Leopold Müller se presentó en su despacho con unos papeles en la mano.
– Aquí lo tengo, comisaria Weber.
Entró en su despacho y se dirigió directamente hacia su escritorio, enfrente de la puerta, ignorando a Fischer, cuya mesa quedaba a un lado. Después de los comentarios burlones de Reiner, esa entrada del joven policía no auguraba un buen trabajo conjunto, así que, por más que deseara saber cuanto antes quién era la víctima, frenó el ímpetu de Müller e hizo las presentaciones de rigor.
– Señor Müller, éste es el subcomisario Reiner Fischer, con quien voy a llevar el caso.
Leopold Müller se volvió de inmediato a la izquierda y saludó a Fischer tendiéndole la mano. Éste, que ya estaba cruzando los brazos en actitud ofendida, los tuvo que descruzar antes de poder terminar el gesto. Müller se colocó en una posición equidistante antes de hablar:
– El muerto se llamaba Marcelino Soto. Es… era español.
– ¿Cómo lo ha averiguado?
– Por casualidad, estaba en la central y vi la denuncia por desaparición. He traído una copia. Todavía no estaba en el ordenador porque la familia de la víctima acababa de ponerla.
Cornelia le indicó que se sentara a su mesa. Fischer se acercó.
– ¿Desde cuándo lo echaban de menos?
– Desde ayer por la noche.
– Sólo un día. Mejor dicho una noche.
Müller le tendió la copia de la denuncia. Mostraba la foto de un Marcelino Soto diez años más joven y con quince kilos menos.
– ¿Por qué se empeñarán las familias de los desaparecidos en escoger fotos en las que aparecen guapos y felices en vez de fotos actuales?
Despegó la foto de la pantalla y la mostró a sus compañeros.
– ¿Diríais a primera vista que es el mismo hombre?
– Bueno, la cara del muerto está muy deformada.
– Por supuesto, pero no todo el volumen es agua y, por lo general, los muertos no sonríen.
– Pero, Cornelia, no puedes esperar que las familias piensen en esas cosas.
– Ya lo sé, lo que pasa es que entregan fotos demasiado viejas o que muestran a los desaparecidos en situaciones en las que seguro que no los vamos a encontrar. En el registro he visto la de un hombre tomada durante una barbacoa, con un gorro enorme de cocinero y un delantal de esos de «Aquí cocina el jefe». Lleva tres años desaparecido y no creo que se largara con el gorrito puesto.
Fischer se reía. Müller también pero con los ojos atentos de quien está almacenando y procesando informaciones. Y también con un atisbo de impaciencia.
– Usted tiene algo más, ¿verdad? -preguntó Cornelia.
– Me he enterado de que Soto era el dueño de dos restaurantes de cocina española en la ciudad. Uno es un local de tapas, el Alhambra. Está en el centro, cerca de la Bolsa. El otro, un restaurante más lujoso en el barrio Westend, es el Santiago.
– Habrá que averiguar más al respecto. Pero lo primero que tenemos que hacer es verificar la identidad del muerto. Algún familiar tiene que identificarlo.
– Ya me encargo yo de organizado -dijo Fischer.
Como ya era habitual en algunos hospitales, desde hacía un tiempo la policía había formado a varios agentes en la comunicación de malas noticias. A ella, que había tenido que pasar por ese trance en muchas ocasiones, le resultaba difícil imaginarse qué se aprendía en esos cursillos. La oferta de Fischer, aun así, era más que sorprendente. Él, que siempre que podía evitaba esas situaciones, se mostraba ahora dispuesto a tomar la iniciativa.
– Iré con uno de los especialistas.
Salió. ¿Por qué no llamaba por teléfono? Estaba claro que quería marcharse.
Cornelia se había quedado a solas con Müller.
– ¿Habla usted español?
– Un poco.
– ¿Cuán poco es un poco?
– Estuve un año en el aeropuerto, en emigración, y me encargué de interrogar a pasajeros sospechosos que venían de Latinoamérica.
– Está bien. Müller, procure no ser demasiado modesto o no llegará a ninguna parte. No pasó por casualidad por la central, ¿verdad? Se le ocurrió revisar las denuncias no procesadas y resultó ser una buena idea, ¿no?
– Sí, comisaria.
– Pues eso.
Le pidió que saliera del despacho para poder hablar por teléfono y llamó a Kachelmann, el jefe de Müller en el Departamento de Fronteras. Con los conocimientos de español de Müller logró sin dificultades que Kachelmann se lo cediera para que participara en la investigación. Lo hizo entrar a los pocos minutos.
– Müller, Kachelmann ha dado luz verde. Yo todavía no he hablado con mi jefe, pero no creo que sea un problema incorporarlo al grupo que se va a ocupar de este caso.
Leopold Müller sonrió. Antes de que pudiera decir algo Cornelia siguió hablando.
– Ahora que sabemos más cosas del muerto me gustaría que usted se encargara de hacer unas primeras averiguaciones en su entorno laboral.
Se dio cuenta de que estaba sonando un poco pedante. Reiner Fischer habría hecho seguro un comentario socarrón, pero Müller la escuchaba respetuoso y atento.
– Acérquese a los dos locales que regentaba y entreviste a sus empleados.
Müller sacó de un bolsillo de la chaqueta un bloc de notas y empezó a apuntar lo que Cornelia le estaba diciendo. Ella reprimió una sonrisa al ver esa imagen tan típica de las películas de policías.
Elaboraron el catálogo de preguntas habituales: si habían notado algo extraño en los últimos días, si habían observado a personas sospechosas, si habían recibido amenazas de algún tipo, si Marcelino Soto les había parecido diferente.
– Quizás también sería conveniente aclarar las condiciones de trabajo de los empleados. Si hubo algún despido o alguno de los empleados era un trabajador ilegal -añadió Müller.
– Buena idea.
Mientras Müller tenía la vista clavada en el bloc sobre el que iba tomando notas, Cornelia se dijo que había hecho un buen fichaje. Le agradaba que fuera capaz de aportar ideas propias de una forma tan poco acuciosa, como le había gustado también la meticulosidad del informe que le había proporcionado por la mañana.
En cuanto se hubo marchado, Cornelia leyó lo que tenían sobre la víctima. Marcelino Soto había nacido en Barreira do Castro, en la provincia de Lugo en 1943 y llevaba muchos años en el país. Desde el 63.
– Vaya, de la colonia.
Pensó en voz alta. Según las informaciones facilitadas por la familia, Soto estaba casado con Magdalena Ríos, la M.R. del anillo, y tenía dos hijas, Irene y Julia.
El nombre le sonaba, pero se dijo que siendo de la «colonia» española en Francfort no era de extrañar. Sería uno de tantos compatriotas de su madre, uno de los muchos asistentes a los encuentros de los domingos en la asociación a la que su madre más que llevarla la había arrastrado todos los fines de semana.
Supuso que la familia había facilitado ese dato en la denuncia para que quedara claro que Soto no estaba de paso, que era un ciudadano y no un transeúnte o un ilegal. En algún momento, mientras anotaba todos los datos, la interrumpió la llamada de la agente con la que Fischer había ido a notificar la muerte de Marcelino Soto, que le comunicó que una de sus hijas, Julia Soto, había identificado el cadáver. ¿Por qué no la había llamado directamente Reiner?
Buscó en las actas policiales y no encontró ninguna mención de Marcelino Soto en los últimos años. Anotó que tenía que mandar a alguno de los becarios para que buscara en las actas viejas, las que no estaban informatizadas, y averiguara si había algo anterior.
Por lo poco que sabían de la víctima, le costaba imaginar que pudiera tener un pasado delictivo. Salvo en el caso de que se tratara de un robo, habría que buscar en el entorno más cercano al muerto, la familia, los amigos, los empleados. Llamó a Müller. Todavía no había llegado al restaurante de Soto.
– Pregunte si Soto llevaba quizás la recaudación encima o transportaba alguna suma de dinero importante.
Terminó de anotar los nombres de los compañeros que necesitaba para organizar su equipo de investigación y salió para presentársela a su superior. En el pasillo se topó con Reiner Fischer.
– ¿Dónde estabas? Te he estado esperando.
– Tenía hambre. He comido un poco.
– ¿Cómo no me has llamado?
– Es que sólo he picado algo.
Cornelia calló dolida.
– ¿A dónde vas?
– Voy a ver al jefe supremo.
Como cada vez que se pronunciaba esta expresión, los dos imitaron un saludo militar. Sin bajar la mano de la frente, Fischer le preguntó:
– ¿Tienes que ir en persona?
Ella lo miró aviesamente.
– No voy a hablar con él de tu ausencia esta mañana, si eso es lo que te preocupa. Creo que en un equipo las cosas se hablan y no se dan chivatazos. ¿No te parece? Voy a ver a Ockenfeld porque quiero que apruebe de inmediato la formación del equipo de investigación que necesito para este caso. Si se lo paso por escrito, se tomará como siempre un par de horas. Quiero aclarar el asunto lo antes posible.
– ¿Cuántos seremos?
– Contándonos a nosotros dos, seis.
– Gracias.
– ¿Por qué?
– Por incluirme.
– Por supuesto.
– Temí que después de lo sucedido hace dos semanas…
Habían mantenido el saludo militar mientras hablaban y de pronto se dieron cuenta de que los compañeros de los despachos contiguos los estaban observando. Las desventajas de las paredes de cristal. Bajaron al instante las manos. Pero era demasiado tarde. En cuanto notaron que Cornelia y Fischer los miraban, todos se levantaron de sus asientos y se cuadraron militarmente.
– ¿No tenéis nada mejor que hacer?
Una voz sonó entre las risas:
– Sólo si usted lo ordena, señora.
– Te he reconocido, Juncker.
– Pues me alegro, señora.
– Vete a la mierda.
– Sí, señora.
Ignoró las carcajadas y se dirigió dos pisos más arriba al despacho de su superior, Matthias Ockenfeld. Antes de entrar se detuvo un momento para charlar con la secretaria, la señora Marx, una mujer menuda que conservaba aún la tersura corporal de una juventud de bailarina y la fuerza de convicción para conseguir que todos los jefes con los que había trabajado le permitieran tener consigo en horas de trabajo a Lukas, su perrito. Lukas era en realidad su tercer perrito, antes ya la habían acompañado Rocky y Peppy. Los tres pequeños, los tres viejos. Ejemplares de raza indefinida, mischlinge, mestizos, que la señora Marx había sacado de perreras en las que los tenían en la categoría de difícilmente colocables. Como sus predecesores, Lukas ocupaba un cestito a los pies de la secretaria y levantaba la cabeza con curiosidad cada vez que alguien aparecía. Cuando Cornelia entró, el cuello flaco y excesivamente largo se levantó y sostuvo en el aire una cabeza casi calva coronada por una cresta de pelos azarosos atados con mimo con un lacito azul celeste. El muñón que hacía de cola empezó a sacudir el cojín con energía.
– \Lukas\ ¡Qué guapo te han puesto hoy!
Cornelia, que a veces se había definido a sí misma como mischling, no simulaba su simpatía por ese bicho y el sentimiento era mutuo. El perro saltó del cesto y se acercó a ella, que le dio unas palmaditas en el lomo. La señora Marx contemplaba la escena con complacencia.
– Señora Marx, ¿cree que me podría colar unos minutos en el despacho del jefe?
La secretaria movió la cabeza como una diosa condescendiente. Mientras Cornelia seguía jugando con el perro, entró en el despacho de Ockenfeld. Al salir se quedó al lado de la puerta sosteniéndola para que ella pudiera pasar. Cornelia dio una última palmadita a Lukas y dio las gracias a la señora Marx con una sonrisa cómplice.
El jefe estaba sentado detrás de un escritorio largo que describía un arco que le cubría los costados. Delante, dos sillas de leve estructura metálica y superficie de cuero rojo oscuro. Lo veía de cintura para arriba. Desde esa cabeza redonda y pálida que se asocia al queso, a los holandeses, coronada por una abundante mata del pelo albo de los que han sido muy rubios, le dirigió una mirada interrogante fijando en ella unos ojos de un azul muy claro, acuosos.
– Le quería presentar la lista de los compañeros que voy a necesitar para el caso Soto, el cadáver encontrado esta mañana en el río.
Ockenfeld, que había puesto boca abajo los papeles que estaba leyendo cuando ella entró, le indicó con un gesto que se la entregara. La miró por encima y se la devolvió.
– Está bien, puede irse.
Cornelia, que había entrado cargada de argumentos con los que justificar el trabajo de Müller, se quedó unos segundos desconcertada. Venía dispuesta a emplear artillería pesada y al no encontrar resistencia alguna necesitó un tiempo para replegar las armas y retirarse. Abandonó la habitación. Seguramente la señora Marx percibió cierta confusión al verla salir.
– ¿Le pasa algo, comisaria Weber?
– No, a mí no. ¿Le sucede algo al señor Ockenfeld?
– No que yo sepa.
Aún bajo el efecto de esa inusual facilidad con que se había desarrollado todo, se agachó para hacer un par de carantoñas distraídas al perro. Estaba tan acostumbrada a tener que forcejear con su jefe que algo en ella se resistía a abandonar el lugar mientras que el sentido común la instaba a alejarse cuanto antes, no fuera a ser que Ockenfeld cayera con retraso en la cuenta de que no había ningún Leopold Müller en homicidios. Ockenfeld era el señor «pero», pedía explicaciones por cualquier nimiedad, esperaba de sus subordinados que aclararan cada uno de sus movimientos, controlaba ese departamento como la superiora de un convento de monjas díscolas.
Y así seguía siendo, porque cuando, tras darle una última palmadita en el lomo al perrillo, se estaba levantando, oyó que la puerta del despacho de Ockenfeld se abría a sus espaldas y la voz de su superior la llamaba.
– Comisaria Weber, bien que todavía esté aquí. Pase un momento de nuevo, por favor.
Cerró los ojos y se mordió el labio inferior repitiendo el gesto que hacía cuando se sentía pillada en falta. Y a la vez experimentó un punto, minúsculo, de alivio. Al instante se dijo que eso debía de ser un síntoma de envejecimiento, aferrarse de tal modo a la rutina, desear que las cosas conocidas no cambien, aunque se trate de la enervante obsesión por el control de Ockenfeld.
El jefe la invitó esta vez a sentarse y empezó a hablar sin darle tiempo a acomodarse.
– Olvidé decirle antes que he recibido hace unos minutos una llamada de la cónsul general de España. La víctima…
Ockenfeld se interrumpió preguntándole con la mirada el nombre.
– Marcelino Soto.
– Marcelino Soto, la víctima, parece ser que era una persona muy apreciada entre los ciudadanos españoles y el consulado ha manifestado su conmoción ante esta muerte violenta. La cónsul se ha puesto a nuestra disposición y nos ha ofrecido la colaboración del consulado. Por otro lado, comisaria, ha dado a entender que esperan por nuestra parte el trabajo eficiente y concienzudo propio de la policía alemana.
En otro momento de su carrera, cuando era novata, una frase así hubiera tenido como consecuencia cuando menos una sonrisita irónica, ahora se limitó a asentir.
– Tanto la cónsul como yo esperamos ser informados puntualmente de sus progresos.
La noticia de la muerte de un español había corrido a una velocidad pasmosa en la colonia, dado que el consulado ya se había puesto en contacto con la policía.
Cornelia ya se disponía a levantarse.
– Una última cosa, comisaria, el médico de la familia nos ha pedido por medio del consulado que esperemos a mañana para hablar tanto con la esposa de la víctima como con las hijas.
– ¿El médico de la familia?
– Sí -Ockenfeld echó un vistazo a una nota que tenía sobre la mesa-, el doctor Ramón Martínez Vidal.
– ¿Y eso?
– La señora Ríos sufrió un colapso al saber la noticia. No está en condiciones de hablar con nadie.
– Sabe que esto no es posible, tenemos que hablar con la familia lo antes posible, por lo menos con las hijas.
– Tiene razón, comisaria, pero recuerde lo que ha dicho el médico español.
Familia española, médico español, consulado. Reminiscencias del pasado se abrían paso en su memoria. Recordaba que alguna vez la habían llevado de pequeña a un médico español. ¿Qué tenía? Era un recuerdo de fiebre y de un dolor muy intenso en los oídos. Un médico con el que su madre hablaba en español, un médico al que también iban las compañeras de la fábrica de su madre. Se preguntó si no sería ese mismo Ramón Martínez Vidal. No recordaba el nombre. Era pequeña y tenía fiebre; la cara del hombre se había borrado de su memoria, pero no su voz, y, sobre todo, su forma de hablar. Aunque era español, no podía pronunciar la erre, que se transformaba en una ge gutural. Era gracioso, un médico español que pronunciaba la erre como los alemanes.
Mientras se dirigía de nuevo a su despacho, se cruzó en uno de los pasillos con el subcomisario Peter Gerstenkorn, el acólito de Juncker. Al verla, quiso hacer algún gesto alusivo a la escena anterior con Fischer, pero al estar solo y no tener el apoyo de su colega, bastó una mirada admonitoria de Cornelia para que la mano con la que iba a imitar un saludo militar se detuviera antes de llegar a la frente y Gerstenkorn fingiera un picor repentino en la nuca.
Fischer la esperaba en el despacho.
– ¿Todo claro?
Cornelia asintió. El subcomisario pareció aliviado de que no se hubiera puesto trabas a su trabajo en el equipo. Ella no le dijo nada, pero también lo estaba. Había temido alguna objeción por parte de Ockenfeld, o un comentario sobre Fischer, sin embargo, todo había sido fácil. Demasiado fácil, le decía una voz interior que se apresuró a extinguir.
– Llama a la familia y diles que pasaremos a hablar con ellos.
– ¿Cuándo?
– Enseguida.