– Weber.
– ¡Hija! Siempre olvidas el Tejedor, como si no te gustara.
– Y tú, mamá, olvidas que tienes que decir quién eres cuando llamas por teléfono, si no la gente no sabe con quién está hablando.
– ¿Cómo no lo van a saber? Me reconocen por la voz. Tú bien has sabido que era yo.
– Porque soy tu hija, pero no puedes esperar que te reconozca el médico o el del banco.
– Pues deberían, que para algo me conocen desde hace tantos años. En España bien que me conocen y sólo me ven en verano. El chico de la Caixa Galicia, sin ir más lejos…
El «chico de la Caixa Galicia» había superado hacía varios años los cincuenta y era, como casi todos en el pueblo, pariente más o menos lejano de los Tejedor, pero era uno de los ejemplos predilectos de Celsa Tejedor para demostrar que en España la gente se conoce, no como aquí, en Alemania, que todo es tan impersonal. Mientras su madre le hablaba de él, Cornelia tomó el mando a distancia y encendió el televisor, pero apretó el botón que le quitaba el sonido.
– Hija, ¿me estás escuchando?
– Claro.
– Es que no dices nada.
– Estoy muy cansada, mamá. En realidad acabo de llegar a casa y quería darme una ducha.
Iba a añadir «te llamo mañana, cuando tenga un momento», pero Celsa Tejedor no le dejó tiempo.-Entonces, no te entretendré demasiado. Te llamo porque -por primera vez la voz de su madre vaciló un poco- me enteré por Reme Carrasco… ¿Sabes quién es, verdad? La mujer de Germán el que trabajaba en la Opel, que es costurera y que cuando eras pequeña te hizo el traje de fallera para la fiesta de la hispanidad, ¿te acuerdas?
No, Cornelia no quería acordarse, pero el discurso atropellado de su madre parecía empeñado en despertar imágenes que había arrinconado hacía tiempo en una esquina oscura y profunda de su memoria.
– Que como no había ningún valenciano con niños en la asociación y sin embargo había gallegos y andaluces para dar y regalar, te tocó a ti ir de fallera y tú ibas toda ufana, porque, hay que reconocerlo, el traje de fallera es mucho más lucido que el gallego. La Solé, esa chica peluquera a la que se le murió el marido tan joven de cáncer, te hizo los moños redondos ésos y te quedaban preciosos con el pelo tan rubio que tenías de pequeña, y tú desfilaste muy seria y muy digna. Parece que siempre te ha gustado eso de llevar algún tipo de uniforme.
– Mamá, hace varios años que no llevo uniforme. Soy comisaria.
– Una pena, porque te quedaba muy bien. Hasta tu padre lo dice. La pena fue que el hijo de Quique Sánchez te quitó una de las agujas y el moño se descompuso. Parece mentira, con lo remalísimo que era ese chaval de pequeño y ahora tiene un buen puesto en el Deutsche Bank. Igual lo arreglaste tú del bofetón que le pegaste cuando te quitó la aguja. Llevó la marca roja durante medio desfile y tú, aun con el moño medio colgando, seguiste desfilando con el vestido que te cosió la Reme. Pues eso. ¿Ahora te acuerdas de ella?
No tenía ni la más remota idea de quién era esa mujer, ni quería ponerse a hurgar en los recuerdos para obtener una cara borrosa.
– Claro.
Celsa Tejedor hizo una breve pausa. Cornelia no sabía si se debía a que había notado que no recordaba a esa Reme o porque tenía algo difícil que decirle. Con la mano libre iba apretando el mando a distancia. Las imágenes saltaban inconexas ante sus ojos, pero no apartaba la vista del aparato.
– Mira, Cornelia, tu padre no quería que te dijera nada porque opina que es meterme donde no me llaman, pero es que acabo de hablar con la Reme y me ha dicho que se ha enterado por alguien del consulado de que eres tú quien lleva el caso de la muerte del pobre Marcelino -al pronunciar el nombre, la voz de su madre se entrecortó.
Tendría que habérselo imaginado. En la colonia española esa noticia habría corrido de boca en boca. ¿Cómo no había pensado en que su madre ya lo sabría? ¿Y cómo no había caído en que iba a recibir esta llamada? No la hubiera podido evitar, pero quizá sí demorar unas horas. En ese momento lo último que necesitaba era una madre preocupada por el caso.
– ¿Mamá?
Escuchó un sonido sordo, lejano, que podría ser un sollozo contenido u ocultado con una mano que cubriera el auricular del teléfono.
– Mamá, ¿estás ahí?
La voz que le llegó ahora sonaba rota y nasal.
– Perdona, hija. Es que no me puedo hacer a la idea.
Celsa se apartó de nuevo del aparato, esta vez para sonarse la nariz. Cornelia esperó en silencio.
– Quería decirte que me alegro, nos alegramos todos, de que seas tú quien vaya a investigar lo que le ha pasado a Marcelino y no un policía alemán.
– Mamá, yo soy una policía alemana.
– Sí y no. Ya sabes lo que quiero decir.
La verdad es que no era ésa la ocasión para ponerse a discutir con su madre. Dejó que siguiera hablando. Dejó de apretar los botones del mando. La luz inquieta de los anuncios iluminaba la sala.
– Tú podrás hacerlo mucho mejor que cualquier extraño, porque eres uno de nosotros y nos entiendes mejor.
De eso no estaba muy segura Cornelia, pero volvió a callar.
– Es que Marcelino era un viejo amigo, del tiempo de la llegada.
El tiempo de la llegada era en la familia Weber-Tejedor una época casi mítica perpetuada en relatos que Cornelia había oído contar en casa, siempre a su madre, su padre se limitaba a escuchar las historias por enésima vez con una sonrisa ausente. Habían sido, no le cabía la menor duda, tiempos muy difíciles, pero con los años habían ganado un aura idealizada en la memoria de Celsa Tejedor.
No se sintió bien haciéndolo, pero aprovechó el momento para averiguar algo sobre Soto dejando que su madre desgranara algunos de los recuerdos de ese tiempo. El retrato que le llegó no difería de la imagen que ya empezaba a tener de él, sólo que en la evocación de su madre la figura de Marcelino Soto adquiría un halo legendario, como en todas las historias de pioneros. Cornelia tomaba nota mentalmente de las anécdotas de su madre, hasta que ésta, quizá sorprendida por un interés que no era común en sus hijos, interrumpió la narración y tras respirar hondamente cambió de tema.
– No te puedes imaginar lo importante que es para mí, para nosotros, saber que justamente tú investigas su muerte.
¿Quiénes eran esos nosotros? Se preguntó Cornelia. ¿Su familia? ¿Las amigas de su madre? ¿ La Reme, la costurera casada con Germán que trabajaba en la Opel, y la Solé, la peluquera a la que se le murió el marido tan joven de cáncer? ¿La comunidad española en Francfort? Se volvió de espaldas a la televisión. Escuchó con atención lo que decía su madre.
– Porque sé que tú lo harás con respeto, con conocimiento, porque eres uno de los nuestros, nos entiendes. Además, aunque es imposible que lo recuerdes porque eras aún un bebé, incluso conociste a Marcelino. En las fotos del álbum tengo una de tu bautizo en la que salimos todo un grupo de españoles y se puede ver a Marcelino haciendo muecas. Era muy gracioso. Y muy buena persona.
La voz de su madre se quebró de nuevo.
– ¡Dios mío! ¡Qué desgracia! Y la pobre Magdalena, que se ha quedado sola.
Se hizo de nuevo un silencio. No sabía cómo interpretarlo.
– ¿Cuándo será el entierro, niña?
– Mañana lo sabré. No creo que se retenga el cuerpo en la morgue más que en otros casos habituales.
Temió que la rutinaria neutralidad con que había pronunciado estas palabras pudiera herir a su madre, pero no pareció que le afectara.
– Tu padre y yo iremos. ¿Podremos hablar contigo?
– ¡Pues claro, mamá! Pero tendré que quedarme un poco aparte para observar porque, aunque suene un poco brutal, los entierros son muy importantes para conocer el entorno de las víctimas.
– Entiendo. Pero en el entorno de Marcelino, como tú lo llamas, sólo hay buena gente.
El tono de su madre se había endurecido. Cornelia apagó el televisor. El resto del tiempo que duró la conversación consistió en el esfuerzo por ambas partes por cerrar ese diálogo de una manera mínimamente cordial, para evitar el mal sabor de boca con el que se estaban quedando ambas.
Cuando por fin se despidieron, Cornelia volvió a la ducha. Después, envuelta en un albornoz de Jan, se calentó en el microondas unos restos de bórek con espinacas que había comprado en el turco de la esquina. Lo comió de tres bocados de pie en la cocina y recordó demasiado tarde que había leído una vez que las espinacas recalentadas pueden ser tóxicas. Se acordó de que muchos emperadores romanos, temerosos de morir envenenados, acostumbraban el cuerpo con pequeñas dosis de veneno. ¿Eran tres bocados de bórek de espinacas recalentadas un veneno o un antiveneno? Se sentó de nuevo en el sofá y encendió el televisor. Pasaba de un programa a otro sin darles la oportunidad de captar su atención. En realidad su mente saltaba del extraño comportamiento de Reiner, a los rizos ausentes de Müller, a su visita al Instituto Forense, a la conversación con su madre, al «tú eres uno de los nuestros», que le oprimía el estómago más que la aprensión a las espinacas. Gracias a su madre, Marcelino Soto había conseguido lo que pocos casos hasta ahora habían logrado: metérsele en casa.
Poco después ya estaba acostada. Al apagar la luz le cruzó por la mente que la reiteración de su apellido Weber-Tejedor era algo ridícula, irrisoria. Mientras caía en el sueño, escuchó la voz de su madre diciéndole:
– Pero es un nombre de oficio, hija, que es muy digno. Más tonto es llamarse Martínez Martínez o García García. Por lo menos lo tuyo es internacional.
– Tienes razón, mamá.