Capítulo 28

En el parvulario no se notaron efectos de la reunión del domingo. Kerstin se había encargado de que todo fuera lo más normal posible y, muy agradecida, paró a Eva cuando ésta salía por la puerta para agradecerle una vez más su aportación a la reunión, por haber conseguido aplacar los ánimos evitando que se saliesen de madre. Y Eva le devolvió una sonrisa cohibida y le aseguró que sólo había hecho lo que le dictaba su conciencia.

Axel estaba sentado en el asiento posterior. Eva no les había comunicado a sus padres el porqué de su visita. Que no era sólo para tomar café. No había revelado que su verdadero motivo era que necesitaba pedirles dinero prestado. Mucho dinero. Y la idea de verse obligada a explicarles la situación, que Henrik estaba a punto de dejarla por otra mujer, la llenaba de profunda vergüenza.

– Mamá, mira lo que me han dado hoy

Ella echó una ojeada por el retrovisor y vislumbró algo colorado y castaño en la mano de Axel.

– Anda, qué bonito. ¿Quién te lo ha dado?

– No sé cómo se llama.

Cómo iba ella a confesarles a sus padres que Henrik ya no la quería, sin hacer añicos las ilusiones que ellos se hacían respecto a ella. Sabía que la noticia sería un insulto para ellos tanto como para ella misma. Tal vez más, incluso. Lo último que deseaba era decepcionarlos. Después de todo lo que ellos habían hecho por ella, de todo lo que habían conseguido darle.

Le habían dado lo que ella no sería capaz de darle a su hijo.

– ¿Que no sabes cómo se llama? ¿Es un niño de otra clase?

– No, es uno mayor. Tan mayor como tú.

Era extraño que el suplente de Linda les diera regalos a los niños.

– ¿Tenía clase hoy?

– No, estaba al otro lado de la valla que da al bosque y, cuando yo me estaba columpiando, me llamó y me dijo que me daría una cosa muy bonita.

El automóvil desaceleró sin que ella fuese consciente de que acababa de pisar el freno. Llevó el coche hacia el arcén, puso el freno de mano y se dio la vuelta de modo que pudiera verle la cara.

– ¡Déjame ver!

El niño le alargó un osito marrón de peluche que tenía un corazón rojo cosido en la barriga.

– ¿Qué más te dijo?

– Nada en especial. Dijo que me columpiaba muy bien y que él conocía un parque donde había muchísimos columpios y un tobogán larguísimo y que podríamos ir allí un día si yo quería y tú nos dejabas.

Le pareció que algo duro le ceñía el tórax. Intentó serenarse para no levantar la voz y asustarle.

– Axel, te tengo dicho que no hables con adultos que no conoces. Y de ningún modo puedes aceptar cosas que un desconocido quiera darte.

– Pero él sabía cómo me llamo. Entonces ya no cuenta, ¿no?

Se vio obligada a tragar saliva, a tomar aire.

– ¿Cuántos años tenía? ¿Era como papá o como el abuelo?

– Como papá quizá, pero no tan viejo.

– Entonces, ¿cuántos años tenía?

– ¿Setenta?

– ¿Alguna maestra vio que hablabas con él?

– No lo sé.

– ¿Cómo era?

– No lo sé. ¿Por qué estás tan enfadada?

Cómo iba a poder explicárselo. Que la mera idea de que le pasara algo la dejaba sin aire.

– No estoy enfadada. Lo que pasa es que me preocupo mucho por ti.

– Pero si era bueno. ¿Por qué no puedo hablar con él?

– ¿Lo reconociste? ¿Lo habías visto antes?

– No lo creo. Pero dijo que a lo mejor vendría otro día.

– Ahora escúchame bien, Axel. Si vuelve a venir, quiero que vayas a buscar a una maestra inmediatamente y que ella hable con él. ¿Me lo prometes? No quiero que hables solo con él nunca más.

Él guardaba silencio mientras toqueteaba el corazón de la barriga del osito.

– ¡Axel, prométemelo!

– ¡Sí!

Ella tomó una bocanada de aire y alargó el brazo para coger el móvil. Lejos estaba todo pensamiento ajeno a aquella situación. En un acto reflejo, quiso llamar a Henrik y explicarle lo que había pasado. Pero inmediatamente la realidad se impuso: que él estaba en una secreta luna de miel con la maestra de párvulos de su hijo, obviamente ocupado en actividades más urgentes que preocuparse por el bienestar del niño. A partir de ahora estaba sola, era cuestión de acostumbrarse. Devolvió el móvil donde estaba y decidió llamar a Kerstin por la noche, mientras Axel durmiera, y pedirle que vigilaran mejor en el futuro. Si es que de verdad se decidía a permitir que fuera al parvulario antes de que hubieran cogido al desconocido que sabía cómo se llamaba su hijo.


* * *

Ese problema se solucionó nada más explicarles lo acontecido a sus padres. Enseguida se ofrecieron a que Axel fuera a su casa cada día durante una temporada entre tanto. Hasta que estuviesen seguros de que el hombre no iba a volver.

Se hallaban sentados en la cocina, cada cual con su taza de café y un pedazo de bizcocho recién horneado, y todo podría haber continuado siendo igual que el reducto atemporal y seguro que había sido el hogar de su infancia. Pero ahora, ella, con el corazón palpitante, se sentía culpable y avergonzada de su propia imperfección.

Axel había tomado asiento frente al viejo piano sin afinar de la sala de estar y, desde la cocina, lo oían aporrearlo, obstinado en encontrar las notas de Frêre Jacques que ella tan encarecidamente había intentado enseñarle.

Ahora era el momento de decírselo, ahora que Axel no podía oír lo que le aguardaba. Que su papá iba a mudarse y no viviría más con ellos. Lo intentó una vez tras otra, pero ¿dónde estaban las palabras con las cuales reconocer su derrota? Decir que había sido repudiada. Cambiada por otra. Que no la deseaban. Que su marido ya no se contentaba con ella.

A medida que la melodía de Frêre Jacques se hacía más completa, el flujo de sus palabras iba menguando, consciente de que el tiempo se le acababa.

– ¿Va todo bien?

Miró a su madre a los ojos, y se dio cuenta de que ella había percibido que algo andaba mal.

– Va.

Se hizo un breve silencio durante el cual sus padres se miraron mutuamente con esa mirada de total compenetración que volvía superflua toda palabra, una mirada que ella, durante toda su vida, había deseado poder compartir con alguien.

– Bueno, no es que queramos entrometernos, pero si necesitas hablar de algo…

Su padre dejó morir la frase inacabada y de ese modo le pasó la pelota a ella. Ella sintió el temblor de sus manos y se preguntó si se le notaba. Nunca pensó que llegaría un día en que le costaría tanto pedirles ayuda. Contarles la verdad.

Tragó saliva.

– Puede que las cosas no vayan demasiado bien.

– No, eso ya lo hemos notado.

Pasó otro ángel. Pronto el hermano Jacques se habría despertado, y cada segundo era precioso.

Así que, haciendo acopio de todas sus fuerzas, pronunció las palabras.

– Henrik y yo vamos a divorciarnos.

Sus padres permanecieron tranquilamente sentados, sus rostros no revelaron la menor reacción. Por su parte, a ella le costaba quedarse sentada donde estaba. Por primera vez había dado voz a las palabras, dejando que la penetraran desde el exterior. Las había lanzado al universo como un hecho irreversible. Por primera vez, su significado se hizo real: ella pertenecía al grupo de los fracasados, de los que convertían a sus hijos en miembros de familias desestructuradas.

– Así que tan mal andan las cosas.

Su padre tenía una arruga de preocupación en la frente.

Sus palabras la desconcertaron. ¿Por qué no se sorprendían? ¿Qué habían visto ellos que ella no había podido ver?

Como siempre, su madre supo leer sus pensamientos, pero fue con tristeza en la voz que le dio la explicación.

– Bueno, lo mejor será que seamos sinceros. La cuestión es que nosotros, ya desde el principio, opinamos que tú y Henrik erais un poco demasiado, cómo expresarlo, un poco demasiado diferentes, tal vez. Pero tú estabas tan segura y ansiabas tanto ese matrimonio que qué podíamos decir, y ¿con qué derecho íbamos a entrometernos en la elección de la persona con la que querías casarte? Tú siempre has hecho lo que has querido.

La madre posó cariñosamente su mano sobre la de Eva y sonrió levemente.

– Hemos visto vuestra manera de funcionar con el temor de que a la larga llegarías a cansarte. Que él no pudiera responder a todas las expectativas que sabíamos que tú tenías puestas en él. Con esto no quiero decir que me alegre especialmente de que el tiempo nos haya dado la razón.

Eva retiró la mano temiendo que su madre percibiera su temblor. Aquello era el caos. Barrió la cocina con los ojos, dejando que su mirada se posara en la antigua bandeja de cristal de la pared que procedía del hogar de su bisabuela. Generaciones de laboriosas parejas que, a través de su esfuerzo, le habían brindado a ella una oportunidad y la habían traído hasta aquí. De tal palo tal astilla. Hasta que llegó ella y rompió la cadena genética de logros con su monumental fracaso. La gran perdedora que no era lo suficientemente buena para su marido y que marcaría a su hijo y al resto de la cadena introduciendo un nuevo referente de lo que era el amor y el matrimonio: algo engañoso, de lo que no te podías fiar. Por lo cual no valía la pena luchar. Ni creer siquiera.

Su padre dejó la taza sobre el platito con un familiar y acogedor tintineo.

– ¿Y Henrik cómo se lo toma? Tiene que estar pasándolo mal en estos momentos.

Ella miró a su madre, muda de asombro. Luego a su padre, todavía tan orgulloso de ver que su hija llevaba las riendas de su vida, que no se conformaba con nada menos que lo mejor, su hija que se merecía mucho más.

Y un telón de acero cayó sobre la verdad.

– Bueno, va tirando.

– ¿Qué habéis pensado hacer con la casa?

«Recapacita a fondo.»

Débil y sin fuerzas, la voz intentó hacerse oír por última vez desde la más profunda oscuridad: «Quien siembra vientos, recoge tempestades».

Entonces ella giró la cabeza y miró a su padre, y la voz de la Eva que una vez fue se rindió y enmudeció para siempre, condenada a nunca jamás poder volver a advertirla del peligro.

Mientras ella, en su interior, pedía conocer algún día a alguien que quisiera estar a su lado y amarla, alguien en quien poder apoyarse cuando a ella se le acabaran las ganas de luchar.

– Quiero comprarle a Henrik su mitad y conservar la casa. Necesito que me prestéis dinero.

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