Capítulo 13

Yacía tumbado completamente inmóvil, incapaz de moverse, como partido en dos mitades. Una mitad colmada por un contento y una expectación que jamás se hubiera creído capaz de sentir. Todo lo que siempre había soñado.

Hasta hacía diez horas ignoraba su mera existencia, y ahora, durante el poco tiempo que la había conocido, había obtenido de ella todo cuanto jamás anhelara. Trémula, se había entregado a él, ofrecido sus partes más delicadas. Su confianza había abierto sus sentidos de par en par, todo era ternura, la soledad se resquebrajó con una explosión.

Y qué decir de la calma que ella traía consigo. Las manos que por derecho propio recorrían su piel le envolvían en una membrana protectora, purificándolo, liberándolo. El profundo anhelo que durante años había lastimado su alma acababa de reventar de sus entrañas para meterse dentro de ella. Ya no existía el vacío.

Pero luego la desoladora conciencia de no tener derecho a tales sentimientos.

La otra mitad albergaba su culpa.

Quedaba demostrado. Como descendiente en primer grado de su padre se había convertido en un traidor infiel. Había dejado a Anna sola mientras él se entregaba a otra mujer. Liberado el deseo que durante tanto tiempo había guardado para ella. Que debería haberle ofrecido a ella.

Él no era mejor que su padre. Cuando se despertó, ella se había marchado. Sólo un cabello castaño sobre la almohada demostraba que realmente había estado allí. Ese cabello y el saciado anhelo de su piel.

No se habían dicho ni una palabra. Sus manos y sus cuerpos se habían explicado todo cuanto necesitaban saber.


* * *

Se incorporó en la cama y se dio cuenta de que hacía frío en la habitación. No había pensado en poner en marcha la calefacción cuando llegaron a casa. ¿Y si ella había tenido frío? Giró el regulador hasta el máximo en el dormitorio y en la cocina y entró en el cuarto de baño. Encontró la luz encendida y la toalla de rayas azules tirada en el suelo. Sintió un ligero pinchazo de disgusto que, sin embargo, no le afectó. Las caricias de ella le envolvían aún como un escudo protector, como una coraza impenetrable, se había vuelto inmune.

Colgó la toalla y abrió el grifo de la bañera, esperó a que estuviera medio llena y se metió dentro. El agua caliente le recordó las manos de ella y sintió el deseo despertar de nuevo. Después de tantos años de negarle cualquier concesión a su apetito, ahora no podía reprimir el instinto, aunque ella acabara de irse. ¿Qué había conseguido despertar en él?

Se sentó en el agua y se recostó. El recuerdo de su desnudez sería un regalo eterno. La veía ante sí. El modo en que ella había cerrado los ojos entregándose al placer que él había sido capaz de darle.

Sus manos. Sus labios. Su sabor. La piel de ella contra la suya, entrelazados, sin principio ni fin.

¿Cómo habría podido resistirse? Ella era todo cuanto él siempre había soñado. Una mujer completamente viva que le deseaba, que quería tocarle, amarle. Que le había hecho sentir un placer que no había creído posible. ¿Qué dios perverso había podido exigirle que la rechazara?


* * *

Se levantó, salió de la bañera y se secó con la toalla de rayas azules. Con la que ella debía de haberse secado hacía muy poco. De pronto tuvo ganas de llorar ¿Cómo iba a poder tocar a Anna ahora que sus manos estaban colmadas hasta los bordes del tacto de otra mujer?

De Linda.

Apenas osaba pensar en su nombre. Anna descubriría lo que había pasado. Presentiría su infidelidad, que había sido incapaz de mantener su promesa.

¿Y qué le diría a Linda cuando se pusiera en contacto con él? Ella no le había pedido su número de teléfono pero sabría dónde encontrarle. Porque él no se había movido de allí aunque sus ansias de amor se hubieran ido tras ella.

Se derrumbó en la silla del retrete y hundió la cabeza entre las manos.

Hiciera lo que hiciese se vería obligado a traicionar a una de las dos.

Tenía que ir al hospital. Ahora mismo debía ir a verla y reconocer su culpa. Tenía que conseguir su perdón. Sin él, no aguantaría.

Sonó el teléfono. Miró la esfera de su reloj de pulsera. Las siete y diez. Volvió desnudo al dormitorio. Tenía que ser ella. ¿Quién le llamaría a estas horas, si no? Debía de haber conseguido su número a través del servicio de información. ¿Qué le diría? ¿Y cómo resistirse al impulso de descolgar y escuchar su voz?

Lo más maravilloso era que había podido descolgar a la quinta señal. Se había vuelto inmune. Todo su ser reía ante la idea cuando alzó el auricular y dijo:

– Hola, soy yo, Jonas.

– Jonas, soy Björn Sahlstedt del Karolinska. Creo que es mejor que vengas al hospital. Enseguida.

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