Se sentaron alrededor de una mesa de mármol, pidieron los cafés y uno tras otro siguieron el ritual de acercarse al mostrador de los pasteles para escoger. Cuando la camarera apareció con los pedazos de pastel acompañados de enormes bolas de nata, los tres policías dieron rienda suelta a la euforia. Un caso resuelto, el otro a punto.
– ¡Cuatro pedazos! ¿Quién se ha pedido dos?
– Yo.
– Pero, Reiner, ¿no querías comer más sano?
– Pero si es todo sanísimo. Tarta de frutas. Si eso no es sano, ya me dirás qué lo es.
Intercambiaban los platos para dar a probar a los otros mientras engullían cucharadas de nata. Cornelia observaba disimuladamente a Fischer buscando alguna pista. Parecía algo más relajado, pero aun así le había extrañado que en esa ocasión no hubiera hecho ninguna alusión a su mujer, que siempre insistía en que debía cuidarse y procurar no engordar.
– Prueba éste.
– Es que no puedo más. Necesito otro café.
El sonido del teléfono de Cornelia los sobresaltó. Miró en la pantalla, la estaban llamando de la Jefatura de Policía.
– Cornelia, aquí Uschi. Creo que tengo un regalito para ti. Hemos cazado a dos miembros de la banda de Miroslav Rima‹¿. Estaban pasando drogas en la Konstabler Wache. He pensado que la noticia te podría interesar.
– Por supuesto.
Dio buena cuenta de un enorme trozo de Sacher antes de dirigirse a sus compañeros expectantes.
– Creo que ya lo tenemos. Han pillado a dos de los de Rimag.
Terminaron a toda prisa los pasteles y, como habían llegado en tres autos, se fueron por separado hacia la Jefatura.
Llegaron casi a la vez. Ursula Obersdörfer los estaba esperando. Cuando se lo presentaron, miró con curiosidad a Müller, al que no conocía. Saludó con afecto a Fischer que lanzó una mirada furtiva a la curva que ya se pronunciaba en el cuerpo de la policía.
– Ahí los tenéis -los acompaño hasta los cuartos de interrogatorios-. En el cuarto de la derecha, Goran Nemec, un concentrado de mala leche, malos modos y mal alemán, aunque parece inteligente. Es la primera vez que lo detenemos, aunque esto no significa que su conducta haya sido impecable hasta ahora.
Les tendió unos papeles.
– El del cuarto de la izquierda es Mirko Suker, tres detenciones por peleas y altercados en el pasado medio año. Ochenta y cinco kilos en canal de músculo descerebrado.
– ¡Uschi!
– ¿Qué quieres? Habla con él y verás.
– No, me quedo con el otro. Reiner, Suker es tuyo y de Müller. Los dos hombres se dirigieron juntos a la habitación. Ursula Obersdörfer le dio un codazo en las costillas a Cornelia.
– ¿Ves? Si en el fondo te gusta. ¿De verdad que no quieres volver?
Cornelia negó con la cabeza.
– Por cierto, muy mono el nuevo.
– No digas burradas -replicó al instante Cornelia para evitar enrojecer-. ¿Cómo está Rima??
– Mal, muy mal. Su estado se ha agravado. Pinta fatal para Ullusoy.
– Lo siento por él, pero más por Rima?.
Entró en la sala. Nemec tendría unos diecisiete años, pero su mirada y sus gestos eran los de un adulto. Cornelia se sentó ante él. La escena repetía la que había tenido con Mehmet Ullusoy. Y, del mismo modo que Ullusoy, Nemec se dirigió a ella con descaro, tuteándola. Como con él, ella lo ignoró y empezó el interrogatorio siguiendo el protocolo que había interiorizado después de haberlo repetido en tantos casos. Llevaba consigo copias de los anónimos que había recibido Marcelino Soto. Procuró que no trasluciera demasiado interés cuando le preguntó:
– ¿Dónde estuvieron usted y sus amigos el martes pasado?
Sólo cinco minutos más tarde Ursula Obersdörfer vio salir a Cornelia de la sala.
– Uschi, ¿podrías decirle a Müller que venga enseguida?
Müller entró en la sala donde Cornelia interrogaba a Nemec. Obersdörfer observó que Cornelia le hablaba con rostro preocupado. El agente abandonó la habitación, pero no regresó al cuarto donde estaba Fischer, sino que se marchó corriendo hacia la parte del edificio donde estaba su departamento.
– ¿Qué pasa, Cornelia?
– Ya te lo diré, Uschi. Cuando vuelva Müller.
Cornelia se encerró en la sala con Nemec, pero no le preguntó nada más. Fueron pocos pero largos minutos en los que en salas de interrogatorio contiguas se desarrollaban dos escenas muy diferentes. En una, Reiner Fischer se movía sin cesar y hablaba con vehemencia a un joven de brazos cruzados sobre el pecho y ojos cada vez más asustados. En la otra, Cornelia Weber y Goran Nemec se miraban sin verse en silencio.
Finalmente apareció Leopold Müller. Se dirigió con pasos rápidos a la sala donde esperaba Cornelia. Obersdörfer se quedó en la puerta. Cornelia y Müller salieron juntos.
– ¿Qué ocurre?
– Ya podemos decirle a Reiner que lo deje.
– ¿Por qué?
– Lo de los yugoslavos era sólo humo.
– ¿Por qué?
– La noche en que murió Marcelino Soto estaban detenidos en una comisaría de Offenbach porque se habían pegado con unos albaneses.
Más que sentarse, Cornelia se dejó caer sobre un banco del pasillo.
– Goran Nemec tenía muchas ganas de hablar. Cuando le he preguntado, ha cantado al momento y se ha puesto a fanfarronear diciendo que esa noche estaba en Offenbach -Cornelia miró sus apuntes- «dándose de hostias con unos albaneses de mierda por razones históricas».
– ¿Razones históricas?
– Eso ha dicho. He pedido a Müller que comprobara la información con los colegas de Offenbach y nos lo han confirmado.
– ¿Por qué no teníamos esa información en los ordenadores?
– Offenbach no es América y esto no es la tele.
– ¿Cómo?
– Palabras del colega de Offenbach.
– ¿Y los anónimos?
– Ullusoy dijo la verdad, los escribieron los yugoslavos, pero ellos no le tocaron ni un pelo a Soto. Me lo ha dicho.
– ¿Te lo crees?
– Sí. Nemec es de los que necesitan presumir de sus machadas. Tengo la impresión de que no tiene tanta calle como pretende hacer ver y lo quiere compensar magnificando cada cosa que ha hecho. Me dijiste antes que era la primera vez que lo veíais, ¿no?
– Así es. He comprobado sus datos. Lleva poco tiempo en Alemania.
– Lo imaginaba. Es un tipo listo. Se habrá unido hace poco a la banda y estará haciendo méritos para dejar de ser el pardillo. Por eso necesita presumir de cualquier cosa que haga. Ahora que lo hemos cazado, subirá varios puestos, y tal vez consiga hacerse el amo en caso de que Rimaç no salga de ésta. Unos meses de reclusión dan mucho caché. Estos no han sido. De todos modos, muchas gracias, Uschi.
Ursula Obersdörfer le puso una mano sobre el hombro y la dejó marchar sin decir nada. Cornelia se dirigió a su despacho. Se sentó delante del ordenador. Fischer entró poco después con Müller. Ambos la miraban compungidos, como si fuera culpa suya que los yugoslavos no hubieran matado a Soto.
– Mejor escribimos ya los informes.
Müller entendió y se fue a su cuarto.
Al cabo de unos minutos Cornelia se dirigió a Fischer:
– ¿Puedo leer el tuyo?
– Lo tengo casi terminado. No había mucho que escribir.
– ¿Puedo verlo?
– No cambiará nada.
– Lo sé. ¿A ti nunca te han dolido las muelas?
– Alguna vez, pero…
– Es más o menos lo mismo. Te duele una muela y no puedes dejar de pasar la lengua por encima. No arregla nada, más bien acentúa el dolor, pero no hay manera, tienes que tocarla con la lengua, rodearla, presionarla, hasta que se te hace una llaga en ella. ¿Me pasas el informe?
Fischer se levantó y le dio las dos páginas que ya tenía impresas. Cornelia se sumergió de inmediato en su lectura. El subcomisario se apresuró a finalizar el resto, antes de que ella terminara. Le pasó la última página con las conclusiones. Cornelia siguió leyendo, tomó un par de notas y sin decir palabra empezó a revisar todo lo que tenían sobre el caso, aunque ambos sabían que no iba a encontrar nada nuevo. Pero así ninguno estaba obligado a hablar.
El silencio se prolongó durante casi una hora. Lo interrumpió la entrada de un agente.
– ¿Comisaria Weber? Me han dicho que me ponga en contacto de inmediato con usted. Han encontrado a la señora Magdalena Ríos muerta en su casa. Suicidio.