Capítulo 6

A Eva le costaba recordar cuándo fue la última vez que salió temprano del despacho. Si es que se había dado el caso alguna vez. La principal ventaja de que Henrik trabajara en casa era que él podía recoger a Axel en la escuela o presentarse allí rápidamente si el niño enfermaba. Que así fuera les había parecido obvio a ambos ya que, desde que ella se había convertido en copropietaria de la compañía, era ella quien aportaba la mayor parte de los ingresos del hogar. Pero siempre procuraba no llegar a casa más tarde de las seis.

Hoy pensaba sorprenderle y llegar a casa antes de lo habitual.


* * *

Desde luego, mentiría si dijera que había dado el callo durante el día. Aunque tuviera los ojos clavados en recortes y reestructuraciones y cálculos de rentabilidad, la inquietud que le roía por dentro no dejaba de dominar sus pensamientos. Una sensación de irrealidad. De pronto él iba y ponía en tela de juicio lo único verdaderamente incuestionable.

La familia.

Todo lo demás podía reemplazarse.

Levantó la vista de la pantalla y miró por la ventana. Lo único que vio fue la fachada de enfrente, en el lado opuesto de la avenida Birger Jarl. Otro despacho con otros empleados: no tenía ni idea de la índole de su trabajo, no conocía ni a uno solo de ellos. La mayor parte de las horas del día, semana a semana año tras año, las pasaban a treinta metros de distancia los unos de los otros. Se veían más entre ellos que a sus propias familias.

Jornadas laborales de nueve horas si es que no trabajaba durante la hora del almuerzo, una hora y media de viaje en horas punta. Le quedaba apenas una hora y media al día para estar con Axel, una hora y media durante la cual él estaba cansado y llorón después de pasar ocho horas con otros veinte niños en el parvulario y ella estaba cansada y gruñona después de nueve horas de exigencias y estrés en su despacho. Y luego, hacia las ocho. Axel ya dormido, comenzaba el tiempo que Henrik y ella tenían para estar juntos. La hora de los adultos. Era entonces cuando deberían sentarse relajadamente y conseguir que su relación fuera fantástica, es decir, conversar sobre los acontecimientos del día, interesarse por los trabajos respectivos, contar anécdotas, intercambiar ideas. Y luego, a ser posible, cuando por fin les llegaba el turno de caer rendidos en la cama, animarse a hacer el amor intensamente. Al menos eso recomendaban los suplementos dominicales de la prensa amarilla para mantener a flote un matrimonio. Además de programar pequeños viajes románticos y de contratar una canguro a menudo para bordar con hilo de oro su vida en pareja. Si hubiesen tenido a mano una esclava que hiciese la compra, llevara a Axel a las clases de natación, se involucrase en las reuniones del APA, guisara la cena, hiciese la colada, llamara al fontanero para que soldase el tubo que perdía bajo el fregadero, planchara, pagara todas las facturas a tiempo, pasara la aspiradora, abriera las cartas del banco y se ocupara de los contactos sociales de la familia, tal vez hubiera sido posible. Lo que le habría gustado más sobre todas las cosas era dormir un fin de semana entero. Sin ser molestada. Procurar averiguar si existía un modo de deshacerse del cansando endémico que sufría, un cansancio hasta la médula cuyo único anhelo consistía en que las cosas marchasen sin su intervención.

Se acordó del seminario al que la invitó la empresa el pasado otoño. «Vive responsablemente.» Al finalizar se había sentido entusiasmada: se habían dicho muchas verdades aparentemente muy simples pero en las cuales nunca había caído.

Cada segundo elijo si quiero ser víctima o artífice de mi propia existencia. Rebosante de inspiración había corrido a casa para contarle su experiencia a Henrik. Él había permanecido callado y atento pero cuando ella se ofreció a comprar entradas para la segunda parte de la conferencia no estuvo interesado.

¿Qué harías si te comunicaran que te quedan seis meses de vida?

Con esa pregunta el conferenciante había dado comienzo al seminario.

Al final del seminario la pregunta flotaba en el aire sin respuesta.

Y aún hoy ella seguía sin hacer nada por encontrarla.


* * *

De camino a casa se desvió por el mercado de Östermalmshallen [2], compró dos


langostas en la parada de pescados y mariscos de Elmqvist y continuó hasta la tienda de vinos de la avenida Birger Jarl.

El viaje lo había organizado durante el almuerzo y los pasajes le iban a ser enviados por mensajero al despacho.

Todo se arreglaría.


* * *

Eran sólo las cuatro y media cuando llegó a casa. La chaqueta de Axel estaba tirada en el suelo de la entrada y ella la colgó en el gancho con forma de elefante que habían instalado a una altura apropiada para él.

Oyó la voz de Henrik proveniente de la cocina.

– Tengo que colgar. Intentaré llamarte más tarde.

Se quitó el abrigo, escondió las bolsas con las langostas y el vino en el ropero del recibidor y subió las escaleras.

Henrik estaba sentado leyendo el periódico extendido sobre la mesa de la cocina. Junto a él, el teléfono inalámbrico.

– Hola.

– Hola.

Él no apartó la mirada de la letra impresa. Ella cerró los ojos. ¿Por qué se negaba siquiera a intentarlo? ¿Por qué siempre la obligaba a ella a cargar con el muerto?

Intentó ahuyentar la irritación.

– Hoy he salido un poco antes.

Él levantó la cabeza y echó un vistazo al reloj digital del microondas.

– Ya lo veo.

– Pensaba llevar a Axel a casa de mis padres y que se quedara allí esta noche.

Esta vez sí levantó la cara y la miró. Una mirada breve y huidiza.

– ¿Ah, sí? ¿Y eso por qué?

Ella intentó sonreír.

– Eso no te lo cuento. Ya lo verás.

Por un brevísimo instante hasta le pareció que ponía cara de asustado.

– ¡Axel!

– Esta noche tengo que trabajar.

– ¡Axel! ¿Quieres pasar la noche en casa de los abuelos? Unos pies llegaron corriendo desde el cuarto de estar.

– ¡Sí!

– Pues ven que haremos la bolsa.


* * *

El bien conocido trayecto hasta Saltsjöbaden sólo duró quince minutos. Axel estaba callado y expectante en el asiento posterior y esa calma pasajera fue suficiente para que tuviese tiempo de descubrir que estaba nerviosa. No se habían acostado juntos desde el viaje a Londres y de eso hacía casi diez meses. En realidad, no había reflexionado sobre ello antes. Ninguno de los dos había tomado la iniciativa, por lo cual ninguno de los dos se había sentido rechazado. Seguramente, no habían tenido ganas, nada grave, de hecho. Además, Axel siempre dormía entre ellos dos.

Enfiló la enlosada rampa del garaje y aparcó. Axel saltó del coche y corrió el corto tramo hasta el porche. Desde detrás del parabrisas, ella contempló el hogar de su infancia.

Grande y acogedora, la casa de comienzos del siglo XX, pintada de amarillo y la carpintería en blanco, se alzaba en el lugar de siempre, rodeada de manzanos nudosos y bien podados. Dentro de un par de meses estarían inundados de flores blancas. Dentro de un par de meses. Entonces todo habría vuelto a la normalidad. Sólo tenía que aguantar y luchar un poco más. De repente le vino a la cabeza que tenía que llamar al mecánico y pedir hora para que le quitaran las cubiertas de invierno.

La puerta principal se abrió y Axel desapareció por el hueco. Eva bajó del coche, sacó la bolsa del asiento trasero y se encaminó hacia la casa.

Su madre la recibió en el porche. -Qué tal. ¿Tienes tiempo de tomarte un café? -No, me voy enseguida. Gracias por prestaros a cuidar de él así, sin previo aviso.

Dejó la bolsa en el suelo del recibidor y le dio a su madre un rápido abrazo.

– El cepillo de dientes está en el compartimento externo.

– ¿Una ocurrencia de última hora?

– Sí. Henrik ha conseguido un cliente nuevo y hemos pensado celebrarlo un poco.

– Qué alegría. ¿Y qué cliente es ése?

– Le han encargado una serie de artículos para un periódico importante o algo así. No me he enterado muy bien. ¡Axel! Me voy.

Se volvió hada su madre una vez más pero esquivó su mirada.

– Vendré a buscarlo mañana por la mañana, tenemos que salir a las siete y media a más tardar si queremos llegar a tiempo.

Axel apareció en el quicio y, al cabo de unos instantes, también su padre.

– Hola, cariño. Pero ¿no irás a irte ya?

– Sí. No tendré tiempo, si no.

Esta vez su madre la ayudó a completar la mentira en su lugar.

– Por lo visto, a Henrik le ha llovido un nuevo encargo y lo quieren celebrar.

– Mira por dónde. En ese caso dale saludos y felicitaciones de mi parte. Y a ti, ¿qué? ¿Cómo os fue con esa fusión de empresas con la que teníais tantos problemas?

– Salió bien. Al final, conseguimos llevarla a cabo.

Su padre permaneció callado, sonriendo. Luego alargó la mano y la puso sobre la cabeza de Axel.

– ¿Sabes, hijo? Tienes una mamá que vale mucho. Cuando tú seas mayor seguro que ella estará tan orgullosa de ti como nosotros siempre lo hemos estado de ella.

Eva sintió unos repentinos deseos de llorar. De acurrucarse entre sus brazos y volver a ser una niña pequeña. En vez de tener treinta y cinco años, ser consultora de empresas y madre con la responsabilidad de salvar su familia. Siempre a su lado. Su fundamento básico. Con naturalidad y confianza siempre habían creído en ella, la habían apoyado, la habían hecho creer en su propia capacidad. Que nada era imposible.

Esta vez no podían hacer nada.

Esta vez se encontraba completamente sola.

¿Cómo podría reconocer nunca ante ellos que Henrik tal vez no quisiera seguir viviendo con su hija? Con esa hija de la cual estaban tan orgullosos, esa hija que valía tanto y que era tan fuerte y que había hecho una carrera tan próspera.

Se acuclilló frente a Axel y lo atrajo hacia sí para ocultar su flojera.

– Te vendré a buscar mañana por la mañana. Que te lo pases muy bien esta tarde.

Se obligó a esbozar una sonrisa y bajó los escalones hacia el automóvil. A través de la luna delantera vio que se habían quedado en el porche despidiéndola con la mano.

Juntos.

El brazo de papá rodeando los hombros de mamá. Después de cuarenta años todavía estaban ahí de pie, hombro con hombro, en paz consigo mismos y tan orgullosos y agradecidos por su única hija.

Justo así quería ella encontrarse algún día.

Era ese hogar el que deseaba reproducir para Axel. Su seguridad. La total confianza en que pasara lo que pasase, la seguridad estaba ahí.

La familia.

Inamovible.

En la cual siempre cabía buscar cobijo cuando todo lo otro se iba a la mierda. Crecer con los mismos privilegios de que ella había disfrutado. Una mamá y un papá que siempre estaban ahí para cuando ella los necesitaba. Siempre dispuestos a prestarle ayuda. Cuanto mayor se hacía ella, menos los necesitaba, precisamente porque sabía que siempre podía contar con ellos.

Por si acaso.

La fe infinita que tenían en ella, en que ella saldría adelante, en que ella era capaz. Capaz de cualquier cosa que se propusiera.


* * *

¿Qué le pasaba a la generación a la que ella pertenecía? ¿Por qué nunca se contentaban? ¿Por qué todo debía medirse, compararse y valorarse sin cesar? ¿Qué clase de oscuro desasosiego les impulsaba a ir más allá continuamente, hacia delante, hacia la siguiente meta? Una total incapacidad de detenerse y alegrarse de las metas ya logradas, un pánico incesante de que alguna cosa les pasara por alto, de perderse algo que acaso habría sido un poco mejor, que habría podido hacerles un poco más felices. Con tantas opciones a elegir, ¿cómo iban a tener tiempo de probarlas todas?

La generación de sus mayores, en cambio, había luchado por realizar sus sueños: educación, un hogar, hijos; con ello su meta estaba alcanzada. Ni ellos mismos ni su entorno habían esperado de ellos que necesitaran algo más. Nadie opinaba que les faltaba ambición si permanecían en un mismo trabajo más de dos años, al contrario, la lealtad era honorable. Habían tenido la capacidad de sentar la cabeza y de sentirse en paz con sus vidas. Había trabajado duro y después había disfrutado de los logros.


* * *

Abrió la puerta de la calle con el máximo sigilo y fue de puntillas hasta la cocina, donde metió el champán en el congelador para que se enfriara deprisa. No había moros en la costa la puerta del estudio de Henrik estaba cerrada. Una ducha rápida y luego la ropa interior de blonda que se había comprado durante la hora del almuerzo. El nerviosismo volvió a dominarla al observarse el rostro en el espejo del cuarto de baño. ¿Tal vez debiera esforzarse así más a menudo? Pero ¿de dónde sacar el tiempo? Se desabrochó el pasador de plata de la nuca y dejó que sus cabellos se desparramaran sobre los hombros. Él siempre la había preferido con el pelo suelto.

Durante un breve instante sopesó la idea de echarse únicamente el albornoz encima del conjunto negro pero no se atrevió. Dios mío. Se encontraba en el cuarto de baño que había frecuentado desnuda con su familia diariamente durante casi ocho años y, ahora, sorprender a su marido con una cena la ponía nerviosa.

¿Cómo habían acabado así?

Se puso unos vaqueros negros y un jersey.

La puerta del estudio seguía cerrada cuando salió. Prestó atención pero no pudo escuchar el vals de sus dedos sobre el teclado. Allí dentro reinaba el silencio. Pero de repente se oyó el sonido de un correo electrónico al ser recibido. A lo mejor había terminado el trabajo.

Se apresuró a poner la mesa con la vajilla fina e iba justamente a encender las velas cuando, de pronto, apareció él en el quicio de la puerta. Echó una ojeada a la mesa engalanada, pero su rostro no mostró el más mínimo atisbo de alegría.

Ella le sonrió.

– ¿Apagas la luz del techo?

Él vaciló unos segundos antes de darse la vuelta y hacer lo que ella le pedía. Ella por su parte, sacó la botella de champán, desenroscó el hilo de metal del tapón y la descorchó. Las copas que les habían regalado el día de su boda estaban ya sobre la mesa. Él se quedó en el quicio, sin dar un sólo paso para ir a su encuentro.

Ella fue hacia él y le ofreció una de las copas.

– Toma.

Ahora tenía palpitaciones. ¿Por qué no la ayudaba? ¿Era necesario que se burlara de ella sólo porque lo intentaba?

Ella dio media vuelta y fue a sentarse a la mesa. Por un momento creyó que él regresaría al estudio. Sin embargo, finalmente se acercó y se sentó.

El silencio se instaló, como otro muro del cuarto, partiendo la mesa en dos, uno a cada lado de él.

Ella bajó la vista al plato, pero no fue capaz de comer. En la silla de al lado estaba la carpeta azul que contenía los pasajes. Se preguntó si él vería que la mano le temblaba mientras extendía el brazo a través del muro y se los entregaba.

– Toma.

El miró con suspicacia su mano extendida.

– ¿Qué es eso?

– Algo divertido, tal vez. ¿Por qué no miras?

Él abrió la carpeta mientras ella lo observaba. Sabía que él siempre había deseado ir a Islandia. Un destino que ofrecía múltiples actividades, desde montar y caminar a recorrer la isla en bicicleta. Nunca lo habían hecho. Ella siempre había preferido ir de sol y playa para relajarse y dado que siempre era ella quien planeaba y organizaba sus vacaciones…

– He pensado que Axel podría quedarse con mis padres y que tú y yo podríamos irnos solos por una vez.

Él levantó la vista y clavó los ojos en ella. Su mirada la asustó. Jamás nadie la había mirado con una frialdad tan aniquilante. Luego él dejó la carpeta de plástico sobre la mesa, se puso en pie y la miró directamente a los ojos como para asegurarse de que cada una de las palabras penetraba su entendimiento.

– No hay nada, absolutamente nada en este mundo que yo quiera hacer contigo.

Cada sílaba como una bofetada en pleno rostro.

– Si no fuera por Axel y por la casa, me habría largado hace tiempo.

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