HR 1, Buenas días. Mi nombre es Marión Baumgarten, llegó el fin de semana. Las lluvias constantes de las dos últimas semanas están cesando. La ciudad vuelve paulatinamente a la normalidad. Ya no hay calles cerradas en Francfort y en el aeropuerto los despegues y aterrizajes se realizan con normalidad.
Cornelia se recogió el pelo en un moño y se metió en la ducha. Después de un viernes dedicado al trabajo de despacho, leyendo protocolos de entrevistas y preinformes periciales y haciendo llamadas, había regresado a casa sin tener la sensación de haber logrado avanzar en la investigación de ninguno de los dos casos que tenían encomendados. Se había propuesto acostarse temprano. Desde el inicio del caso Soto el miércoles, dormía mal. Peor de lo acostumbrado.
Debido a corrimientos de tierra, varias carreteras en la zona del Odenwald permanecerán cerradas hasta nuevo aviso.
Al final se quedó viendo una película hasta la una. Por suerte, aunque le tocara ir a trabajar en sábado, podía hacerlo más tarde de lo habitual.
Con un par de giros suaves y precisos en los grifos consiguió la temperatura perfecta.
Los ataques de apoplejía son la tercera causa de muerte en el país. Con frecuencia hay síntomas previos asociados, pero éstos no se detectan a tiempo. Éste será nuestro primer tema de hoy.
Cornelia cerró el grifo de la ducha con un gesto rápido de la muñeca y se quedó mirando fijamente el pequeño transistor colocado sobre la repisa de la ventana del baño.
Después del anuncio de los temas, del aparato sólo salía una cancioncilla ligera. Siempre una canción entre tema y tema. Calculó que tendría tiempo si no se entretenía. Agua otra vez. Enjabonado rápido. Agua. Salir, pero sin prisas, los resbalones en el baño son peligrosos. Se envolvió con la piel medio húmeda en un albornoz y se dirigió a la cocina con el transistor en la mano. Buscó la misma emisora en la radio de la cocina, y sólo cuando estuvo segura de tenerla bien sintonizada, apagó el otro aparato. Lo llevó de una carrera al baño, la canción aún sonaba. Atenta a la evolución de la música, puso agua a calentar para el café. Finalmente, se oyó de nuevo la voz de la moderadora.
Los ataques de apoplejía son los causantes de un tercio de las muertes en Alemania. Sin embargo, con las medidas de prevención adecuadas y gracias a un nuevo tratamiento, muchas de ellas podrían ser evitadas. Con nosotros, en el estudio, está el catedrático Dieter Franzbach, director de la unidad coronaria de la Clínica Universitaria de Francfort. Buenos días, profesor Franzbach.
La voz del catedrático al saludar era grave y lenta. Cornelia subió un poco el volumen de la radio.
… los factores de riesgo son varios: hipertensión, diabetes, fumar. En realidad, a partir de los treinta y cinco años todo el mundo debería medirse regularmente la tensión…
¿Qué le dijo el médico en la última revisión? No se acordaba, pero pensó que si hubiera habido motivos de alarma se lo habría hecho saber.
… se trata de un problema que no afecta sólo a gente de cierta edad, sino que se puede producir en cualquier momento, pero cuyas consecuencias son paliables si se reconoce a tiempo las señales previas.
Se acercó más a la radio, el borboteo del agua en el calentador se hacía cada vez más intenso.
Es muy importante que…
En ese momento una melodía estridente con reminiscencias barrocas la hizo saltar de la silla. Durante unos segundos se quedó de pie en medio de la cocina sin saber en qué dirección moverse, si hacia el sonido insistente del teléfono o hacia la voz reposada pero firme del doctor. Al final, salió al pasillo y cogió el teléfono. A la primera sílaba ya había reconocido la voz de Fischer.
– ¿Quieres que vaya a recogerte a la Jefatura? Podemos ir en mi coche al entierro de Marcelino Soto.
– Muy bien. Si el entierro es a las diez y media, lo mejor es que salgamos a las diez. Sigue habiendo mucho tráfico. Así que sé puntual.
– Claro.
La voz de Fischer había llegado ligeramente irritada, pero lo ignoró. Volvió a la cocina. El doctor respondía a las preguntas de los oyentes. Se llevó la radio consigo al dormitorio; mientras se vestía, su cerebro grababa las palabras del médico.
Poco antes de las diez estaba en la Jefatura de Policía. Müller entró sólo cinco minutos más tarde.
– Comisaria, le he traído un café.
Venía con dos vasos de cartón humeantes.
– Para usted con leche y sin azúcar, ¿verdad?
Le tendió uno de los vasos y se sentó enfrente del escritorio. Cornelia tomó su vaso y después de un par de sorbos se le escapó un gracias tan complacido que miró involuntariamente hacia la mesa de Fischer sólo para cerciorarse de que no estaba presente. Los ojos claros de Müller sobre esa nariz que no podía dejar de admirar le sonreían. Inmediatamente le dio instrucciones sobre lo que tenía que hacer mientras ella y Fischer estuvieran en el entierro. A pesar de que ya se lo había dicho el día anterior, Müller escuchó mientras tomaba sorbos de café.
– Puede usted trabajar aquí. Yo me voy enseguida.
Fischer aún no había aparecido. Miró el reloj. Las diez. ¿No le había dicho a las diez? ¿Y qué hora era? Las diez. En punto. Pues se marchaba. No esperó ni un minuto más. Tomó la chaqueta y el paraguas y salió.
– Gracias de nuevo por el café, Müller.
– Ha sido un placer, comisaria.
– Hablamos después del entierro de Marcelino Soto.
Llegó en quince minutos. El tráfico era menos denso de lo esperado. Vio los coches aparcados delante de la entrada principal del cementerio y siguió a un grupo al que oyó hablando en español. Tanto hombres como mujeres iban completamente vestidos de negro. Algunas mujeres llevaban incluso mantillas. Venían de la misa de difuntos.
El grupo dobló a la izquierda y siguió un camino más estrecho flanqueado de árboles que dejaban caer hojas cargadas de agua. Las lluvias abundantes de los últimos días habían dejado paso a un cielo gris, encapotado. Los caminos del cementerio estaban cubiertos por una densa alfombra resbaladiza. Una de las mujeres dio un traspié y estuvo a punto de caer, pero se aferró con ambas manos a los hombros de las dos mujeres que iban con ella. Éstas se asustaron, una de ellas gritó, pero se reprimió al momento. Las tres se miraron y al hacerlo se les escapó una risa que también cortaron antes incluso de percibir las miradas de censura del resto del grupo. Bajaron las cabezas y formaron una sólida cadena de brazos negros.
El grupo tomó otro camino lateral. Cornelia, detrás. Estaban llegando. Al fondo ya se veía una masa oscura ordenándose alrededor del féretro. El grupo aceleró el paso. Cornelia lo redujo y buscó un rincón discreto desde donde observar la ceremonia. Lo mejor era situarse en un lugar desde el que pudiera tener la misma perspectiva del sacerdote. De este modo podría ver las caras de la mayoría de los asistentes. Aunque teniendo en cuenta la muchedumbre que se agolpaba alrededor de la fosa abierta, era más bien una tarea quimérica. Parecía que toda la comunidad española se hubiera concentrado allí. Marcelino Soto había sido realmente muy popular.
Pronto empezó a distinguir algunas caras conocidas entre la multitud. Magdalena Ríos ocupaba una silla plegable flanqueada por sus dos hijas. Apenas se movía. Tenía la cabeza caída a la izquierda, sobre el hombro de su hija Julia. Apretaba las manos convulsivamente y estaba postrada sobre la silla con tal abandono que a pesar de la menudencia de su cuerpo parecía que la estructura de la silla fuera demasiado frágil para sostener ese peso. A su derecha su otra hija pugnaba por contener las lágrimas y mantener quietos a dos niños de unos seis y ocho años. Al lado de Julia Soto, pálida y fatigada, Cornelia reconoció a Carlos Veiga, pero no pudo detenerse demasiado en él, una mano se movía entre la masa intentando captar su atención. La mano saludaba con un breve balanceo y se escondía. Aparecía de nuevo, oscilaba tres, cuatro veces y se escondía de nuevo. Era su madre. Cornelia la saludó con una inclinación de la cabeza y vio cómo su madre propinaba un codazo a su padre en las costillas. Horst Weber interrumpió su conversación con dos hombres que estaban delante de él y se volvió airado hacia su mujer. Ella le señaló en la dirección en la que estaba su hija. Horst Weber la buscó y la saludó levantando la mano mientras sonreía con timidez. Mientras tanto Celsa Tejedor y agestaba advirtiendo de su presencia a todos los que estaban a su alrededor. La noticia se extendió a gran velocidad y en unos segundos Cornelia pasó a ser el centro de atención de las miradas. Algunos la miraban de reojo, otros, amparados por la impunidad de la distancia, la contemplaban sin disimulo.
El sacerdote apareció justo cuando la noticia iba a extenderse al flanco derecho. Como en una orquesta obediente, todos los presentes callaron y concentraron la vista en la figura con las manos entrelazadas de pie delante del féretro. A sus primeras palabras siguieron los primeros sollozos contenidos. A la mención del nombre del difunto, el primer grito sofocado de la viuda. Cornelia no podía oír con claridad qué estaba diciendo, pero sí ver las reacciones de los asistentes. Buscó a sus padres. Ambos tenían la mirada baja. Su madre lloraba. Su padre observaba fijamente algún punto perdido entre sus zapatos.
Fue una ceremonia breve. Cuando el cura la dio por finalizada, la gente empezó a disgregarse en pequeños grupitos que parecían negarse a abandonar el lugar.
Viendo a esta multitud compungida, Cornelia se preguntó qué iba a sacar de estar allí. Había demasiada gente y no pasaba nada anormal en un entierro. Quizá debería haber hecho venir a Müller para que hiciera algunas fotografías. Habría sido lo habitual, pero en este caso la presencia de sus padres la había cohibido. No quería fotos de su familia en la Jefatura de Policía, con la posibilidad de que cayeran en manos de sus compañeros.
No escuchó los pasos a su espalda y de súbito notó que alguien le daba unos golpecitos en el hombro izquierdo. En un primer instante creyó que sería Müller. Era Fischer.
– ¿Por qué no me has esperado?
– Has llegado tarde.
– Sólo diez minutos, Cornelia, diez minutos. Te lo puede decir Müller.
– Eran diez minutos de más.
– ¿Pero te das cuenta de la tontería que estás diciendo?
Hablaban en susurros. La voz de Fischer sonaba así, cargada de enfado y contenida a duras penas, más amenazadora que cuando se descargaba en gritos. No pudo replicarle. Del lado en el que había tenido lugar el entierro les llegaban también voces encolerizadas.
Mientras la mayoría de la gente empezaba a ordenarse para dar el pésame a la viuda, un grupo de unas diez personas estaba inmerso en una trifulca. Las voces les llegaban entrecortadas porque todos los implicados intentaban refrenarse en los primeros compases, pero después perdían el control. Cornelia se acercó a ellos seguida por Fischer. Las voces se iban haciendo más claras, las palabras, comprensibles, a pesar de que el grupo quedaba medio oculto detrás de un seto alto.
– Aquí no se os ha perdido nada.
– ¿Quién eres tú para decidirlo?
– Podríais mostrar más respeto.
– Vosotras hablando precisamente de respeto…
– Discutir así, en este lugar, en el entierro de Marcelino.
– ¡Pero si habéis empezado vosotras!
– Es que ya no deberíais haber aparecido por aquí. ¿No habéis hecho ya suficiente daño a la familia?
Cornelia se detuvo en seco, tan bruscamente que Fischer casi le cayó encima.
– ¿Qué te pasa?
– Mi madre.
Las voces, a pocos metros de distancia, seguían discutiendo.
– Eso me pregunto yo también, ¿por qué hemos venido al entierro de ese traidor?
– ¿Cómo te atreves a calumniar a Marcelino así, en su entierro, con la familia presente?
– Es verdad, hijo de un ladrón. Traidor el padre, traidor el hijo.
– No tenéis ni educación ni respeto. Esto es un cementerio y no una pescadería. ¡Fuera de aquí!
Cornelia estaba paralizada. Su madre, que había tomado la voz cantante en el grupo de las que querían expulsar del entierro a los otros, hablaba con una fiereza que no reconocía. No podía dar un paso. Notó que Fischer pasaba por su lado y se dirigía hacia el grupo. Antes de que llegara a abordarlos, se hizo oír una nueva voz.
– ¡A callar todos! ¿Qué son estas peleas de gallinero?
Se hizo un silencio súbito y tenso. La voz del recién llegado cambió a un tono conciliador.
– Venga, cada uno a lo suyo y aquí no ha pasado nada.
Como si hubiera pronunciado una fórmula mágica, el grupo se disolvió. Unos se encaminaron hacia la salida, otros, entre ellos Celsa Tejedor, que no llegó a vislumbrar a su hija, se dirigieron hacia donde estaba la familia de Marcelino Soto.
Fischer no había entendido ni una palabra de la discusión. Se dirigió al hombre en alemán.
– Perdone, ¿me puede decir qué ha sucedido aquí? ¿Por qué discutían?
El hombre lo miró con desconfianza.
– ¿Por qué quiere saberlo?
Fischer se identificó. El hombre aún lo miró con más desconfianza.
– Estas cosas pasan en los entierros. La gente está nerviosa y muy afectada y la chispa salta fácilmente.
– ¿Es usted familiar del muerto?
El hombre lo miró unos segundos antes de responder.
– Amigo. Regino Martínez, presidente de la ACHA, la Asociación Cultural Hispano-Alemana.
Cornelia había vencido por fin la parálisis y se había acercado. Regino Martínez la señaló con un gesto de la cabeza.
– ¿Colega suya?
– Mi jefa.
Cornelia, que había escuchado las respuestas evasivas que Regino Martínez había dado a Fischer, repitió su pregunta en español.
– ¿Por qué discutían?
Martínez quedó primero sorprendido al ser interpelado en español. Se repuso, sin embargo, muy rápidamente.
– ¿No será usted la hija de la Celsa, la comisaria? Corría la voz de que estaría por aquí. Lleva usted la investigación, ¿verdad? Curioso, no la imaginaba tan…
– ¿Alemana?
– Sí, eso, alemana.
Antes de seguir hablando los ojos de Regino Martínez se achicaron con malevolencia.
– Si quiere, podemos hablar en alemán. Si le resulta más cómodo.
Cornelia siguió en español.
– ¿Y qué le parece si lo que hacemos es hablar claro? ¿A qué se debe la discusión anterior? Y no me venga a mí con historias de nervios, he escuchado acusaciones fuertes.
– No sé qué habrá escuchado usted, comisaria, o qué le habrá contado su madre, pero una cosa es cierta, se trata de historias viejas, asuntos que se han vuelto inofensivos con la distancia.
– Entonces, seguro que no tendrá inconveniente en contármelos.
– Mire, comisaria, ya que tiene tanto interés, se lo diré, pero tenga presente que en lo que acaba de pasar su madre no ha tenido precisamente un papel glorioso.
Echó una mirada a Fischer que daba muestras de estar algo harto de no entender nada y dirigía su atención al ceremonial del pésame que se desarrollaba a unos metros. La viuda dejaba pasar la marea de besos, lágrimas y abrazos con la mirada ausente, mientras sus hijas repetían maquinalmente unas palabras de agradecimiento.
– Su colega no habla español, ¿verdad? Bien, pues sepa que fue justamente su señora madre quien empezó con el altercado. Ella y dos amigas suyas de la Asociación de Padres de Familia Católicos saltaron como fieras cuando vieron que entre los asistentes se encontraban algunos representantes de la directiva de la ACHA, la asociación que yo presido. Seguramente ya sabrá que Marcelino Soto fue durante años el presidente de la ACHA.
– Y que ustedes dos la fundaron.
– Está usted bien informada.
– ¿Por qué dejó Marcelino Soto la presidencia?
– No la dejó. Simplemente los socios eligieron a otro.
– ¿A usted?
– Eso fue después. Cada cuatro años se elige a los miembros de la junta directiva.
– Si fue así, ¿por qué esas acusaciones de traición?
Fischer hizo un gesto para indicarle que se iba. Cornelia vio que se acercaba al cura, que estaba al lado de un grupo de cipreses fumando un cigarrillo. Martínez esperó a tener de nuevo su atención para continuar.
– Marcelino tenía muy buenas cualidades, pero una cosa lo ponía fuera de sí, no sabía perder. Cuando los miembros de ACHA eligieron a otro presidente, se marchó de la asociación. A algunos socios a los que hacía directamente responsables del cambio, ni siquiera les dirigió la palabra durante años, con otros se peleó, pero no llegó la sangre al río.
Martínez enrojeció de pronto.
– Disculpe, comisaria, ha sido una expresión desafortunada, después de cómo encontraron al pobre Marcelino. Lo pasó muy mal al dejar la asociación. Era su obra. Nuestra obra. Durante años organizamos actos culturales, encuentros, discusiones políticas, y perder la presidencia fue para él como si le quitaran el suelo bajo los pies. Después se recuperó, abrió sus restaurantes, tuvo éxito. Quizá, bien mirado, no fue todo tan malo para él. No sé. Durante un tiempo jugó con la idea de entrar en la Asociación de Padres de Familia Católicos, creo que llegó a cooperar en alguna acción con ellos, pero al final no le convenció. Algunos de la ACHA se lo tomaron a mal. Para ellos fue una traición por despecho. ¡Juntarse con la derecha! ¡Lo último! Y eso es lo que ha escuchado hoy usted.
Regino Martínez parecía cansado de la conversación. Cornelia no tenía de momento más preguntas. Además, acababa de ver cómo su padre se escabullía disimuladamente del grupo en el que se encontraba Celsa Tejedor y se acercaba a ella.
– Gracias, señor Martínez.
Regino Martínez se alejó en dirección a la familia de Marcelino Soto. La cola de los que daban el pésame había disminuido, pero aún quedaban muchas personas por desfilar ante la viuda. Se cruzó con su padre y se saludaron con un apretón de manos cordial. Después cada uno siguió su camino.