Capítulo 12

Su primer instinto había sido entrar como una tromba y arrinconarle con todo lo que sabía. Restregarle la verdad por la cara y mandarle al infierno. Pero al instante comprendió que eso era justamente lo que él quería.

Que lo mandara al infierno.

De repente cayó en la cuenta de qué era lo que él intentaba conseguir. Mientras miraba su mancillado hogar desde el bosquecillo comunitario, quedó como fulminada por un rayo al comprender su plan. De repente, estúpidamente obvio.

Aquel cobarde cabrón pretendía una vez más pasarle el bulto a ella.

Una vez más aprovecharse de su energía y determinación.

En lugar de asumir las consecuencias de sus actos y de tomar una decisión por su propia cuenta y riesgo, pretendía provocar que ella le dejara a él. Él se libraba de la culpa y durante el resto de sus días podría escudarse tras el hecho de que la decisión no había sido suya, de que ella era la que había querido divorciarse, la que quería abandonar el hogar.

No se lo iba a poner tan fácil. De veras que no.

Su desprecio no tenía límite.

Hasta su propia infidelidad era incapaz de manejar sin su ayuda.

Su resolución la llenó de una calma liberadora. Volvía a tener el control. Por fin sabía lo que tenía que hacer.

Sólo quería confirmar una cosa para poder aguantar.

Una sola.

Se fue sin decir una palabra. Henrik y Axel jugaban una partida en el ordenador y habían cerrado la puerta del estudio, a su debido tiempo ya la echaría en falta. Estaba encantada de no tener que verle. Todavía dudaba de si sería capaz de ocultar su odio, pero disponía de toda la noche para fortalecerse lo suficiente. A la mañana siguiente él recuperaría a su fiel esposa, pero primero ella necesitaba que alguien le confirmara su valía.

Paseó la mirada por la plaza de Järntorget. Se había detenido un momento rumbo al centro para tomarse una bien merecida copa. Hacía siglos que no salía, y menos sola; que recordara, no lo había hecho nunca antes. Siempre a casa corriendo llena de remordimientos. En el despacho porque no estaba en casa y en casa porque no tenía tiempo de trabajar lo suficiente.

Se tomó el último trago del vaso y se dio la vuelta. No cabía duda de que aquel lugar no era el adecuado para llevar a cabo sus planes. Parejas cenando y grupos de amigos que se las arreglaban muy bien solos. No, una sidra más y a otro sitio.

Se aproximó a la barra. Oyó que la puerta se abría tras ella. El camarero estaba de espaldas llenando un cuenco con cacahuetes. Ella giró la cabeza y miró al hombre que acababa de entrar. En aquellos momentos lo tenía en la diagonal, frente a ella, en el extremo más corto de la barra.

Demasiado joven.

El camarero se le acercó.

– Una sidra de pera, por favor.

El camarero se agachó y volvió a aparecer con una botella en la mano. Con la otra bajó un vaso del escurreplatos situado encima de sus cabezas.

– Cuarenta y ocho coronas, por favor.

Ya había cogido el monedero en el fondo del bolso. Y de pronto, la inesperada pregunta.

– ¿Dejas que te invite?

Al principio no comprendió que iba dirigida a ella. Miró sorprendida al hombre que tenía delante, junto a la barra. Veintiséis, veintisiete años, cazadora gris, pelo rubio peinado hacia atrás, bastante guapo.

¿Por qué no?

– Claro.

Por un segundo pensó que tal vez fuera una broma, porque se quedó plantado sonriéndole nada más. Luego, por fin, él sacó la cartera del bolsillo interior de la cazadora y dijo:

– Te lo agradezco. Yo tomaré lo mismo.

El chico puso un billete de cien coronas sobre la barra y el camarero bajó otro vaso. Ella sonrió para sus adentros. Al menos era diez años más joven que ella, así que por lo visto, no había perdido todo su poder de seducción.

Se preguntó qué hacían ellos en casa. Si Axel se habría dormido ya. Apartó la idea e intentó sonreír.

– Debería ser yo quien diera las gracias ¿no?

Él alzó su vaso hacia ella.

– De verdad que no, soy yo el agradecido. Salud.

– Salud.

– Y bienvenida.

Había algo extraño en sus ojos. Su mirada era tan penetrante que casi llegaba a cohibirla. Como si pudiera atravesarla con la vista, leer en su mente, el contenido de la cual, por descontado, no pensaba compartir con nadie. Por un momento se arrepintió de haber permitido que la invitase. Ahora tendría que quedarse aquí y eran otros sus planes para esa velada. Cuanto menos tardara en terminarse la sidra mejor. Tomó dos tragos largos.

– Me llamo Jonas.

Bebió un poco más. El odio acaparaba todos sus pensamientos. No podía estar aquí charlando de tonterías como si todo fuese normal.

– Mira por dónde.

Faltaba poco para que se le terminara la bebida.

– No suelo ir por ahí pagando sidras a chicas que no conozco, si eso es lo que piensas. Sólo quería invitarte a ti.

– ¿Ah sí? ¿Y por qué a mí precisamente?

Él permaneció en silencio, observándola.

– ¿Cómo te llamas?

El chico le dedicó de nuevo aquella sonrisa. Esa sonrisa la desarmaba completamente. Esos ojos la atravesaban, como si quisieran desvelar su secreto. Sin embargo, su odio era suyo, no permitiría que él lo viera, nadie lo vería. Si alguien veía su deshonroso odio, podría flaquear. Tenía que aprender a comportarse como era habitual en ella, de lo contrario nunca podría llevar a cabo su plan. Tomó un trago más.

Dios mío, seguro que le llevaba más de diez años. Un corderito. Ni que pintado para ir practicando. Aunque por un momento le había hecho olvidar que quien tenía el control era ella. El evidente interés que él había mostrado por su persona la había hecho dudar cuando, en realidad, era justamente eso lo que se había propuesto conseguir aquella noche. Tenía al chico a sus pies ofreciéndole todo lo que había venido a buscar. De pronto lo observó con ojos nuevos. Él la deseaba a pesar de ser, como mínimo, diez años más joven que ella. ¿Cabía mejor prueba posible?

Ella le dedicó otra sonrisa.

– Me llamo Linda.

Ella misma se asombró de su mentira. Y de lo fácil que había sido decirla. En realidad no era ni siquiera una mentira. Porque no era Eva la capaz quien se hallaba apoyada en aquella barra, era otra. Alguien que había aparcado sus creencias y que, sin el menor remordimiento, estaba decidida a conseguir sus objetivos y tomar lo que quisiera aunque lo que quisiera perteneciera a otra persona.

Era una Linda.

– Hola Linda. ¿Te apetece otra sidra?

Para su sorpresa, comprobó que su vaso estaba vacío. Al instante se percató de su embriaguez. De pronto todo le pareció muy difuso, lo único de peso era el instante actual. Un instante de reposo en el que nada importaba demasiado. Nada que ganar, nada que perder. La noche era suya.

– Claro. ¿Por qué no?

Él se mostró alegre y llamó al camarero.

– ¿Nos pones otra?

A ella le sirvieron otra sidra y luego se sentaron cada uno en un taburete, él con las rodillas hacia ella y ella con los brazos apoyados en la barra. El camarero cambió la cinta y dio algunos pasos de baile cuando por los altavoces comenzó a sonar la introducción de un viejo éxito de Earth, Wind and Fire. No recordó cómo se titulaba la canción. Sólo que solían ponerla en todas las fiestas del colegio.

Guardaron silencio un rato. Ella no estaba segura de si iba a quedarse, pero por lo menos pensaba darle al chico una oportunidad. Qué más daba él que cualquier otro. Tomó un trago de sidra y echó una ojeada por el local. Más clientes. Un grupo de ingleses maduros atravesó la puerta. En el espejo, tras la barra, vislumbró el rostro del chico llamado Jonas de entre las botellas: todavía la observaba.

– ¿Permites que te diga un cumplido?

Ella giró la cabeza y sus ojos se cruzaron. La intensa mirada de él la incitaba a quedarse y disfrutar de una admiración sin disimulos.

– Claro, adelante.

– Quizá suene tonto pero lo voy a decir de todos modos.

De pronto el chico pareció avergonzarse y durante un segundo apartó los ojos para después mirarla de frente otra vez.

– ¿Sabes que eres la única persona de este sitio que parece viva de verdad?

Ella se echó a reír y bebió otro trago.

– Toma ya. Eso sí que no lo había oído nunca antes.

Ahora se mostraba serio. Mirándola inmóvil y taciturno.

Ella hizo un gesto amplio con la mano en un intento de transformar en guasa su seriedad.

– Pues a mí me parece que están bastante vivos todos. Al menos se mueven.

Un asomo de irritación. Una arruga entre sus cejas oscuras.

– Búrlate si quieres pero yo lo digo en serio. Lo dije como un cumplido. Hay algo triste en tus ojos, pero se nota que tienes un corazón que sabe lo que es amar de verdad.

Sus palabras abrieron una brecha en la bendita calma.

Un corazón que sabe lo que es amar de verdad. ¡Ja!

Su corazón era negro como un sótano sin ventanas. Ningún amor sería capaz de sobrevivir allí dentro en el futuro. Pero en aquellos momentos ella se hallaba en un bar del barrio viejo y sólo contaban ella y este Jonas que hablaba como un poeta barato y tenía diez años menos que ella pero que la miraba con un deseo que no recordaba haber experimentado nunca antes. Súbitamente sintió ganas de que la tocara, de perder el control y dar rienda suelta al deseo que veía en sus ojos. De demostrar que era irresistible. Digna de ser amada.

Su embriaguez le dio la audacia necesaria.

Se volvió hacia él y antes de colocar su mano encima de la de él sobre la barra, buscó sus ojos.

– ¿Está muy lejos tu casa?

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