ROBERT DE NIRO HACIENDO DE CURA

Empezaba otro día que temía que fuera como el anterior. Horas de trabajo infructuosas. Llamadas, correos electrónicos, revisión de protocolos, datos…

En el trayecto hacia la Jefatura miraba de vez en cuando el móvil que reposaba mudo sobre el asiento vacío a su lado. El pertinaz silencio de Jan era cada día más doloroso. Esa mañana había pasado más de un cuarto de hora con una bolsa de gel frío sobre los ojos para deshincharlos. No quería que sus compañeros notaran que había llorado. Que lo había hecho al llegar a su casa y descubrir que las dos llamadas que tenía en el contestador eran comerciales. Dos voces pregrabadas que la felicitaban por, ¡qué suerte!, haber sido seleccionada para recibir un lote de productos, que no recordaba haber pedido, a un precio especial y por haber ganado en una lotería. Ella, que nunca jugaba a nada. Y eso había sido todo. Dos máquinas habían llamado a su casa. Con los ojos húmedos, anotó rabiosa los nombres de las empresas jurándose que encontraría un medio para denunciarlas. ¿Para qué se es si no comisaria de policía? ¿Qué se habían creído?

Si por la noche el enfado le permitió canalizar su frustración, por la mañana se la devolvió el silencio en la habitación en la que hacía más de un mes que no sonaba la radio dejan desde el baño contiguo, durante sus duchas eternas de varias fases de agua caliente y fría, que él le había explicado mil veces y que supuestamente activaban el sistema inmunológico.

– ¿Cuándo me has visto resfriado en los últimos años? Fíjate bien. Nunca.

Con todo, ella siempre se había negado a ponerlo en práctica. ¿Duchas frías? No, gracias.

Eran las palabras que ella le repetía cada vez que Jan le contaba sus teorías. Eran las palabras que la asaltaron al entrar en el baño.

Empezó a llorar en cuanto sintió el agua caliente cayéndole sobre los hombros. Por las imágenes de los cuerpos muertos de Marcelino Soto y Magdalena Ríos, por su hija, por su madre, «ya sabía yo que no podía haber sido ningún español», por la mano que aparecía en la foto de Esmeralda Valero, por el buzón vacío de su móvil, el silencio dejan después de esa única llamada, insultante, desafiante…

Se miró ahora en el retrovisor. Los ojos estaban aún algo enrojecidos, pero nada delataba su llanto.

Llegaron los tres casi a la vez. Empezaron con el trabajo de nuevo. En la cabeza de Cornelia, sin embargo, habían quedado grabadas las palabras de Pfisterer miedo al futuro en soledad asociadas al cuerpo maltratado de Magdalena Ríos, sus uñas comidas, las zonas calvas de su cráneo, las vísceras quemadas. No podía dejar de pensar en su madre. Se preguntaba si ella también sentía ese desarraigo, si, como Magdalena Ríos, vivía entre paréntesis, esperando volver algún día. ¿A dónde? A casa. ¿Y para su madre? Casa seguía siendo Allariz. ¿Qué pasaría si le faltara su padre?

Fue una decisión impulsiva, pero de pronto sintió que era necesario que hablara con el cura de la comunidad española. Buscó entre sus notas el teléfono de Recaredo Pueyo.

Lo localizó en su casa y se citaron allí. Recaredo Pueyo vivía en un piso en un barrio de protección oficial en el norte, cerca de la Hügelstrafie.

– Está muy bien comunicado, tres líneas de metro y varios autobuses -le dijo cuando fijaron la hora.

– No se preocupe, iré en auto.

– Es difícil encontrar aparcamiento aquí.

Tenía razón, llevaba más de diez minutos dando vueltas por un laberinto de calles de dirección única sin ver un solo hueco. Cuando por fin encontró un sitio se dio cuenta de que había bajado tantas calles que le convenía tomar el metro hasta la siguiente parada. No se lo contó al cura.

Éste la recibió con unos pantalones de pana algo desfondados y un jersey grueso de cuello alto. Era verdad, se parecía mucho a Robert de Niro en la película Sleepers.

El recibidor olía a café. Cornelia lo aspiró con fruición. Notaba el cansancio acumulado y la falta de sueño de las últimas noches. Apenas había dormido la noche anterior.

– He preparado un poco de café.

El cura colgó la chaqueta de Cornelia y la guió por la casa. Era un piso pequeño, el piso de un hombre solo. Y era un piso de papel. Las paredes desde el pasillo hasta la salita a la que la condujo Recaredo Pueyo estaban tapizadas de libros, archivadores, revistas, periódicos y figuritas de papel. Buscó en vano la clásica pajarita. Lo que llenaba la casa del cura eran otras formas: flores, animales, monstruos, un demonio oriental mostraba una larga lengua roja; sobre otra estantería, una especie de erizo.

– Hecho de una sola hojita de papel. ¿Hermoso, verdad?

Se sentaron a una mesa en la que ya los aguardaban las tazas y la cafetera.

– Me imagino que quiere hablar conmigo de los Soto. Es una auténtica tragedia la que está sufriendo esta familia. Primero la muerte violenta de Marcelino y ahora el suicidio de Magdalena.

– ¿Ha hablado ya con las hijas?

– Ayer por la noche fui a su casa. ¿Le molesta que vaya haciendo una figura?

Se levantó y buscó por la habitación hasta que encontró un paquete con hojitas de papel de diferentes colores. Se acomodó de nuevo y tras dudar unos segundos extrajo una lámina de color naranja.

– Hablé con Irene. No fue fácil. Había ido para confortarlas y acabó poniéndome en un aprieto porque no me está permitido oficiar la ceremonia religiosa dentro de la iglesia. Magdalena se suicidó. No hay ninguna duda al respecto, ¿verdad?

– ¿Alberga usted alguna?

– No, por supuesto. Era una pregunta retórica. Retórica y estúpida. Perdone.

Marcó los pliegues de papel con el pulgar ladeado. Con fuerza.

– ¿Hay algo que deba saber?

– Algunas cosas. En primer lugar, he decidido celebrar las exequias de Magdalena Ríos en la iglesia.

– ¿No le causará problemas con sus superiores?

Mientras ella formulaba la pregunta, el cura se levantó de nuevo. Buscaba algo. Lo encontró en el cajón de una sencilla cómoda de pino blanco. Era un estuche con pinzas de diferentes formas y tamaños.

– Puede -dijo distraídamente tomando unas pinzas con las puntas dobladas en ángulo recto. Pellizcó con ellas una parte del papel en la que ya había marcado una decena de dobleces y marcó aún un par de líneas más-, pero qué me va a pasar, ¿que me sancionen? Ya me dirá cómo.

– No sé. Excomunión.

Por un momento la mirada de Recaredo Pueyo lanzó un destello burlón, como si la comisaria hubiera contado un chiste demasiado inocente. La metamorfosis del papelito naranja se detuvo también unos instantes antes de que él le devolviera su atención.

– Aprecia mucho a esta familia, ¿verdad? -apuntó Cornelia.

– Sí, aunque a veces me sentía más bien inútil.

– ¿Por qué?

– Es una familia complicada. Por un lado, Marcelino con su reconversión al catolicismo. Para muchos algo difícil de entender, incluso para él mismo a veces. Y como todo lo que este hombre emprendía, lo hizo de un modo radical. Estudió la Biblia con apasionamiento, haciendo, sin embargo, una lectura muy particular. Buscaba respuestas y las encontraba interpretando pasajes siempre en función de su perspectiva. Siempre de esa manera absoluta, casi fanática.

– ¿Qué buscaba?

– Redención. La buscaba, eso sí, como quien busca instrucciones de uso. Tenía un plan para salvarse, pero no tuve tiempo para saber por qué. Su muerte llegó antes de que pudiera confiarme exactamente de qué se quería redimir. Y con Magdalena también llegué tarde.

– ¿Habló anoche con Julia Soto?

– No tuve la ocasión. El doctor le había dado un tranquilizante y estaba durmiendo.

– Julia Soto tiene mucho miedo. Dice que lo que sucede es un castigo por algo del pasado.

– ¿Del pasado, dice?

El cura movía la cabeza consternado, mirando hacia algún punto remoto, buscando las palabras con que empezar a hablar de nuevo. Cornelia decidió tenderle un puente.

– Conozco la historia del padre de Marcelino Soto y las sospechas de que traicionó a los miembros del ayuntamiento del pueblo y se quedó con el dinero o parte de él.

Pueyo le dirigió una mirada difícil de interpretar, entre la sorpresa y el alivio, entendió Cornelia. Recuperó la palabra.

– Son historias viejas, comisaria. Sucedieron hace más de medio siglo. Ya no somos esos bárbaros fratricidas, del mismo modo que ustedes ya no son esos nazis. Quizá soy muy optimista, pero creo que los pueblos aprenden de su historia.

– ¿Entonces no conoce usted ningún motivo que justifique esos temores de Julia Soto? ¿Y los rumores sobre la posible muerte violenta de su abuelo paterno?

El no del cura fue demasiado rotundo, incluso él lo notó e intentó matizarlo.

– Son eso, rumores, comisaria. Marcelino me habló de ellos e hice todo cuanto estuvo en mi mano para tranquilizarlo. Son habladurías de pueblo; de un pueblo que ya no existe. Estamos en el siglo XXI. También en España.

El cura levantó la vista del papel, que empezaba a cobrar volumen, y la miró con tristeza.

– Tendría que haber sido más resuelto, más tajante con la familia. Pero siempre cedí porque no me gusta inmiscuirme en las decisiones personales.

– ¿Qué podría haber hecho usted?

– ¿Sabe usted lo que es la depresión del emigrante, comisaria? Mucha gente no se hace a la idea de lo que supone abandonar el propio país, la propia cultura, encontrarse en un lugar en el que se habla una lengua extraña, solo. Es una pérdida. Como la muerte de un ser querido. Pero los emigrantes vienen a trabajar y no tienen tiempo para pensar en por qué se sienten tan tristes, entonces aparecen los dolores de cabeza, las molestias lumbares, los problemas de estómago. ¿Sabe que un gran número de emigrantes sufren de úlcera sin darse cuenta?

– ¿Sufría la señora Ríos una depresión?

– Soy cura, no psicólogo, pero no era necesario ser un experto para saber que Magdalena necesitaba ayuda.

– ¿Lo sabía la familia?

– Hablé con ellos en un par de ocasiones. Magdalena era muy infeliz en Alemania. Vino por Marcelino, pero no se integró nunca. Todos los años aquí los pasó esperando regresar, pero vivir más de treinta años en esta provisionalidad es algo que tarde o temprano pasa factura.

La figura entre las manos del cura mostraba ya los rasgos de un animal, Cornelia no podía evitar mirar de vez en cuando las manos laboriosas de Pueyo.

– Magdalena sufría migrañas terribles y se quejaba de frío. Siempre. En invierno o en verano. Parecía no sentir la temperatura exterior y en cierto modo así era. El frío lo llevaba dentro. Era el desaliento de no poder ni querer echar raíces. -Le sirvió otro café-. Intenté hacérselo ver a Marcelino, pero él decía que eran cosas del hacerse mayores.

– ¿No le daban importancia?

– Creo que sí, pero buscaron como solucionarlo sin que saliera del círculo familiar. Yo les sugerí que acudieran a un psicólogo. Hay varios en la ciudad que ofrecen terapias en español. Pero se negaron en redondo. Creo, incluso, que los ofendí.

– ¿En qué sentido?

– Lo entendieron como si estuviera sugiriendo que Magdalena tenía problemas psíquicos.

– ¿No era ése el caso?

– Por supuesto. Pero hay cosas que no se deben mencionar por su nombre. Se habla de achaquillos, de melancolías, de bajones, pero nunca de visitar a un psicólogo.

– ¿El qué dirán?

– Es la punta del iceberg. Es el miedo a quedar estigmatizado, al rechazo social, a perder el apoyo del grupo. Y eso es lo peor que puede pasarle a un emigrante. La solidaridad del grupo es el único sostén que vale. Para muchos este país sigue siendo un entorno hostil y frío. Calor sólo lo encuentran entre ellos. ¿Me permite que la obsequie con este pequeño presente?

Entre el pulgar y el índice de la mano derecha sostenía un león rampante, dispuesto a atacar, el símbolo del estado de Hesse.

– Es una creación propia. Todavía la estoy perfeccionando.

Siguió hablando un rato más con Recaredo Pueyo. Pero se fue sin atreverse a preguntarle si creía que su madre podría sufrir el mismo tipo de problemas que habían llevado a Magdalena Ríos al suicidio.

Aunque ya afuera, mientras callejeaba buscando su coche tuvo que reconocer que éste había sido uno de los motivos de su visita, ahora se iba con la sensación de que tenía más piezas del puzzle de las que creía, sólo que estaban cubiertas por una tela de silencios obstinados. Todavía no sabía lo que era, pero sentía que la solución estaba ahí, entre los papeles que habían recopilado, entre los testimonios que habían recogido, entre las palabras que alguien había pronunciado, sin que ellos acertaran a vislumbrar la relación que todos estos elementos guardaban entre sí. Había salido de la casa del cura con una impresión semejante a la que la acompañó a su salida de la ACHA. Y no se debía a la nostalgia por los tiempos heroicos de la emigración, ni se trataba de la inmersión en un mundo que había rechazado en buena parte cuando decidió que era alemana y que ahora parecía reclamarle la atención perdida. Era otra cosa.

Загрузка...