Capítulo 8

Nunca en su vida se había sentido tan sola.

Él había pasado la noche en el sofá. Se trajo su almohada y su nórdico y, sin decir ni una palabra, la dejó sola con todas las preguntas que ella no se había sentido capaz de hacerle. Las últimas palabras que él le dijo en la cocina la habían dejado muda.

La ansiedad como un nudo en el estómago.

¿Por qué estaba tan furioso? ¿De dónde provenía su ira? ¿Qué había hecho ella para merecer aquel trato?

Perdida en la ancha cama de matrimonio se arrepintió de haber dejado que Axel durmiera en casa de sus padres. Daría cualquier cosa para tenerle junto a ella ahora, escuchar su respiración, alargar la mano y sentir el calor de su espalda a través del pijama.

Hacia las cuatro de la madrugada no había podido soportarlo más. Con la cara hinchada y enrojecida y los ojos escocidos se puso la bata y fue a la sala de estar. Todavía estaba oscuro, pero a la débil luz de la luna distinguió su silueta tumbada de espaldas con los brazos bajo la nuca. Las rodillas ligeramente dobladas, el sofá demasiado corto para permitirle que estirara las piernas. Se preguntó por qué no se había acostado en la cama de Axel. Aunque fuera de tamaño infantil seguro que habría sido más cómoda que el sofá.

Se sentó en el sillón, ocupando sólo el borde del asiento.

– ¿Duermes?

Él no contestó.

Ella se ciñó la bata tiritando de frío. Las ventanas cuadriculadas de la sala necesitaban un enmasillado nuevo. Los radiadores no conseguían mantener la temperatura porque la mayor parte del calor se esfumaba por las rendijas sin aislar. Una labor que le tomaría mucho tiempo, ocho cristales por ventana. Tal vez pudieran encargárselo a alguien para no tener que sacrificar sus bien merecidas vacaciones. Aunque tal vez ya no tuviera ninguna importancia.

Tragó saliva.

– ¿Henrik?

Ni un sonido.

– Por favor, Henrik, ¿no podemos hablar un poco? ¿No puedes explicarme lo que está pasando?

Ni un gesto.

– Por lo menos, explícame por qué estás tan enfadado, ¿no? ¿Qué es lo que he hecho?

Él se giró de costado y se arrebujó con el nórdico. Tenía que haberse oído en su voz que ella se sentía triste, que estaba triste, pero comprendió que, aunque la hubiese oído, no respondería. Parecía tener la intención de matarla a ella y a sus preguntas callando, como si nunca hubiesen sido pronunciadas. Echó la cabeza atrás y cerró los ojos, intentó ahogar el desesperado sonido que le atravesaba la garganta y exigía salir. Como un animal acosado cuyos instintos le preparaban para el combate pero que no sabía de qué defenderse ni contra qué luchar. Estuvo así sentada un buen rato, incapaz de moverse, hasta que finalmente consiguió convencer a sus piernas de que la llevaran de vuelta a la cama de matrimonio.

Acaba de acostarse cuando oyó que él entraba en el cuarto de baño.

La dejaba sola.

Tocaron las cinco antes de que se durmiera. Hacia las siete la despertó el portazo de la puerta principal. Supuso que Henrik iba a buscar a Axel para llevarlo al parvulario.

Permaneció acostada con la mirada fija en el segundero de su reloj de pulsera, sin fuerzas para moverse. Paso a paso la manecilla la iba alejando de la cordura. ¿Qué solución había?

La intempestiva llamada del teléfono le hizo tomar aire. La única razón por la que contestó fue que podría ser él.

– Diga.

– Hola, soy yo.

– Ah, mamá.

Volvió a tumbarse.

– ¿Qué tal lo pasasteis ayer?

– Bien, gracias. ¿Y con Axel qué tal?

– También bien, pero se ha despertado hacia las dos y media muy triste e insistiendo en que quería llamaros y, aunque intentamos explicarle que era demasiado tarde para telefonear, no atendía a razones, así que llamamos a vuestros móviles pero estaban desconectados y el fijo comunicaba todo el tiempo. ¿Pasasteis una velada agradable?

¿Comunicaba todo el tiempo?

– Sí. Fue agradable.

¿A quién había llamado tan tarde? Ella no había oído ninguna señal. Y en caso de estar conectado a la red las llamadas se habrían oído igualmente.

– Papá y yo nos preguntábamos si querríais venir a cenar un asado el domingo. Tengo carne de alce en el congelador que querría aprovechar. No pensé en preguntárselo a Henrik cuando ha venido a buscar a Axel, pero como normalmente sueles ser tú quien lleva la agenda… Por cierto, Henrik ha adelgazado mucho. Debe de haber perdido un par de kilos, ¿no?

Se volvió a incorporar. De repente se le hacía difícil respirar.

– ¡Oye!

– Sí.

– ¿Estás ahí?

– Sí.

– ¿Qué me dices de venir a cenar el domingo?

¿El domingo? ¿Una cena?

– No creo que podamos. Escucha, voy a llegar tarde, estaba saliendo por la puerta cuando has llamado, hablamos otro día.

Pulsó la horquilla con el índice y se quedó sentada con el auricular mudo junto a la oreja. ¿Cómo había estado tan ciega? Qué inocente era. Como si de un rompecabezas magnético se tratara, todas las piezas encontraron rápidamente su sitio. Reuniones hasta tarde. Un repentino crucero de negocios a la isla de Åland cuya supuesta conferencia organizaban unos clientes desconocidos. Conversaciones telefónicas abortadas de golpe tan pronto ella entraba en casa. Se levantó, se echó la bata encima y fue al estudio. Tenía que haber algo. Una nota, una carta, un número de teléfono.

Empezó por el escritorio. Registró metódicamente ambas cajoneras, cajón a cajón, su cerebro debatiéndose entre la determinación y el terror ante la idea de ver confirmado algo que en realidad ya sabía.

Nunca en su vida imaginó que se encontraría en una situación semejante. Nunca.

No encontró nada. Sólo pruebas reconfortantes de la validez de su familia. Seguros de vida, un pasaporte, saldos bancarios, la cartilla de vacunación de Axel, la llave de la caja fuerte del banco. Continuó por la estantería. ¿Dónde? ¿Dónde escondería él algo que ella no debía encontrar bajo ninguna circunstancia? ¿Había un solo sitio en la casa donde ella nunca mirara? ¿Donde él supiera que su secreto estaba a buen recaudo?

De pronto oyó que se abría la puerta principal.

Atrapada como un vulgar ladrón, se apresuró a salir del cuarto y a meterse en el dormitorio. Tenía que pensar. Tenía que saber la verdad. ¿Quién era ella? ¿Quién era esa otra mujer que estaba a punto de quitarle a su marido? De destruir su vida. Las pulsaciones de aquel peligro reverberaban por todo su cuerpo.

En el mismo momento en que oyó los pasos de él subiendo por la escalera abrió la puerta del dormitorio y salió.

Se quedaron de pie, cara a cara, a dos metros el uno del otro.

A años luz de distancia.

Más que nada, él pareció sorprendido de verla.

– ¿No has ido al trabajo?

Luego continuó hasta ocupar su lugar habitual en la mesa de la cocina, el familiar sonido de la pata de la silla rascando el suelo de madera. Entonces, al estirarse él y coger el periódico, ella perdió el dominio de sí misma. Sin dudarlo, se fue directamente hacia él, le arrancó el periódico de las manos y lo tiró al suelo. Él la miraba de hito en hito.

– ¿Te has vuelto loca?

Una mirada que seguía siendo fría. Su indiferencia eficaz como una valla antidisturbios. Ella ya no era bien recibida. Armado con su secreto él se había hecho fuerte, estaba a salvo de sus ataques. Mientras que ella se hallaba desprotegida y desnuda, sin ninguna arma eficaz con que combatir.

La ira la ahogaba. Ansias de pegar, herir, destrozar Causar daño a su vez. Restablecer el equilibrio. Odiaba la debilidad que él provocaba en ella.

– Quiero que me respondas a una sola pregunta. ¿Cuándo empezó?

Vio que él tragaba saliva.

– ¿El qué?

Debía presentir el peligro porque ya no se atrevía a enfrentarse a su mirada. Eso la tranquilizó, casi la hizo sonreír Lentamente iba ganando ventaja. Era ella quien tenía el derecho de su parte. Él quien había mentido y engañado y quien iba a tener que responder de su traición. Tener que avergonzarse.

Se sentó en la silla, frente a la de él.

– Bien, quizá tengas otras, pero la que yo tenía en mente es la que hablaba contigo esta noche por teléfono.

Él se puso en pie. Fue al fregadero y bebió agua directamente del grifo. Ella se contuvo para no dar rienda suelta a todo lo que se agolpaba en su garganta. La mayor tortura sería permanecer callada, el peor daño se lo infligía obligándole a hablar.

Él se enderezó y se dio la vuelta hacia ella.

– Simplemente es una amistad.

– Vaya. ¿Alguien que yo conozca?

– No.

Concreto y conciso. La mirada franca de él la hizo vacilar inesperadamente. Por primera vez en mucho tiempo su mirada era firme y no errática. ¿De dónde sacaba la fortaleza, si no del hecho de que le estaba acusando injustamente?

– ¿Cómo se llama esa amistad, entonces? ¿Y dónde la conociste? Porque me imagino que es una amiga.

– ¿Tiene alguna importancia?

– Sí. Si mi marido tiene una amiga a la que puede llamar en mitad de la noche para charlar un rato mientras yo estoy en la habitación de al lado, entonces quiero conocer a esa amiga tan íntima.

Vio que él dudaba. Que ganaba tiempo colocando una taza de café sucia en el lavavajillas. Luego vino a sentarse a la mesa otra vez. Marido y mujer, uno a cada lado de su querida mesa. Súbitamente, la calma.

Había llegado el momento de hablar. En el centro de aquel huracán un ojo de objetividad que les permitiría acercarse, como si se tratara de otra pareja de la que fueran a hablar. Por fin, todas las preguntas iban a obtener respuesta, todas las mentiras a ser confesadas. La realidad desvelada se presentaría ante ellos cruda y sin tapujos. Como por un tácito acuerdo, lo que ocurriera a continuación no era relevante en aquellos momentos.

Con tal de que la verdad fuese pronunciada por fin.

– Se llama Maria.

Maria.

– ¿Y dónde la conociste?

– Es diseñadora gráfica de la agencia publicitaria Widman.

– ¿Cuánto hace que la conoces?

Él se encogió de hombros.

– Medio año tal vez.

– ¿Por qué no me has hablado de ella?

Ninguna respuesta.

– ¿Por qué la llamaste esta noche?

– ¿Cómo sabes que lo hice?

– ¿Importa? Lo hiciste, ¿no?

– Sí. La llamé esta noche. Ella…

Se interrumpió y cambió de postura. Era evidente que lo que más deseaba en el mundo era levantarse y marcharse.

– No sé. Es una buena interlocutora.

– ¿Para hablar sobre qué?

– De cualquier cosa.

– ¿Sobre nosotros?

– A veces.

La náusea de nuevo.

– ¿Y qué le cuentas?

– Pues le habré dicho la verdad…

– Vaya, ¿y cuál es la verdad?

Su modo de tomar aire revelaba su disgusto.

– Le he dicho que nosotros, que yo, ¡qué coño!, es una buena interlocutora y punto. Una chica divertida.

Una chica divertida.

Ya no nos divertimos juntos.

Maria.

Su marido había llamado a una tal María de la agencia Widman a la una y media de la madrugada. Él llamaba por teléfono a esa Maria mientras ella estaba en la cama sola con su conjunto de blonda recién comprado y la cabeza llena de preguntas.

Qué asco.

¿Qué le habría contado? ¿Le habría contado que ella había querido invitarle a champán y a un viaje? Sólo de pensarlo le venían arcadas. En algún lugar había una mujer que sabía más cosas de su matrimonio que ella misma, que disponía de información acerca de su vida a la cual ella misma no tenía acceso. La habían traicionado, expuesto. Estaba en desventaja en relación a una mujer que ni siquiera había visto.

La realidad estaba a punto de irrumpir nuevamente. El ojo del huracán disuelto.

– ¿Y cómo crees tú que me siento yo cuando tú te dedicas a exponerle a ella cosas sobre mí y nuestra relación?

Él miró la puerta del estudio, pero ella no tenía intención de dejarle escapar.

– ¿No comprendes cómo me siento? Si piensas que tenemos problemas, deberías hablar conmigo y no con ella.

Un breve silencio. Y aquella indiferencia en sus ojos otra vez.

– Tengo derecho a hablar con quien quiera, eso no es de tu incumbencia.

Al otro lado de la mesa había un extraño.

Tal vez siempre lo hubiese sido. Tal vez nunca le había conocido a fondo. Había vivido a su lado durante quince años pero sin saber quién era en realidad. Lo que no entendía era su ira. ¿Por qué él no era capaz de comprender el daño que le estaba haciendo? Y si lo hacía, ¿por qué no le importaba? ¿Por qué continuaba pateándola si ya había caído?

Él se puso en pie y esta vez había algo nuevo en su mirada. Acaso fuera simplemente asco lo que veía.

– No ves con buenos ojos que me divierta, eso es todo.

– Vaya, con que ésas tenemos, ¿también os acostáis juntos?

Tenía que saberlo. Esta vez él soltó un resoplido desdeñoso.

– Pero ¿qué coño te crees? Sólo porque nos guste hablar y nos lo pasemos bien. Guárdate tus malditas fantasías para tus malditas estrategias comerciales.

Con un portazo se encerró en el estudio.

Hacía dos años que habían barnizado esa puerta juntos.

María de la agencia publicitaria Widman. Con ésa sí que se divertía.

Vio que el geranio de la ventana necesitaba agua y se levantó para buscar la regadora. Sobre todo, no debía olvidarse de ingresar el pago de las clases de natación de Axel.

Se quedó de pie con la regadora en la mano y la mirada perdida al otro lado del cristal. Había una furgoneta en la rampa del garaje de los vecinos y dos hombres descargaban todo un equipo de electrodomésticos perfectamente empaquetados. Surgimiento y decadencia. Qué diferente podía llegar a ser la realidad a sólo una decena de metros de distancia.

Tomó el bolso y bajó al recibidor.


* * *

– ¿Está María?

Telefoneaba desde el bosquecillo vecinal que lindaba con su jardín. Llamar desde su casa se le había antojado imposible. Sólo la idea de encontrarse entre sus cosas y al mismo tiempo oír la voz de esa mujer le resultaba inadmisible. Cada cosa que viera durante la conversación quedaría mancillada. Sin saber realmente por qué, tenía una gran necesidad de oír su voz. La voz de esa Maria de la agencia Widman que conocía cosas sobre ella que ni ella misma sabía. ¿Qué le habría dicho Henrik? ¿Qué le había contado? De algún modo debía restablecer el equilibrio. Conseguir ventaja.

– ¿Buscas a una Maria?

– Sí, Maria.

Si tenéis varias, elige a la más divertida, a esa a quien le gusta meterse donde no la llaman.

– En ese caso debe de haberse equivocado de número.

– ¿No estoy llamando a la agencia Widman?

– Sí, pero aquí no trabaja ninguna Maria.

Cortó y se quedó plantada. La adrenalina le corría por las venas pero sin encontrar salida. ¿Cómo que aquí no trabaja ninguna Maria?

Desconcertada, dio una vuelta a la casa y vio la furgoneta del vecino que salía de la rampa. Entró por la puerta principal y siguió recto hasta el cuarto de baño, dejó caer su ropa al suelo y la dejó ahí tirada.

¿Por qué le mentía? ¿Por qué le había dicho que había hablado con una Maria de la agencia publicitaria Widman si no existía? No podía ir a preguntárselo a él, por nada del mundo quería reconocer que había estado husmeando. No pensaba darle el gusto de verla rebajarse a algo así.


* * *

Los encontró detrás del gel de ducha que Axel le regaló por su cumpleaños. Lo que más le asombró fue la negligencia. ¿O tal vez los habían dejado allí a propósito, como una abierta declaración de guerra? ¿Acaso esa mujer tan divertida y tan buena interlocutora había querido marcar su territorio, demostrar el alcance de la ventaja que le llevaba?

Él mentía.

Ese cerdo le mentía y el desprecio que a ella le hacía sentir su cobardía despertó un nuevo instinto. Una sensación que nunca antes había experimentado.

No era bueno mentir. Especialmente a alguien que había puesto en ti toda su confianza, alguien que durante quince años había confiado en ti y había creído que eras su mejor amigo.

Si, además, esa mentira amenazaba el fundamento entero de la vida de la otra persona, resultaba imperdonable.

Y lo que sin duda alguna no se debía hacer, sin pensárselo dos veces, era olvidarse los pendientes detrás de una botella de gel de baño con olor a eucalipto en la ducha de esa persona.

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