ZAQUEO

Müller y Fischer seguían en el despacho haciendo llamadas, comprobando los datos sobre las finanzas de Soto, revisando papeles. Levantaron la cabeza simultáneamente al escuchar su voz.

– ¿Qué tal con el cura?

Resumió su encuentro.

– Cuando mencioné el miedo de Julia Soto, Recaredo Pueyo se sobrecogió, como si hubiera tocado un punto muy doloroso. Después le quitó importancia, pero me he quedado con la impresión de que sabe algo crucial que no nos quiere contar.

– Tal vez no pueda por el secreto de confesión -apuntó Müller.

– Quizá deberíamos presionarlo -añadió Fischer, y cosechó miradas de desaprobación de sus colegas.

Cornelia se sentó ante su escritorio. En un gesto inconsciente, metió la mano en el bolsillo de la chaqueta que había dejado colgada del respaldo de la silla. Encontró un paquete de cigarrillos que había olvidado allí y sacó uno. No debería fumar. «El tabaco perjudica seriamente la salud. Se calcula que aproximadamente mueren al año unos dos millones de personas como consecuencia directa del tabaco a causa de las cerca de cuatro mil sustancias tóxicas distintas que se producen en la combustión del tabaco y que entran en los pulmones y la sangre de quienes fuman y de quienes les rodean. Estas sustancias son las responsables del cáncer de pulmón, de boca, de garganta y de laringe, de enfermedades cardiovasculares como infartos, arteriosclerosis, trombosis, hipertensión y apoplejías, o enfermedades respiratorias como el enfisema o la bronquitis crónica.» Le daba igual, necesitaba un cigarrillo para seguir pensando, para intentar encajar las piezas.

– Cornelia, que aquí no está permitido fumar. Además, ¿no querías dejarlo?

Esa última llamada de su conciencia en la voz de Reiner Fischer también fracasó. Desvió las llamadas al móvil, se colgó la chaqueta de los hombros y con el cigarrillo sin encender entre los labios abandonó la habitación para dirigirse a una terraza minúscula que había sido declarada de facto zona de fumadores. Por suerte no había nadie. Metió la mano en el bolsillo derecho, donde guardaba el encendedor, pero acabó cogiendo el teléfono, que justo en ese momento empezó a sonar. Antes de hablar, dejó caer el cigarrillo que se le había quedado pegado en los labios.

– Weber, homicidios.

– Hija, no olvides el Tejedor.

Cornelia ya no respondía a este reproche habitual.

– No tengo mucho tiempo, mamá. Estoy muy ocupada.

– Lo se, lo sé. Pero es que estoy… estamos tan trastornados con lo que le ha pasado a la pobre Magdalena, que he pensado que si te llamaba igual me tranquilizaba un poco.

– Está bien, mamá.

Se hizo un tenso silencio. Ninguna de las dos sabía cómo continuar. Cornelia intentó abordar el tema que la preocupaba desde el suicidio de la viuda de Soto.

– Mamá, hoy he hablado con el cura, con Recaredo Pueyo.

– Un buen hombre. Un buen cura, aunque tengo la sensación de que no es creyente.

– ¿Cómo puedes decir eso?

– No sé, hija, es una impresión que tengo.

No se trataba ahora de discutir con su madre sobre la fe del cura. Pero no sabía qué palabras emplear. No quería usar términos como depresión o problemas psicosomáticos, porque tras su conversación con Recaredo Pueyo era consciente del rechazo que provocaban.

– Mamá, ¿tú eres feliz en Alemania?

– Pues claro, aquí estamos todos, la familia… ¡Qué preguntas!

– ¿Y no has pensado nunca en regresar a España?

– ¿Y dejar a tu padre solo aquí?

– No, quería decir que los dos os fuerais a vivir a España.

– Imposible. Allí tu padre se volvería loco. Tu padre es muy alemán, a pesar de todo, y allí con el ruido, el desorden, la impuntualidad, no me duraba ni tres días, el pobrecito. Y yo ya me he acostumbrado tanto a esto que creo que me volvería loca también. ¡Ni hablar!

Se hizo otro silencio. Esta vez era Celsa Tejedor quien por lo visto buscaba palabras. Por la manera en que las formuló seguramente había buscado en su archivo televisivo.

– ¿Ya habéis detenido a los autores de los anónimos?

Cornelia quedó tan sorprendida por la forma como por el contenido de la pregunta.

– No.

El silencio de su madre era un reproche. Eso estaba claro. No dio tiempo a que lo expresara, le resumió en pocas palabras lo sucedido. Celsa Tejedor escuchó sin comentarios, pero el mutismo que le llegaba a Cornelia era cada vez más oscuro.

– Hija, no veas en qué situación me has puesto. Ahora tendré que decir que te equivocaste.

– ¿Qué quieres decir? ¿No habíamos quedado que no contarías nada a nadie? ¿No te dije que estaba asumiendo un riesgo al darte información?

Celsa sonó compungida.

– Lo sé, pero era para tranquilizar a la gente. Yo sólo quería que se supiera que no había sido uno de nosotros y después se me escaparon algunos detalles, pero sólo se lo conté a la Reme.

– Pero ¿te das cuenta de que me has puesto en una situación muy delicada? La información que te di no era pública. Si se llega a saber que yo la filtré, podría tener problemas graves.

– ¿Y qué me dices de lo desairada que he quedado yo? Todos se alegraron tanto con la noticia… y ahora les tendré que decir que era todo mentira.

Cornelia inspiró profundamente antes de hablar.

– Mamá, primero, no era mentira, era una hipótesis, una teoría que no habíamos verificado. Segundo, ¿qué significa todos? ¿No me acabas de decir que se lo contaste sólo a Reme?

Acorralada, Celsa Tejedor se revolvió con fiereza.

– No me hables como una policía, soy tu madre.

– No te preocupes, que no lo olvido. Mi error fue todo lo contrario, olvidé que soy policía y me porté como una hija. Pero puedes estar segura de que no me pasará dos veces. Y otra cosa: no vuelvas a llamarme al trabajo.

Pulsó la tecla de colgar. Sin furia. Con tristeza. Aún llegó a escuchar que su madre decía algo como «Eso es terrible, entonces…», pero no oyó la frase entera. El teléfono sonó otra vez a los pocos segundos, pero no contestó.

Recogió el cigarrillo que se le había caído al suelo y se lo fumó olvidando sus aprensiones en tres caladas. Sus compañeros y el trabajo la estaban esperando.

Habían borrado la pizarra y lo estaban escribiendo todo otra vez. Los nombres y los datos se repetían, como era de esperar, pero tenían que afrontar el caso con ojos nuevos y para ello debían rechazar lo que habían supuesto hasta el momento.

Releyó la declaración de Nemec, que el otro detenido, Suker, había confirmado. Ellos habían escrito los anónimos. El grupo de Rimag había decidido dejar los hurtos y los trapicheos con drogas y empezar una nueva carrera en la rama de la llamada protección. Estudiaron la situación del mercado y descubrieron un territorio que creyeron virgen en el barrio Westend. Tras una primera observación, decidieron que su primer cliente iba a ser el español gordo, con pinta de bonachón que tenía un restaurante llamado Santiago. Les pareció que reunía las cualidades para ser una víctima fácil de asustar. Le hicieron llegar las cartas de amenaza y, cuando creyeron que ya estaría en su punto, decidieron hacer acto de presencia para darle un susto. Suker y Rimag lo abordaron una noche cuando Soto se disponía a entrar en su auto después de cerrar el local. Nemec se mantuvo a unos metros de distancia para controlar que no apareciera nadie. Rima$ fue el que habló, Suker se limitó a acercarse mucho a Soto para intimidarlo con su masa corporal. Pero éste no pareció asustarse demasiado. Les dijo que había recibido los anónimos y que consideraba necesario que hablaran sobre el tema.

– ¿Qué hablaran sobre el tema? -había preguntado Cornelia.

– Eso dijo -le confirmó Nemec-. Pero Rima? le dijo que nada de hablar, que lo que queríamos era el dinero, pero ya. Entonces Suker le dio un empujón para que quedara todo claro.

– ¿Cómo reaccionó el señor Soto?

– Le sonrió. Y Suker se quedó algo descolocado, porque no sabía si el tío se estaba quedando con él. Lo normal es que, cuando Suker da un empujón a alguien, el tipo se cague de miedo.

Pero Marcelino Soto no lo hizo. Marcelino Soto se apoyó en el coche y empezó a hablar.

– ¿Qué les dijo?

– Al principio no lo entendí. Habló de cosas de religión. Después empezó a decir que nos podía ayudar, que nos guiaría, que quería hablar con nuestras familias. Suker se estaba poniendo nervioso. Le pidió permiso a Rima? para darle un par de golpes al hombre, pero Rima? lo detuvo.

– ¿Por qué?

– Le estaba dando miedo.

– ¿Miedo?

– El hombre hablaba muy en serio, pero como si estuviera también loco. Y esto lo asustó. Parecía un profeta. Y Rima? es muy respetuoso con la Iglesia.

– ¿Son ustedes católicos?

– Sí, señora.

En ese punto del interrogatorio Nemec abandonó de golpe el tuteo, como si al rememorar esa escena volviera a sentir también el respeto que les infundió Marcelino.

Al final, le había contado que Rima? ordenó a Suker que se alejara y le dijo algo al hombre, que él no pudo escuchar. Después se marcharon y nunca más volvieron a acercarse a Soto. Quizás éste pensó que incluso había conseguido apartarlos del barrio, porque poco después cesaron las agresiones y molestias a locales de la zona del Westend, pero, le dijo Nemec, la explicación era bien diferente.

Por lo visto, los locales ya pagaban protección a una banda germanoitaliana y los dueños reclamaron que cumplieran aquello por lo que se les estaba pagando discretamente desde hacía tiempo. Tuvieron un encontronazo con ellos y entendieron rápidamente que en esas lides eran todavía demasiado nuevos. Así que abandonaron.

Y así los habían cazado mientras se dedicaban a lo que siempre habían hecho: traficar con drogas en la zona peatonal.

Marcelino Soto hablaba como un profeta, había dicho Nemec. Sólo con palabras había conseguido que tres chicos dispuestos a enviar anónimos y a amenazar de muerte cambiaran de intenciones. Alguien con ese poder de convicción tiene que estar a su vez muy convencido de lo que hace, de lo que dice. Se habían ocupado muy intensamente del entorno de la víctima, sus familiares, amigos, conocidos, empleados… ¿No habrían olvidado precisamente al propio Marcelino Soto?

– ¿Qué hemos sacado del cuaderno negro de Soto?

Como en una coreografía, los tres buscaron las copias que tenían de esos documentos. A los pocos minutos estaban sumergidos en la lectura del cuaderno. De vez en cuando uno de los tres se levantaba y anotaba algunas palabras en la pizarra que recogía sus ideas y datos sobre el caso. Pronto se dieron cuenta de que todo lo que habían apuntado giraba en torno a unos pocos conceptos: culpa, castigo, penitencia, restitución.

– Sigue siempre el mismo esquema -resumió Cornelia-. Primero habla de una culpa, un delito, como en esta página: «¡Vosotros, los que acumulasteis grandes riquezas para los días del fin, oíd el clamor de los salarios que defraudasteis con engaño a los segadores de vuestros campos. Las protestas de los que recogieron la cosecha han llegado a oídos del Señor de los ejércitos. Habéis vivido entre deleites en este mundo, entregados a la satisfacción de vuestros deseos; habéis cebado vuestros cuerpos como se ceba el ganado para el día de la matanza». Después viene la amenaza del castigo: «¡Llorad y lamentaos por las miserias que os van a sobrevenir!»

Müller y Fischer seguían los pasajes que citaba Cornelia. Las citas estaban en alemán, los comentarios de Soto, en español.

– Después -siguió la comisaria- habla de penitencias.

– Aquí no veo muy clara la línea divisoria. Después de esta cita escribe: «No caerán sobre mi casa si acepto que el castigo me corresponde a mí solo y a aquel que engañó conmigo» -leyó Müller en español y se lo tradujo a Fischer.

– Creo que esto es el comentario de Soto al pasaje de la Biblia. Después la penitencia son las imágenes de martirios, aunque no veo la relación directa entre lo que ha escrito y dibujado.

– Después aparece una estampa pegada de un santo negro. ¿Cuál es?

– No lo sé. Haced una búsqueda.

Los dos hombres se encararon a las pantallas de los ordenadores. Müller ocupó el lugar de Cornelia mientras ella seguía leyendo de pie, caminando por la habitación.

– De momento tengo tres: san Moisés, el negro, san Benedicto, el moro y san Martín de Porres -dijo Fischer.

– Busca imágenes a ver si alguna coincide con la estampa.

Aunque a su alrededor se oían las voces y timbres de los teléfonos de los despachos próximos, en esa habitación reinaba un silencio expectante que parecía mantener afuera todos los sonidos que no fueran los teclados de los ordenadores y el crujido de las páginas que leía Cornelia una y otra vez.

– ¡Lo tengo! Es san Martín de Porres, un santo peruano.

Cornelia se detuvo en la página que seguía a la estampa.

Junto a la estampa de san Martín de Porres aparecían datos de una organización benéfica peruana. Al lado, una cifra.

Todo empezaba a tomar forma. De pronto algo le llamó la atención, una palabra en la que no había reparado hasta el momento, pero que se repetía profusamente en los comentarios de Soto. Zaqueo.

– Müller, busque qué o quién es Zaqueo.

Pocos segundos después Müller le leía:

– «Habiendo entrado Jesús en Jericó, iba pasando por la ciudad. Y sucedió que un varón llamado Zaqueo, que era jefe de los publicanos, y rico, procuraba ver quién era Jesús; pero no podía a causa de la multitud, pues era pequeño de estatura. Y corriendo delante, subió a un sicómoro para verle, porque había de pasar por allí. Cuando Jesús llegó a aquel lugar, mirando hacia arriba, le vio, y le dijo: "Zaqueo, date prisa, desciende, porque hoy es necesario que pose yo en tu casa". Entonces él descendió aprisa, y le recibió gozoso. Al ver esto, todos murmuraban, diciendo que había entrado a posar con un hombre pecador. Entonces Zaqueo, puesto en pie, dijo al Señor: "He aquí, Señor, la mitad de mis bienes se los doy a los pobres, y si en algo he defraudado a alguno, se lo devuelvo cuadruplicado". Jesús le dijo: "Hoy ha venido la salvación a esta casa; por cuanto él también es hijo de Abraham. Porque el Hijo del Hombre vino a buscar y a salvar lo que se había perdido".»

– Tengo que comprobar algo.

Llamó a Julia Soto.

– No quiero molestarla sin motivo, pero tengo algunas preguntas sobres los cuadernos de su padre. Hemos observado que regularmente aparecen nombres de organizaciones y números de cuentas bancarias junto con otras cifras que todavía no hemos podido aclarar. He pensado que quizá nos pudiera ayudar al respecto.

– Donativos.

– ¿Perdón?

– Esas cifras corresponden a donativos que realizó mi padre.

Cornelia revisó de nuevo las listas que habían elaborado.

– Son cifras algo extrañas. Nunca números redondos.

– Ya lo sé. Además, hacía estas donaciones siempre a instituciones diferentes. Mamá le decía que ya que quería hacer caridad, que diera dinero a alguna iniciativa de la Iglesia, pero ahí él tenía sus propios criterios.

– ¿Sabe cuáles?

– Ni idea. Nunca nos explicó sus razones. Pero desde que empezó con los donativos, tardaba mucho tiempo en decidirse por algún proyecto concreto. Después calculaba la cifra y mandaba el dinero. Siempre nos los contaba cuando ya lo había hecho. Y le cambiaba el humor.

– ¿Qué quiere decir con eso?

– Que parecía feliz. Como si eso que lo reconcomía lo dejara en paz. Después se le pasaba y empezaba de nuevo con la desazón y buscaba otros a quien dar dinero. A mamá las cantidades también le parecían raras, pero tenía una confianza ciega en nuestro padre.

Cornelia tomó nota de lo que contaba Julia. Se detuvo a la vez que ésta calló.

– ¿Cómo se siente?

– Bien. El doctor vino a verme y me dio unas pastillas. También ha venido el cura. Hemos hablado del entierro de mamá. Será este domingo, en la iglesia, y sé que alguno no irá porque se suicidó y que otros irán por morbo, y algunos, unos pocos, lo harán por amistad. Y yo estaré atenta, vigilante.

De nuevo, a pesar de la normalidad con que había empezado la conversación, ese tono alienado de su último encuentro.

– ¿Qué quiere vigilar, Julia?

– Que nadie nos haga daño.

– Si se siente amenazada, enviaré a algún colega. Yo misma estaré presente.

– Gracias, comisaria. Ahora tengo que colgar, tengo mucho que hacer, tengo que avisar a los amigos de cuándo será el entierro.

– Si necesita algo, ya sabe dónde me tiene -respondió Cornelia, pero seguramente Julia Soto no la llegó a escuchar. Ya había colgado.

Aún con el desasosiego que la conversación le había dejado, volvió a hojear el cuaderno. Una idea se abría paso en su cabeza.

Marcó de nuevo el número de los Soto. Julia se puso al aparato. La voz sonaba extraña, lenta, pastosa, y Cornelia pensó que seguramente había tomado las pastillas que le había dado el médico de la familia. Además, parecía tener también dificultades para comprender lo que la comisaria le pedía.

– Sólo querría pasar un momento por su casa para ver de nuevo el despacho de su padre.

Julia Soto vaciló un poco; Cornelia insistió.

– Estaré allí en veinte minutos.

Ya se disponía a salir cuando Müller la llamó desde su ordenador.

– Comisaria, acaba de llegarle un correo electrónico desde España. ¿No quiere leerlo?

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