Las puertas del edificio situado en la calle Götgatan número 76 se abrieron a las 8:45 permitiéndole el paso. A través del cristal del vestíbulo principal vio que la sala de espera de la Delegación de Hacienda estaba ya abarrotada de gente, pero ella no tenía prisa. Disponía de tres días para averiguar lo que necesitaba saber, ellos no volverían hasta el miércoles.
Nunca antes había estado allí, pero ¿en qué otro sitio, aparte de la Delegación de Hacienda, era posible conseguir el número de identidad de un ciudadano? [8] Imaginaba que si lo tenía, las cosas se le pondrían más fáciles. Kerstin había revelado que había algo molesto en el pasado de Linda. Esa información podía llegar a ser tan interesante como útil.
Un cartel blanco pegado con celo sobre la puerta de cristal rezaba: POR FAVOR, TOME UN NÚMERO DE LA OPCIÓN DESEADA.
«Opción deseada.» Lo mejor sería que no revelara nada acerca de sus deseos.
Las opciones eran cuatro: cuestiones tributarias, extranjería, registro civil, fe de vida.
Lo de registro civil sonaba bien. Pulsó la tecla pertinente, obtuvo un número y, con él en la mano, se sentó en uno de los muchos asientos. Faltaban quince números para que le tocara el turno a ella. Miró a su alrededor. A su izquierda había cuatro ordenadores disponibles y se levantó para mirarlos más de cerca.
Tal vez se tratara de algún tipo de autoservicio, sería estupendo que no tuviera que hablar con nadie. Uno de los ordenadores estaba libre, así que sacó la silla y se sentó. El ordenador de su izquierda estaba ocupado por un hombre de mediana edad vestido con un traje a cuadros y una camisa mal abrochada. Papeles esparcidos sobre la superficie del escritorio. Aparentaba conocer las rutinas.
– Disculpe.
El hombre interrumpió su tarea y la miró.
– ¿Si dispongo de un nombre y de una dirección, puedo obtener el número de identidad mediante este ordenador?
El hombre asintió con la cabeza.
– Entra en el registro básico. En el menú de inicio.
– Gracias.
Siguió las instrucciones y apareció una barra informativa.
Mujer física. Varón físico. Persona jurídica.
Aunque se sentía reacia a aceptar el término de «mujer física» comprendió que era en esa categoría en la que estaba obligada a buscar. Escribió «Linda Persson» y la dirección que había anotado de la lista del parvulario: «Duvnasgatan 14,116 34 Estocolmo».
El ordenador buscó y encontró un resultado.
«740317-2402.»
Vaya, vaya. Su lunita de miel también era una celebración de cumpleaños. [9]
«Celebrad, celebrad, mientras podáis.»
Anotó las cifras, hizo clic en eliminar y regresó a su asiento para seguir esperando.
– Quisiera saber dónde nació esta persona. Setenta y cuatro, cero, tres, diecisiete, veinticuatro, cero, dos.
La mujer de detrás del mostrador tecleó las cifras en su ordenador.
– ¿Una tal Linda Persson?
– Sí.
– En Jönköping.
La pantalla estaba inclinada de modo que le resultaba imposible leer en ella.
– ¿Qué más pone?
– ¿Qué quiere saber?
– ¿Acaso no es posible obtenerlo por escrito?
– Desde luego que sí.
Una impresora situada junto a la funcionaría imprimió una hoja. Eva la recibió a través de la ventanilla. Dio las gracias y se alejó leyendo.
«740317-2403, M, CUADRO PERSONAL (6401 V3.34), Linda Ingrid Persson.»
Una sarta de abreviaciones ininteligibles y, más abajo, más números de identidad y nombres. Madre y padre biológicos con los nombres completos y sus respectivos números de identidad, y todavía uno más: «670724-3556 Hellström, Stefan Richard. Tipo C».
La funcionaría de la taquilla buscó con la vista al próximo solicitante, pero Eva se adelantó:
– Oiga, disculpe la pregunta, ¿qué significa «tipo C»?
– Cónyuge.
Se hizo una desagradable pausa.
– ¿Quiere decir que esta persona está casada?
La funcionaría alargó la mano exigiendo ver la hoja y leyó.
– No, «estado civil D», es decir, divorciada, desde el 2001.
Dejó que la información se asentara, en un intento por determinar su significado, por saber si abría alguna posibilidad útil. Estaban todos enlazados, como una gran familia, más allá de la voluntad o la elección de los implicados, algunos divorciados, otros aún casados.
– ¿Puede usted imprimirme los datos sobre este número también? Sesenta y seis, cero siete, veinticuatro, treinta y cinco, cincuenta y seis?
La funcionaría tecleó y una nueva hoja le fue entregada. Sin leerla, se encaminó hacia la salida.
Mientras cruzaba las puertas automáticas llegó a la conclusión de que el tiempo invertido había dado un buen rendimiento.
Se preparó una taza de café e incluso calentó un poco de leche y la montó hasta hacerla espumosa. Luego se acomodó en el escritorio del estudio de Henrik. Lo había dejado todo impecablemente en orden, no había ni un solo papel a la vista. Encontró algunas notas con números de teléfono garabateados, pero al verlos tirados así, a su alcance, llegó a la conclusión de que no le servirían de nada.
Por cierto, que ya no necesitaba su ayuda.
Desdobló la hoja que contenía los datos personales del ex marido de Linda. Empadronado en Varberg, muy lejos de Estocolmo, en la costa Oeste. Los nombres y números de identidad de los padres biológicos, el padre con una F y una nueva fecha después del número de identidad. En el anexo adjunto se explicaban las abreviaciones y en él leyó que «F» significaba finado. Bajo el nombre de los padres, el de Linda y la «C» de cónyuge, y la misma fecha del divorcio que constaba en su documento. Y, finalmente, bajo su nombre, «Hellstrom, Johanna Rebecca. 930428-0318. F 010715».
Una hija muerta. El divorcio fue apenas unos meses más tarde. El ex marido de Linda había perdido una hija poco antes de que se divorciaran.
Se puso en pie, se sentía mal. Sentía una presión sorda en el pecho otra vez. Como siempre, la desencadenaba los remordimientos por Axel. Pensar en que eran incapaces de darle un buen inicio a su vida. Si algo le ocurriera a Axel… ¿Cómo sobrevivir algo así? En ocasiones se había preguntado si habría una sola persona en el planeta que osara tener hijos si supiera de antemano lo que eso significaba realmente. Desear lo mejor para ellos y, al mismo tiempo, vivir siempre con la sensación de no hacer lo suficiente.
Que la preocupación y la mala conciencia serían los eternos compañeros de un amor total y sin reservas. Ella agradecía el no haberlo sabido antes. Axel era la cosa más importante de su vida, su nacimiento lo había transformado todo, la realidad había adquirido nuevas proporciones. Lejos quedaba el ponerse a sí misma en primer lugar, a partir de ese momento se había colocado en segundo término voluntariamente. Eso era lo que él le había enseñado. A pesar de todo, la mayor parte de sus horas transcurrían lejos de él, y eso a pesar de que en aquellos seis años había aprendido ya lo rápido que pasaba el tiempo.
Y ahora Henrik tenía el propósito de conseguir que ella perdiera la mitad del tiempo que le quedaba. Obligarla a ser una madre en semanas alternas sin darle la menor oportunidad de elección.
Fue a la cocina, bebió un vaso de agua y luego volvió a sentarse frente al ordenador.
Se conectó a Internet y fue clicando hasta que dio con el buscador de Google. Tecleó el nombre de Linda y obtuvo 1.390 resultados. Se saltó todos los estudiantes que se doctoraban en la facultad de geotécnica y otros portales que, sin duda alguna, no tenían que ver con la Linda que a ella le interesaba, pero acabó por desistir. Añadió «+Varberg», con lo cual obtuvo los resultados del fútbol de damas de la segunda división y un informe completo sobre la Federación de Municipios de Suecia, nada de lo cual le pareció peculiarmente relevante. Añadiendo «+Jönköping» obtuvo datos igual de anodinos. El nombre del ex marido de Linda dio algunos resultados en las listas de clasificaciones sobre carreras de orientación y un resultado concerniente a una firma de alquiler de coches en Skellefteå que tampoco despertó su entusiasmo.
Tomó la taza de café, se fue a la sala de estar y contempló el jardín a través del ventanal. ¿Cómo sería vivir allí sola con Axel? ¿Se vería con fuerzas de encargarse de todo sin ayuda? Y la siguiente pregunta, que era más bien una constatación: ¿habría mucha diferencia?
Por el rabillo del ojo vio que algo se movía en una esquina del jardín, exactamente en el punto donde comenzaba el bosque vecinal. Desde luego, los corzos se volvían cada día más audaces. Pronto se vería obligada a cerrar las puertas con llave para que no se metieran en la casa.
Fue hasta el lavavajillas para dejar allí su taza de café y luego fue a sentarse de nuevo frente al ordenador. Leyó una vez más los nombres que constaban en las hojas impresas de la Delegación de Hacienda. «Hellstrom, Johanna Rebecca.» Había alcanzado una edad de ocho años y tres meses. Una idea repentina le hizo teclear ese nombre y añadir «+Varberg» en el recuadro del buscador Google. Un resultado.
Noticias del diario Aftonbladet [10]: «Padre acusa a su ex mujer de la muerte de su hija».
Eva desvió la vista y la clavó en la ventana de enfrente.
Luego regresó a la pantalla e hizo clic para leer el artículo.
La fotografía de una estela mortuoria y, delante de ella, un hombre de espaldas. «A nuestra querida hija Rebecca Hellstrom (1993-2001).»
Y luego la rúbrica: «Ella miente». El padre de la ahogada Rebecca Hellström está lleno de dolor y amargura. «Sé que el accidente podría haberse evitado.»
VARBERG. En la sala del tribunal de primera instancia de Varberg no queda ni un asiento libre. Varios de los asistentes conocen a la mujer de veintisiete años que ocupa el banquillo de los acusados inculpada de haber provocado la muerte de su hijastra de ocho años ocurrida hace siete meses. La inculpada reflexiona largamente antes de responder a las preguntas del fiscal en jefe Torsten Vikner, y en varias ocasiones es necesario rogarle que repita sus inaudibles respuestas. Durante todo el juicio mantiene la cabeza gacha y evita mirar al hombre que está sentado junto al fiscal, quien hasta hace cinco meses era su esposo y que ahora la acusa de haber causado la muerte de su amada hija Rebecca. Al lado de éste se encuentra la madre de la niña y, en varias ocasiones durante esta jornada, ambos padres se han tomado las manos buscando consuelo mutuamente.
El accidente ocurrió en julio. La inculpada y Rebecca, que vivía con su madre y con su padre alternativamente, habían ido a bañarse a la playa más pequeña del complejo marítimo de Apelviken. Cuando la niña, de ocho años, que según sus padres podía cubrir a nado entre cinco y quince metros, pidió bañarse, la mujer se quedó en la playa. Según la inculpada, ella, como era su costumbre, le había dado instrucciones «de que el agua la cubriera sólo hasta la barriga» y dado que habían estado en esa playa varias veces anteriormente, la niña conocía las reglas. La inculpada no se cansa de asegurar que vigilaba a la niña ininterrumpidamente, algo que su ex marido niega.
«Miente. La llamé al móvil varias veces y comunicaba todo el rato. Además, hay testigos que dicen que en una ocasión se fue hasta el coche a buscar algo.»
El fiscal lee en voz alta un extracto, facilitado por la compañía telefónica a la cual está abonada la inculpada, de las llamadas que la inculpada mantuvo desde su móvil, el cual demuestra que la afirmación del ex marido es correcta. Julia Bäckström, abogada de la inculpada, sostiene que su cliente podía haber vigilado a la niña al mismo tiempo que hablaba por el móvil y que la inusual intensidad de las corrientes submarinas de ese día era imposible de prever. Además, el automóvil se encontraba estacionado de modo que incluso desde allí podía ver a la niña. La inculpada describe cómo la niña desapareció súbitamente bajo el agua y cómo ella misma corrió y nadó en lo que ella sintió como una fuerte corriente. Todos los intentos de reanimación fueron en vano.
«Fue un puro accidente», asegura la inculpada en voz baja.
Tampoco el fiscal en jefe, Torsten Vikner, cree que la mujer de veintisiete años tuviera la intención de poner a la niña en peligro. No obstante, el delito de homicidio no implica premeditación.
«La niña murió a causa de la negligencia de la inculpada -sostiene el fiscal, insistiendo recurrentemente en las llamadas telefónicas de la mujer-. Mientras la niña se metió en el agua alejándose mucho de la orilla, la mujer se quedó en la playa charlando por teléfono.»
Las acusaciones contra la mujer, de veintisiete años, han dividido a la comunidad de Varberg en dos bandos. Uno, compuesto por padres y colegas del sector de la educación infantil al cual pertenece la inculpada, ha confirmado el sentido del deber de la misma y su buena mano con los niños, mientras que el otro bando ha organizado una campaña de difamación que podría describirse llanamente como un acoso. En especial, la propagación de rumores acerca de las llamadas telefónicas de la mujer ha sido muy dolorosa, según la abogada.
La sentencia se dictará el jueves.
Levantó la vista y miró por la ventana que tenía delante. Se quedó así, sentada, intentando identificar el sentimiento que la embargaba. Había encontrado lo que buscaba, no, había encontrado mucho más que eso. Pero en lugar de alegrarse, por un momento fue capaz de dar un paso atrás y salir de toda la oscuridad interior en que estaba sumida y contemplarse a sí misma ante el ordenador. Como si un vestigio de la Eva del pasado exigiera, desde lo más profundo, que le prestasen oídos e intentara advertirla.
«Recapacita a fondo.»
Miró a la pantalla otra vez.
Quien siembra vientos, recoge tempestades.
Se levantó y fue a la cocina. Abrió el frigorífico pero lo volvió a cerrar sin recordar qué había ido a buscar.
Entonces cogió el inalámbrico que estaba sobre la encimera y llamó a Información.
– Quisiera el número de teléfono del juzgado de Varberg. Pase la llamada, por favor.
Un tecleo y el tono de las señales que iban llegando.
– Juzgado de Primera Instancia de Varberg, Marie-Louise Johanesson.
– Hola, me llamo Eva. Me gustaría saber cuál fue la sentencia en uno de sus juicios llevado a cabo en el mes de noviembre del 2001.
– ¿Cuál es el número de acta?
– No lo sé.
– Tengo que saberlo para buscar la sentencia.
– ¿Y cómo puedo averiguarlo?
– ¿De qué tipo de causa se trata?
– Ahogo por accidente. Una niña de ocho años se ahogó y la persona inculpada estaba casada con su padre.
– Ah, eso. La absolvieron, esa sentencia la puedo encontrar sin el número.
– No, no hace falta. ¿Así que la absolvieron?
– Sí.
– Gracias.
Dejó el teléfono y, una vez más, abrió el frigorífico sin saber por qué. Lo cerró de nuevo y se encontró con la mirada de Axel en la fotografía que estaba sujeta en la puerta con uno de sus imanes de plastilina casera hecha con harina, agua y caramelo. Recordó que él le había contado que representaba un dinosaurio y, en cierto modo, debía de serlo. Unos ojos azules e inocentes que creían en todo lo que veían.
Convencidos de que todas las personas eran buenas y seguros de que lo que decían era verdad. Como su querida maestra de párvulos, por ejemplo. En la cual él confiaba ciegamente y que, durante el día, se ocupaba de su bienestar pero que, en realidad, estaba destrozando su mundo.
La probabilidad de que Henrik, en aquel mismo instante, estuviese planeando convertir a aquella mujer en su nueva madre a tiempo parcial terminó abruptamente con el examen de conciencia al cual súbitamente se había visto tentada a someterse. Ni hablar. No bastaba con que Henrik, sin comerlo ni beberlo ella, fuera a quitarle la mitad de la infancia de Axel: además se vería obligada a aceptar que su hijo viviera cada dos semanas bajo el mismo techo que esa mujer. ¡Jamás! Si Henrik pensaba vivir con ella, por Dios que ella se encargaría de obtener la custodia exclusiva del niño.
¿Acaso había alguna madre o padre que se sentiría dispuesto a dejar en manos de una persona así la responsabilidad de su hijo? ¿Les parecería apropiado a los otros padres del parvulario tener una maestra que había sido acusada de causar la muerte de una niña de ocho años porque prefirió hablar por teléfono?
Advirtió que la idea era interesante y que sería fácil averiguarlo.
Con los ojos clavados en los de Axel, tomó una resolución. Eligió su camino.
Bastó con escribir el nombre de Linda, como explicación adicional, en la cabecera del artículo que había impreso. A continuación lo metió en un sobre anónimo, buscó la dirección en la lista de familias del parvulario y lo dirigió a la ya de sobras sulfurada madre de Simon.