Capítulo 23

No cabía duda de que vivía en una casa bonita, la mentirosa aquella. Una casa de, al menos, cien años de antigüedad, con revestimiento de madera pintada de amarillo, carpintería blanca y rodeada de nudosos árboles frutales que aguardaban la primavera con sus ramas peladas. En la rampa del garaje dos automóviles: un Saab 9-5 modelo familiar y un Golf blanco. Ambos modelos eran considerablemente más recientes que el viejo Mazda que conducía él. Así que era ahí dentro, en ese acomodado idilio suburbial, donde vivía ella, la mujer que había abusado de su cuerpo y engatusado su alma. Ella y el que vivía al cobijo de ese «nosotros».

Había dejado el coche estacionado a un par de manzanas de allí y había recorrido a pie el último trecho. Después de angustiarse durante toda la mañana ante la idea de salir del apartamento, cuando finalmente se atrevió a intentarlo, le había resultado asombrosamente fácil. Tal vez le hubiera ayudado la insólita sensación que le embargaba, la sensación de que se había cometido un agravio y de que él era la víctima, la necesidad de defenderse de un enemigo externo en lugar de defenderse del que él llevaba dentro.

Pasó por delante del buzón de la casa, un engendro metálico de color azul cobalto que requería llave para ser abierto y cuya mínima ranura obligaba a introducir las cartas con ambas manos. Era el tipo de buzón más odiado por los carteros y repartidores de periódicos. Y en él se leían los nombres, muy juntitos, de esos dos que compartían el hogar que tenía delante. Eva & Henrik Wirenström-Berg.

Eva y Henrik.En el lado izquierdo de la casa, el jardín se convertía en un pequeño bosque vecinal y sólo un seto bajo ejercía de valla divisoria. Miró a ambos lados y, al no ver ni rastro de vida humana, saltó el seto sin prisas y se introdujo entre los árboles. Se detuvo detrás del grueso tronco de un árbol, apoyó las manos contra la rugosa corteza y observó la parte trasera de la casa. Un porche, un césped, más árboles frutales, parterres y, en una esquina del jardín, una caseta pintada de amarillo. Todo muy pulcro y ordenado, sin duda un primoroso hogar. Con la mirada todavía puesta en la casa, apoyó la mejilla contra el árbol y notó la rugosidad de la corteza contra su piel hasta que sintió un escalofrío. Se preguntó si ella estaría allí dentro, tras los cristales. Y si él también estaría dentro, ese que se llamaba Henrik y que era digno de ser amado pero a quien ella había sido infiel.

Una puta, eso es lo que era.

Tal vez llevara una media hora de pie tras el árbol cuando se abrió la puerta del porche. Primero no distinguió quién era, pero, al acto, la tuvo de nuevo ante él. Su propia reacción le cogió totalmente desprevenido. La odiaba, pero tenerla en persona allí delante hizo que, de pronto, se despertara en él un deseo que nunca antes había imaginado que podría tener. Durante todos los años de vanos anhelos, todas las noches pasadas en el hospital junto al cuerpo mudo de Anna, nunca había sentido un deseo tan intenso como el que sentía por la mujer que veía allí delante. Sin embargo, la odiaba, ella le había engañado, le había usado. Aquellos sentimientos incompatibles se peleaban en su interior, le obligaban a aferrarse con mayor fuerza al tronco del árbol para no caerse.

Tan cerca ya y tan lejos.

Allá, en el porche, ella se sentó. En una mano sostenía un teléfono y en la otra un folio A4 blanco. Llevaba una rebeca de color azul cielo sobre los hombros.

Al principio, ella se quedó inmóvil con la mirada perdida en el césped. Después incorporó la espalda, miró el teléfono y marcó un número. Él no oía lo que decía: hasta su escondrijo sólo llegaban palabras sueltas.

La conversación duró quizás unos cinco minutos y, en cuanto colgó, miró el papel que había traído consigo y marcó un nuevo número.

La sensación de poder mirarla sin que ella supiera que él estaba ahí le excitaba. Ella se encontraba expuesta a sus ojos y estaba totalmente indefensa, estaba en sus manos por completo. Ella continuó marcando números de teléfono una y otra vez, y a él le hubiera gustado saber a quién llamaba y qué les decía. Tenía un aspecto muy serio cuando hablaba, no sonreía nunca. Se quitó la rebeca azul cielo y la dejó en el banco junto a ella. Distinguía el contorno de sus senos bajo el suéter, esos senos que ella le había permitido acariciar tan sólo hacía un par de días. Quería aquella rebeca que acababa de tocar su cuerpo, quería olería, deseaba ponérsela.

Sonó el teléfono que sostenía en la mano. Pulsó el botón y él oyó que ella contestaba diciendo su nombre. Ese nombre que no había querido que él supiera. Tenía que oír lo que decía. Sigilosamente e infinitamente despacio para que sus movimientos no atrajeran su mirada, avanzó entre los árboles hasta que llegó al último tronco, el que limitaba con el jardín. A un par de metros delante de él destacaba la caseta pintada de amarillo.

Ella bajó la vista hacia el suelo del porche.

Sin dudarlo, aprovechó la oportunidad y corrió el corto trecho que le separaba de la pared que le protegería, y se escondió rápidamente tras ella. Si guiñaba un ojo, podía verla a través de la hendidura entre la plancha de madera y el canal de desagüe; pero en cambio, su voz seguía siendo inaudible. Estaba demasiado lejos.

Ella hizo unas cuantas llamadas más y luego se levantó de repente y desapareció por la puerta del porche. La rebeca azul se quedó encima del banco.

Él se quedó un rato donde estaba, sin decidirse a nada. El sol había desaparecido tras las copas de los árboles del bosquecillo vecinal y, de repente, se dio cuenta de que tenía frío. Mientras la tuvo delante no había tenido ninguna sensación corporal. Se preguntó si eso tendría algo que ver con aquella aureola que la envolvía. Debía de haber algo en su figura que le protegía.

Corrió por el corto trecho de vuelta, entre los árboles, y después caminó sin darse prisa hasta que alcanzó la calle y la parte delantera de la casa. Allí se detuvo. Era al otro en quien quería poner los ojos. En ese que, obviamente, se llamaba Henrik y que iba bajo la denominación «nosotros» y a quien todavía no había visto. Volvió a pasar, despacio, por delante del buzón con sus nombres. Se dio cuenta de que no podía permanecer allí parado sin arriesgarse a llamar la atención, así que empezó a caminar en dirección a la calle donde había aparcado. Ahora el frío le había calado de veras, y cuando estuvo dentro del coche hizo girar el regulador de la calefacción hasta el máximo.

No le apetecía regresar a su apartamento, era como si un imán le atrajera hacia esa casa amarilla con las carpinterías blancas. Puso la primera y dejó que la gravedad se lo llevara, condujo a velocidad de tortuga el corto trecho que daba la vuelta a la manzana y se encontró de nuevo en el punto de partida. Allí dentro estaba ella. Y también él, ese que era digno.

Justo cuando pasaba por delante del buzón se abrió la puerta principal.

Y ahí estaba él.

Pisó el freno sin que el cerebro lo hubiera ordenado. El hombre que se encontraba delante de la puerta principal cerró con llave y miró en su dirección con curiosidad. Jonas giró la cabeza, le habría gustado ver más, mirar más detenidamente, pero no quería ser visto. Ahora no. Todavía no.

Cien metros más adelante había una explanada para dar la vuelta. Cuando, ya de regreso, pasó por delante de la casa, su aventajado rival maniobraba el Golf para salir marcha atrás de la rampa del garaje. Jonas desaceleró y le dejó pasar A contraluz, vio por el parabrisas que una mano hacía un gesto dándole las gracias. Jonas asintió con un movimiento de cabeza.

De nada. Además, también me he follado a tu mujer.

Le siguió a una distancia prudencial por las irregulares callejuelas de la zona residencial hasta la autovía que conducía a la ciudad. En el carril mantuvo una distancia de dos automóviles: nadie sabría que él estaba ahí, vigilando, controlando, dueño de la situación. Una gran calma le invadió. La compulsión quedaba muy lejos.

Después de cruzar el puente de Danvikstull doblaron por la primera a la izquierda siguiendo la orilla hacia la zona nueva del puerto de Norra Hammarbyhamnen, luego giraron por la primera a la derecha y, después, a la derecha de nuevo. Conocía aquella parte de la isla de Södermalm, había hecho una suplencia allí durante una semana cuando toda la ciudad guardaba cama con gripe. El automóvil que le precedía dobló a la derecha y subió por la calle de Duvnäsgatan y, por un momento, lo perdió de vista. Jonas desaceleró un momento al ver que el coche estacionaba en fila, pero continuó, pasó de largo, y luego aparcó y salió. A pie ya, dobló la esquina con Duvnäsgatan y justo entonces, se abrió la puerta del otro coche. Una mujer rubia de su misma edad, quizás un par de años mayor, salió de un portal a unos diez metros de distancia. Jonas se colocó la capucha y empezó a subir la cuesta cambiando de acera; luego se detuvo ante un escaparate a la altura del Golf y se quedó allí. Los veía por el reflejo de la luna del escaparate. Si lo hubiesen pinchado, no habría salido ni una gota de sangre. Las partes que veía ya no encajaban. Por un breve instante su ojo se desenfocó y de repente se encontró leyendo un rótulo al otro lado del cristal: LOCAL PARA ALQUILAR. No había otra cosa donde fijar la mirada en todo el escaparate vacío. En cambio, la imagen reflejada tenía mucho que revelar. La mujer que acababa de salir del portal y el tal Henrik que acababa de abandonar su bello idilio suburbial se encontraban estrechamente abrazados al otro lado de la calle. De una pieza, y casi como agarrotados, se habían fundido el uno en el otro, sujetándose mutuamente, como si corrieran el riesgo de caerse si alguno de ellos se soltaba.

Permanecieron de aquel modo largo rato. Lo suficiente como para que él pudiera llamar la atención si continuaba parado delante del escaparate vacío, si es que eran capaces de ver cualquier cosa que se encontrara fuera de la campana de cristal en la que parecían estar metidos.

¿Qué clase de hombre era ése? Acababa de salir de su casa dejando allí sola a una mujer que era lo máximo a lo que un hombre podía aspirar. No obstante, ahora el tipo se abrazaba con otra en el interior de su coche.

Sin darse la vuelta, empezó a bajar por la cuesta en dirección al suyo. Se sentía desconcertado, sin entender qué era lo que acababa de presenciar, sin saber si todo era lo que aparentaba ser. Marido y mujer que saciaban sus lujuriosos apetitos en lugares distintos, en otras compañías que la mutua.

Qué asco.

Nunca jamás.

El día que él se casara, cuando alguien le amara de verdad por lo que él era, el día que alguien realmente le descubriera, él nunca miraría a otra mujer. Daría rienda suelta a toda la pasión que contenía en sus entrañas y convertiría a su mujer en una reina. La adoraría, haría todo lo que le pidiera, estaría a su disposición amándola a cada segundo. Nunca le fallaría. Su amor sería capaz de realizar milagros en el mismo momento en que alguien lo liberara. En el momento en que alguien quisiera tomarlo. ¿Por qué ninguna mujer veía su capacidad de amar, veía la fuerza natural que había en él? ¿Por qué nadie quería recibir todo cuanto él tenía para dar?

Anna lo había sabido. Y a pesar de eso, no lo había considerado digno.

Sus terribles ansias le invadieron de nuevo, el anhelo de encontrar una salida a su soledad. Y luego pensó en el tal Henrik, a quien acababa de ver en brazos de esa rubia, que tenía todo lo que un hombre podía desear y que, aun así, no se daba por satisfecho.

Y en Lind… Eva.

Eva.

¿Qué había pretendido de él al acompañarlo a su casa?

Por el rabillo del ojo vio pasar un automóvil por la luna lateral del coche, pero no fue hasta que hubo pasado de largo que cayó en la cuenta de que era el Golf. La rubia ocupaba el asiento del copiloto.

Giró la llave de arranque y, más por reflejo que por una decisión consciente, les siguió. Doblaron a la izquierda por la calle Renstierna y luego siguieron la avenida de Ringvägen hasta el cruce con Nynäsvägen, la carretera que iba a la ciudad portuaria de Nynäshamn. No se molestó en guardar la distancia prudencial, tenía todo el derecho de ir a donde quisiera.

Incluso podía conducir hasta una apartada y anodina pizzeria a medio camino de Nynäshamn si quería, y eso fue exactamente lo que hizo. Vio que el Golf se desviaba a cien metros delante de él y aparcaba en el reducido y vallado aparcamiento contiguo al local. No tenía aspecto de ser un sitio especialmente lujoso ni acogedor, supuso que la elección había recaído en aquel restaurante más bien por la conveniente distancia que le separaba del hogar de él, en Nacka. El adulterio exigía cierta cautela, eso lo sabía él mejor que nadie. Al verlos desaparecer por la puerta acristalada, su desprecio por ellos se desbocó. El brazo de él rodeando los hombros de ella, protector, atento. ¿Cómo podía una mujer ser tan estúpida para fiarse de un hombre que estaba a punto de engañar a otra mujer? Todo era tan incongruente.

Esperó un momento antes de abandonar el coche y, sin darse ninguna prisa, leyó detenidamente la carta plastificada que se encontraba junto a la entrada. Ellos estaban sentados el uno frente al otro en la esquina del fondo y un hombre de aspecto extranjero anotaba su pedido. El bullicio no era mucho ya que sólo estaban ocupadas otras dos mesas, una por tres muchachos adolescentes cuya edad dudosamente justificaba las jarras de cerveza que tenían delante, y la otra por una familia con niños que estudiaba la cuenta. Sin embargo, no tendría nada de extraño que él ocupara la mesa que se encontraba al lado de la de ellos. Recorrió la corta distancia hasta ella y, justo en el momento en que arrastraba la silla hacia atrás, vio por el rabillo del ojo que el tal Henrik, el marido infiel, devolvía la carta. Jonas tomó asiento y, al momento, se encontró con la misma carta entre las manos.

Las manos.

Las manos de ambos habían acariciado la misma mujer.

Las suyas propias con un amor sin reservas, las del otro con una alevosía sin atenuantes.

Y aun así, era ése, ese otro, quien tenía el derecho de llamarla suya.

Apartó la carta, no quería tocarla, e intentó recordar el nombre de alguna pizza del texto que había leído junto a la entrada.

Entonces el hombre de aspecto extranjero volvió a meterse en la cocina y los otros dos empezaron a hablar. Podía oír cada palabra de su conversación sin el más mínimo esfuerzo a pesar de que bajaban las voces. Y entonces, de repente, todo le pareció completamente evidente. La razón de todo lo que había pasado. De por qué había estado predestinado a distinguirla bajo el toldo rojo hacía dos noches, de por qué su camino y el de ella, precisamente, se habían cruzado.

Le había sido encomendada una misión.

Y él que había creído que era ella la enviada para salvarle a él. ¡Si era precisamente lo contrario! Su destino era salvarla a ella. Salvarla de los despiadados traidores que habían dictado su sentencia contra ella sobre una mediocre Quattro Stagioni. Ella, que ni siquiera estaba presente y que no podía hablar por sí misma.

No fue capaz de comerse la pizza que había pedido. La dejó tal cual en el plato y pidió la cuenta.

Las voces de los dos cómplices le resonaban en la cabeza durante el trayecto de vuelta a Nacka.

– ¿Cuándo piensas contarle cómo están las cosas? Yo ya no puedo seguir así.

– Lo sé. Pero hay que pensar en Axel también. Primero tengo que conseguir un piso para tener un sitio donde llevarlo los días que viva conmigo.

Y fue entonces cuando comprendió que, en medio de aquel mar de egocentrismo, había un hijo.

Un hijo.

Y ahí, en una pizzeria de mala muerte, escondido por temor a que alguien le viera, estaba su padre con una puta mascando pizza.


* * *

Había anochecido cuando se desvió por la calle al final de la cual tenía la certeza de que estaría ella. Se quedó de pie junto al coche contemplando, fascinado, el juego de luces de las torres metálicas de Nacka, a unos cien metros de distancia. La luz que barría el espacio y se ramificaba como avenidas rectas a través de la capa de nubes para desaparecer lentamente en la eternidad. Nada más notorio que el hecho de que ella viviera bajo un inmenso foco, sólo había que caminar hacia la luz.

Esta vez se metió directamente en el jardín, parándose delante de cada ventana y mirando cuidadosamente a través de los rectángulos oscuros mientras daba la vuelta a la casa. No vio rastro de ella en ninguna parte. Al girar por la esquina que daba a la parte trasera, vio el resplandor de una lámpara a través del ventanal situado junto a la puerta del porche. Se desvió por el césped para no aproximarse demasiado, no quería arriesgarse a que ella le viera. Aún no. No hasta que estuviera preparada.

Y por fin la volvió a ver. A la luz de una única lámpara, la vio recostada en un sillón arrimado al ventanal. Durante un segundo creyó que ella le miraba fijamente, pero enseguida comprendió que aquellos ojos miraban sin ver, fijos en la oscuridad en que estaba envuelto él. No pudo reprimirse y se acercó más. Paso a paso, infinitamente despacio, se aproximó al porche. Subió tres escalones más y se encontró cara a cara con ella. Cara a cara. Sólo una luna de cristal le impedía tocarla. Tenía un libro sin abrir encima de las rodillas y observó sus manos, que yacían enlazadas sobre él. Las mismas manos que le habían acariciado y que le habían devuelto la vida. Su único deseo era poder sentir esas manos sobre su piel una vez más. Tenía que aplacar su anhelo, darle a ella la oportunidad de comprender. Alzó la vista hasta el rostro de ella. Al principio le pareció totalmente inexpresivo, pero luego vio que de los ojos le caían unas lágrimas que le bajaban por las mejillas y que le dejaban un rastro blanco sobre la piel.

«Ay, amor mío, si tan sólo pudiera abrazarte. No tengas miedo, yo estoy aquí contigo, yo velaré por ti. Te demostraré mi amor Y cuando comprendas lo que estoy dispuesto a hacer para ganar el tuyo, entonces me amarás. Para siempre. Y yo nunca te abandonaré. Nunca.»

Sintió que, de repente, sus propios ojos se inundaban de lágrimas de gratitud. Ella y él, unidos por las lágrimas, a sólo un metro escaso de distancia el uno del otro.

Ni siquiera la idea de pasar una noche solo en su apartamento le daba miedo ya.

Se retiró con la seguridad que le infundía su certidumbre, dio la vuelta a la casa y volvió a su coche.

¿Quién sabía mejor que él lo que una traición podía suponer para una mujer, y lo que era necesario para salvarla?

Esta vez no iba a fracasar.

Le habían concedido una segunda oportunidad.

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