– Bueno. Hemos terminado aquí.
– ¿Qué vas a hacer ahora?
– Voy a volver a Jefatura. La escena que hemos presenciado podría tener que ver con las cartas de amenaza.
– Pero se las habrían enviado en español.
– No, si el autor no quería delatarse. De todos modos habrá que analizar los documentos del consulado y nuestras actas desde la perspectiva de esta posibilidad.
Fischer la miraba interesado a la vez que cariacontecido. Lo conocía demasiado bien como para no entender lo que su expresión significaba.
– Si quieres, puedes irte a casa. Yo me ocupo de las actas con Müller.
– ¿Es una orden o es un deseo?
Cornelia enrojeció. Tardó un momento en entender que el comentario de su compañero no iba en la dirección que había supuesto. Fischer no aludía a un posible interés por su parte en Müller, sino que temía que ella no confiara en su trabajo y quisiera quitárselo de en medio.
– ¿Qué prefieres?
– Una orden.
– Pues ya la tienes.
Al instante Fischer se alejaba en busca de su auto. No le gustaba reconocerlo, pero ese malentendido la había perturbado. ¿No se estaría comportando como una adolescente, buscando excusas para sentarse varias horas a solas con Müller? Tonterías. Simplemente era agradable trabajar con un colega tan cortés, tan amable, notar la admiración que sentía por ella, la atención con la que la escuchaba.
– Soy una mujer casada -dijo en voz alta.-Pues me alegro por usted, señora.
La voz venía de un mendigo que estaba sentado en el suelo, envuelto en un saco de dormir lleno de manchas.
– ¿Y si para celebrado me echa usted unas moneditas?
Cornelia se detuvo en seco, se echó a reír algo avergonzada y le dio dos euros al mendigo, que miró la moneda con asombro, alzó la mirada hacia ella y empezó a cantarle con voz rasposa Congratulations de Cliff Richards. Cuando unos cincuenta metros más tarde llegó al coche, la voz aún sonaba. El mendigo estaba resuelto a ganarse los dos euros.
Encontró a Müller volcado en el trabajo en su escritorio.
– Esta vez traigo yo el café -dijo mientras empujaba la puerta con un hombro.
Müller se levantó para ayudarla.
– ¿Qué tal en el entierro?
– Triste, como siempre en estas ocasiones.
– ¿Algo que nos pueda ayudar?
Cornelia le contó lo sucedido.
– Y un nombre. Regino Martínez.
Se quedaron de pie frente a la pizarra en la que anotaban nombres, ideas, datos. Cornelia borró lo que tenían escrito y empezó de nuevo.
– Tenemos de momento muchas piezas. Por un lado, habrá que seguir a fondo las acusaciones que se han vertido en el entierro.
Mientras el rotulador se deslizaba por la pizarra con la precaución que ponen los zurdos para no borrar lo que escriben con el propio dorso de la mano, Cornelia sintió el desasosiego de saber que su madre había estado implicada en esa pelea y que debería intentar averiguar qué es lo que sabía. No mencionó la presencia de su madre.
– Esto significa que tenemos que averiguar todo lo posible sobre las actividades y los miembros de la ACHA. Por otro lado, la extrema religiosidad de Marcelino Soto parece haber resultado sorprendente incluso para el mismo cura, Recaredo Pueyo. Y está también el asunto de la ofrenda al santo patrón de los ladrones. No sé cómo podemos interpretar esto. Tanto puede ser que Soto quisiera expiar una falta propia como que se trate de esas historias viejas a las que se refirió Julia Soto.
Observó la pizarra. En una esquina, sin relacionarlo con los otros temas, escribió el nombre Carlos Veiga.
– ¿Y eso?
– ¿Qué impresión se llevó usted de Veiga cuando hablamos con él?
– Me pareció muy apocado, que estaba muy nervioso y que por eso habló mucho.
– ¿No le dio la sensación de que ocultaba algo?
– No. ¿A usted sí?
No respondió de inmediato. Quizás sólo fuera una manía personal, quizás fuera lo que otros llaman una intuición, pero era difícil explicar qué le desagradaba en Veiga. De todos modos dejó el nombre escrito en la pizarra para no olvidar mantenerlo observado.
Después pidió a uno de los becarios que trabajaban en el archivo que les subiera lo que tenían sobre asociaciones de españoles. En tres viajes les fue dejando actas sobre la mesa.
– Esto es lo que tenemos sobre las asociaciones de españoles.
En su última aparición les tendió también una gruesa carpeta.
– Y esto es todo lo que he podido encontrar sobre Marcelino Soto, sus actividades políticas y sociales.
Cornelia se sorprendió de la cantidad de documentos, pero eran de años conflictivos, politizados, en los que los emigrantes también empezaron a reclamar sus derechos. Informes de finales de la década de 1960 y principios de la de 1970. El nombre de Martínez aparecía relacionado con manifestaciones políticas. Algunas fotos tomadas durante estos actos mostraban a un Regino Martínez muy joven con una abundante cabellera y largas patillas. En una de las fotos los pantalones se acampanaban a partir de la rodilla mientras que el cuerpo enjuto y fibroso estaba constreñido por un jersey oscuro de cuello alto muy estrecho. Detrás de él, otras personas portaban pancartas del sindicato del metal. Müller había encontrado también fotos de Marcelino Soto. En una de ellas se lo veía en una sentada delante de la fábrica en la que había trabajado. Llevaba puesto el mono de trabajo y una gorra le cubría una espesa cabellera crespa. Se reconocían, a pesar de los años y el sobrepeso, los mismos rasgos que había visto en las fotos que les había proporcionado la familia. Eran también los mismos rasgos que había visto deformados por la muerte y el agua. Miraba a la cámara de frente, desafiante. Sabía, pues, que la policía los estaba fotografiando, pero no mostraba miedo, no se ocultaba, sino que presentaba al fotógrafo una media sonrisa burlona.
Pasaron el resto del día analizando los papeles, anotando nombres y actividades. Müller era concienzudo y parecía no cansarse nunca. Cornelia decidió hacia las seis que ya tenían bastante. La información empezaba a ser repetitiva. Estaba más que claro que tanto Soto como Martínez habían sido dos personas muy activas políticamente y que esto había llevado a la policía alemana a controlar sus movimientos durante cierto tiempo. Ambos estaban vinculados a asociaciones sindicalistas de izquierdas y ambos habían llevado una intensa labor cultural en la ACHA.
La próxima semana hablaría con Martínez otra vez.
Tras todo un día de trabajo, Cornelia y Müller se despidieron en el aparcamiento. Cada uno buscó su auto. No se atrevió a preguntarle a Müller si le apetecía que comieran algo juntos. Quizá también alguien lo esperaba en casa. Además, la voz del vagabundo sonaba de nuevo en la cabeza. Congratulations.