– Tenemos que empezar de cero. Leer todos los papeles como si fuera la primera vez. Repetir las preguntas contestadas y plantear otras nuevas, comprobar todos los datos una vez más.
– ¿Qué buscamos? -preguntó Müller.
«Si lo supiera», habría dicho la comisaria. Sin embargo, tuvo que poner sobre la mesa todas las líneas que tenían, aunque algunas eran más bien tenues hilos sin consistencia.
– Por un lado, habrá que volver a revisar lo que sabemos sobre la gente del entorno de Marcelino Soto. Otra vez familiares, parientes, amigos, empleados, compañeros en la ACHA… A pesar de que dudo que nos lleve a ninguna parte, habrá que tener en cuenta una vez más lo de las bandas.
– ¡Pero si acabamos de descartarlo! -protestó Fischer.
– No podemos dejar algo por completo de lado hasta que no estemos seguros de que no quedan cabos sueltos. ¿Podemos decir que todos, insisto, todos los miembros del grupito de Rima? estuvieron implicados en la pelea? Hasta que no lo sepamos, no podemos cerrar esa posibilidad. Otro punto en el que deberemos centrarnos -Cornelia notaba que iba perdiendo fuelle, que todo lo que tenían era tan vago que le costaba presentarlo de una forma estructurada- es la cuestión de todas esas historias del pasado de la familia.
– ¿Lo del pueblo durante la guerra civil española? -preguntó Müller.
– Exactamente. Resulta cuando menos llamativo que haya sido mencionado ya un par de veces en relación con este caso. Y ahora los miedo de la hija, de Julia… Intentaré averiguar algo más al respecto.
Tendría que ponerse en contacto con colegas en España. Sería la primera vez y temía un poco que les resultara ridículo que la policía de Francfort anduviera detrás de un hecho sucedido en una pequeña población de Galicia hacía tantos años. Pero no podía permitirse dejar ningún cabo suelto. Su español escrito no era muy bueno, así que decidió hacer el máximo posible de gestiones por teléfono.
– Otra pregunta importante atañe al bienestar económico de la familia. ¿Cómo consiguió Soto el capital necesario para comprar locales? Era un simple obrero que vino a Alemania a trabajar en la industria. Es importante que revisemos sus finanzas desde esta perspectiva.
Repartió las tareas y ocuparon sus escritorios. Müller, una mesa adicional que usaban para reuniones. Tenían que revisar toda la documentación sobre el caso. Hurgar aún más en el fondo de la vida de Soto, sus familiares, sus amigos, sus empleados. Era la parte sórdida de cualquier investigación, donde todo lo que esas personas hubieran hecho en algún momento de sus vidas se miraba con un filtro culpabilizador. Removían lodo en busca de algo perdido que ni sabían qué era. Deudas de juego, peleas familiares, problemas de alcohol. Se dedicaban a hacer llamadas desagradables que recibían respuestas poco placenteras.
– ¿Por qué salen ahora con esto?
– Por favor, que no se entere mi familia.
– ¡Pero si hace mil años que sucedió!
– ¿No tienen nada mejor que hacer?
– Es un asunto privado y conozco mis derechos.
– ¡Déjenme en paz!
Trabajaban en silencio, un mutismo sólo interrumpido por las llamadas que iban realizando.
Después de la comida los tres policías se encontraron sentados en círculo mirando con fijeza la pizarra en la que anotaban datos, nombres, relaciones. En una esquina habían pegado una foto de Marcelino Soto. Removían vasos de café que hacía tiempo que se habían enfriado sin percibir la sincronización de sus movimientos. Uno de los tres había tachado el nombre de Rimag; los otros dos no sabían quién había sido ni les importaba.
No sabían si colgar también la foto de Magdalena Ríos junto a la de su marido. En el fondo los había matado la misma persona. Una pequeña chispa se encendió en la cabeza de Cornelia.
– Esa horrible camiseta de Garfield.
El movimiento rotatorio en los vasos de Fischer y Müller se detuvo a la vez.
– No sabemos mucho de Magdalena Ríos, pero era de la generación de mi madre, de la generación que se arregla para salir a la calle, aunque sólo sea para ir a la droguería.
– No te sigo -dijo Fischer.
– Un suicidio no es un acto impulsivo que se decida de súbito mientras se pone la lavadora. ¿O quizá sí? Pero aunque así fuera, ¿habría querido Magdalena Ríos que sus hijas la encontraran así?
– Estaba muy trastornada y en ese momento estaba sola -replicó Müller.
– Es cierto, pero esta generación, estas señoras, tienen un marcado sentido del decoro. ¿Y si alguien la hubiera obligado a beberse la lejía? La mujer era de constitución frágil y apenas comía desde la muerte de su marido. A Soto lo mataron de un solo cuchillazo, el asesino es alguien fuerte, que no tendría dificultades para atacar a una mujer debilitada.
Miró a sus compañeros para comprobar si seguían la finísima línea que intentaba trazar. La mirada de Müller era de curiosidad, como si esperara el final del cuento. La de Fischer, más veterano, más bien escéptica.
– ¿Entendéis a dónde quiero ir a parar? ¿Quién tuvo la oportunidad de matarla? ¿Quién encontró presuntamente el cadáver?
– Veiga, pero, Cornelia, ¿y el motivo?
– Lo averiguaremos. Esperad, tengo que hacer una llamada.
Marcó el número del Instituto de Medicina Forense. Pfisterer ya estaba allí. Una vez superadas todas las barreras de empleados en huelga de celo, escuchó su voz al otro lado del teléfono.
– ¿Qué te lleva a interrumpirme en el cumplimiento de mi sagrado deber?
La ironía, inherente al acento vienés para oídos alemanes, quedó acentuada por la solemnidad con que pronunció la frase, pero Cornelia no estaba para bromas.
– Winfried, necesito comprobar algo.
Pfisterer asumió al instante un tono profesional.
– ¿De qué se trata?
– De la muerte de Magdalena Ríos. ¿Tenemos la certeza absoluta de que se tratara de un suicidio? ¿Podría otra persona haberla obligado a tomar la lejía?
Pfisterer reflexionó unos segundos antes de darle una respuesta.
– No nos hemos planteado esa posibilidad. Hemos llevado a cabo una autopsia exhaustiva siempre desde la premisa de que se trataba de una muerte voluntaria, pero si tienes dudas al respecto podríamos llevar a cabo unas pruebas adicionales. El cuerpo presenta hematomas, pero fueron ocasionados por los golpes que se dio mientras sufría las convulsiones. No son señales de lucha.
– ¿Quizás alguien la ató?
– No. Habríamos visto las marcas en la primera inspección ocular. Más bien sería necesario revisar si hay restos de piel humana debajo de las uñas, aunque…
Pfisterer se detuvo. Cornelia no pudo frenar su impaciencia.
– ¿Aunque qué?
– Aunque apenas se puede decir que le quedaran uñas. Se las había mordido hasta dejarse las puntas de los dedos en carne viva. También le faltaban mechones de pelo.
– ¿No podría habérselos arrancado alguien en una lucha?
– Más que dudoso. Las zonas en las que faltaban cabellos presentaban diferentes grados de cicatrización de las heridas que se causó, lo que más bien indica que sufrió diferentes crisis de desesperación en las que se tiró del pelo con fuerza hasta arrancarse mechones enteros. En mi opinión, todo apunta a un suicidio. En una de estas crisis esta mujer no vio otra salida más que matarse y bebió lejía hasta que los primeros dolores le impidieron seguir. Por los daños que hemos encontrado en el aparato digestivo, hemos podido ver que llegó incluso a tragar, o sea que empujó el líquido voluntariamente hacia el estómago. Cuando ingirió la lejía estaba tan fuera de sí que no sentía que se estaba abrasando la tráquea. En mi opinión, desde la muerte de su marido esta mujer cayó en una espiral de crisis en las que se fue infligiendo dolor hasta perder el control. Se podría decir que se mezclaron el desequilibrio psíquico en que cayó con el miedo a un futuro en soledad.
Pfisterer le dio aún un par de detalles más que apuntalaban la hipótesis del suicidio, pero Cornelia ya no escuchó con atención. Le dio las gracias y colgó.
Fischer la miraba entre resignado y compasivo.
– Está bien, Reiner. Ha sido un palo de ciego. En realidad no tenemos nada. Sigamos.