Capítulo 27

Un año.

Sólo pensarlo era como un puñetazo en el diafragma. Cada vez que se lo repetía a sí mismo, las implicaciones de ese dato se hacían más hondas. Durante sus vacaciones en coche por Italia el año pasado. Durante todas las cenas a las que fueron con sus amigos. Cuando él la acompañó a Londres en aquel viaje de negocios y se acostaron juntos. Tanto antes como después de todo eso, aquel cabrón había estado de por medio, haciéndole jugar el papel del cornudo gilipollas que no es suficiente para su mujer. El papel del mediocre al que podía suplir el primero que pasaba.

Se hallaba sentado en el sofá empotrado y miraba por el ojo de buey del camarote de lujo. El embarcadero de la ensenada de Nyckelviken pasó de largo, y sobre el horizonte Nicke y Nocke se elevaban como dos signos de admiración sobre el espacio que representaba su hogar.

La bolsa de viaje estaba en el suelo sin abrir. Del cuarto de baño le llegaban los sonidos de lo que ella hacía, el sonido de su mano al introducirse en el neceser de vez en cuando para buscar lo que necesitaba.

Un año.

«Amo a tu mujer, ella me ama a mí.»

La puerta del cuarto de baño se abrió y ella se quedó, expectante, en el umbral. Se dio cuenta de que llevaba puesta una bata de fina seda amarilla y que se había recogido el cabello de un modo que no había visto nunca antes.

Volvió al paisaje al otro lado del ojo de buey.

«Por él hemos intentado cortar varias veces pero no podemos vivir el uno sin el otro.»Por el rabillo del ojo vio que ella se dirigía a su maleta, abierta sobre la cama.

– ¿Ya has telefoneado pidiendo más toallas?

El tono era conciso e irritado.

Él giró la cabeza y la volvió a mirar.

– No.

No había sido una elección consciente. Claro que al entrar habían visto que necesitarían más toallas, pero la vieja costumbre le hizo esperar a que fuera suya la iniciativa. Que fuera ella quien telefoneara y lo solucionase.

Tal como solía ser.

Por primera vez se dio cuenta con indudable claridad de lo mucho que los años junto a Eva le habían marcado. De lo plácido que había sido esconderse bajo el ala de su eficiencia. Y en el acto comprendió el pánico que sentía al verse obligado a soltarse y dejar atrás sus viejos hábitos. ¿Quién sería él entonces, sin todo aquello?

– Pero ¿vas a hacerlo o no?

El tono hiriente de su voz le devolvió a la realidad.

– ¿El qué?

– Llamar a por más toallas. ¿O lo hago yo misma?

– No, ya lo haré yo si quieres.

Se apoyó en sus propios muslos para tomar impulso y ponerse de pie. Luego se dirigió al reducido escritorio y empezó a hojear uno de los folletos de la compañía naviera con apatía.

«Perfecta, en todos los sentidos. Bueno, tú ya me entiendes.»

Qué hijo de puta.

Volvió a dejar el folleto, sin estar ya muy seguro de lo que buscaba, y regresó al ojo de buey. Nicke y Nocke habían salido del panorama que el cristal fijo de la ventana otorgaba. Cerró los ojos en un intento de superar la urgente necesidad de salir al aire libre de la cubierta para comprobar si todavía se veían.

Cuando se dio la vuelta, ella había bajado la maleta al suelo y se encontraba sentada en la cama con la espalda contra la chapa de madera de la cabecera. Los pezones se le marcaban nítidamente bajo la fina bata de seda como evidencia de que se había quitado la ropa interior. Tenía el catálogo de productos libres de impuestos en la mano, pero saltaba a la vista que no lo estaba leyendo, que sólo lo utilizaba para reposar la mirada en él y subrayar así la decepción que su falta de entusiasmo y atención le producían.

Enseguida comprendió lo que se esperaba de él, y al mismo tiempo, el hecho de que eso era como si le pidieran la luna. El intenso deseo que unas horas atrás le había vuelto loco ahora se había evaporado, igual que se escapa el petróleo de un barril horadado: los restos del líquido todavía inflamable se encontraban formando un charco delante de las puertas automáticas de la terminal de la Viking Line.

¿Cómo demonios iba a arreglárselas para sobrevivir las veinticuatro horas encerrado con ella en alta mar? Por no hablar de la noche de hotel en el pintoresco valle de Nådendal que iba incluida en el precio de su crucero romántico. En cuanto abrieron la puerta del camarote ella, bromeando, ya le había mostrado dos paquetes nuevos de condones. Más claro, el agua.

Ella, tan convencida de que durante aquel viaje iban a tomar todas las decisiones importantes, hacer planes para el futuro, decidirse, finalmente.

Mientras él, por su parte, acababa de ser informado de que no sabía nada de nada. Ni siquiera sabía qué alternativas tenía para elegir.

Con un gesto brusco, ella apartó el catálogo de productos libres de impuestos y cruzó los brazos sobre el pecho en un gesto de rechazo.

– ¿Te encuentras mal?

El tono denotaba claramente que la pregunta no estaba formulada por consideración y afecto, sino como una acusación.

– Yo diría que no.

– ¿Diría?

Un nuevo mordisco, que no había perdido ni pizca de acidez.

– Entonces ¿qué pasa? Creía que íbamos a aprovechar para divertirnos un poco mientras estamos de viaje.

Se le desprendió un mechón de pelo, se lo colocó detrás de la oreja con gesto irritado y volvió a cruzar los brazos sobre el pecho. Sus movimientos desplazaron la seda y el canal de sus senos se hizo visible. Él constató que tampoco eso le sería de ayuda y, sin embargo, el no poder explicarle a ella lo que sentía le pareció insufrible. Con ella había compartido, hasta entonces, todos sus pensamientos. Ella había sido su refugio en medio del tedio. El broche de oro. La emoción y la aventura. Juntos habían recorrido las infinitas y secretas sendas de unas conversaciones que siempre les llevaban a nuevas e inexploradas carreteras secundarias. Ella siempre había conseguido que se sintiera bien, que sintiera que valía la pena. Y la risa, tan fácil de encontrar con ella, y su mano, que repentina e inesperadamente le tocaba donde menos lo esperaba, una mano que quería tocarle.

De una manera que Eva nunca quería.

Tantos instintos y apetitos antes extinguidos que ella había satisfecho cuando irrumpió en su vida. Como un hongo deshidratado, él absorbía toda la atención que ella le dedicaba.

¿Dónde y cuándo habían Eva y él empezado a olvidar? ¿Cuándo habían dejado de esforzarse, cuándo habían empezado a descuidar lo que compartían? Alguna vez Eva tuvo que ser todo aquello que ahora había creído encontrar en Linda. ¿O acaso no? ¿De verdad había sentido alguna vez lo mismo por ella? En ese caso, ¿cuándo rebasaron ese punto de inflexión que es el inicio del viaje de retorno? Tal vez no fuera tanto un retorno sino un viaje hacia la indiferencia mutua. Y en ese caso, ¿habían llegado ya al final? Pero entonces, ¿por qué le resultaba completamente inaceptable imaginarla con otro hombre? Sus propias actividades con Linda, ¿habían sido únicamente una vía de escape? Quizás habían sido una vía para escapar de la decepción que le causaba pensar que Eva quizá nunca le hubiese amado íntegra y verdaderamente, que nunca hubiese sentido horror ante la idea de perderle. Ella, simplemente, había continuado a su lado sólo por consideración y por un sentido del deber. La idea le resultaba insoportable. Desesperado, intentó invocar una ira tras la cual ponerse a salvo, pero lo único que halló fue el pánico de sentir que todo a su alrededor se desmoronaba y caía hecho pedazos. Miró a Linda y, de golpe, quiso que ella lo abrazara, que comprendiera el daño que esa traición le infligía, el miedo que lo atenazaba. Más que cualquier otra cosa, lo que necesitaba de ella ahora era su compasión.

Con un hondo suspiro volvió a hundirse en el sofá empotrado.

– Eva ha conocido a otro.

Los brazos de Linda, rígidamente cruzados hasta ahora sobre el pecho, cayeron sobre su regazo como si de repente hubiesen sido liberados de una dolorosa camisa de fuerza. La insatisfacción que expresaba su rostro se esfumó como por ensalmo.

– ¡Pero Henrik, si eso es perfecto, si lo resuelve todo!

Al principio no oía sus palabras, bueno, oírlas sí, pero que le matasen si tenía la más mínima idea de lo que podían significar

El rostro de ella irradiaba una sincera alegría. Como si acabara de abrir un paquete en el cual hubiera encontrado todo cuanto siempre había deseado pero que nunca se hubiese creído capaz de recibir.

– Entonces no necesitamos escondernos más. Si ella ya tiene a otro, todo el mundo contento.

– Pero, por lo visto, llevan juntos todo un año.

Era evidente que a ella eso le parecía demasiado bueno para ser verdad. Resumió la situación en un par de frases, radiante de felicidad:

– Eso es fantástico. Y tú que te has sentido tan culpable por Axel y por ser el responsable de desmembrar a la familia. ¿No comprendes lo que eso significa? Pues que es ella y no tú quien os ha llevado al divorcio. Ella te era infiel antes de que nosotros nos conociéramos.

Y lo remató con un himno a la vida:

– ¡Por fin eres libre!

Y él comprendió que ella nunca lo entendería.

Y que él nunca podría explicárselo.

Otro hombre había robado su puesto. Un hombre a quien Eva prefería a él, a quien ella consideraba más atractivo, más interesante, más inteligente, más digno.

Mejor.

Un hombre que, durante todo un año, había ido por ahí consciente de ser superior a él, que había oído muchas cosas de él y todas en su contra, pobre Henrik que no estaba a la altura, que ya no tenía nada que ofrecer. El otro había sido más listo que él. Aquel cobarde cabrón se había mantenido agazapado entre las bambalinas de su existencia sin atreverse a dar la cara, pero había sido dueño de una visión y de un control absoluto de su vida Había movido los hilos mientras él corría como un idiota de un lado para otro, siendo el hazmerreír de todos.

Una súbita rabia lo obligó a ponerse en pie.

– ¡Es que no entiendes nada! Qué coño tiene que ver esto con los remordimientos. Ella me la ha estado pegando con un tío de veinticinco durante un año entero. ¡Un año entero follándose a un niñato de mierda sin decirme ni pío!

Ese inesperado arrebato la dejó muda de asombro y el silencio que se hizo entre ellos fue lo bastante largo para que él tuviera tiempo de arrepentirse de sus palabras. Lo último que deseaba era provocar un conflicto.

Eso era lo último que se atrevía a provocar.

Con gesto furioso, ella se cruzó la bata hasta el cuello.

– ¿Y tú qué? ¿A qué te has dedicado tú durante los últimos siete meses?

Sí. ¿Qué podía contestar? Para ser sinceros, ya no lo sabía.

– Pero claro, un poco diferente sí es. Yo por lo menos soy una niñata de mierda de veintinueve.

Él volvió a hundirse en el sofá.

– Para ya.

– ¿Pues qué quieres que diga?

Él no tenía ni idea. Por eso permanecía callado, dejaba que el ruido sordo y persistente de los motores de la sala de máquinas de la nave se fundiera con su desconcierto.

– ¿A lo mejor quieres que te consuele de algún modo?

«Yo amo a tu mujer y ella me ama a mí.»

– Discúlpame, pero la verdad es que no me apetece en absoluto. Y para ser sincero, no acabo de entender qué motivos hay para eso, al menos si no es que me has estado mintiendo todo el rato.

Ella bajó de la cama y se puso un jersey que sacó de la maleta. Sus movimientos eran rápidos y afectados, como si quisiera marcharse de allí con la misma precipitación que él. Mientras iba al cuarto de baño, él la vio pasarse la mano por la mejilla izquierda. Tan llena de convicción y de esperanzas como había venido. Y él, que había anhelado y prometido tantas cosas. Le invadió una oleada de ternura. Lo último que quería era hacerle daño. Más que nadie en el mundo, ella se merecía un poco de felicidad después de todo por lo que había pasado, pero, para su propia sorpresa, él acababa de descubrir que no estaba preparado para asumir ni sus propios sueños ni los de ella.

Ella se quedó en el quicio de la puerta del baño, sin mirarle.

– Tomaré el barco de vuelta que sale de Turku esta noche.

Luego entró y cerró la puerta sin olvidarse de echar escrupulosamente el pestillo.

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