Había permanecido junto a Anna desde el momento en que Yvonne Palmgren les dejó en paz. La única vez en que abandonó la habitación fue para calentar el almuerzo que traía consigo en el microondas de la sala privada del personal. Se preguntó cuántas empanadillas Gorby y cuántos trozos de pizza había ingerido durante los últimos dos años, pero se apresuró a regresar al cuarto de Anna antes de que su cerebro le obligara a calcular la cifra exacta.
Pasaron dos meses, pasaron tres. Su madre continuaba encerrada en el dormitorio. La compulsión dirigía la vida entera de él, pero escapar del mudo castigo sólo habría empeorado las cosas. Tras las ocho palabras había continuado el silencio. Cada madrugada se apresuraba a repartir los periódicos y a volver cuanto antes a casa para que ella no tuviera que estar sola. El padre se mantenía lejos. De vez en cuando, aunque no con mucha regularidad, llegaba un sobre con algunos billetes de mil para pagar las facturas del petróleo y la electricidad. De gastos no había muchos más. El dinero para la comida lo sacaba de su propio salario. La casa era de la madre, una herencia de su tía. Con los ingresos del padre como fontanero habían tenido suficiente para cubrir los gastos familiares, su mamá nunca había necesitado trabajar. La identidad de la madre se había basado enteramente en el papel de esposa de su marido y madre de su único hijo.
Fue un martes cuando encontró los anuncios, y todo comenzó con una catástrofe.
Cada madrugada el mismo ritual. El montón de periódicos los recogía abajo, en la pizzería. Siempre le ponían unos cuantos de más y antes de cada reparto los contaba para llevarse únicamente los que necesitaba. Era la única manera de estar seguro más tarde de no haberse saltado ningún buzón. En cualquier caso, seguro del todo no lo estaba nunca, muchos días la ansiedad se encarnizaba con él al imaginar que había olvidado a algún abonado y que había entregado dos periódicos a alguien en su lugar.
Primero contaba los sesenta y dos periódicos que necesitaba directamente del montón. Luego sacaba la cubierta de plástico que guardaba en la mochila y la extendía sobre el suelo para proteger los periódicos de la humedad. A continuación los apilaba en montones de diez, en seis columnas distintas. Los que hacían el sesenta y uno y el sesenta y dos los metía inmediatamente en la cartera suspendida del portaequipajes. Tras recontar las columnas de diez cuatro veces se sentía en condiciones de meterlos en la cartera y salir. Siempre el mismo recorrido exacto. Al milímetro.
Y justamente ese martes ocurrió lo que no debía ocurrir.
El buzón de alguien se había quedado vacío.
Sería fácil comprobar los buzones de las villas, pero ¿y si alguien ya había recogido el periódico y resultaba que no era esa casa en absoluto la que se había quedado sin él? Y los diez apartamentos del bloque de pisos situados sobre la pizzería que tenían el buzón incorporado en la puerta. ¿Cómo podría comprobar si el olvido se había producido en alguno de ellos?
El pánico no hacía más que aumentar.
El periódico sobrante le quemaba en las manos y ni siquiera fue capaz de deshacerse de él. Al llegar a su casa se quedó parado frente a los escalones de la puerta principal, todavía con el periódico en la mano.
Sandviken – Falun, 68; Skövde – Sollefteå, 696.
Tenía que leerlo. Tenía que leer cada palabra para neutralizar el desastre.
Se sentó en un escalón. Amanecía. El escalón de granito estaba helado y ya después de la primera página tiritaba de frío, pero tenía que continuar leyendo. Cada letra particular tenía que ser vista y respetada por el ojo lector. Era el único modo. Lo encontró en la página doce.
Se busca cartero para el distrito de Estocolmo.
Al principio las palabras le parecieron demasiado extrañas, pero su mirada enseguida regresó al anuncio y después de ocho relecturas se convirtieron en una posibilidad.
Sabía que no podía quedarse en la casa. El único modo de conseguir que ella viviera de nuevo era desapareciendo él. Él velaba por ella, pero ella no le quería allí.
Miró el jardín. Las plantas perennes de los parterres tan bien cuidadas en su día yacían marchitas por el suelo, involuntariamente enredadas con la hierba de San Genaro y otras malas hierbas.
Él era la mala hierba.
«De ahora en adelante no te quiero aquí».
En la página dieciséis, todas las piezas encontraron su sitio. Que le sobrara un periódico ese día no había sido un acontecimiento fortuito, algo se había encargado de obligarle a leer el anuncio. Por una vez la compulsión estaba de su parte.
«Se alquila 1 hab. + cocina, Estocolmo, a persona responsable debido a traslado al extranjero.»
Pasó mucho rato sentado en los escalones de la entrada, aquella madrugada. Esa misma mañana hizo las dos llamadas y cuatro días más tarde tomaba el tren hacia Estocolmo para una entrevista de trabajo. Volvió esa misma noche, ella ni se enteró de su viaje. Las semanas siguientes consistieron en una eterna espera, pero él sabía que estaba predestinado. Cuando le llegaron las notificaciones de que le habían concedido tanto el empleo como el apartamento las recibió como cosas obvias. Su audacia le enorgullecía.
Esa noche estuvo dudando un largo rato ante la puerta del dormitorio antes de decidirse a llamar. Ella nunca le pidió que entrara. Al final él presionó el pomo de todos modos y abrió un resquicio. Estaba acostada, leyendo. La cortina enrollable azul estaba bajada y la lámpara de la mesilla de noche, encendida. Ella se tapó con la manta hasta la barbilla, como si quisiera proteger su desnudez. Como si un intruso se hubiera introducido en su dormitorio. La desparejada cama, sola, contra una pared que era el doble de ancha parecía una burla. Su mamá dormía junto a un vacío que de la forma más patente y a cada segundo le recordaba la humillación y la traición de que la habían hecho objeto.
– Me voy a vivir a Estocolmo.
Ella no contestó. Simplemente, apagó la luz y se tumbó de lado, de espaldas a él.
El permaneció en el quicio un rato, incapaz de pronunciar nada más. Luego retrocedió un paso y cerró la puerta.
Lo último que entrevió fue la bata floreada.
Yvonne Palmgren vino a las dos menos un minuto. Le saludó brevemente y fue a sentarse nuevamente en la silla junto a la ventana. Esta vez no sonrió. Había tanta determinación en la mirada con la que le examinó que se arrepintió de haber aceptado proseguir la conversación. Tomó a Anna de la mano. Aquí estaba seguro.
– He hecho un par de llamadas desde esta mañana.
– Bueno.
En el bolsillo del pecho faltaba uno de los cuatro rotuladores fosforescentes.
¡Tres no!
Se preguntó si ella lo sabía. Si ella con su sólida carrera de psicólogo y su incisiva mirada era capaz de penetrar hasta su recóndito y secreto infierno. Lo de los tres rotuladores era un aviso, una manera de debilitarle, una declaración de guerra por parte de ella para demostrar su ventaja sobre él.
Estrechó con más fuerza la mano de Anna.
Ella abrió la carpeta de plástico. Leyó algunas líneas y volvió a mirarle.
– Quiero que hablemos del accidente.
El súbito presentimiento de un peligro inminente.
– Sé que has declarado que no conservas ningún recuerdo del accidente, pero quiero que juntos nos ayudemos a encontrar tus recuerdos. Tengo el informe de la policía aquí.
La mujer sentada junto a la ventana observaba sus manos entrelazadas.
– Comprendo que resulta muy penoso. ¿Tal vez prefieras que hablemos de ello en otro sitio? Podemos ir a mi consulta si quieres.
– No.
Ella guardó silencio un rato. Sus ojos eran penetrantes.
– No lo recuerdo.
– Ya lo veo, es lo que dicen estos papeles, pero lo cierto es que tú prefieres no recordar. El cerebro funciona de este modo para protegernos de experiencias traumáticas, prefiere reprimir aquello que resulta demasiado penoso recordar. Eso no significa que no recuerdes, todo está ahí. Tarde o temprano saldrá a la superficie y no tendrás más remedio que enfrentarte a ello, por doloroso que sea. Y es justamente aquí donde me gustaría ayudarte. Ayudarte a recordar para que puedas seguir adelante. Es una labor ardua y dolorosa la que te espera, pero es absolutamente necesaria. Con toda seguridad te enojarás durante la conversación pero no hay ningún inconveniente en que liberes tu ira, al contrario, quiero que, de momento, la proyectes sobre mí.
¡Aquí dentro no! Hasta entonces nunca se habían atrevido a meterse con él estando bajo la presencia protectora de Anna.
– ¿Entiendes lo que quiero decir, Jonas? Aunque tú no tengas esa sensación, estoy aquí para ayudarte. Anna está moribunda y tú tienes que aceptarlo. Y tienes que aceptar que no es por tu culpa, que tú hiciste lo que pudiste. Más no se le puede pedir a una persona.
Kalmar – Karesuando, 1.664; Karlskrona – Karlstad, 460.
– Lo único que sé es lo que pone en el informe de la policía, y en el historial clínico del hospital del día en que ingresó, claro. Que la falta de oxígeno le produjo una isquemia cerebral con el consecuente daño. ¿Hasta dónde llega tu memoria?
Landskrona – Ljungby, 142. Ayúdame, Anna. ¡Páralo!
– Fuisteis hasta la ensenada de Årstaviken para almorzar. ¿Recuerdas qué día era?
– No.
– Intenta recordar lo que viste. Los árboles, si visteis a alguien, si percibiste algún olor.
– No me acuerdo. ¿Cuántas veces tengo que repetirlo?
– Salisteis al embarcadero del club náutico de Årstadal.Aquella conversación tenía que terminar. Tenía que hacer salir a aquella mujer de la habitación. La voz continuó implacable.
– Anna decidió bañarse a pesar de que era finales de septiembre. ¿Recuerdas si intentaste detenerla?
Estaba bloqueando la protección de Anna.
– Tú te quedaste en el embarcadero. ¿Recuerdas la distancia que nadó antes de que comprendieras que se hallaba en peligro?
La cabeza de Anna bajo el agua. Trelleborg – Mora. Mierda. Tres no. Eskilstuna – Rättvik, 222.
Los tres rotuladores fosforescentes en su pecho como una burla chillona.
La voz machacona que invadía hasta el último milímetro de su interior y que seguía machacando inexorable, sin percibir que él estaba a punto de explotar.
– Cuando desapareció, te tiraste al agua para intentar ayudarla. Vino otro hombre que vio lo que pasó y que nadó basta vosotros para intentar ayudaros, ¿recuerdas cómo se llamaba?
– ¡No me acuerdo!
– Se llamaba Bertil. Bertil Andersson. El hombre que os ayudó. Lograsteis llevarla hasta la orilla y Bertil Andersson corrió hasta el club náutico para llamar a una ambulancia. Jonas, inténtalo, intenta recordar lo que sentías.
Él se levantó. Aquello era inaguantable.
– ¿No oyes lo que digo, maldita sea? ¡No me acuerdo!
Ella no apartó la mirada. Permaneció tranquilamente sentada observándole.
La encontró en el desván. Llevaba puesta la bata floreada y fue la noche antes de su mudanza. Las maletas ya estaban hechas y aparcadas en el vestíbulo. El techo era bajo y no necesitó ninguna silla, sólo el taburete bajo de plástico que él usaba de niño para llegar al grifo del lavabo.
– ¿Cómo te sientes en estos momentos?
Sus palabras le hicieron pasarse de la raya.
– ¡Salga de aquí! ¡Lárguese y déjenos en paz!
Ella permaneció sentada. No se movió del sitio sino que continuó penetrándole con sus malvados ojos. Serena y tranquila, firmemente determinada a hundirle.
– ¿Por qué crees tú que te enojas tanto?
Algo se quebró en su interior. Giró la cabeza y miró a Anna.
Le estaba fallando. Yacía ahí tan inocentemente en su coma, pero estaba claro que no había olvidado el arte de traicionarle. Una vez más tenía la intención de dejarle solo. Después de todo lo que había hecho por ella.
Qué asco.
Ni siquiera ahora podía uno fiarse de ella. Ni siquiera ahora hacía lo que él quería.
Pero se iba a enterar. No pensaba dejar que se fuera.
Esta vez tampoco.