PEQUEÑO DOCTOR VIENÉS

Salió del edificio. Seguía lloviendo. Escuchó en la radio que la riada había alcanzado la ciudad. Los accesos al Rómer, la plaza del ayuntamiento, estaban cortados y los bomberos trabajaban sin interrupción vaciando sótanos inundados. La zona en la que había aparecido el cadáver estaba ya bajo el agua. Lo que no hubieran recogido y puesto a salvo por la mañana nadaba a varios kilómetros de la ciudad. Dio un rodeo para evitar el colapso del tráfico alrededor de la Estación Central. El Instituto de Medicina Forense estaba situado al sur de la ciudad en una villa de estilo modernista en la avenida Kennedy, al otro lado del río.

El horario de atención al público había terminado hacía una hora. Ya habían desaparecido los que iban a hacer consultas privadas, sobre todo para hacer pruebas de paternidad, sida y hepatitis o aquellos enviados por compañías de seguros para la reconstrucción de accidentes, peritajes de heridas y lesiones o informes sobre errores médicos. Todos habían dejado sus pruebas o las habían recogido.

Entró en el edificio. Desde el exterior costaba imaginar que en esa villa se encontrara algo tan macabro como un instituto forense; en el interior la riqueza del entarimado de madera de la entrada mostraba que no había sido construida para albergarlo.

Saludó a la recepcionista. Ruth Weidenbrock ocupaba un mostrador de madera noble en la antesala. Llevaba tantos años como Winfried Pfisterer en el instituto y, como él, se jubilaba en cinco años.

– Si no me tomo la prejubilación y me marcho de esta casa de locos -amenazaba siempre.

Pero todo el mundo sabía que por nada del mundo dejaría que otra secretaria se ocupara de los asuntos del pequeño doctor vienés.-El doctor se encuentra oficialmente abajo en uno de los cuartos de autopsias, pero en realidad está arriba, en el segundo piso, en histología.

Subió por las amplias escaleras. Al oír sus pasos uno de los asistentes de laboratorio del departamento de toxicología en el primer piso, asomó por una de las puertas. Cornelia lo saludó al pasar y éste le devolvió una sonrisa de ofidio.

Pfisterer estaba controlando los resultados de uno de sus asistentes.

– Bien, ahora tenemos que protocolar que he revisado sus resultados y después, sólo después, puede usted enviarlos. El cadencioso y algo nasal acento vienés de Winfried Pfisterer mantenía su autenticidad a pesar de más de treinta años de trabajo en Alemania. Cuando se enfurecía, de su boca brotaba un fortísimo dialecto que lo delataba a oídos de cualquier compatriota como originario del distrito II de Viena, Leopoldstadt, pero que para sus colegas alemanes, sobre todo para los del norte del país, sonaba sólo como una lengua germánica vagamente familiar, comprensible sólo con subtítulos. Reiner Fischer sabía imitar a la perfección el acento del forense, lo que le había conferido cierta popularidad; no había reunión de policías en la que no acabaran pidiéndole que hablara como el doctor vienés. Si éste sabía de sus exitosas imitaciones, lo ignoraba, pero Fischer prefería que no fuera así. Aunque el acento le sonara muy gracioso, sentía un profundo respeto por él.

– Veo que seguís con la huelga de celo.

– El tiempo que haga falta. Ya llevamos un retraso de más de una semana en la entrega de resultados. La cosa empieza a ser delicada para ciertas instituciones. Pero nosotros nos ceñimos estrictamente a las normativas y los protocolos prescritos. Dudo que nadie se atreva a lanzar la más mínima acusación de negligencia.

– Os pueden achacar que sois muy lentos.

– Quizá, pero siempre podremos argumentar en contra. Y mientras tanto, que esperen.

– Entonces, ¿cuánto tendré que esperar para los resultados de la autopsia de Marcelino Soto?

– ¡Por favor! Conmigo tú nunca tendrás que esperar, mi niña.

Pfisterer era la única persona a quien Cornelia toleraba estos apelativos. Quizá se debiera a su perfil de pájaro, con una nariz prominente y la barbilla escurridiza, los ojos saltones y las cejas en un baile perpetuo, que lo hacían uno de los hombres menos agraciados que conocía. Todo esto unido a la profunda voz, inimaginable en la escasa resonancia que prometía su caja torácica, una voz grave marcada por la musicalidad de su acento vienés. Quizá fuera todo eso o la naturalidad con que la llamaba así lo que conseguía, tenía que reconocerlo, que incluso le gustara.

Bajaron al sótano por las antiguas escaleras de servicio de la villa, pero Pfisterer no la llevó a la sala donde se encontraba el cuerpo de Marcelino Soto. No era de esos forenses que se divierten observando los esfuerzos de los policías por mantener el tipo ante los cadáveres abiertos. Fueron a una de las salas de descanso de los preparadores. Pfisterer señaló la máquina de bebidas.

– ¿Un café?

Mientras salía el café de la máquina intercambiaron informaciones.

– ¿Cómo lo identificasteis?

– La familia denunció la desaparición ese día.

– Son pocas horas para que entrara en los archivos de desaparecidos.

– Sí, pero a Müller se le ocurrió consultar las denuncias no cursadas y reconoció a la víctima.

– Habéis tenido suerte.

– Es cierto. ¿Sabes cuándo murió?

– Diría que el mismo martes.

– ¿Más o menos a qué hora?

– Los únicos casos en los que se puede dar la hora exacta de una muerte es cuando la víctima es arrollada por un tren, a ser posible en Suiza. -Pfisterer sonrió, era un chiste que le gustaba repetir-. En el caso de este hombre, aún no te puedo dar la hora aproximada, habrá que esperar los resultados de los análisis del humor vitreo. Pero por el estado del cuerpo puedo decirte que pasó poco tiempo muerto fuera del agua.

– Eso significaría que quizás lo mataron cerca del río.

– Podría ser. Pero también cabe la posibilidad de que lo transportaran allí para deshacerse del cadáver.

Pfisterer, que sabía que los detalles sobre el proceso de análisis de los cadáveres, más que desagradar angustiaban a la comisaria, le ahorró los detalles sobre el estado de descomposición del cuerpo que le habían permitido llegar a esa conclusión.

– ¿Tienes una idea de cómo pudo ser transportado?

– Estamos en ello, pero será difícil porque el cuerpo pasó toda la noche en el agua, así que los rastros de tejidos o tierra que pudieran haber quedado en la ropa o cualquier otra cosa que pudiera ayudarnos al respecto, el agua los hizo desaparecer. Lo que sí te puedo decir es que no hemos encontrado indicios de que lo metieran en una cámara frigorífica ni de que intentaran hacer algo para conservarlo o disimular la hora de su muerte. El grado de descomposición es el esperable en un cadáver que ha permanecido expuesto al aire y al agua entre doce y dieciocho horas, que es el margen en el que me atrevo a moverme.

– ¿Murió al instante?

– La puñalada es muy certera, directa al corazón. Murió en el acto. Lo apuñalaron desde atrás, y o bien se trataba de alguien mucho más alto que él, o la víctima estaba sentada y su asesino de pie. La puñalada vino del lado derecho y le entró en el pecho con mucha violencia, así que se trata de alguien fuerte o en un estado de gran excitación.

– ¿Lucharon?

– Lo dudo. El cuerpo presenta muchas contusiones, pero son posmortales. Los bordes de las zonas contusas no muestran el infiltrado hemorrágico característico de los golpes recibidos en vida. De todos modos he tomado muestras de esas zonas contusas para llevar a cabo un análisis al microscopio. Sólo por seguridad. Por lo que he observado en la autopsia, creo que el asesino sorprendió a la víctima y no hubo lucha ni resistencia.

Cornelia pensó en voz alta.

– Seguramente se trata de alguien de quien Soto no podía desconfiar. Esto nos lleva al círculo más cercano al muerto.

– Como casi siempre -contestó lacónico el forense-. Quizás incluso cenó con su asesino. En el estómago hemos encontrado una comida relativamente abundante sin digerir. Tomó también un par de cervezas.

Pfisterer dio un sorbo al café y después empezó a reírse.

– ¿De qué te ríes?

– Estaba recordando una serie que vi el otro día en la televisión, CSI. ¿La conoces?

– Claro. Tiene además varias secuelas.

– Secuelas tiene más de las que uno desearía. Esa serie es la pesadilla de cualquier forense en ejercicio. El otro día se presentó un novato, un futuro colega tuyo, que me preguntó si ya tenía el resultado del análisis de sangre del espectrómetro de masas. -Pfisterer apenas podía contener la risa. -¡Además dijo «esprectrómetro», el redicho! Mira -respiró para recuperar el aliento y tomó un poco más de café. Cornelia lo imitó-, antes la gente esperaba de los policías que dijeran cosas como «es zurdo, fuma en pipa y es de Sajonia».

– Como en las novelas de Sherlock Holmes.

– Exacto. Ahora, gracias a esas películas tecnofílicas, esperan que digamos -Pfisterer impostó la voz para simular la gravedad y trascendencia con que hablan los protagonistas de las series-: «Por la forma que tienen los surcos en el microanálisis de la escritura sabemos que coge el bolígrafo por arriba inclinándolo a la izquierda, que lo aprieta con fuerza, lo que aplasta la punta del lado izquierdo del pulgar izquierdo produciendo un callo característico en el nacimiento de la uña, que no escribe horizontalmente sino hacia arriba inclinando la hoja y que arrastra el meñique y el anular sobre el papel, lo que deja siempre unas líneas de tinta inclinadas desde la punta del dedo hasta las articulaciones de la primera falange».

Cornelia disfrutaba visiblemente de la parodia de Pfisterer, así que éste siguió jugando:

– Ahora entra el psicólogo, porque en estas películas parece que los psicólogos siempre andan de paseo por los laboratorios, y añade: «Esta forma de escritura demuestra que en la escuela no había nadie que supiera enseñar a escribir a niños zurdos, por lo que su maestro o maestra se limitaba a agarrarle la mano con la derecha y a empujarla para que fuera escribiendo. Esto explica esa manera de coger el bolígrafo, una forma harto dolorosa a la larga que seguramente le ha producido estados de ansiedad durante sus estudios y explica la agresividad con que ataca a sus víctimas diestras». Así que, Cornelia, si algún día matas a alguien ya sabes lo que dirán de ti.

Ella aplaudió. Pfisterer inclinó la cabeza teatralmente para agradecérselo.

– Cuando me jubile me dedicaré a escribir guiones para la televisión. La serie se titulará Forenses asesinos.

Tomó un bolígrafo con la mano izquierda y compuso un gesto feroz.

– Mañana te hago llegar el informe detallado.

– Esquirol.

– Ya tengo el título para el primer episodio de mi serie: «La comisaria impertinente». -

La acompañó hasta la puerta del instituto.

– Es tarde. Vete a casa.

– Prefiero volver a la Jefatura y seguir con el caso.

– A esta hora poco podrás hacer. -Pfisterer le acarició el brazo con ternura-. Nadie te lo reprochará, Cornelia. Hoy en las autopsias he visto gente con mejor cara que tú.

– Tú también estás trabajando.

– Una huelga exige sacrificios. Además, en casa no me espera nadie.

– A mí tampoco.

– No le des vueltas, cuando se le pase ya volverá.

– Es que no me entra en la cabeza que crea que sus problemas se resolverán porque recorra toda Australia en moto.

– Los hombres son a veces así. -Aunque no perdió la sonrisa con que había formulado estas palabras, Pfisterer enrojeció hasta la raíz del pelo-. ¡Vaya estupidez acabo de decir! Disculpa.

– Se me está acabando la paciencia, Winfried. Lleva un mes fuera. A veces llama, pero casi nunca cuando estoy en casa, y cuando conseguimos hablar, se dedica a contarme cosas sobre la moto. Todavía no sé cuándo volverá.

– ¿Por qué no sales esta noche? Vete al cine o al teatro.

– Es una buena idea.

Aun así regresó a su despacho. Fischer, como esperaba, ya se había marchado. Sobre la mesa le había dejado una copia de su informe sobre el caso Merckele. Pulcro, en un alemán excelente.

Encendió el ordenador. Müller le había enviado los protocolos de las entrevistas con los empleados de los locales de Soto. No tenía el estilo de Reiner, pero era igual de detallista. Se felicitó de nuevo por haberlo aceptado en su equipo.

Pasó todavía varias horas leyendo los textos y buscando en el ordenador alguna información sobre los empleados de Soto. Ninguno de ellos tenía antecedentes penales. Todos limpios, a excepción de alguna multa de tráfico.

Cuando llegó a su casa había dos mensajes en el contestador automático. Uno era dejan.

– Lástima que no estés en casa. Bueno, por lo menos escuché tu voz en el contestador. Pon un mensaje más largo. ¿Vale? Te llamaré en cuanto pueda. Besos.

El otro era de su madre, que se limitó a decir: «Ay, hija, nunca estás en casa».

Se disponía a meterse en la ducha cuando sonó el teléfono. Miró el reloj. Eran casi las diez de la noche. A esa hora sólo se llama si se trata de algo urgente. O si se está en Australia y ya no se sabe qué hora es en Alemania. Corrió al teléfono.

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