LES PRESENTO A ESMERALDA VALERO

Müller le dio la dirección. Era en una calle algo escondida cerca del Oeder Weg. Aparcó el coche y se dirigió al número que Müller había indicado. Vio a Fischer apoyado en un coche cerca de la casa. Le había dicho que la aguardara porque le parecía innecesario que llegaran en tres turnos. Él por lo visto no la esperaba todavía porque cuando le dio un golpecito en el hombro, saltó asustado y se apresuró a cerrar el libro que estaba leyendo y a ponerlo dentro del ejemplar del periódico Bild Zeitung que llevaba debajo del brazo. Era un gesto extraño en Fischer, que más bien tendía a mostrar y a comentar los temas que le ocupaban, fueran los resultados del Eintracht, los catálogos de IKEA o, como recordaba ahora Cornelia, durante una temporada la astrología. Lo normal en él hubiera sido que hubiera mantenido el libro en la mano y le hubiera resumido, quisiera o no, lo que acababa de leer. Ahora, en cambio, lo había escondido debajo del periódico, la había saludado y sin hacer comentario alguno sobre lo que estaba leyendo se había dirigido con ella a la puerta del burdel. No llegaron a tocar el timbre. Una chica les abrió la puerta.

– Su compañero los espera dentro.

Vestía un traje chaqueta de color gris claro más propio de un banco que de un burdel. Los guió por el pasillo de la casa decorada de forma acorde con su vestimenta, muebles de diseño minimalista, escasa pero selecta decoración. Con un gesto breve giró la manecilla y empujó la puerta a la vez.

Vieron a Müller sentado frente a Esmeralda Valero en una habitación más bien fría que podría haber sido también la sala de espera de un médico caro. Hablaban en español. Ambos se levantaron a verlos entrar. Müller se dirigió a ellos en alemán.

– Buenas tardes, comisaria. Buenas tardes, subcomisario. Les presento a Esmeralda Valero.

La muchacha les dirigió una sonrisa tímida y se acercó a ellos con la mano tendida. Mientras saludaba a Fischer, Cornelia dirigió un gesto de aprobación a Leopold Müller para agradecerle la delicadeza con que había abierto el encuentro. Otro los habría recibido con un «aquí la tenemos», como si hubieran cobrado una pieza de caza.

Los cuatro quedaron de pie. Antes de sentarse Cornelia preguntó a la muchacha.

– ¿Le importa que le tomemos declaración aquí o prefiere venir a la Jefatura?

– Mejor aquí. Después empieza mi turno y así no pierdo el día -respondió Esmeralda Valero con absoluta naturalidad.

Tenía una voz muy tenue, casi infantil, que no estaba acorde con su cuerpo, mucho más opulento que lo que el uniforme que la cubría en la foto permitía adivinar.

Tras unos momentos de vacilación, se decidió tácitamente quién se sentaría dónde. Esmeralda escogió por instinto un pequeño sofá enfrente de los otros tres. Cornelia ocupó otro sofá y Fischer y Müller se acomodaron juntos.

Müller sacó un bloc de notas justo cuando Fischer metía la mano en el bolsillo de la chaqueta para hacer lo mismo. Fischer frustró el gesto y dejó la mano vacía reposando sobre el muslo.

Cornelia empezó hablando en alemán.

– ¿Me entiende bien si le preguntó en alemán?

Esmeralda la miró un poco avergonzada.

– No mucho.

Cornelia cambió el idioma.

– Entonces hablaremos en español. Señora Valero, ¿sabe por qué estamos aquí?

– Su compañero me lo ha dicho. Los Klein me están buscando, pero yo no quiero volver a su casa, ni que sepan dónde estoy.

– ¿Por qué, señora Valero? Parecen preocupados por usted, sobre todo la señora Klein.

Esmeralda esbozó una sonrisa triste antes de hablar.

– ¡Pobre señora! ¿Sabía usted que hace tres años perdieron a su hijo en un accidente automovilístico? Qué tristeza, ¿verdad? Yo ya tengo dos y vendrán más, seguro. La señora Klein tenía sólo uno y lo perdió. Me da mucha pena la pobre mujer. Es buena, aunque a veces parece un poco ida.

– Entonces, ¿por qué dejó la casa?

– Por él, por el señor Klein.

– ¿Qué sucedió?

Esmeralda Valero buscaba palabras. Cornelia dio tiempo a la muchacha.

– Se propasó, se propasó conmigo.

– ¿Quiere decir sexualmente?

– Sí, señora.

– ¿Qué sucedió?

– Me cuesta hablar de estas cosas, comisaria. Una cosa es hacerlas y otra contarlas. Cuando trabajo aquí procuro no pensar en lo que hago y en lo que me están haciendo. Me muevo y hago lo que me piden, pero pienso en otras cosas. A veces rezo. Pero no quiero explicarlas.

– Lo puedo entender y créame que siento tener que pedírselo, pero necesito saber más. ¿Qué pasó y cuándo?

– Cuando ya llevaba más de un mes. Al señor no lo veía casi nunca porque siempre está de viaje, pero un día de pronto pareció fijarse en mí y empezó a mirarme, me saludaba, me sonreía. Yo le devolvía la sonrisa, pero nunca, lo juro por mis hijos, le di motivos para más. Pero un día que la señora no estaba en casa esperó a que estuviera cambiándome de ropa, entró en la habitación, cerró la puerta y allí mismo me forzó. Me amenazó diciéndome que sabía que no tenía papeles y que haría que me echaran del país.

– ¿Fue ésta la única vez?

– No, aprovechaba cualquier oportunidad. En un par de ocasiones, comisaria, incluso en la habitación del hijo muerto.

Calló. Cornelia tampoco necesitaba preguntar más. Imaginaba lo difícil que había sido contarlo. Pero Esmeralda siguió. Su mirada se había endurecido.

– ¿Sabe una cosa? Cuando me captaron para venir a trabajar a Alemania, me ofrecieron las dos posibilidades, trabajar en el servicio o en la prostitución. Aunque en el servicio se gana menos y hay que quedarse más tiempo fuera, lo escogí porque no quería ensuciarme. Después vi que me había equivocado, que tenía que hacer lo mismo y encima quitarles la mierda de la casa por cuatro euros. Llamé a la chica que nos había traído y le dije que me lo había pensado mejor. A los dos días tenía trabajo aquí. Desaparecí sin decir nada porque no quería que Klein me encontrara. Ni pagando lo quiero hacer otra vez con ese cerdo. Una compañera me ha dicho que debería denunciarlo.

– Por eso fue a doña Carmen.

– ¿Se lo dijo Gloria, la colombiana?

Cornelia asintió.

– Es buena gente.

La dureza se esfumó de su voz. Miraba tranquila a la comisaria.

– Lamentablemente tendré que dar parte de su localización. Lo siento mucho, es mi obligación.

– Haga lo que tenga que hacer, comisaria. Pero ¿puedo seguir trabajando hasta que me echen?

Esmeralda hablaba de nuevo con serenidad. Era como si la protegiera un escudo invisible que hacía que nada consiguiera inmutarla, excepto el recuerdo de Klein.

– ¿Cuándo pensaba regresar a su país?

– En dos meses.

– No puedo mantener esto abierto durante tanto tiempo.

Al escuchar estas palabras, Müller dejó de tomar notas y la miró sorprendido. Fischer, que estaba sentado con aire ausente, notó que algo estaba sucediendo, dio un codazo en las costillas a Leopold Müller y pidió explicaciones en alemán. Los dos hombres empezaron a cuchichear. Las mujeres se miraban en silencio. Fue Esmeralda la primera en hablar.

– Si regreso antes de lo convenido, tendré que darles a los que me trajeron casi todo el dinero que gané. Ellos pagaron los pasajes. Y una vez les devuelva ese dinero, me quedará muy poco.

– Lo entiendo, pero sabe que debería detenerla ahora mismo. Si la repatrían, nadie podrá reclamarle ese dinero.

– A esta gente eso les importa bien poco. Lo que cuenta es que las chicas cubramos gastos y paguemos lo convenido. Estoy en sus manos, comisaria. Necesito ese dinero, por eso he pasado por lo que he pasado.

– ¿Presentará denuncia contra Klein?

– ¿Es la condición para que me deje trabajar un tiempo más?

Müller traducía simultáneamente la conversación a Fischer. Había cerrado el bloc. Esmeralda Valero dijo en tono resuelto:

– Lo haré, pero deme dos semanas.

– Lo pensaré. Mientras tanto nadie sabrá su paradero.

Müller guardó el bolígrafo en un bolsillo de la chaqueta.

– Después sabe que no se le permitirá regresar. Marcarán su pasaporte.

– No creo que quiera volver, comisaria.

Abandonaron el burdel. Cuando Cornelia estuvo segura de que nadie los podía escuchar desde la casa se dirigió a sus colegas.

– De momento ni una palabra a nadie. ¿Estamos todos de acuerdo?

– Es nuestra obligación dar parte, comisaria -dijo Müller.

– Esta muchacha nos ha pedido un poco de tiempo. Si se lo damos, quizá se atreva a declarar contra Klein.

– Una emigrante ilegal que además trabaja en la prostitución contra un respetable banquero alemán. ¿Tiene sentido? -insistió Müller.

– No lo sé, pero sería lo justo. Además, la van a expulsar de todos modos, ¿qué más da un día más o menos?

– Está claro, comisaria.

– Ockenfeld se nos va a merendar vivos, Cornelia -advirtió Fischer.

– Yo me encargaré de hablar con él, pero nadie debe saber que hemos encontrado a Esmeralda Valero hasta que no tengamos asegurado que Klein no sale impune de ésta. Repito: ¿estamos todos de acuerdo?

Esta vez ambos asintieron.

– ¿No os parece que nos merecemos un premio? -Fischer miraba en dirección al Oeder Weg-. Os invito a pastel en el Café Wackers.

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