Cressida dejó el vaso.
– El término «guía experimentado» no es algo que me tranquilice precisamente, su excelencia.
Pero recordó que él se movía en una esfera distinta a la suya, más elegante y segura, pero también de menor nivel moral. La familia de ella no era de una prístina virtud, pero tampoco frecuentaba ambientes degradantes. Pertenecían a lo que se entendía como «clase media».
– Me gustan las fiestas en donde hombres y mujeres se reúnen con entusiasmo para disfrutar de los placeres sensuales con más libertad de lo común -le explicó sin mostrar ni un rastro de vergüenza.
– Supongo que usted estará invitado -le dijo con una aspereza que luego lamentó.
– Si no puede evitar esa cara de vinagre, señorita Mandeville, no podré llevarla a ningún lugar atrevido.
– No tengo ningún deseo de ir… -empezó a decir, pero tuvo que cortar ya que debía hacerlo.
Sus ojos brillaron.
– Puede verlo como una experiencia formativa.
– Hay cosas que prefiero no aprender.
– Definitivamente, señorita Wemworthy. Eso la hirió.
– Yo no soy… ¡Oh, es usted un hombre exasperante!
– Lo intento. Vamos, señorita Mandeville, tiene el nombre de una romántica exploradora -dijo con los ojos brillantes, inclinado hacia delante, desafiándola-. ¿No existe ni la más pequeña parte de usted que quiera llevar esto hasta el final y ser testigo de una fiesta libertina? ¿No disfrutó acaso de su atrevida aventura con Crofton deleitándose con la perspectiva de ser más lista que él?
Ella se quedó con la mirada fija. Era como si él pudiese ver una secreta parte de su alma. Aunque estaba aterrada y odiaba la idea de dejar que Crofton la tocase y le diese órdenes, se había sentido llena de excitación, de vida, como nunca antes.
– Sí -admitió.
Él le sonrió.
– ¿No sería una lástima volver a casa, a Matlock, sin intentarlo? A lo mejor…
Tris era consciente de que estaba siendo malvado, pero lo hacía sin malicia. Realmente era un guía experto y con él la señorita Mandeville estaría segura. Además, deseaba ver ese mundo a través de sus ojos atónitos. Había llegado el momento de mostrarle otra realidad.
– No hay necesidad, por supuesto -dijo él con tiento- Puedo ir a Stokeley y recuperar la estatuilla por usted; sólo hay un pequeño problema.
Cressida se mordió el labio. Era como si le leyese la mente y captara todas sus incertidumbres, tentaciones y luchas. Él la pico un poco más.
– Usted puede quedarse aquí, cómoda y segura…
Sus blancos dientes dejaron de morder su labio inferior y asomó la lengua para lamérselo. Una boca carnosa, suave, especialmente cuando la humedecía… Tuvo que recordarse que la diversión no incluía llevarse a esa dama a la cama. Las virtuosas señoritas de Matlock eran territorio prohibido.
– Sería una cobardía dejarlo todo en sus manos.
– La cobardía es a veces la máxima expresión de la sabiduría -le dijo, para dejar que se convenciese sola.
– También hay consideraciones de orden práctico. Conozco la casa y usted no. Yo sé cual, entre todas las estatuillas, es la correcta y cómo conseguir que se abra el cierre que revela su secreto.
– Bien, entonces me lo puede explicar…
– No es algo fácil de describir y puede que tengamos poco tiempo -le contestó volviéndose a pasar la lengua por los labios-. Incluso es posible que lord Crofton las haya cambiado de sitio.
– ¿Por qué?
Cressida se sonrojó.
– Son… esa clase de cosas que quedarían bien en una bacanal.
Ella le encendía el deseo y le hacía pensar en fresas grandes y dulces cubiertas de crema.
– Entonces sí que las tendrá puestas para exhibirlas. Si siente que puede hacerlo, su presencia será de gran utilidad. Puedo garantizarle que estará segura. -Pero su honestidad lo obligó a añadir algo-. Lo que no le puedo garantizar es que no verá cosas que la abochornen. De hecho, puedo asegurarle que lo hará.
Vio en ella un destello de excitación antes de fruncir el ceño. Sería un crimen negarle esa experiencia.
– Así que, ¿quiere usted venir esta noche?
Cressida lo miró a sus ojos brillantes y desafiantes. Claro que quería ir.
– Quedarse aquí sería como si Wellington se hubiese quedado en Bruselas tomando el té durante la batalla de Waterloo. El duque se puso de pie.
– ¡Qué encantadora es! Muy bien, tenemos que hacer planes para la batalla, y lo primero va a ser disfrazarla. A mí me pueden reconocer, pero es esencial a todos los niveles que a usted no. -Tiró de un cordón-. ¿Hasta qué punto la conoce Crofton?
– No muy bien.
– ¿Y cómo llegaron a ese extraordinario acuerdo?
– Me pidió permiso para cortejarme, pero mi padre se encargó de rechazarlo. No me gustaba y claramente era uno de los que iba detrás de mi gran dote. Me preocupa que todo esto no sea más que una venganza.
– Es posible, pero usted no hubiese podido hacer otra cosa y doy por hecho que no obligó a su padre a que se sentara a jugar a las cartas.
Ella suspiro.
– No, pero después de la catástrofe, me ofreció la oportunidad de recuperar algo diciéndome que mi familia podía conservar todos los objetos de la India a cambio de mi virtud. Trató de mostrar congoja, de presentarlo como una deferencia hacia nosotros, el muy sanguijuela. Casi hice que lo echaran de la casa, pero enseguida vi la oportunidad de recuperar las joyas.
– Esto hace que me pregunte hasta qué punto la partida fue limpia, aunque ahora lo importante es su disfraz.
Se levantó y abrió la puerta.
– ¡Harry!
Entró en la habitación un joven lacayo en el cual Cressida encontró un gran parecido con la señora Barkway.
– Su excelencia…
– Búsqueme al señor Lyne.
Cuando el lacayo se marchó, el duque se giró para examinarla.
– Se ve distinta ¿Qué ha pasado con sus rizos? Cressida se sonrojó.
– Eran falsos.
– ¡Dios santo! Su aspecto cambia sin ellos. Con una máscara… O un velo… ¡Sí, eso es! Tengo un disfraz de sultán en alguna parte. Puede ir como si fuera una hurí. Con un velo tapándole la parte inferior de la cara, una máscara sobre los ojos y ya está. ¿Es su pelo tan largo como parece? Lo podría llevar suelto.
Llamaron a la puerta y entró un nuevo hombre. Era otro caballero alto y elegante, sólo que con el pelo más claro que el de Saint Raven y la cara más cuadrada. Cressida levantó las cejas.
– ¿Qué pasó con el plan de mantenerme lejos de las miradas, su excelencia?
– Cary ya la ha visto… y a sus ligas -añadió con la clara intención de sacarle los colores-, y también sus medias… Antes de que ella pudiese decir nada, añadió:
– Señorita Mandeville, permítame presentarle al señor Caradoc Lyne. Cary, la señorita Mandeville.
– Parece encontrarse mejor, señorita Mandeville. Espero que no se haya asustado mucho.
– No más de lo razonable, señor.
Puso cara de disculpa.
– No podíamos dejarla en manos de esa babosa, señorita Mandeville. -Se volvió hacia el duque-. ¿Qué es lo que hay que hacer?
Saint Raven le expuso la situación con claridad. Su amigo argumentó que era inconveniente llevar a una dama a un asunto tan vergonzoso, pero se dio cuenta de que era en vano. Cressida pensó que el duque de Saint Raven estaba acostumbrado a hacer las cosas a su manera.
– Así que nos urge conseguir un traje. Algo de estilo árabe y que lleve velo.
– Creo que hay por ahí algo así de la última…, en fin.
Volvió al cabo de un rato y extendió sobre la cama un par de pantalones de seda color púrpura y una chaqueta multicolor de manga corta con muchos brillos. Cressida los miró fijamente.
– ¡No puedo ponerme pantalones!
– Vamos a una orgía, señorita Mandeville.
Una vez más el duque la miró con ojos burlones. Cressida cogió la chaqueta. Con suerte le taparía hasta la cintura.
– Se me verá el corsé. El señor Lyne se aclaró la garganta.
– Pensé que daría por hecho que no lo llevaría; podemos probar con otra cosa.
– Tonterías -interrumpió el duque-, el traje va perfecto con el mío de sultán.
Cressida intentó decir algo pero él continuó:
– Necesitamos un velo para la cara y otro para la cabeza que sean bastante tupidos, y una máscara y maquillaje.
La puerta se cerró al salir el señor Lyne, que claramente seguía sus órdenes, pero Cressida, no.
– No voy a ponerme esa ropa, su excelencia.
– ¿Por qué no se la prueba primero? Luego ya podrá arrepentirse.
– No quiero echarme atrás, quiero algo más adecuado para una dama. ¿No podría ir disfrazada de… monja, por ejemplo? Tris se rió.
– Confíe en mí, querida. Si quiere pasar desapercibida esta noche, mientras menos elegante y refinada, mejor. Así hay menos posibilidades de que la reconozcan. Usted verá.
Lo entendió, pero aún se rebelaba.
– ¿Por qué alguien se iba a imaginar que yo pudiese estar en un evento de esa naturaleza?
– La mayoría de las mujeres serán profesionales, pero a algunas señoras les gusta la aventura y el desenfreno. Una mujer soltera sería una rareza, pero no tan extraña. La clave está en no dejar que imaginen nada.
Se calló para que le respondiera, pero no tenía nada que decir. Ahora que había visto el traje, no estaba segura que pudiera pasar por todo eso, pero al mismo tiempo era un reto. Ella no sabía que reaccionaría con tanta fuerza a un desafío
– Es su elección. -¿Sabría acaso que era tan seductor como el demonio?-. Tengo una serie de cosas que arreglar, así que le dejo tiempo para decidirse. Lo sensato sería que permaneciera en esta habitación; si quiere le puedo enviar algunos libros para que se entretenga.
Ella seguía con el ceño fruncido por culpa de las estrafalarias prendas, pero asintió y él se marchó. Cressida cogió el pantalón, símbolo de su extraña situación.
¡Pantalones! Mucha gente pensaba que la ropa interior femenina era indecente porque se parecía a la que llevaban los hombres. Le parecía imposible llevar sólo unos pantalones, y esa cosa de seda la haría sentirse como si no llevase nada. Por lo menos eran tupidos. Había visto dibujos de mujeres orientales con pantalones de ese estilo que parecían más bien un velo. Éstos eran bastante bonitos, adornados con trenzas doradas en los tobillos y los laterales, y con un cordón color oro para atárselos a la cintura. Los cogió, se los puso por encima y pensó que seguramente le quedarían bien. Eran demasiado largos, pero el fruncido de los tobillos ayudaría. Los dejó y cogió la chaqueta de seda brocada color rojo y púrpura bordada con hilos dorados. Tenía las mangas cortas, el cuello bajo y botones en la parte delantera. Cressida se dijo a sí misma que al menos la taparía como la parte superior de un vestido de noche, pero sin ropa interior, cosa bastante incómoda.
¿Sin combinación ni corsé? ¿Cómo podría salir así en público? Quería probarse el conjunto para poder comprobar lo peor, pero se encontró con su problema habitual: no se podía quitar sola su elegante traje. Hubiese sido diferente en Matlock. Su madre y ella compartían sirvienta, pero la mayoría de sus trajes eran cómodos y prácticos, y se los podían poner y quitar ellas solas.
Matlock. Dejó la escandalosa chaqueta sobre la cama. Su vida allí era tan tranquila y confortable. Había vivido toda su vida en una hermosa casa bien provista con el dinero que su padre les enviaba. Su madre y ella tenían buenos amigos y una sólida posición en la sociedad. No entre la clase más alta, pero sí entre la de mayor respetabilidad, a pesar de la extraña ausencia de su padre. Como se habían casado allí mismo no había indicios de que tal vez el marido nunca hubiese existido. Además las obras de caridad de su madre las habían mantenido ocupadas y como Matlock era un pequeño balneario, en verano había conciertos, obras de teatro, fiestas y reuniones.
Si el plan funcionaba, pronto podrían volver. Incluso aunque su padre siguiese mal, su madre y ella estarían en un ambiente familiar, rodeadas de amigos. Sin embargo, si fracasaba, nunca podrían regresar.
Si su padre se hubiese quedado en la India… Si no le hubiese dado por jugar…
¡Si ella se hubiese dado cuenta a tiempo y hubiese hecho algo…!
Ésa era la herida que la hacía sangrar por dentro. Se había distraído en Londres. Los eventos sociales enseguida la habían aburrido, pero la ciudad la había fascinado. Había empezado a pensar que le gustaría casarse con un hombre de ese mundo. No un aristócrata ocioso, si no un hombre activo y comprometido. Tal vez un hombre que trabajara en el parlamento o incluso en el gobierno, eso sería genial.
O un comerciante. No es que le interesara el dinero, si no lo maravilloso que sería suministrar a un país mástiles, a otro lana y a un tercero especias. Su amiga Lavinia estaba comprometida con un capitán de barco y esperaba con ansia poder viajar a puertos lejanos. Eso era demasiado para Cressida, pero quería formar parte del funcionamiento del mundo.
Ahora todo eso se había acabado, a menos que recuperara las joyas. Durante la temporada que había estado en la ciudad se le había hecho evidente que no lograría casarse bien sólo por su bello rostro, ni siquiera llevando los falsos rizos. Echó un vistazo a los suyos, patéticamente cosidos a un turbante. ¡Los ambientes elegantes eran tan estúpidos! Crueles, mezquinos y también llenos de vicios. Mientras su padre mantuvo su fortuna, muchas señoras y señores los habían visitado, pero desde que la había perdido y estaba enfermo, se habían evaporado. Ahora era verano, y Londres estaba medio vacío, por supuesto, pero de igual modo había quedado de manifiesto la falta de corazón de la gente. Alguien llamó a la puerta.
– Soy Harry, señorita.
Cressida la abrió y éste entró con una pila de libros y ropa. Dejó los libros y, ruborizado, le ofreció unas medias de algodón blanco, unas ligas sencillas y un pañuelo de tela delgada.
– Mi madre le ha enviado esto, señorita. Espera que le sirvan.
Recogió los restos del desayuno y se los llevó en una enorme bandeja.
– Llame si necesita algo, señorita.
Cuando se marchó, Cressida se quitó las zapatillas y se puso las firmes y confortables medias, sujetándoselas firmemente con las ligas. Se sentó frente al espejo y se colocó el pañuelo alrededor de los hombros metiendo los extremos por debajo del escote, consiguiendo finalmente tener un aspecto digno.
La decencia era algo extraño. No le importaba llevar ese vestido en un baile, pero lo que era digno para la noche no lo era para el día. Pensó en la ropa que tenía sobre la cama: los pantalones no eran nada decentes.
Saint Raven se había ofrecido para recuperar las joyas él solo. A cada momento que pasaba, le parecía lo más sensato. Sin embargo, sus objeciones eran poco convincentes. Algunas de las estatuillas de marfil eran muy similares. Todas mostraban a personas… a personas teniendo relaciones sexuales en extrañas posturas. Había cinco que representaban a parejas de pie, y una de ellas tenía las joyas. Realmente no se había fijado en ningún detalle concreto, pero creía que podría distinguirla cuando la viese y, además, conocía la casa.
Se acarició el rostro. La verdad era que quería ir. Se había obligado a ser la heroína de esta historia y ahora no quería echarse atrás. Se dijo a sí misma: «Cressida, piensa en ello como en un baile de máscaras». En Londres había asistido a uno muy bueno en el que algunas personas iban vestidas de forma escandalosa y una señora hasta llevaba un traje oriental parecido a ése.
Cogió los pantalones, se los puso por encima y se miró en el espejo.
– ¿Eres Cressida Mandeville o Cressida Ratón? Decidió que era Cressida Mandeville.
Después de haber ordenado su mente, se sentó junto a la ventana y repasó los libros. ¿Los habría elegido Saint Raven? Se trataba de una cuidada selección de poesía, historia, una novela de tres tomos y, advirtió con una sonrisa, un diario de viajes sobre Arabia.
¿Sería una indirecta para que lo fuese estudiando? Siempre le habían gustado los diarios de viajes a países exóticos. Algunas veces pensaba que era como su padre y que prosperaría bajo un cielo extranjero, aunque, como su madre, tenía una fuerte veta conservadora. Pequeñas aventuras como trasladarse a Londres eran suficientes para ella.
El tiempo trascurría. Harry volvió a tocar la puerta y entró sonriente, llevando su maleta.
– ¡Oh! -Para Cressida fue tan maravilloso como si hubiese conseguido las joyas-. ¡Harry, gracias!
– No me dé las gracias a mí, señorita. El señor Lyne la encontró en el camino y se la ha enviado.
Tan pronto como se marchó, Cressida la abrió y encontró el chal de seda y, milagro, ¡su bolsito! Crofton lo debió haber echado en su maleta. Tal vez ya no necesitaría el vomitivo, pero con él en sus manos sentía que tenía un arma.
Pasó las manos por sus vestidos y su ropa interior, encantada de que ya no estuvieran en posesión del sucio de Crofton y, de pronto se quedó quieta. Debía estar furioso, ¿intentaría vengarse? ¿Arruinaría su reputación diciéndole al mundo que la había raptado Le Corbeau?
No, no podía hacerlo. Tendría que explicar por qué viajaba con él. Y aunque a ella la arruinaría, él también saldría malparado. Incluso la gente más desconsiderada de la ciudad se sobrecogería por haberle hecho tamaño chantaje a una dama. Si dirigía su ira hacia alguien sería contra el asaltante de caminos. Pero, pensó mientras cerraba la maleta, si continuaba con su plan, se volvería a encontrar con Crofton. Tenía que estar muy segura de que no pudiese reconocerla. La extravagante indumentaria junto a un velo y una máscara le bastarían. Se volvió a concentrar en el libro, disfrutando de su viaje mental por Arabia. Sólo la interrumpió Harry para traerle una bandeja con té, pan, queso y fruta.
Oyó sonar cuatro veces un reloj lejano antes de que su anfitrión volviese con un tejido fino y pálido entre sus manos.
– Espero que no se haya aburrido mucho, señorita Mandeville, pero si así ha sido, no se preocupe, ¡comienza la aventura!