó helado.
– Me ha sentado mal el brandy.
Ella se dio cuenta de que había estado bebiendo. No se tambaleaba, pero arrastraba un poco las palabras y su rostro estaba un poco laxo.
¿Qué decir? Las Swinamer debían estar muy cerca. ¿Qué se imaginaba que tenía que ocurrir? ¿Qué le volviera a pedir la mano dándole una nueva oportunidad?
– ¡Saint Raven!
Era la voz penetrante de lady Swinamer. Estaban llegando. Cressida levantó la otra mano de modo que agarró la de él con las dos suyas.
– No estás loco. Mi nombre es Cressida Mandeville y me pediste que me casara contigo. -Y añadió desesperadamente-. ¡Y me lo pediste a mí primero!
Él frunció el ceño y durante un terrible momento, Cressida estuvo segura de que había cambiado de opinión. Había sido una fantasía que ya había terminado.
– ¡Saint Raven! -Era lady Swinamer de nuevo, cada vez más cerca, casi junto a ellos.
Tris agarró a Cressida e hizo que se diera la vuelta alejándola de esa voz exigente. La sacó de la sala de baile, y cruzaron el arco, atravesaron el pasillo, descendieron y se metieron bajo el hueco de la escalera. De pronto se detuvo, en una curva que no se veía ni desde arriba ni desde abajo.
– ¿Cressida?
Había una lámpara que pestañeaba proporcionando un poco de luz, pero desafortunadamente no les llegaba, y ella no lo podía ver claramente, pero su voz le decía lo que necesitaba saber.
De manera planeada o por casualidad, terminaron con ella un peldaño más arriba de modo que fácilmente podía acariciar el rostro de Tris.
– Quiero cambiar mi respuesta, si me lo permites. Pero tengo que solicitarte algo importante.
Las manos de Tris cubrieron las de ella.
– ¿Qué?
– No tengo derecho a pedirte nada. Estaba enloquecida. Supe que habías estado en la casa de Violet Vane, y supuse lo peor. Escuché que viniste a mi baile por una apuesta, y que venías de una orgía. Me lo creí.
– Cressida…
Ella selló sus labios con los pulgares.
– Pero por el bien de los dos te tengo que pedir algo. Por favor, Tris, ¿puedes prometerme que me serás fiel todos los años de nuestra vida? Si me lo juras nunca más volveré a dudar de ti.
El apretó los pulgares de ella contra sus labios, y Cressida sintió sus palabras además de escucharlas.
– Te lo prometo. No me puedo imaginar que vaya a tener necesidad de nadie más que de ti.
Una explosión de felicidad la dejó sin palabras, y entonces dijo:
– No me gustan las galletas con el glaseado rosa.
¿Por qué eso? ¿En un momento como ése? Tris iba a pensar que era idiota.
Pero se rió.
– Y ¿por qué no? Si podemos comer ostras, comer insectos no es tan raro. Y la miel, al fin y al cabo, se la comen los insectos… Estoy un poco borracho, amor mío. Perdóname.
– Sólo si me besas -dijo acercándose a él, pero uno de sus cuernos chocó contra la pared haciendo que le cayera el griñón sobre la cara, y el otro empujó el sombrero de Tris.
Riéndose se lo sacó y se deslizaron para sentarse en los peldaños. Tris lanzó su sombrero y el tocado que rodaron por las escaleras. Cressida le sacó la máscara y por fin pudo ver su amado rostro. El desató la de ella y con mucha pericia, y también le soltó el cabello. Ella sintió cómo le caía por la espalda mientras Tris la besaba. Tenía muchas ganas de que la besara después de esas largas semanas separados.
Pero no era suficiente. Sentía cómo su deseo despertaba. Deseo físico y algo más. Era una ardiente necesidad de ser suya, y reivindicarlo como suyo. Mientras se besaban se subió sobre él y deslizó sus manos bajo su chaqueta. Necesitaba más. Piel. Se puso a tirar de su camisa. Pero él retrocedió y le cogió las manos.
– Cressida, amor…
Pero entonces se miraron y ella se dio cuenta de que se podía saltar todos los detalles prácticos. Tris se levantó con ella todavía agarrada a él con brazos y piernas y subió las escaleras hasta donde había luz. En el pasillo hizo que Cressida se bajara, aunque lo hizo de mala gana. Entonces la levantó en brazos y la alejó de la música y el parloteo de la sala de baile. Subió las escaleras y se adentró por el pasillo…
Ella no prestaba atención a nada más que a él. Le deshizo la corbata, y le acarició el cuello y la mandíbula. Después le metió los dedos por el pelo e hizo que bajara la cabeza. Él se detuvo y se volvieron a besar con tanta pasión que Cressida pensó que volvía a estar embriagada con el brebaje de Crofton y que estaba dispuesta entregarse a Tris ahí mismo en el pasillo.
Escucharon algo. Ella abrió los ojos y dejaron de besarse. Pasaba una criada que llevaba una pila de ropa, y que los miró levantando las cejas con una sonrisa torcida. En otros tiempos, Cressida se hubiera horrorizado, sin embargo le devolvió la sonrisa. Tris la miró sin sonreír, pero tampoco con la cara seria.
– Mi duquesa -dijo-. Verás muchas caras así.
La criada se rió entre dientes mientras hacía una reverencia.
– Mis bendiciones, señor -dijo con un fuerte acento de Cornwall y se marcho a toda prisa.
– Se lo contará a todo el mundo -dijo Cressida.
– Enseguida se los contaremos nosotros a todo el mundo.
No se estaban besando. Charlaban coherentemente, y eso era algo muy parecido a un milagro. Cressida sólo quería una cosa, y tímidamente le dijo susurrando:
– Quiero… quiero estar más cerca de ti, Tris, de lo que estado de nadie desde que salí indecorosamente del vientre de mi madre. Ahora.
Percibió que sus palabras hicieron efecto, y Tris se movió rápidamente. La llevó por el pasillo, abrió la puerta y después la cerró de una patada. Estaban en su habitación. Se dirigió a la gran cama y la puso de pie junto a ella. Ella enseguida se dio la vuelta para que le desatara el canesú.
– Esta vez sólo hay un pequeño nudo -le dijo incapaz de hablar más que en susurros.
Cuando le tocó la nuca sintió que la invadían oleadas de placer, y se dio cuenta de que las manos de él se movían nerviosas.
– Casi puede conmigo -dijo con la voz ronca-. Pero ya está.
Lo aflojó y ella se dio la vuelta sujetando el canesú, pero enseguida lo dejó caer. Después se desató el cinturón de cuerda mientras contemplaba cómo él se sacaba la chaqueta.
Cressida se quitó el vestido negro por la cabeza y lo dejó caer, y entonces se encontró con su viejo problema:
– Mi corsé.
Tris se rió gloriosamente desnudo hasta la cintura, se acercó al lavamanos y cogió su cuchilla de afeitar. Por un segundo Cressida pensó que debía protestar, pero la urgencia también pudo con ella. Le dio la espalda y sintió cómo la cuchilla se deslizaba entre los lazos.
De espaldas a él, tiró el corsé sobre la túnica negra, y se sacó la ropa interior y las medias por debajo de la combinación. Pero de pronto se apoderó de ella una incómoda timidez.
– Miranda tiene un corsé con cintas color escarlata, y medias con flores.
Las manos de Tris agarraron la combinación y se la subieron hasta sacársela por la cabeza. Entonces hizo que Cressida se diera la vuelta.
– Tú también te verías espléndida con esas cosas. Pero ahora es el momento de la desnudez, amor mío.
Él estaba desnudo. Magníficamente desnudo, cargado de deseo.
Cressida respiró profundamente de satisfacción.
– Tris, amor mío -dijo poniendo las manos en su pecho, ahora que todo parecía tan perfectamente natural, tan perfectamente… perfecto-, hazme tuya. Ahora.
Él fue a la cama y retiró los ricos cobertores dejando a la vista las sábanas blancas, como ya había hecho antes en aquella noche especial. Tris le transmitió todos los sentimientos que había sentido esa noche, y ella se aproximó con las piernas tan temblorosas que tuvo que apoyarse en él para que la ayudara. Tris la levantó y la instaló suavemente sobre la cama, y después se acostó junto a ella, grande, fuerte, caliente…
Suyo.
Cressida pasó una mano desde sus fuertes muslos a su amplio pecho.
– Sigo pensando que tal vez esté soñando.
– Yo soñaba con esto -dijo él y la volvió a besar moviendo sus piernas sobre las suyas, y después se las separó mientras la acariciaba con su mano experta.
Esta vez ella abrió los muslos ansiosa, arqueándose al menor toque, como si anhelara entrar en ese juego. Él se no suavemente casi como un gemido, mientras su hábil boca pasaba por sus pechos. Ella comenzaba a caerse por el acantilado.
– ¡Tris! -gritó enrollándose en torno a él como si temiera que la volviera a dejar caerse sola.
Pero él tenía su cuerpo sobre el suyo, abriéndola tanto como ella deseaba. La apretó con fuerza.
– ¡Sí, sí! -se escuchó decir a sí misma como si estuviera lejos.
– Oh, sí…
Sintió un dolor agudo y extraño, pero no le importó porque por fin estaban profunda y completamente unidos. Como si fueran uno. Nunca en su vida había sentido algo tan glorioso.
Hasta que se comenzó a mover.
– Oh, Dios. Oh, Dios. ¡Oh, sí!
Le pareció que había seguido repitiéndolo, pero no estaba segura porque sentía que su mente estaba lejos de su cuerpo en ebullición. Esta vez no era como si estuviera cayendo en un acantilado lleno de niebla. Ahora sentía que espirales de fuego la hacían ser parte de la fuerza, el calor y la potencia de Tris.
Cressida se arqueó agarrándolo intensamente mientras sentía cómo él se pegaba a ella mientras un éxtasis ardiente los consumía a la vez.
Un dedo le acarició la mejilla.
– Espero que esas lágrimas no sean de arrepentimiento, amor mío -dijo Tris, aunque no parecía inseguro de sí mismo como confirmaron sus siguientes palabras-. Porque ahora eres mía.
Cressida abrió los ojos sonriendo.
– Y tú eres mío -dijo acariciando su cara-. Lamento tanto que casi haya provocado un desastre con mis dudas.
Él movió la cabeza y le besó el dedo gordo.
– Lamento que mi terrible trayectoria las haya alimentado.
– Sin esa terrible trayectoria no me habrías podido dar tanto placer.
Él se rió apartándola un poco.
– Como ya había observado, Cressida Mandeville, eres picara de corazón. -Tenía una mano encima de su más dulce posesión-. Pronto serás Cressida Saint Raven. ¿Cuándo? No estoy seguro de que pueda pasar una noche más sólo en mi cama.
Ella sintió calor en las mejillas por el placer que le proporcionaban los francos deseos de Tris. Tris Tregallows, el maravilloso duque de Saint Raven, ardiendo de deseo por ella.
– Pronto -dijo ella incapaz de dejar de mirar hacia abajo como si sintiera vergüenza. Simplemente era demasiado abrumador en ese momento-. Mis padres tienen que zarpar en poco tiempo.
– Benditos padres.
– Y están viniendo hacia aquí. Tal vez ya hayan llegado…
– Excelente -dijo haciendo que levantara la cabeza para que lo mirara a los ojos-. Mi querida señorita Mandeville, ¿me harías el honor de convertirte en mi esposa y mi duquesa? Mañana.
– ¿Mañana? ¿Se puede hacer tan rápido?
– Tus padres estarán aquí, y si un duque no puede obtener la licencia con rapidez ¿de qué sirve serlo? No me has dicho que sí todavía.
Ella se relajó y se rió.
– ¡Si, sí, mil veces sí! Oh, Tris, me he sentido tan mal sin ti. Era como si sólo estuviera medio viva. Le dio un gran abrazo.
– Y yo me sentía como un hombre condenado a muerte que de pronto es indultado. Y no sólo perdonado, sino que además recibe una maravillosa recompensa.
Pasó la mano por su larga cabellera y la puso hacia delante. Después besó sus pechos como un murmullo de placer que hizo que ella sintiera que se iba a desvanecer.
– No pensaba preguntártelo -murmuró-. Pero ¿cómo llegaste hasta aquí? ¿Entre las alas de un ángel?
Ella se controló lo suficiente como para levantar la cabeza y poder hablar; entonces le contó lo ocurrido. Tris se preocupó por los caballos, pero parecía más interesado por su ombligo. Ella reconoció que su primo no conducía tan bien como él, mientras intentaba ponerse fuera de su alcance. Ambos querían quedarse así, volver a hacer el amor, y permanecer abrazados hablando toda la noche, pero…
– ¡Tienes una fiesta en tu casa, Tris! Tienes que volver.
– ¡Qué lata! -Él era demasiado fuerte para ella-. Los Swinamer están aquí. Escondámonos.
– No puedes.
– Soy un duque. Puedo hacer lo que me dé la gana. Al decir eso se miraron y rieron a la vez. Ella puso una mano sobre sus labios.
– Seriamente, Tris. Debes regresar con tus invitados. ¿Y qué pasará con Phoebe Swinamer? Siento un poco de lástima por ella.
Tris cogió su mano y se puso a besar las yemas de todos sus dedos.
– No lo hagas. Ella no sentiría lástima de ti si tu situación fuera la contraria.
Como ella estaba desnuda con medio cuerpo encima de él, eso hizo que se riera.
– Me costaría imaginármelo.
– A mí también. Debía estar loco. Y como has admitido que todo fue por culpa tuya, se lo dirás tú.
– ¡Oh, no!
Tris dejó sus juegos y le pasó los nudillos por sus mejillas.
– En este momento quisiera que todo el mundo fuera feliz, pero creo que lo mejor que podemos hacer por la pobre Phoebe Swinamer es hacer el anuncio y dejar que mantenga su dignidad. No le he dicho nada.
– Ya lo sé. Y he visto tantos ejemplos de sus pequeñas crueldades que no me duele el corazón.
El se quedó en silencio sin moverse. Tal vez era una de esas situaciones en las que una mujer debe ser fuerte, así que Cressida se apartó de él y salió de la cama.
– Tenemos que vestirnos.
Él se sentó y se quedó observándola de una manera que ella nunca hubiera soñado que la iba a mirar un hombre.
– Has perdido tu toca. Deben estar haciendo bromas subidas de tono.
– No creo que sean apropiadas para los oídos de una dama.
– Nunca se sabe -dijo él saliendo de la cama.
La visión de su hermoso cuerpo desnudo hizo que Cressida se tuviera que apoyar en una silla. Tal vez se podrían quedar ahí…
Pudo ver que él pensaba lo mismo, pero se puso un banjan color rojo y oro que hizo que ella se sintiera aún más débil. Tal vez para la señorita Swinamer habría sido todo más fácil si no hubiera ocurrido nada esa noche…
Él le sonrió de una manera no del todo tranquilizadora.
– Quédate aquí. Enviaré a alguien para que busque tu tocado y mi sombrero. Como has dicho, los sirvientes ya lo deben saber.
Después entró en la habitación de al lado y cerró la puerta. Cressida simplemente se quedó en la cama, con esa mancha de sangre, asimilando lo ocurrido. Una joven decente de Matlock en un momento así seguramente estaría destrozada por la vergüenza, o por lo menos por las dudas. Hubiera sabido que tenía que esperar hasta la noche de bodas. Pero sentía como si por fin su mundo fuese exactamente como debía ser.
Sin dejar de sonreír se aseó y volvió a vestirse, contenta de llevar un vestido que no necesitaba corsé, el cual, en un absurdo rapto de discreción, guardó en uno de los cajones de Tris. Después de vestirse lo mejor que pudo, se sentó frente al tocador para intentar recogerse el pelo con horquillas, pero las manos apenas le respondían. Tal vez era por haber hecho el amor, o tal vez era el efecto secundario de su loca carrera hasta allí. O quizá porque nó se había dado cuenta hasta ese momento cuan profundamente necesitaba a Tris. No se había permitido saberlo para poder seguir adelante con su vida.
Él volvió, con su sombrero y el tocado.
– ¿Qué sucede?
Su frío tono denotaba temor, por lo que Cressida se volvió rápidamente hacia él.
– No, nada. Es sólo que acabo de darme cuenta de lo cerca que he estado de perderte para siempre.
Extendió sus brazos hacia él, que se acercó para besarle las manos.
– Ojalá no tuvieses que ser duquesa por mí, Cressida.
Ella se encontró con su seria mirada y lo provocó.
– Ah, no, señor. Ahora que te has salido con la suya, no me quites lo que me corresponde.
Él se rió y la besó, y luego la ayudó a recogerse el pelo con las pocas horquillas que encontraron. Cressida se puso la toca, mientras lo contemplaba vestirse. Hubiese preferido que se quedara desnudo, pero igual disfrutaba mirándolo, hiciera lo que hiciera.
Era real y era suyo. La vida se abría ante ella como un universo de delicias por descubrir. Sabía que como en todo viaje, surgirían situaciones difíciles y riesgos, pero también que las alegrías compensarían cualquier pena.
Tris se puso el sombrero y con un anillo en la mano se acercó a ella, tomándole la suya.
– El anillo de compromiso tradicional era un poco anticuado y se lo regalé a Jean-Marie. Éste es una versión moderna del mismo.
Deslizó el anillo en su dedo. Era un zafiro en forma de estrella incrustado en una preciosa y delicada montura. A ella se le llenaron los ojos de lágrimas y se mordió el labio para controlarlas.
Se dio cuenta de que le quedaba a la perfección, lo cual la hizo pensar.
– Este anillo habría quedado suelto en el delgado dedo de la señorita Swinamer. Él frunció el ceño.
– Tienes razón. Pobre Phoebe. La verdad es que nunca perdí la esperanza y nunca la hubiese perdido tampoco. En todo caso es mucho mejor para ella que sea así, aunque le cueste creerlo ahora. -Besó el anillo-. Le mandaré un mensaje a Cary para pedirle que la ponga sobre aviso. Estoy seguro de que mi amigo va a querer matarme.
Cressida nunca se hubiera imaginado estar tan conmovida.
– Tris Tregallows, eres un hombre muy bueno.
– Cressida Mandeville, lo seré aún más contigo a mi lado. -La tomó de la mano y la llevó hacia la puerta-. Ahora, me temo, debo llevarte al mundo de las serpientes y los dragones.
Cressida se rió.
– ¡Dragones, serpientes y cocodrilos no son nada para una Mandeville! Especialmente, su excelencia, si va acompañada de un guía tan experimentado.
Fin