Capítulo 22

Se quedó en la cama toda la mañana. Cuando Axel se despertó, Henrik le acompañó a la sala de estar y le puso el programa infantil, pero no volvió a la cama para robarle una media hora de sueño extra a la almohada como solía hacer. En su lugar, ella oyó la puerta del estudio que se cerraba y el zumbido de la puesta en marcha del ordenador.

Del intenso dolor en el pecho sólo quedaba un dolor sordo y vago.


* * *

Las cifras digitales del radiodespertador se fueron arrastrando hasta las 11:45 y, entonces, de repente, se presentó él y le dijo desde la puerta:

– Esta noche voy a salir. Micke quiere que salgamos a tomar una cerveza.

Ella no contestó. Pero no por eso dejó de constatar que su torpeza para los embustes era asombrosa, un puro insulto a la inteligencia de cualquiera.

– Como quieras.

Y desapareció de nuevo.

Ella se levantó, cogió la bata y fue a la cocina. Axel estaba sentado en el suelo haciendo rodar sus bolas de goma por una pista invisible y Henrik estaba sentado a la mesa leyendo el periódico.

– Le prometí a Annika que llamaría a todos los padres para convocar una reunión para mañana por la tarde.

Él la miró.

– ¿Para qué?

– ¿Cuál es la alternativa?

Él ignoró la pregunta y regresó al Dagens Nyheter.

Ella prosiguió.

– Si yo fuera Linda, me gustaría que se me diera la oportunidad de explicarme. ¿A ti no?

«Si yo fuera Linda.»

Soltó un resoplido sarcástico en la profunda oscuridad.

De eso se trataba justamente.

Él pasó la página a pesar de que era evidente que no leía ni una palabra.

– No entiendo por qué te metes. ¿Para qué vas a convocar una reunión? A ti no te ha llegado ningún correo, que yo sepa.

No. Pero en mi sótano hay un armario lleno de repugnantes cartas de amor dirigidas a ti.

– Pues porque estamos hablando de la maestra de Axel. ¿Acaso no entiendes que cuando eso se destape el ambiente de la escuela se verá afectado? Si es que ha enviado esos correos, ¿podrás confiar en ella?

– Eso es asunto suyo.

– ¿Asunto suyo? ¿Enviarles indeseadas cartas de amor a los padres de sus alumnos?

– ¿Mi maestra ha hecho eso?

Axel se había quedado inmóvil, en el suelo, con una bola de goma en la mano.

Henrik le dirigió una mirada llena de desprecio. ¿O era más bien odio lo que detectaba?

– De puta madre. Muy inteligente.

Se levantó y atravesó la cocina con pasos rabiosos. A aquellas alturas ella se los sabía de memoria. De su sitio en la mesa hasta el estudio cabían once pasos, doce si cerraba la puerta tras él.

Dio doce pasos.

– ¿Qué pasa con mi maestra?

Ella se le acercó y se sentó a su lado. Cogió disimuladamente una bola roja del suelo y la hizo aparecer como por arte de magia detrás de la oreja del niño.

– ¡Anda! Y yo que creía que sólo tenías bolas verdes en las orejas.

Él sonrió.

– ¿Tengo más en la otra?

Ella miró por el rabillo del ojo para localizar otra bola.

– No. Por lo visto, la de la otra no ha madurado todavía. Las verdes necesitan más tiempo.


* * *

Se llevó el inalámbrico y la lista de los niños de párvulos al porche y se sentó allí a hacer las llamadas. Llevaba una rebeca sobre los hombros, pero hacía calor por ser marzo y no tardó en dejarla sobre el banco. Contempló las antenas de Nacka que, a unos cien metros de distancia, despuntaban por encima del bosque protegido de la reserva natural como si fueran unos monstruos de acero futuristas. Nicke y Nocke. Axel las bautizó así en cuanto aprendió a hablar. A pesar de que desentonaban mucho, siempre le habían gustado: eran como hitos que indicaban el camino a su hogar. Recordó un viaje de negocios en que había vuelto en avión de Örebro. La reunión que había motivado el viaje había originado unos problemas irresolubles, y subió al avión en un estado de gran estrés y preocupación. Eran más de las diez de la noche y, en cuanto despegaron, las divisó en la distancia. Ahora recordaba la sensación de encontrarse tan lejos pero aun así distinguir su hogar, el suyo y el de Henrik y Axel, con toda la seguridad que eso comportaba. Fue un instante de clarividencia durante el cual supo lo que realmente importaba en la vida.

Pero pasaron los años. Dieciséis fueron las veces que explicó que la maestra Linda había enviado indeseadas cartas de amor a algunos padres del grupo y que era preciso reunirse el domingo por la tarde. Después de la séptima llamada, el teléfono se le anticipó.

– Hola Eva, soy Kerstin, del parvulario. Sonaba triste. Triste y cansada.

– Acabo de hablar con Annika Ekberg, dice que ayer hablasteis.

– Sí, nos llamó ayer por la noche.

Se hizo una breve pausa durante la cual lo único perceptible fue un hondo suspiro.

– Linda está desesperada. Ella no ha enviado esos correos. No sabemos qué ha pasado.

– No, reconozco que me sorprendió mucho, me cuesta creer que sea verdad. Me refiero a eso de que Linda iniciara una relación amorosa con alguno de los padres del parvulario. Sería demasiado fuerte.

Dejó vagar la vista por el jardín intentando encontrar la palabra que describiera sus sensaciones. Una especie de calma por haber recuperado el control. Como la invisible araña de una tela cuya existencia sólo ella conocía. Al mismo tiempo, la extrañeza de no saber para qué quería el control, de no saber dónde iba. Una extrema lucidez. Sólo existían el aquí y el ahora. La siguiente inspiración, el próximo minuto. Lo que pudiera suceder a continuación era inimaginable. En una agenda imaginaria alguien había trazado con rotulador una gruesa línea roja y ese trazo no iba a poder borrarse nunca. Jamás. El pasado y el futuro habían sido desgarrados el uno del otro y sus miembros nunca más volverían a estar unidos. Por su parte, ella se hallaba en la nada que se extendía entre los dos.

Un ruido le hizo girar la cabeza. Por el rabillo del ojo había detectado un movimiento en un extremo de su campo visual. Algo grande que rápidamente desapareció tras la caseta situada en una esquina del jardín. En su vida anterior a la gruesa línea roja, esa visión la habría inducido a rociar con una mezcla de sangre y amoníaco [5] los puntos más estratégicos del jardín, pero ahora le daba igual. Le daba igual que los venados pudieran comerse hasta la última brizna de hierba, hasta el último arbusto amorosamente plantado. De todas formas, ya nada volvería a florecer en aquel jardín.

– He oído que has propuesto que convoquemos una reunión para mañana por la tarde y primero tenía mis dudas pero… Supongo que no hay otra alternativa. Lo que no sé es de dónde sacará Linda las fuerzas para asistir. Esto está removiendo muchas cosas, no hace mucho que pasó por una mala racha, de ahí que se mudara a Estocolmo. No es algo que sea preciso tocar en este caso pero, de todos modos, quiero que lo sepas.

Se oyó un nuevo suspiro.

– En realidad te llamaba para pedirte que cuando hagas esas llamadas te esfuerces en recalcar que Linda está muy apenada por este asunto y que ella no ha enviado esos correos electrónicos.

– Faltaría más.

Linda pasó por una mala racha, de ahí que se mudara a Estocolmo.

Interesante. Muy interesante. Sin embargo, fuera lo que fuese por lo que había pasado, era evidente que esa experiencia no le había enseñado a respetar la vida y la existencia de sus semejantes. Qué va, al contrario. Separar y dividir, meterse en ducha ajena y olvidarse ahí los pendientes. Una va y coge lo que le viene en gana. Y si una familia se hunde en el proceso, qué se le va a hacer.

«Ay, Linda, muchacha. Ya puedes quedarte ahí sentada con tu doloroso pasado, tu mala racha sólo acaba de empezar.

»Aunque por otra parte, podría ser útil averiguar de qué huías cuando te mudaste a esta ciudad.»


* * *

Henrik se fue ya a las cuatro de la tarde. Impecablemente vestido, recién afeitado y envuelto en una nube de aftershave se marchó para tomarse unas cervezas con Micke. Había pasado casi toda la tarde en el estudio, pero a intervalos fijos había salido a deambular por la casa. Como un animal enjaulado. Ella, era la aborrecida cuidadora del zoo, él dependía de ella y, al mismo tiempo, ella era la responsable de su cautividad.

Acostó a Axel hacia las ocho y, por suerte, se durmió enseguida. Saber dónde estaba Henrik le producía dentera y ninguno de los programas de la televisión consiguió distraerla de sus fantasías. Se preguntaba en qué lugar estarían, lo que harían, si en aquellos momentos estaban en la cama y si él la consolaba dulcemente. Si le estaba dando todo el cariño y el amor que una vez fue el suyo, el de ellos.

Henrik y Eva.

Hacía tanto tiempo.

¿Cómo habían llegado hasta esto? ¿En qué momento, de repente, fue demasiado tarde?

Ella se había quedado sola cuando él tenía ya una nueva compañera de viaje en quien buscar apoyo y con quien planear distintas alternativas para un futuro común. Era una terrible sensación la de sentirse intercambiable, repudiada, verse sustituida por otra persona supuestamente más adecuada para satisfacer las expectativas que él tenía de la vida. Cosa que ella, obviamente, no había conseguido. En cuanto a la decepción que él hubiera podido sentir, no se había dignado a pronunciar una palabra, qué va, ni siquiera había pensado en mostrarle un mínimo de respeto dándole una explicación, dándole una justa oportunidad de comprender lo que había pasado.


* * *

Apagó el televisor y la sala quedó a oscuras. Ni siquiera había tenido fuerzas para encender una lámpara, a pesar de que ya había caído la noche.

Se sentó en el sillón, delante del ventanal del porche. Fuera todo estaba oscuro, como boca de lobo. Ni siquiera la luna tenía fuerzas para iluminar ese jardín condenado a muerte. Encendió la lámpara de lectura y alargó el brazo para coger el libro que había empezado a leer antes de trazar aquella línea roja en su agenda. Pero se le quedó en el regazo, sin abrir.

Ya no le interesaba.

¿Había leído Linda los correos que ella había enviado en su nombre? Por algo la redacción del texto era suya. Se preguntó cómo reaccionarían cuando descubrieran las conocidas frases, qué pensaría Henrik cuando reconociera la declaración amorosa de Linda que él guardaba bajo llave en su armero. Tal vez sospechara algo, pero jamás se atrevería a preguntar nada. Sonrió ante el dilema en que había urdido ponerle. Bien, bien, Henrik, ¿qué vas a hacer? Ahora que tu comprensiva y legítima esposa, madre de tu hijo, probablemente sea tu peor enemigo.

Miró su propia imagen en la luna negra. Las palabras de Linda se habían instalado involuntariamente en el banco de datos de su memoria, tatuadas con una corrosiva tinta que afeaba su ser. Sabía que la perseguirían el resto de su vida.

«Me doy cuenta de que estoy dispuesta a perderlo todo con tal de estar contigo. Te quiero. Tuya, L.»

Tener la suerte de que te quieran tanto.

Tanto como le querían a Henrik.

Se preguntó cómo contestaría él a la carta. Si de repente había encontrado palabras que nunca antes había usado, que nunca había tenido motivo para usar. Palabras que durante todo su matrimonio habían estado guardadas en un cajón porque en ese contexto no eran necesarias. Palabras grandilocuentes, demasiado fuertes y efectistas, exageradas tal vez, pero que por fin habían visto un motivo para salir de su encierro y ser utilizadas.

Un motivo para ayudarle a él a mantener y conservar su tesoro.

Tener la suerte de que te quieran tanto.

Y tener el valor de permitir que te amen así.

Cerró los ojos cuando se vio obligada a reconocer que lo que él experimentaba en aquellos momentos era lo que ella siempre había soñado vivir. La verdadera pasión. Una pasión que la inundaría y la obligaría a entregarse por completo, sin resistencia posible. Una pasión que nunca había experimentado. Poder amar sin reservas y que te amen sin tener que ofrecer resultados, sin tener que comportarse, que ser la mejor, a cada segundo. Poder ser quien en realidad era tras la fachada que con tanto éxito había logrado construir para ocultar su miedo al fracaso. A no valer. A ser abandonada.

«Tú que eres tan fuerte.» ¿Cuántas veces no había escuchado esa frase? Representaba su papel con tanta perfección que nadie conseguía descubrirla, nadie conseguía ver lo que se ocultaba tras esa fachada. Ansiaba poder mostrar sus flaquezas algún día y, aun así, valer, dejar de luchar para merecerse lo que tenía, tener el valor de permitir sin temor que alguien tuviera acceso a lo más profundo de su ser.

Que alguien, algún día, le dijera «te amo» poniendo el alma en cada sílaba y deseando que hubiera palabras aún mayores porque ni siquiera «te amo» sería suficiente.


* * *

Tomó aire y abrió los ojos. Confesarse todo aquello le había provocado taquicardia. Observó su rostro en la luna negra y se avergonzó de su debilidad. Era una mujer fuerte e independiente y esas cosas sólo eran chaladuras románticas.

Pero incluso así.

¿Sería posible que alguien la amara de ese modo?

Por obligación y por sentido del deber no se había permitido formular ese secreto anhelo ni siquiera ante sí misma; atada a promesas y compromisos, había recluido sus ansias en una inmunda mazmorra y había cerrado la puerta.

Por lealtad hacia Henrik.

Él era el hombre que había elegido para compartir su vida, el hombre junto a quien había vivido más cosas. En su lugar, ella habría sido incapaz de causarle tanto daño. Se había esforzado en llenarse los días con su trabajo y con sus amistades, unas amistades que pudieran darle lo que ella sabía que Henrik no podía darle.

Con tal de que la familia se mantuviese unida.

«Y ahora mírate, aquí, sola.»

Él había hallado todo lo que ella había soñado hallar.

Y él le mentía como si su amistad jamás hubiese existido, como si ella y su vida en común jamás hubiesen existido. Como si nunca hubiesen tenido ningún valor.


* * *

Se quedó ahí sentada un largo rato, mirándose fijamente los ojos hasta que el rostro alrededor de ellos se deformó y se transformó en el de una extraña.

De pronto, algo se movió fuera. Algo, muy cerca, se deslizó como una sombra bajo el reflejo de su imagen. El miedo la atravesó como una descarga eléctrica: alguien estaba en el porche mirándola. Enseguida apagó la luz, se levantó y se alejó de espaldas. La presión sobre el pecho. La noche era impenetrable, sólo distinguía las sombras difusas de las ramas de los árboles contra el cielo oscuro. Se quedó de pie con la espalda contra la pared sin atreverse a dar un paso. Comprendió que alguien había rodeado la casa a escondidas, había subido sigilosamente al porche y, al abrigo de la oscuridad, la había estado espiando, instalado a escasos centímetros, había mirado en el pozo de sus pensamientos más secretos.

De golpe añoró a Henrik. Deseó que volviera a casa.

Lentamente retrocedió hacia la cocina con la mirada fija en el rectángulo negro de la ventana. Entró en la cocina caminando de espaldas, se abalanzó sobre el teléfono de la encimera y pulsó la tecla de marcación rápida correspondiente al móvil de Henrik. Sonaron dos señales, tres, cuatro. Y luego un silencio: él había cortado.

Ni siquiera puso en marcha el contestador automático. Estaba sola. Dentro de la casa.

Y allí fuera, en el porche, muy cerca, entre la espesa negrura, alguien lo sabía.

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