Capítulo 29

«Horripilante» era la palabra que más se aproximaba a la experiencia que fue el resto del crucero, aunque fuera una atenuación. El Báltico estaba liso como un espejo pero la calma exterior era contrarrestada sobradamente por la tromba que lo azotaba a él. Una tromba que había desatado cada uno de los sentimientos que él creía firmemente amarrados a una decisión tomada. Todo lo que había sentido, ansiado, soñado. De pronto, todo estaba revuelto en un violento torbellino.

Ella permaneció encerrada en el baño durante la que fue la media hora más larga de su vida. Luego salió como una exhalación hizo la maleta, furiosa, y sin abrir la boca, abandonó el camarote de lujo con un solemne portazo.

Por su parte, él había permanecido en su puesto junto al ojo de buey con la mirada perdida en el horizonte mientras las islas del archipiélago se iban espaciando y Estocolmo y su hogar se alejaban más y más de su alcance. Al cabo de unas horas, bajó a la recepción y reservó un viaje de vuelta para esa misma noche. Le informaron de que Linda había hecho lo mismo. Ignoraba totalmente dónde se había metido ella durante el resto de la travesía.

En Turku él cambió de trasbordador y, como por un castigo, le tocó un camarote sin ventana en la cubierta inferior por debajo del nivel del agua, y ahí, confinado, prosiguió su aislamiento. Poco después de la medianoche oyó unos fuertes golpes en la puerta. Ella, borracha y furiosa, empezó a dirigirle todas las palabrotas que él recordaba haber oído alguna vez pero, al no oponer él nada en su defensa, su ira pronto se desinfló como un globo. Sollozando, ella se derrumbó en el umbral del camarote. Tampoco fue capaz de consolarla, ni a costa de su vida habría sabido qué decir. Entonces, cuando ella comprendió la total incapacidad de él de manejar los acontecimientos, su ira se avivó de nuevo y, tras una nueva sarta de injurias, abandonó el camarote con un portazo, dejándole a su suerte entre aquellas angostas paredes donde sus insultos todavía resonaban. Él se dio cuenta de que se los merecía todos, se quedó sentado en su compañía y destinó la hora siguiente a un examen de conciencia, hasta que no pudo más. Porque a él también le habían fallado. Algún juez debería ponerse de su parte, sopesar el castigo que merecía por lo que le había infligido a Linda contra la compasión a la que tenía derecho tras la traición de Eva.

Si las cosas pudieran definirse en blanco y negro, todo sería más fácil. Ahora tendría que efectuar un número de equilibrismo. Sintió una rabiosa necesidad de -limpio él de toda culpa y sin tacha- poder acusarla, hacerla enmudecer de remordimientos y privarla de toda posibilidad de defenderse. De obligarla a reconocer su infamia y así, arrebatarle el poder. De situarse por encima de ella.

En cambio, se vería obligado a intentar recuperar su amor con humildad, a conmoverla, a intentar convencerla, de un modo servil, de que se quedara a su lado. Tendría que elegir cuidadosamente sus palabras y no permitir que ella banalizara su propio crimen intentando cargarle parte de la culpa a él. Porque él no era quién para tirar la primera piedra.


* * *

Qué fácil habría sido todo si hubiera dicho la verdad desde el principio. Si hubiese confesado su amor secreto, o su pasión, o lo que fuera que sentía o había sentido. Entonces, a partir de ahí, con todas las cartas sobre la mesa, habrían podido seguir su camino a no se sabe dónde. Ahora era demasiado tarde. Ahora su reconocimiento de que había mentido lo empujaría al nivel más bajo y desde ese inframundo él no podría nunca ser su igual. A pesar de que ella había cometido la misma falta contra él, el talento verbal con el que estaba dotada no tardaría en trasladar todo lo que era cierto y justo a su propio bando. Había algo en Eva que le hacía sentirse superfluo. Ella era tan extraordinariamente fuerte. Era como, si los contratiempos tuvieran un efecto inverso en ella, comparado con la mayoría de la gente. Sus reacciones no eran normales. Para ella los reveses eran motivo e incentivo para hacerse aún más fuerte. De algún modo inexplicable, siempre conseguía trocar una crisis en una oportunidad. Mientras él observaba, callado, a su lado, comprendiendo que ella no le necesitaba, que ella lo resolvía todo por su cuenta sin exigir su ayuda ni necesitar su apoyo. Poco a poco había ido usurpando sus responsabilidades, y al final ni él mismo estaba seguro de si era capaz. ¡Santo Dios, pero si ni siquiera se le permitía abrir sus cartas del banco!

Con Linda todo había sido distinto. Ella había reconocido abiertamente que le necesitaba, y la sensación de ser imprescindible le pareció fantástica. Le hacía sentirse como un hombre. Sin más ni más, ella había confesado que había cosas que no sabía hacer ni dominaba y, a diferencia de Eva, para ella no había nada vergonzoso en ello. Al contrario, lo utilizaba para intimar más con él, para crear lazos de dependencia entre los dos, para contribuir a crear un mundo en pareja. Y él había disfrutado de su afinidad. Había fantaseado acerca de su vida juntos y de lo diferente que sería. Lo diferente que sería él. Ahora se daba cuenta de lo ingenuo que había sido. Cuando todo eran fantasías, las cosas se le habían antojado muy simples. Imaginó que podría extirpar a Eva de su vida y de su futuro, como si se tratara de una vieja verruga a la que por fin se ha decidido a poner remedio. Que todo se llevaría a cabo de una forma limpia y primorosa, llena de posibilidades. Un inmaculado borrón y cuenta nueva completamente libre de las influencias del pasado, de todas las elecciones que había tomado algún día. Ahora comprendía con una lucidez desoladora que eso nunca sería posible, que estaban ligados para siempre, tanto si lo deseaban como no. Las elecciones del pasado le perseguirían el resto de su vida, y Axel era una de las consecuencias. Él sólo había visto las ventajas, se había olvidado de imaginarse a Eva y a Axel viviendo con un nuevo hombre, un hombre que, además, pasaría la misma cantidad de tiempo con Axel que él mismo. Que lo conformaría y que dejaría sus improntas en el futuro adulto que un día sería. Además, ahora que había visto al hijo de puta en cuestión, la idea se le hizo insoportable.

Pero también le resultaba insoportable la idea de perder a Linda.

O la de ser repudiado por Eva.

O que ella tal vez nunca le hubiese amado.

Mierda.

Necesitaba tiempo. Tiempo para intentar comprender lo que realmente sentía.

Lo que realmente quería.

Se levantó y cogió la llave-tarjeta de su camarote. Tenía que intentar dar con Linda. Si era por consideración hacia ella o porque las paredes del camarote estaban a punto de asfixiarle, no hubiera sabido decirlo. Le dieron su número de camarote en la recepción, pero cuando llamó a la puerta no obtuvo respuesta. Fue a todos los bares y restaurantes del barco. ¿Qué quería de ella? No lo sabía. Sólo sabía que tenía que hablar con ella. Intentar que comprendiera. No la encontró en ninguna de las pistas de luces intermitentes de las discotecas, ni tampoco en los vociferantes bares de karaoke. Se quedó de pie delante de una gran ventana panorámica, había perdido el sentido de la orientación, y de la negra oscuridad al otro lado de la luna no se podía concluir ni el sentido de la marcha, ni si se encontraba junto a la proa o a la popa. Encontró un plano clavado en la pared y buscó el camino de regreso al camarote de Linda. Esta vez ella abrió, entornando los ojos ante la hiriente luz del pasillo. No dijo nada. Únicamente dejó la puerta de su camarote abierta y se retiró de espaldas hacia la oscuridad del cuarto. Él suspiró con fuerza antes de seguirla, sin saber todavía qué quería decirle. Entonces cerró la puerta tras él y se quedó de pie, a oscuras.

– No enciendas.

Él oyó su voz a un par de metros de distancia y retiró la mano que automáticamente registraba la pared en busca de un interruptor.

– No veo nada.

Ella no le contestó. Él escuchó el tintineo de un vaso colocado sobre una mesa. Una débil luz proveniente de la claraboya del camarote empezó a distinguirse en la oscuridad y, acto seguido, la silueta de una butaca. Permaneció de pie hasta que sus ojos se acostumbraron más. No quería arriesgarse a tropezar con algo en el suelo. Pero tenía que pensar en alguna cosa que decir.

– ¿Cómo te encuentras?

Tampoco esta vez contestó. Sólo un débil bufido se abrió paso a través del sordo ruido de los motores.

Él permaneció callado largo rato. La iniciativa había sido suya, pero no sabía qué decir, con qué palabras la haría comprender.

– ¿Tienes algo para beber?

– No.

Oyó que ella se llevaba un vaso a la boca y daba un par de tragos.

Esto iba a ser cualquier cosa menos fácil.

– Linda, yo…

Ahora tenía palpitaciones. Eran tantos sus sentimientos y no era capaz de expresar ninguno. Ella, que había sido su amiga más íntima. Que le había comprendido tan a fondo. Que le había hecho sentirse tan bien. Que le había dado valor.

Percibió que cambiaba de postura. Tal vez se incorporara.

– ¿Ahora qué quieres?

Tres palabras.

Por separado o en otro contexto, completamente inofensivas. Sin peso específico. Sólo buscaban saber qué quería. Cómo quería que fueran las cosas.

Pero pronunciadas en aquel momento, y en boca de ella, esas palabras amenazaban toda su existencia. Ése era el momento en que estaba obligado a hacer la elección con la que conviviría el resto de su vida. Que le conduciría hacia el futuro que él libremente, aquí y ahora, podía elegir. Ahora tenía la oportunidad. ¿Acaso no? Era eso justamente lo que ya no sabía, si en realidad tenía otra opción. Y era eso lo que hacía que el asunto fuera tan difícil. Que ya no estuviera seguro. ¿Acaso fuera ésta la única opción? Acaso la decisión ya estaba tomada, por encima de su cabeza.

Por Eva.

De nuevo.

Mierda.

De todos modos, Linda tenía que ver que la situación había cambiado, ¿no? Que las cosas ya no eran tan fáciles. No podía pedirle que tomara una decisión tan trascendental sin darle a él la oportunidad de recapacitar y de averiguar cuál era la verdadera situación.

– Si igualmente no tienes nada que decir, más vale que te vayas.

La frialdad que notó en su voz le asustó. Estaba a punto de perderlo todo. Ambas alternativas. Tanto lo que tenía como lo que había soñado tener. Y entonces, ¿qué haría? Si se quedaba solo, sin nada.

– Por favor, ¿por qué no me dejas encender la luz para que te vea?

– ¿Por qué quieres verme? De todos modos, no tengo nada que te interese.

Él sintió que la ira crecía en su interior ¡Qué lástima daba! Allí tendida, compadeciéndose de sí misma y sin hacer el mínimo esfuerzo por comprender, por ir a su encuentro.

Fue ella quien continuó.

– Sólo quiero saber la respuesta a mi pregunta. Es lo único que pido y la puedes dar igualmente a oscuras. ¿Qué es lo que quieres en realidad?

Ahora él podía distinguir su silueta. Estaba sentada en la cama, en un camarote individual igual que el suyo.

– ¡Esto no es tan puñeteramente fácil!

– ¿Qué es lo que no es fácil?

– Todo ha cambiado.

– ¿Qué ha cambiado?

Ahora también distinguía el suelo y avanzó hasta la butaca, apartó la chaqueta que estaba tirada sobre el respaldo y se la puso sobre el regazo al sentarse.

Suspiró hondo.

– No sé cómo explicarlo.

– Inténtalo.

Mierda.

Mierda, mierda, mierda.

– No es que mis sentimientos por ti hayan cambiado, no se trata de eso.

Ella permanecía callada. Desde aquel nuevo ángulo era más difícil distinguir su silueta. Acaso fuera más fácil decir lo que necesitaba decir sin verla, de todos modos.

– Es que me siento tan… ya sé que suena raro pero… Eva y yo hemos vivido juntos durante casi quince años. Aunque yo no la quiera… es que no me entra que haya tenido a otro durante un año entero, joder. Sin decir nada. Me siento tan burlado, maldita sea.

La oscuridad actuaba en su favor. No necesitaba mirarla, mostrar su vergüenza. Él no deseaba las preguntas ni las acusaciones que ella pudiera hacerle. Quería su apoyo. Su comprensión.

– Esto no te lo he contado nunca. De hecho, creo que no se lo he contado a nadie, ni a Eva tampoco. Hace ya mucho tiempo, yo sólo tenía veinte años, ocurrió en la ciudad en donde me crié, Katrineholm, antes de trasladarme a Estocolmo.

Cómo la había amado. Sin reservas y hasta la locura. Al menos, él lo había creído así. Tenía veinte años y ninguna experiencia a la que referirse. Todo era nuevo y por experimentar. Virgen. Sin límites.

– Había una chica, se llamaba Maria. Era un año más joven que yo. Vivíamos juntos y todo eso, nos fuimos a vivir juntos en un pequeño estudio de una pieza en el centro nada más acabar el bachillerato. Yo estaba muy enamorado de ella…

Le costó caro. Él lo había apostado todo, pero ni por un segundo se sintió seguro. La balanza de sus sentimientos estuvo desequilibrada desde el principio, él la amaba más de lo que ella le amaba a él, cada minuto consciente era una lucha por recuperar el equilibrio. Cada día, un miedo de perderla, un miedo que acabó por dominar toda su existencia. Y no se puede decir que le faltaran motivos. Nunca logró confiar en ella a pesar de que le juraba que todo iba bien. Ella le había embaucado a sentir una falsa confianza en la cual él no tuvo más remedio que acabar creyendo. Hasta que sus sospechas fueron corroboradas por el testimonio de terceros.

– Me engañaba. Yo lo sospeché desde el principio pero ella me aseguraba que no era cierto. Hasta que al final reconoció que se veía con otro.

«Nunca más dejaré que alguien me haga tanto daño. Nunca dejaré que me engañen de este modo. Nunca dejaré que nadie cale en mí tan hondo.»

Veinte años, y la herida todavía estaba abierta. Había mantenido su palabra. Hasta que conoció a Linda. Ella le había inducido a tener el valor necesario.

Ahora Eva lo había saboteado todo hurgando en la vieja herida.

Oyó que ella daba un sorbo del vaso. Intuía sus gestos como sombras en la oscuridad.

– Sólo quiero saber una cosa. ¿Qué es lo que quieres?

Él cerró los ojos. Fue sincero.

– No lo sé.

– Entonces vete.

– Por favor, Linda.

– Yo sé lo que quiero, lo he sabido durante mucho tiempo y te lo he dicho. Tú también me has dicho lo que querías, pero ahora comprendo que nada de lo que me dijiste era verdad.

– Sí que lo era.

– ¡Cómo iba a serlo!

– Sí que lo era, pero ahora las cosas han cambiado.

– Pues bueno. Entonces no era más que eso. Te enteras de que tu mujer está liada con otro y entonces tú y yo no importamos una mierda. ¡Qué asco!

Volvió a acostarse en la cama.

– Linda, no se trata de eso.

– Pues entonces, ¿qué es lo que ha cambiado tanto? ¿Si no son tus sentimientos por mí? ¡Pero si sólo hace un par de días que fuimos a mirar un piso juntos!

«Concédeme un año en una isla desierta.»

«Con todas las opciones intactas.»

– ¿No puedes esperarme?

– ¿Esperar qué? ¿Qué compruebes si puedes recuperarla o no?

– ¡No!

– Pues entonces, ¿qué quieres que espere? ¿A que tú te decidas si valgo como suplente o no?

– Para ya, Linda. Lo único que pasa es que tengo la sensación que todo va demasiado rápido. Me doy cuenta, ya que reacciono de este modo, de que…Él mismo se interrumpió esta vez. ¿De qué se había dado cuenta, en realidad?

– ¿Qué en realidad quieres a tu mujer?

– No, no es eso. De verdad que no la quiero.

«¿O sí?»

– No es eso. Sólo me doy cuenta de que… de que no estoy preparado todavía… no sería justo contigo si…

«¡Por favor, que alguien me saque de aquí!»

– No estoy preparado. No sería justo contigo si empezáramos una nueva vida mientras yo me siento de este modo.

– Y entonces quieres que yo me siente a esperar. En el caso de que algún día te sientas preparado.

– ¡Para ti todo es mucho más fácil! Tú no arriesgas nada.

Ella volvió a incorporarse en el lecho.

– ¡Que no arriesgo nada! ¡Yo soy una maestra de párvulos que tiene un lío con uno de los padres de sus alumnos! ¿Qué crees tú que pasará conmigo cuando se destape el asunto? ¡Dime! ¿Y qué me dices de esos correos que alguien ha enviado? ¿Cómo crees tú que me siento después de que alguien se ha infiltrado en mi ordenador, ha leído mis cartas privadas y después las ha enviado en mi nombre desde mi dirección? ¿No te das cuenta de que alguien lo sabe? ¿De que alguien nos ha visto? ¡Alguien que intenta castigarme!

– No ha sido Eva. Ya sé que tú lo crees, pero ella no es así. Y además, ¿por qué puñeta habría de hacerlo? Tendría que estar satisfecha. Eso le deja las manos libres.

Linda calló y él vio que negaba con la cabeza. Que movía lentamente la cabeza de un lado al otro en señal de disgusto.

Por él.

– Óyete a ti mismo. Escucha lo que estás diciendo. Al pobre Henrik le han vuelto a dar calabazas. ¡No sabes la jodida pena que me das!

Él calló.

La había perdido.

Ella se levantó y fue a abrir la puerta del camarote. La hiriente luz de los fluorescentes del pasillo lo deslumbró. Lo único que quedaba de ella era una silueta negra.

– Nunca estarás preparado para ese paso, Henrik. Si yo fuera tú, me dedicaría a intentar averiguar quién soy y lo que en realidad busco en la vida. Después podrás salir por ahí a involucrar a otros en tu futuro.

Él tragó saliva. El nudo de la garganta le dolía y se negaba a desaparecer.

– Ahora vete.


* * *

Le costaba recordar la última vez que se había sentido tan nervioso. El enorme ramo de rosas que tenía en el asiento de al lado de repente le pareció grotesco, como parte del ridículo atrezo de una película más ridícula aún. Eran poco más de las diez de la mañana y agradeció tener el día por delante para estar solo en casa y serenarse antes de que ella volviera del trabajo. No había llamado anunciando que llegaría con un día de antelación.

Se hallaba cerca. Cerca de su hogar de nuevo. En cambio, nunca se había sentido tan lejos. Despotricó contra un viejo Mazda mal aparcado que ocupaba casi la mitad del carril justo antes de la curva al comienzo de su calle. Con una sola mano en el volante hizo una maniobra para esquivarlo y, al instante siguiente, divisó su hogar.

El coche de Eva estaba estacionado en la rampa del garaje.

¿Por qué no había ido al despacho?

Y acto seguido, un nuevo pensamiento.

Tal vez no estuviera sola. Tal vez había aprovechado para llevar a casa a su amante ahora que él, por fin, había dejado la pista libre un par de días, y así ella podría enseñarle su casa, lo que tenía que ofrecer en cuanto a recursos materiales. Sintió asco y miedo a partes iguales ante esa idea. Él estaba solo y ellos eran dos. Y él era el que tendría que abandonar la casa, porque quien estaba en condiciones económicas de comprar la parte del otro era ella. Y entonces ese cabrón se mudaría a su casa, disfrutaría de todo el trabajo y el esfuerzo que él había invertido para acondicionarla. Mierda. Y ella que se había mostrado tan comprensiva opinando que debería irse unos días para recapacitar. «Yo me ocupo de todo aquí en casa mientras tanto, me las arreglaré, lo importante es que tú te sientas bien otra vez. Cuenta conmigo si me necesitas, siempre podrás contar conmigo. Tal vez no haya sabido demostrarlo lo suficiente pero voy a intentar mejorar»

¿Cómo era posible ser tan fría y calculadora para deshacerse de él unos días y así poder follarse a su amante en paz? ¿Quién era en realidad esa mujer con quien había convivido durante casi quince años? ¿Acaso no la conocía en absoluto?

Y qué había del viaje que había comprado. Y el champán, ¿había sido todo una estratagema para apaciguar su mala conciencia?

Abrió la puerta del coche, cogió el ramo de rosas y salió. Si ella le había visto desde alguna ventana, ya era demasiado tarde para dar la vuelta. Pero ¿qué haría si el otro estuviera en la casa?

Una vez hubo introducido la llave en la cerradura, se demoró a propósito. Hizo todo el ruido posible para darles tiempo a interrumpir lo que eventualmente estuvieran haciendo: un dramón de alcoba era lo último que se vería con fuerzas de afrontar en aquellos momentos. Dejó la bolsa de viaje en el suelo del vestíbulo y buscó con la vista el abrigo o los zapatos del intruso, pero no los vio.

La voz de ella desde el piso de arriba.

– ¿Quién es?

Instintivamente escondió el ramo tras la espalda.

– Soy yo.

Sus pasos en el piso de arriba y luego sus pies, sus piernas y, finalmente, ella se hizo completamente visible. Bajó hasta la mitad de la escalera, donde se detuvo. La expresión de su rostro era difícil de interpretar, tal vez de sorpresa, tal vez de irritación.

– Creía que no vendrías hasta mañana por la noche.

– Sí, ya lo sé. Cambié de idea.

Contuvo el impulso de preguntar si estaba sola, la necesidad de saber la verdad.

Se quedaron de pie observándose, ninguno de los dos estaba dispuesto a dar el primer paso. El ramo de rosas le quemaba en las manos, de repente le resultaba tan embarazoso que hubiera querido retroceder y tirarlo antes de que ella lo descubriera.

Era imposible determinar qué había sentido realmente al verla. Sólo deseaba poder subir la escalera tranquilamente, desplomarse en el sofá y dejar que las cosas volvieran a su cauce. Decidir quién de los dos iría a recoger al niño al parvulario, un lugar que ya no le daría retortijones de estómago, y, después, disfrutar de una cena corriente. Preguntar cómo estaba Axel, si había habido llamadas y dónde había guardado su correo, si quería alquilar un vídeo para la noche. Pero una montaña se interponía entre ellos. Y no tenía ni la menor idea de cómo iba a escalar esa montaña. Y aún menos de lo que le podía esperar al otro lado.

– ¿Por qué no estás trabajando?

No había pretendido sonar como un fisgón, pero él mismo se dio cuenta de que su pregunta podría interpretarse como un reproche. Por otra parte, saltaba a la vista que ella tuvo que inventarse una explicación, ya que no tenía ninguna en concreto.

– Me duele un poco la garganta.

Lo dijo subiendo la escalera de nuevo, sin mirarle. Y él sabía que mentía. Cuando la hubo perdido de vista, se desprendió del ramo de flores y se quitó rápidamente la chaqueta, se miró en el espejo del recibidor y se pasó los dedos por el pelo. No recordaba cuándo fue la última vez que le compró flores, si es que lo había hecho alguna vez. Pero si quería coronar con éxito la empresa que se había propuesto, tenía que superar el malestar que sentía. Tenía una única meta, pero en su interior varios sentimientos se disputaban el espacio. Ira, miedo, desconcierto, determinación.

Agarró el ramo de rosas y subió.

Ella estaba de pie junto a la mesa de la cocina recogiendo papeles. Una minicalculadora y un lápiz. Y la carpeta que les había dado la agencia inmobiliaria, donde ella insertaba todas las facturas y los papeles de la hipoteca de la casa.

El miedo de nuevo. Más fuerte que la rabia.

– ¿Qué estás haciendo?

Ella no tuvo tiempo de responder. Al alzar la vista vio el ramo de rosas rojas. Muda, se quedó mirándolo fijamente como si intentara identificar lo que significaba. Hasta que por fin, después de una pausa muy penosa en la que lo único que él sintió fueron los latidos de su corazón, ella consiguió interpretar el mensaje.

– ¿Te han regalado flores?

– No, son para ti.

Él le alargó el ramo, pero ella se quedó donde estaba. Ni el menor asomo de reacción. Un vacío total. Ni el menor ademán de acercarse y tomarlo de sus manos. Aquella indiferencia le hizo sentirse, de golpe, tan avergonzado que no pudo con ella y pensó en gritarle a la cara todos los ultrajes que había cometido contra él. Romper en mil pedazos la fría y falsa máscara tras la cual se ocultaba hasta que cayera de rodillas. Y confesara. Pero tenía que ser más listo que todo eso si quería salirse con la suya.

Tragó saliva.

– ¿Las pongo en agua?

Sus palabras la sacaron de aquel letargo y fue hacia el armario, sobre el frigorífico, donde guardaba los jarrones. Dudó un momento al ver que no alcanzaba y regresó a la mesa para coger una silla. No dio las gracias cuando él le entregó las flores. Tampoco lo miró. Sólo las tomó de sus manos, dio media vuelta y se dirigió hacia el fregadero. Él se quedó observando su espalda mientras ella, meticulosamente, cortaba los tallos y metía las rosas, una a una, en el jarrón.

Tal vez ella ya hubiera tomado una decisión y estaba ahí reuniendo fuerzas. Tal vez en cualquier momento se daría la vuelta y le diría la verdad, que se había decidido mientras él estaba fuera. Confesaría que había conocido a alguien y que quería vivir con ese otro en vez de con él. Él tenía que anticiparse, hacerle comprender que él estaba dispuesto a luchar por lo que tenían, que él cambiaría si ella le concedía una oportunidad. Tenía que hacerle comprender que su decisión se basaba en unas premisas equivocadas.

De repente sintió que quería llorar, ir hacia ella y rodearla con sus brazos. Arrimarse a ella por detrás y contarle toda la verdad. Acabar con todas las mentiras de una vez por todas y, sin ellas de por medio, sentirse íntimamente unido a ella de nuevo. ¿Cuándo habían dejado de hablar? ¿Había podido hablar con ella alguna vez del mismo modo en que Linda y él lo habían hecho? ¿Por qué había sido tan fácil hacerlo con Linda y no con Eva, si hacía quince años que se conocían? Ella sabía más cosas de él que nadie en este mundo. No tenía fuerzas de tenerla como un enemigo por más tiempo. Eran demasiados los recuerdos que compartían. Y compartían a Axel.

«Querida Eva. Te pido perdón. Perdóname.»

No podía. Dar voz a esas palabras se le antojaba una hazaña sobrehumana, reconocer su infidelidad y sus mentiras, aunque ella no fuera en absoluto mejor que él. Rehusó desnudarse hasta ese punto, al menos no pensaba hacerlo hasta que tuviera algún indicio de cuál sería su reacción, de si pensaba rechazarle o no. Pero tenía que intentar aproximarse, y tenía que darse prisa, tenía que intentar alcanzarla antes de que fuera demasiado tarde. Antes de que se diera media vuelta y le comunicara su decisión.

– Te he echado de menos.

Ella no se dio la vuelta, pero su mano se detuvo a medio camino entre el fregadero y el jarrón.

Él mismo oyó lo extrañas que sonaron sus palabras. Como si hasta las mismas paredes reaccionaran, tanto era el tiempo que había transcurrido desde que entre ellas se hubiera pronunciado algo parecido. Luego se preguntó si lo que había dicho era verdad. ¿Era añoranza lo que había sentido por ella? ¿En el auténtico sentido de la palabra? Sí, era cierto. Echaba de menos su lealtad.

– Mientras estaba fuera he estado pensando, como dijiste que hiciera, y me gustaría pedirte perdón por haber sido tan desagradable contigo últimamente. Y también he estado pensando en ese viaje a Islandia que habías comprado. Me encantaría que fuéramos.

La mano de ella había continuado su trayectoria entre el fregadero y el jarrón.

– Lo he devuelto.

– Podemos reservar otro. Lo reservaré yo.

Ansioso. Al límite de la desesperación. Un salvaje intento de romper el hielo, de obtener una reacción que le indicara el camino que estaban siguiendo. Y odió el hecho de, una vez más, verse supeditado a la voluntad de ella, a su decisión. En un segundo se había visto reinsertado en su antigua posición y privado de la energía que él, durante el último medio año, había descubierto que poseía en su interior. Sonó el teléfono. Ella llegó primero, a pesar de que él se encontraba más cerca. Si él había dudado, era porque pensó que debían dejarlo sonar.

– ¿Sí? Eva.

Ella le dirigió una rápida mirada al oír quién era. Como si hubiese estado a punto de ser descubierta.

– Aun no he tenido tiempo, ¿puedo llamarte más tarde?

«¿No ha tenido tiempo de qué?»

– Estupendo, entonces quedamos así. Hasta luego.

Cortó la llamada y colgó.

– ¿Quién era?

– Mi padre.

Mentía sin mirarle a los ojos otra vez. Era él. El otro.

Tenía que recuperar su desventaja de algún modo. Él se había portado mal con ella últimamente y ella, ofendida y distante, podría continuar escudándose tras el derecho que eso le daba y obligarle a que se deshiciera en atenciones hacia ella. Tenía que hacerla confesar de alguna manera. Pero no mediante una acusación, entonces ella se pondría en guardia y, además, obtendría un legítimo motivo para contraatacar. No, tenía que conseguir que ella misma se delatara.

Ella volvió a ocuparse de las rosas, a pesar de que todas estaban colocadas ya en el jarrón.

Se decidió por un temerario farol. Algún tipo de reacción debería conseguir.

– Por cierto, muchos recuerdos de Janne.

– ¿Ah sí? ¿Cómo les va últimamente?

– Van tirando. Me contó que te había visto almorzando en un restaurante hace poco.

– Vaya.

– Parece ser que tú no lo viste. Estuvo bromeando y me preguntó que quién era el pollito con el que te habías citado. Ella se dio la vuelta con el jarrón en las manos.

– ¿Pollito?

– Sí, al parecer, el chico con quien almorzabas era muy joven.

– No me suena para nada. ¿Cuándo dijo que fue? -preguntó mientras llevaba el jarrón a la sala de estar. Él fue tras ella.

– Hace una semana quizá. No lo sé exactamente.

– Imposible que fuera yo. Tiene que haberse confundido.

Imperturbable. Tranquila como una balsa de aceite. Él no la reconocía. ¿Siempre había sabido mentir con tanta facilidad? Tal vez no fuera la primera vez que se liaba con alguien a sus espaldas, durante todos aquellos años había tenido oportunidades a montones. Todos aquellos viajes de negocios y todo el trabajo extra al que se había dedicado. Aunque no hubiera almorzado con él, la palabra «pollito» debería haberla perturbado. El hecho de que su amante fuera, al menos, dos lustros más joven que ella.

Sintió que la ira estaba a punto de dominarle, que pronto no sabría contenerse y la proyectaría sobre ella. Por su parte, ella había dejado el jarrón sobre el centro y se entretenía en corregir hasta la exasperación la posición de las rosas, como si fuera a participar en un concurso de simetría.

Él se dio la vuelta y se fue al baño. Sentía una necesidad imperiosa de darse una ducha y desprenderse de la grasienta capa con que se había pringado durante las últimas veinticuatro horas.

Inspeccionó el interior del armario del cuarto de baño, No vio ningún cepillo de dientes olvidado. La papelera estaba recién vaciada y con una bolsa nueva. Había ropa en la lavadora y él abrió la puerta y la colgó. El chándal azul marino de Axel, el jersey negro de Eva. Y luego un tanga negro de encaje que no había visto nunca. Lo sacó haciendo una pinza con el índice y el pulgar, asqueado ante la idea de… La madre que la trajo. De modo que así era como iba ataviada cuando salía a enrollarse con el otro. Nunca se había engalanado de esa manera para él.

Agarró dos pinzas y lo colgó en el hilo de modo que fuera lo primero que ella viera cuando entrara en el baño. Para que le quedara claro que él lo había descubierto. Y para que se inquietara preguntándose por qué él no había hecho comentario alguno.

Subió de nuevo la escalera y entró en el dormitorio. La cama estaba hecha y la colcha bien colocada. ¿Cómo iba a ser capaz de volver a dormir en aquella cama?

Abrió el primer cajón de la cómoda donde ella guardaba su ropa interior, rebuscó entre sus bragas de algodón de modelo corriente que eran con las que solía festejarle a él. Hasta que, a la izquierda de sus sujetadores, encontró un misterioso atavío más. Un Wonder Bra de encaje negro que tampoco había visto nunca antes. Le llegaron los ruidos que ella hacía en la cocina. Sostuvo la pieza en alto, anonadado por la visión de su mujer y el otro entrelazados en la cama de matrimonio que tenía a sus espaldas, viendo cómo las excitadas manos del chico lograban desabrochar el mínimo cierre que tenía ante sus ojos liberando los senos de Eva. Contuvo el impulso de salir corriendo hacia la cocina y lanzarlo contra esa cara de mártir, pero se obligó a respirar profundamente un par de veces. Justo iba a cerrar el cajón cuando distinguió algo más. La punta de algo rojo. Un diario con un candado en forma de corazón pero, sin embargo, la llave colgaba de un hilo plateado. ¿Un diario? ¿Desde cuándo hacía esas cosas? El ruido de la cocina le confirmó que ella seguía a una distancia segura. Manipuló rápidamente la cerradura con la diminuta llave y empezó a hojearlo. Limpio y sin estrenar. Ni una sola palabra en las hojas blancas. Estaba a punto de colocar el candado en su sitio cuando algo le cayó en la mano y en el mismo instante, descubrió la caligrafía escrita en el interior de las tapas.

«¡A mi amor! Siempre estoy contigo. Todo se arreglará. He aquí un libro que llenar con los recuerdos de todo lo maravilloso que nos espera.»

Acto seguido bajó la vista hasta la palma de su mano sin poder a dar crédito a sus ojos.

Repugnante y trenzado con hilo de coser azul, descubrió un rizo de un rubio oscuro que aquel hijo de puta había cortado de su pelo.

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