Se levantó sudorosa, con los ojos y la garganta resecos. Había puesto la calefacción al volver a casa y al acostarse había olvidado apagarla. También le dolía la cabeza. De un armarito del baño sacó un frasco de lágrimas artificiales. ¿Cuánto tiempo llevaba abierto el frasquito? ¿Había olvidado anotarlo? Imposible. Ella no. Había sido Jan. Sintió que los ojos se le llenaban de lágrimas.
– Bueno, así no necesito las malditas gotas. -dijo en voz alta intentando sonreírse en el espejo para eliminar esa mezcla de autocompasión y rabia que empezaba a asociar al nombre de su marido.
La aspirina sí la tomaría. Nunca debería haber leído el prospecto, se dijo, pero necesitaba una cabeza clara. Tenía un largo día por delante. Se tragó la aspirina. «Una simple dosis de aspirina diaria protege a determinadas personas de sufrir un infarto de miocardio.»
Se encontraron como habían acordado a las ocho. Le hubiera gustado sentarse unos minutos con los compañeros para hacer un breve balance, pero Müller, que se había levantado y miraba por la ventana se volvió para decirles:
– Ahí llega el jefe. Acaba de pasar el Mercedes de Ockenfeld.
– Me temo que habrá hablado con Klein y le habrá comentado que buscamos a Esmeralda en los burdeles de Francfort. No creo que ni él ni su esposa se hayan alegrado de la noticia, así que lo mejor es que desaparezcamos antes de que Ockenfeld tenga tiempo de quitarnos el caso -dijo Cornelia.
– ¿Y Soto? -dijo Fischer.-Si, como parece, los anónimos son de una banda de jóvenes extorsionistas, los tendremos en breve. El caso Soto, aunque suene duro decirlo, se ha trivializado, mientras que la historia en apariencia más trivial está empezado a adquirir interés.
– Morbo, querrás decir -dijo Fischer.
– También -concedió Cornelia-. Y antes de que eso asuste a los implicados, es mejor que nos pongamos en marcha. No tenemos mucho tiempo. En cualquier momento el jefe nos puede apartar del caso. Si no lo ha hecho es porque las explicaciones que nos debería dar lo incomodan. ¿Dónde tenemos las listas de los burdeles?
Marcaron en el mapa de la ciudad las zonas y repartieron los burdeles antes de dirigirse al aparcamiento. Al abandonar el despacho Cornelia y Fischer caminaban juntos. Leopold Müller iba detrás de ellos por el pasillo.
– ¿De verdad que el perro de la Marx se llama Lukas}
Cornelia asintió algo distraída.
– Mi abuelo materno también se llamaba así. ¿Por qué la gente pone nombres de personas a los perros? ¿No se dan cuenta de que pueden ofender a alguien?
– No hay que ser tan susceptible.
– ¿No? ¿Qué te parecería si fueras por la calle tranquilamente y de pronto escucharas tu nombre: «Cornelia, coge la pelotita», «No, Cornelia, no mees en ese árbol».
– Las perras no mean en los árboles.
– Ya sabes lo que quiero decir. Un perro tiene que llamarse Fido, Rex y una perra Laica o Tapsi, pero no Oskar o Marlene.
– Si tanto te preocupa, dudo que haya perros con el nombre Reiner. Incluso cada vez hay menos hombres que se llamen así. -Cornelia ignoró el gruñido de su colega-. Lo que verdaderamente es importante es que entiendas que hay que llevarse bien con Lukas.
Siguió aleccionándolo sobre la necesidad de hacer buenas migas con el perrito, pero a Fischer le preocupaba ahora otro asunto.
– Reiner es un nombre algo pasado de moda, ¿verdad?
– Un poco. Ahora los niños se llaman Jan, Philipp o Tim.
– ¿Y las niñas?
– No sé. Lea, Anna, Laura. Como siempre, nombres con muchas aes.
Se pararon delante del ascensor, sólo entonces se dieron cuenta de que habían perdido a Müller por el camino, aunque podían oír su voz. Venía de uno de los despachos que flanqueaban ambos lados del corredor. De pronto salió del despacho de Juncker. Y éste apareció detrás de él. Se reían. Juncker le estrechó la mano y le dio un par de golpecitos en el hombro que Müller recibió con agrado. La puerta del ascensor se abrió.
– ¡Müller!
Al oír su nombre, Leopold Müller se despidió de Juncker, que no se volvió. Lo poco natural de esta acción le demostró a Cornelia que quería evitar mirarla. Entraron en el ascensor. Esperó a que las puertas se cerraran. Müller seguía sonriendo.
– ¿Qué quería Juncker de usted?
– Nada. Sólo darme la bienvenida en homicidios.
– Müller, recuerde que está usted aquí de modo provisional.
No le respondió. Sólo un silencio herido, mientras Cornelia empezaba a sentir a la vez los primeros síntomas de arrepentimiento por su innecesaria brusquedad y algunas dudas razonables respecto a su convicción de haber adquirido la forma indirecta de hablar de su madre. Fischer, a su lado, parecía absorto, quizás dándole vueltas al tema de los nombres.
En el aparcamiento intercambiaron unas pocas palabras y cada uno tomó su auto. Cornelia se dirigió hacia la primera dirección de su lista, un prostíbulo situado en una de las calles laterales de la Schweizer Straße, una zona burguesa.
Después de cruzar la ciudad, llegó a la altura del río y siguió la calle que corre paralela hasta Alte Brücke. Las autoridades ya habían retirado la alarma, el sol brillaba como en un día de agosto, pero el Meno bajaba aún muy inquieto. El agua estaba teñida por el fango y en las paredes de las casas había quedado una línea gruesa del mismo color que marcaba la altura que había alcanzado la riada; una riada que no iba a pasar a los anales de la ciudad. Daños, pero para eso estaban las compañías de seguros. Y el único muerto no se había ahogado. Conducía al lado del río en la dirección contraria a la corriente. De vez en cuando todavía pasaba algún tronco veloz de largo. Pensó en el cuerpo de Soto vapuleado en el Alte Brücke. ¿Cuántos kilómetros habría flotado? Pocos. Según el informe más detallado de Pfisterer, el cuerpo había caído no muy lejos del lugar en el que había sido encontrado y había pasado casi toda la noche atrapado en el puente, escondido por la oscuridad y los matorrales. Pfisterer le había hecho llegar el informe de modo casi clandestino. No había usado el fax y le había enviado el texto en un sobre sin el logotipo del Instituto de Medicina Forense, para que nadie pudiera verlo como una señal de que la huelga de celo flaqueaba.
Por fin tenían algo. En este caso, la solución que ya se apuntaba parecía una burla del destino. Era una triste ironía que alguien tan querido en su entorno, alguien que parecía llevar un escudo protector de aprecio general cayera víctima de un grupo de extorsionistas a los que seguramente se les había ido la mano. Sin embargo, había en ello una nota discordante. El informe del forense confirmaba que Soto no había luchado con su asesino, que la muerte le llegó sin previo aviso, por detrás. No es lo que se espera de alguien que pretende conseguir dinero a fuerza de intimidaciones. Lo normal en estos casos es que haya violencia física, pero no se mata a la fuente del dinero. Y si es así, se hace porque se quiere advertir a otros de las consecuencias de ofrecer resistencia. Pero Marcelino Soto no había sido golpeado, ni cuando lo mataron ni anteriormente. Pfisterer no había detectado ninguna lesión, ni moraduras, ni un mal rasguño que no fuera posterior a la muerte. Las contusiones que presentaba el cuerpo se debían a los objetos que lo habían golpeado en el agua. ¿O se encontraban ante una nueva forma de violencia de los grupos de extorsionistas? Un muerto para amedrentar de tal modo que nadie osara oponer la más mínima resistencia. Si era así, las cosas estaban peor de lo que suponía.
Giró a la derecha para tomar el puente hasta Sachsenhausen. ¿Por qué había tenido que ser tan desagradable con Müller? Lamentó su falta de control. Reaccionaba a Juncker y todo lo que tuviera que ver con él de una forma casi alérgica y Müller había pagado las consecuencias. Aparcó, tras una larga búsqueda, a varias calles de distancia. Estaba en la parte más elegante del barrio, calles de edificios de finales del XIX con cuidados jardines delanteros, verjas de hierro forjado y muchos rótulos de abogados y asesores financieros. A pesar de la hora, delante del burdel ubicado en un señorial edificio finisecular había aparcados ya varios autos caros. Dos hombres que podrían ser clientes salían del edificio. Parecían ejecutivos en una negociación. Seguramente eran ejecutivos entre dos negociaciones. Cornelia entró y se identificó también con discreción. No iba a hacer una redada, así que no se trataba de asustar a la clientela o causar problemas al dueño, que ahora salía a recibirla con el aire neutro y profesional de un agente inmobiliario.
– Adolf Roth, soy el gerente de esta casa.
¡Adolf! ¿Qué padres habían llamado a un hijo así después de la guerra? Un nombre artístico no era. Roth no llegaba a los cuarenta, aunque los excesos alcohólicos visibles en las venillas que le surcaban la nariz más los abusos evidentes del solario le habían ajado prematuramente la piel. Roth había nacido, pues, en la década de 1960. ¿Quién se había atrevido a poner ese nombre a un hijo en esa época? ¿Sabrían los padres que al final su Adolf les había salido proxeneta?
– ¿En qué puedo servirla, comisaria?
Hablaba con un ligero acento del norte, quizá de Hamburgo, pero tenía la tez oscura y el pelo rizado y negro recogido en una coleta. Un distintivo del oficio. La hizo pasar al despacho del que venía, una habitación de techo muy alto decorada con cuadros cuyo denominador común era la representación estilizada y algo cursi del sexo. Seguramente todo lo contrario de lo que estaba sucediendo en éste y otros burdeles de la ciudad. Mientras tomaba asiento frente a él, Cornelia recordó que, según las estadísticas, apenas quedaban prostitutas alemanas. Casi todas eran latinoamericanas o asiáticas. Las alemanas se retiraban en vista de los precios bajísimos, reventados por la competencia extranjera, el miedo al sida y, sobre todo, la creciente brutalidad de los clientes. Lanzando una mirada de soslayo a las patas de la mesa de caoba de Roth, que eran cuerpos de mujeres desnudas entrelazados para formar columnas salomónicas, le explicó el motivo de su visita:
– Estamos buscando a una muchacha desaparecida.
No bien hubo pronunciado estas palabras, el dueño del burdel se echó para atrás en su sillón haciendo un gesto de rechazo.
– Aquí todas las chicas están registradas.
Cornelia no tenía competencias en esos temas, pero al notar la actitud defensiva que Adolf Roth había adoptado, decidió dejarlo hablar. Había aprendido que cuando las personas empiezan a justificarse sin motivo, a dar explicaciones no pedidas, acaban contando lo que querían ocultar. Alentado o intimidado por el silencio de la comisaria, Roth empezó a sacar papeles de un archivador de metal que tenía detrás de la mesa.
– Mire, comisaria. Todas registradas, todas controladas sanitariamente. Chicas limpias y sanas. Que han venido aquí a trabajar por propia voluntad y se irán cuando quieran. Aquí no obligamos a nadie y ninguna viene engañada. Cuando las recluían en sus países de origen, en Colombia, en la República Dominicana, en Tailandia -mientras enumeraba los países iba depositando fichas de mujeres sobre la mesa como si estuviera echándole las cartas-, ya saben a qué vienen aquí. Y, no nos engañemos, sus familias también, aunque cuenten a los demás que trabajan de mucamas o secretarias. Cuando han ganado bastante, vuelven a casa, con sus padres, maridos e hijos, y si necesitan plata otra vez, regresan de nuevo a Europa. Algunas tienen otros lugares de trabajo: limpian en oficinas o en casas privadas y en temporada alta se sacan un extra aquí.
– ¿Temporada alta?
– Las ferias. En septiembre la del automóvil, muy buena, para nosotros. No damos abasto. O la feria del libro en octubre. La mejor para nuestro negocio. Las chicas pueden girar mucho dinero a casa.
Adolf Roth pareció relajarse después de esta explicación. Se apoyó sobre uno de los brazos de su sillón y se arregló la coleta mientras seguía hablando.
– Mire, el cincuenta por ciento de las chicas que trabajan actualmente en esta casa están aquí por segunda o tercera vez.
– Muy interesante, señor Roth, pero con ello no ha resuelto mi problema. Estoy buscando a esta muchacha.
Le tendió la foto. Adolf Roth la observó con la atención de un experto. Más que mirarla, estaba tasándola. Terminado el proceso, se la devolvió.
– Aquí no está. Y en las otras dos casas en las que soy socio tampoco la he visto. Y le aseguro que conozco a todas las chicas.
Si esta afirmación tenía una doble intención, no era algo en lo que Cornelia quisiera indagar más. El tono había sido por completo neutro. Adolf Roth era en ese momento un hombre de negocios. Le pidió los nombres de los otros dos burdeles. Uno le habría tocado también a ella, el otro estaba en la lista de Fischer. Cornelia dio por supuesto que, por lo que le convenía, Roth se cuidaría mucho de mentir. En ese entorno la discreción era demasiado importante para que se la jugara desafiando a la policía. Bastaban un par de redadas para espantarle a la clientela y hundirle el negocio. Ambos lo sabían. Las reglas de juego estaban muy claras y los dos las respetaban. No había más que hablar. Pero ella también tenía que cumplir con su papel.
– ¿No le molestará que lo compruebe personalmente?
Roth hizo un gesto de aceptación resignada.
Salió a la calle. Sólo en ese momento fue consciente de la aprensión con la que había respirado el aire de esa casa. El aire fresco le hizo bien. Decidió concederse una breve pausa antes de dirigirse al siguiente burdel. Caminó un poco por la Schweizer Straße. Miraba los escaparates sin verlos, se quedó ensimismada delante de una pastelería de lujo, con la mirada perdida. Para los que pasaban por su lado parecía una mujer sometida a una dieta radical contemplando el fruto prohibido, pero sus ojos pasaban por los bombones henchidos de mazapán, trufa o licores sin verlos, sin percibir los envoltorios dorados, las cajas de terciopelo verde oscuro. Lo que tenía en la cabeza eran las palabras de Roth. Feria del libro, temporada alta, giros bancarios. Esmeralda Valero enviando dinero a casa. El uniforme azul que le habían puesto los Klein. La mano del banquero asomando entre sus cabellos.
Después continuó en la zona sur de la ciudad. Del primer establecimiento que visitó no sacó más que la impresión de sordidez acentuada por los colores chillones de nichos tapizados de peluche y piel sintética y una oferta de un cliente ebrio que la abordó nada más entrar.
– Eh, Barbara Streisand, ¿adonde vas con tanta prisa?
Como se llevó instintivamente la mano a la nariz, no le dio tiempo a mostrarle la identificación para darse el gusto de asustar al tipo.
Por lo demás, nadie parecía conocer o haber visto a Esmeralda.
La siguiente visita fue igualmente infructuosa. Sólo que un poco más sórdida. Antes de dirigirse a otro burdel, tachó las direcciones de la lista que había depositado en el asiento del copiloto. Sin darse cuenta, al sacar la lista se le cayó el móvil debajo del asiento. Arrancó el coche, sólo un par de minutos después, el teléfono empezó a sonar. Controlando el volante con la izquierda, empezó a buscar el móvil en el bolso con la otra mano. Al no encontrarlo cayó en la cuenta de que estaba sonando desde el suelo. Sin soltar el volante, se fue inclinando para poder tantear el suelo del coche, con la punta de los dedos consiguió atrapar el teléfono, lo levantó y lo acercó a los ojos. Era Jan. Justo en ese mismo momento la voz agria de una mujer la obligó a mirar al frente. Dio un frenazo seco. El teléfono se le cayó de las manos y dejó de sonar. Una mujer de unos treinta años, enfundada en un traje chaqueta gris la observaba entre sorprendida y furiosa, un chico joven le dio un golpe en el capó sin volver la cabeza cubierta por una capucha de chándal antes de entrar en el tranvía que lo esperaba con las puertas abiertas. No se había dado cuenta de que estaba circulando paralela a las vías y por eso no había respetado la prohibición de adelantar a los tranvías por el carril de la derecha cuando se detienen delante de una parada. Ahora su coche estaba justo ahí, entre el vehículo con las puertas abiertas y la señal que indicaba la parada de la línea dieciséis. Ninguno de los pasajeros que entró o salió del tranvía la privó de una mirada airada y llena de resentimiento. Una joven madre con dos niños pequeños se recreó especialmente en señalarla a sus hijos con un dedo acusatorio. Los niños la miraron, pero no dieron muestras de captar la larga explicación con que su madre acompañó el gesto.
La mujer que le había gritado golpeó en la ventanilla. Cornelia la bajó. No tuvo tiempo de pronunciar un «lo siento».
– Debería darle vergüenza. Y más siendo policía.
La mujer le dirigió un par de reproches más hasta que Cornelia consiguió balbucear una disculpa distraída. Ya no le prestaba atención, sino que se estaba preguntando cómo había llegado a saber que era policía. ¿La conocía de algo? ¿Habría tenido algo que ver con ella alguna vez? Cuando empezaba a especular con una venganza tardía por parte de alguna detenida ocasional, se fijó en el documento de identificación que había dejado sobre la guantera para poder aparcar libremente. La mujer había lanzado un vistazo antes de subirse al tranvía. ¿Se habría fijado también en la matrícula? ¿Habría llegado a leer su nombre en el documento? Se preguntó si el apellido doble Weber-Tejedor sería un obstáculo o una ayuda para la memoria de esa mujer si decidía emprender alguna acción. «Quiero denunciar a una policía rubia, con la nariz torcida y con un nombre medio extranjero.» ¿Bastaría esa información para dar con ella? Pero, bien pensado, qué le podía pasar. Una reprimenda. Pasar vergüenza. Esto era lo peor. Después todo se sabe y vienen las pullas de los graciosillos de turno. Y de los no tan graciosos, como Juncker. Quizá no pasaría nada. La mujer seguiría despotricando un rato en el tranvía, arropada por la solidaridad de los otros pasajeros. En cuanto se fueran bajando, esa comunidad indignada se disolvería y todo quedaría reducido a una anécdota que algunos contarían en la comida.
Por otro lado, se decía mientras tomaba otra calle para no seguir la misma ruta que el tranvía, a su madre le habría admirado que alguien se atreviera a reprender a una policía.
– Esto es progreso, hija, que la ley sea igual para todos. En España nadie se atrevería a leerle la cartilla a un poli.
Horst Weber terciaría entonces concediendo en el tono magnánimo que otorga saberse miembro de un país más largamente europeo.
– Ya no es así, Celsa. Los tiempos han cambiado también en España.
– Puede que sí, pero a mí me da más miedo un policía español que uno alemán.
Paró en una esquina. Recogió el móvil. Con la caída se le había desprendido la tapa y la batería había salido despedida. Lo montó de nuevo; las manos le temblaban, no tanto por el incidente del tranvía como por la ansiedad de saber si Jan había dejado algún mensaje. El aparato no se había roto, pero se tomó un tiempo hasta volver a ponerse en funcionamiento. No había mensaje. Pues ella no pensaba llamar. Tiró el móvil sobre el asiento y puso el coche en marcha.
Llegó poco después a la siguiente dirección. Todo el edificio de cuatro pisos estaba ocupado por el prostíbulo, aunque desde fuera no se pudiera apreciar. Era, sin embargo, uno de los más conocidos de la ciudad, en el que las chicas estaban distribuidas «por colores». En una planta rubias, en otra negras, en otra orientales, en otra latinas y morenas. Como unos grandes almacenes del sexo. El jefe, que ponía mucho énfasis en mostrarse cooperativo, hizo venir a una muchacha colombiana para que viera la foto.
– No sé.
Miró con más atención. Cornelia le hubiera dejado más tiempo, fue el jefe quien se impacientó.
– Venga, dale, que la señora no tiene todo el día. ¿Es que para todo tenéis que ser tan lentas? -recriminó en un tono acerbo.
Cornelia sabía por experiencia que si intervenía ahora a favor de la muchacha ésta recibiría las represalias después de su marcha, así que se mantuvo al margen.
– No, pues no.
– Vaya manera de hacer perder el tiempo a la gente. Anda, lárgate.
La muchacha colombiana salió. El jefe entretuvo a Cornelia unos minutos más sin aportar información nueva. Cornelia se dijo que los de antivicio debían de estar apretándoles las tuercas, porque tal solicitud no era habitual.
Salió del local y se dirigió hacia su auto. Miró el móvil, nadie había intentado llamarla, tampoco había mensajes. De nadie.
Cuando se disponía a entrar en el coche, notó que alguien la estaba siguiendo y se volvió con rapidez. Era la muchacha colombiana. Se había puesto un chándal gris sobre la especie de corpiño o corsé negro con que la había visto en el despacho del jefe del burdel. Miraba algo insegura a su alrededor. Cornelia le hizo un gesto para que entrara en el auto y no pudieran ser vistas tan fácilmente.
– Sí que la conozco. Estuvo el otro día en una reunión de nuestra asociación.
– ¿Qué asociación?
– Doña Carmen. Es una asociación a favor de los derechos sociales de las prostitutas. Una amiga, colombiana también, la trajo. Esta chica dijo que se llamaba Esmeralda.
– Es su nombre, sí.
– Pensé que se lo habría inventado. Muchas lo hacen. Ésta es nueva y me pareció que estaba muy perdida, es muy pardilla.
– ¿Por eso me lo cuenta?
– Y por otra razón que entenderá cuando la encuentre.
– ¿Sabe dónde trabaja?
– No lo quiso decir, pero por un par de comentarios que hizo creo que en una casa cara. No me extraña. Es muy joven y tiene muy buen cuerpo. Mi amiga la trajo para que hablara con un abogado que tenemos en la asociación.
– ¿Sabe el motivo?
– Es mejor que se lo cuente ella misma. Seremos putas, pero tenemos una vida privada.
– No lo pongo en duda.
– Prefiero avisar. Bueno, mejor me voy antes de que me echen en falta.
– ¿Tiene problemas?
– ¿Usted qué cree? -Sonrió-. No se me amosque, comisaria. Sé que me lo ha preguntado con buena intención. Pero no se preocupe, el chulo éste tiene mal carácter, pero casi nunca se le va la mano con nosotras. He estado en sitios peores, y desde que estoy en la organización sé defenderme. Las que lo tienen jodido, y perdone la expresión, son las rusitas esas que se traen engañadas, pero ése es otro tema.
– ¿Puedo saber su nombre?
– Me llamo Gloria, Gloria Cifuentes. Pero mi nombre de guerra es María. A los alemanes les pone más tirarse a una hispana que se llame María.
La observó por el retrovisor protegiéndola con la mirada mientras se alejaba rápidamente y entraba en la casa. Pero el paso decidido de la mujer y el hecho de que ni se volviera le mostraron que esa protección no era demandada, que en realidad sólo servía para apaciguar su mala conciencia. Llamó a Fischer y a Müller para que se concentraran en las zonas del Westend y Holzhausen.
Decidió concederse una pausa. Aunque había dormido suficiente, se sentía cansada. Entró en un pequeño café. Justo cuando empezaba a aplastar la espuma del capuchino sonó el móvil. Era Müller. Procuró que su voz al responder no mostrara decepción. Se ayudó pensando que ahora estaban a la par en cuanto a escapadas para tomar café en horas de servicio. La voz del policía sonaba eufórica.
– ¡La he encontrado!