DUELO

La riada había convertido la circulación en una utopía. Por suerte, pensó Cornelia, la bomba de la estación de mercancías ya había sido desenterrada. Se lo contaba Fischer en el coche:

– La han retirado alrededor de las once y la harán estallar en un terreno militar.

Cornelia echó un vistazo por el retrovisor a la ciudad, detrás de ellos se dibujaba el perfil de las torres altísimas del barrio financiero.

– ¿Cuántas quedarán enterradas?^

– En la radio han dicho que en Francfort cayeron más de cinco toneladas y por lo menos el cinco por ciento de las bombas lanzadas no estallaron, si se tiene en cuenta que era imposible encontrarlas todas…

– Tiene una la sensación de moverse sobre un lecho de munición.

– Mejor es no pensar en estas cosas.

– Tienes razón.

Y por eso no le contó que en ese momento se le acababa de cruzar por la cabeza la imagen de que no sólo muchas bombas no fueron encontradas, sino también muchos cuerpos. Y pensó que teniendo en cuenta la cantidad de guerras habidas, no debía quedar un metro de suelo en el que no se encontrara alguien sepultado. Al llegar a este punto, pensó que habría sido mejor decírselo a Fischer porque él enseguida hubiera cortado esta cadena con un «no seas morbosa», tan seco como higiénico. Pero otro tema era más urgente.

– Reiner, ¿estás bien?

El subcomisario le respondió sin apartar la vista del tráfico.

– Pues claro.

– ¿Y lo de esta mañana? Estuve esperándote en el río y después en el despacho.-No volverá a ocurrir.

No era eso lo que quería escuchar, pero tampoco quiso insistir. Estaban llegando a casa de la familia Soto.

Los Soto vivían en una villa al sur de la ciudad. La casa quedaba en una callecita lateral que aún conservaba el adoquinado original. Al contrario que en el resto de la ciudad, las aceras estaban libres de coches. Mientras acababan con esa imagen idílica aparcando delante de la casa, vieron a una mujer de unos treinta años con un jersey de cuello alto y unos pantalones negros que salía de la puerta de entrada y se dirigía resueltamente hacia ellos. Se detuvo al llegar a la verja que separaba el jardín de la calle y esperó a que ellos llegaran allí también. Desde detrás de la verja cerrada les preguntó:

– ¿Son ustedes de la policía?

Ambos asintieron. La mujer no se movía. Tenía los ojos oscuros rodeados por ojeras violáceas que le empalidecían aún más el rostro. El pelo castaño claro estaba recogido en un moño estricto. Los miraba con fijeza.

Reiner Fischer entendió antes que Cornelia, buscó en su chaqueta y sacó el carné y le dio sus nombres y sus grados.

Entonces la mujer, que había mantenido la llave oculta en la mano derecha, la sostuvo un instante entre el pulgar y el índice, mostrándosela como si fuera el premio por haber dado la respuesta correcta. Después abrió y los hizo pasar.

– Soy Julia Soto, la hija menor.

Julia Soto los acompañó poniéndose a su lado. Llegaron en silencio hasta la puerta, que había dejado entornada. Antes de invitarlos a pasar les advirtió en voz baja:

– Mi madre está muy afectada. Por favor, tengan consideración.

Lo dijo en un tono suave pero decidido. No era un ruego. Entraron.

Los Soto habían conseguido en su casa una fusión decorativa germano-hispana en la que el denominador común era cierta ostentación pequeñoburguesa. En el vestíbulo se acumulaban las porcelanas de bailarinas de Lladró encima de mantelitos de encaje sobre muebles macizos de aire castellano. Al fondo de un largo corredor se veía lo que debía ser la cocina a juzgar por el banco de madera que, como en las tabernas tradicionales alemanas, se extendía por la pared y la esquina cubierto de cojines con flores de edelweiss como motivo. Al otro lado, Julia Soto los llevó por otro corredor en el que colgaban platos de cerámica con vistas históricas de Núremberg, Heidelberg, Bremen y Santiago de Compostela. Llegaron a un gran salón disminuido por una gigantesca estantería adosada a la pared del fondo que se vislumbraba rebosante de objetos de decoración y cachivaches. Un enorme ventanal recorría otra de las paredes de un extremo al otro, pero las cortinas de terciopelo rojo oscuro apenas dejaban entrar la luz. Necesitaron unos segundos hasta que sus ojos se acostumbraron a la oscuridad y sólo el crujido de la ropa les sirvió de orientación para poder distinguir la diminuta figura de la viuda de Marcelino Soto, envuelta en una manta que la cubría del cuello a los pies.

– Mamá, están aquí los señores de la policía.

Julia Soto se había dirigido a su madre en español con acento alemán. Hablaba con suavidad y al hacerlo había dado algunos tironcitos a la manta como para evitar que pudiera entrarle aire por algún resquicio.

– ¿Estás mejor o todavía tienes tanto frío?

La madre ladeó ligeramente la cabeza en un gesto que sólo su hija entendió.

– Te prepararé una bolsa de agua caliente. -Se volvió hacia Cornelia y Fischer y cambió de idioma. -Mamá siempre ha sufrido mucho con el frío en Alemania. Pero siéntense, por favor.

Les indicó un par de sillones donde se acomodaron. En cuanto Julia Soto se fue, se apresuraron a quitarse las chaquetas. Sudaban mientras Magdalena Ríos tiritaba de frío. En algún lugar de la casa se oía cómo Julia Soto abría y cerraba cajones. La oyeron hablar. Había alguien más en la casa. Cornelia pensó que quizás era la otra hija de los Soto. Pero ¿por qué no venía y se presentaba? ¿Por qué no se quedaba una con la madre mientras la otra preparaba la bolsa de agua caliente? A la vista del estado de postración de Magdalena Ríos, Cornelia pensó que sería mejor esperar a que volviera la hija antes de hablar con ella. Sabía, además, que Reiner no abriría la boca. Del mismo modo en que era tenaz y a veces inmisericorde cuando interrogaba a sospechosos, era incapaz de decir una palabra cuando se trataba de hablar con los familiares o allegados de las víctimas. En esas situaciones esperaba que Cornelia tomara la iniciativa e intervenía sólo cuando le parecía que el peligro de una explosión emocional era más improbable. Con los años había desarrollado un sentido finísimo para notar en qué punto la curva emocional era más baja, en qué momento el puro agotamiento hacía que el dolor se atenuara un poco antes de subir de nuevo como un surtidor incontenible. En esos instantes de calma relativa se oía la voz de Fischer; en cuanto aparecían de nuevo las emociones, se retiraba y cedía el terreno a Cornelia. A ella le recordaba a esos niños que en la playa tienen miedo de las olas y esperan en la orilla a que la resaca las aleje para recoger a toda prisa piedrecillas y conchas y salir corriendo con las manos cargadas en cuanto asoma la primera espuma.

Así, esperaron en silencio. Los ojos ya se les habían habituado a la escasa luz que entraba por la puerta del salón a sus espaldas. Los contornos iban ganando en claridad y podía ver ahora a Magdalena Ríos, que estaba más caída que sentada en un sofá voluminoso que parecía engullirla. A pesar del calor asfixiante, seguía cubierta con la manta hasta la barbilla. La viuda tenía los ojos cerrados, quizá también esperaba a que volviera su hija. Seguía completamente inmóvil, como si sufriera una parálisis. Algunos mechones de cabello castaño claro le caían sobre la frente.

Unos minutos más tarde regresó Julia Soto. Observó a ese grupo silencioso un poco desconcertada desde el umbral de la puerta. Con la bolsa de agua caliente en las manos, se dirigió a su madre. Levantó un poco la manta y metió la bolsa dentro. Por primera vez, Magdalena Ríos se movió. Las manos bajo la manta agarraron la bolsa y la pusieron sobre el abdomen. Julia Soto le apartó los mechones de la cara.

– Mamá, que están aquí los señores de la policía.

Magdalena Ríos los miró. Tenía los ojos hinchados.

– Señora Ríos, sentimos mucho molestarla en estos momentos -empezó Cornelia en alemán-. Soy la comisaria Cornelia Weber Tejedor y éste es mi colega, el subcomisario Reiner Fischer…

Magdalena Ríos la interrumpió.

– ¿Tejedor ha dicho? ¿Es usted española?

Hablaba el alemán con un fuerte acento español.

– Mi madre es española.

Magdalena Río se incorporó ligeramente.

– ¿De dónde? Igual la conozco. Nosotros somos de Lugo.

– Mi madre es de Orense, de Allariz.

La viuda se enderezó un poco más.

– ¡No me diga! ¿No será usted la hija de Celsa Tejedor?

Cornelia asintió. Magdalena Ríos se dirigió a su hija en español.

– Fíjate. La comisaria es la hija de la Celsa. -Se volvió hacia Cornelia-. Su madre y yo hace años que nos conocemos. Ahora nos vemos poco, casi siempre en la fiesta del 12 de octubre del consulado español, pero antes, cuando éramos jovencitas, hacíamos muchas cosas juntas. Eramos muy amigas. Intimas.

Julia Soto sonrió y dirigió una mirada a Cornelia que ella interpretó de gratitud por haber conseguido sacar a su madre de la absoluta apatía. Con movimientos pausados, consciente de la fragilidad del momento, se sentó al lado de su madre sobre el brazo del sillón y puso una de las manos sobre el regazo de la viuda, que no apartaba la vista de Cornelia.

– No se puede negar que es usted hija de la Celsa. -Magdalena Ríos se dirigió a Cornelia en español-. Ahora que la veo mejor, me la recuerda usted muchísimo, pero el pelo clarito lo tiene usted de Horst. ¡Qué buena persona es su padre, comisaria! Eso no se podía decir de todos los alemanes que trabajaban con nosotros en la fábrica.

Adelantándose al reproche que iba a venir de su hija, se dirigió a Cornelia.

– Es verdad, niña, que algunos nos miraban como si fuéramos, yo qué sé, bichos raros, y los capataces, cuando hacías algo mal, te gritaban en alemán, que no entendías nada. Pero Horst siempre fue muy paciente y te enseñaba cómo hacer las cosas y cómo se llamaban. Señalaba una pieza y te decía despacito el nombre en alemán y tú lo repetías y al cabo de un rato volvía y te la señalaba otra vez y se ponía tan contento si sabías todavía el nombre que tú ibas aprendiendo sin darte cuenta. Y claro que se tuvo que fijar en la Celsa, que era la más rápida para aprender. -Se volvió de nuevo hacia Cornelia-. Tendría que haberla visto a su madre entonces, siempre nos hacía reír con sus ocurrencias. Siempre ha sido muy graciosa.

El rostro de Magdalena Ríos se ensombreció de repente.

– Como mi pobre Marcelino.

Las lágrimas empezaron a resbalarle por las mejillas y a gotearle de la barbilla. Una de sus manos surgió de las mantas, los dedos buscaron en el aire hasta que encontraron la mano de su hija y se aferraron a ella con fuerza. Durante unos instantes permanecieron todos en silencio, sólo se oía el sollozo contenido de la viuda y los suaves golpecitos con que su hija trataba de consolarla. Nadie parecía poder romper el silencio. Cornelia se sentía obligada a decir algo, pero no sabía realmente qué, ni en qué idioma. ¿En alemán, como comisaria de policía? ¿En español, como la hija de la Celsa? Absorta en este dilema, no percibió de momento el murmullo de la viuda. Era como una especie de letanía; al principio no podía entender las palabras, pero poco a poco se perfilaron en sus oídos.

– Mi pobre Marcelino, en el agua, con este frío, con este frío.

El cuerpo de la viuda se fue encogiendo. Temblaba. La hija la envolvió de nuevo en la manta y la abrazó con fuerza. La madre apoyó la cabeza sobre su hombro y empezó a llorar desconsoladamente; con la voz entrecortada por los sollozos repetía sin cesar «en el agua, con este frío».

Cornelia miró a Fischer. Su compañero se había sentado con el torso adelantado, los codos sobre los muslos y la barbilla apoyada en los puños cerrados. No podía verle bien la cara, pero sabía que estaba conmovido a pesar de que no había entendido lo que decía Magdalena Ríos. Se levantó. Fischer la imitó en el acto.

– Lo siento, no deberíamos haberla molestado en estas circunstancias. Ya volveremos en otra ocasión, cuando se sienta un poco mejor.

Habló en alemán, para poder escudarse detrás de la lengua y porque estas palabras formales sólo sabía emplearlas en ella. De todos modos, daba igual, porque Magdalena Ríos no la escuchaba. Su hija asintió con la cabeza, pero con la mano les dio a entender que la esperaran fuera del salón. Cornelia y Fischer se dirigieron al vestíbulo. Permanecieron en silencio. Desde allí se oía el llanto de la viuda, la letanía que iba repitiendo y la voz de su hija que sonaba en la distancia como una canción de cuna. Esa forma de duelo era para Cornelia a la vez ajena y propia. El dolor manifestado sin tapujos era un recuerdo de su infancia y adolescencia, la muerte de sus abuelos maternos, dos estancias en Allariz, mujeres vestidas de negro velando un ataúd, llantos, gritos, abrazos, desmayos, oraciones. Nada que ver con la contención alemana, las lágrimas secadas nada más surgir, el luto restringido al ámbito del cementerio. El duelo de Magdalena Ríos era perturbador, excesivo a la vez que familiar y, de algún modo, necesario.

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