Joan Font, el catalanufo, tendría la edad del padre de Cornelia, pero veinte centímetros menos de estatura, que suplía en parte con una densa cabellera gris que se encrespaba hacia arriba como una nube de algodón dulce. La frente prominente se veía interrumpida bruscamente por unas gafas de montura de pasta negra. La patilla izquierda estaba sujeta con un trozo de cinta adhesiva negra, parecía cinta aislante. Cornelia la miró un segundo de más. Joan Font se dio cuenta.
– Se me ha roto por una parte de mal soldar.
Se dirigía ahora a ella en castellano. Era la hija de la Celsa. Cornelia percibió la peculiar pronunciación de las eles, en la garganta. Como los holandeses. También como los de Colonia.
– Igual encuentra recambio.
– Bueno, la verdad es que hace tantos años que se me rompió que me he acostumbrado a cambiar la cinta cuando se pone fea y me da pereza hacer otra cosa.
Cornelia le sonrió. Le hubiera dicho que en realidad iba a la moda, que de nuevo se llevaban las gafas gruesas de los años 1960. Pero precisamente los cuarenta años que habían sobrevivido esas gafas sujetas por un pedazo de cinta aislante negra convertían esa observación trivial en una constatación hiriente. Además, a Joan Font le temblaban las manos y no sabía dónde ponerlas. Estaba nervioso. Ella era la hija de la Celsa, pero era también una comisaria de la policía alemana. Y Font, como tantos otros miembros de la ACHA, arrastraba consigo el lastre de sus experiencias con la policía franquista.
Cornelia buscaba algunas palabras amables para empezar su conversación con él. Pero la incomodidad que suelen sentir los hispanos ante el silencio hizo el trabajo por ella.-Ay, comisaria, estamos todos tan tristes por la muerte de Marcelino. Hable usted con quien hable le dirá lo mismo. Y es que a Marcelino lo queríamos mucho todos. En mi vida no he conocido a nadie que fuera mejor persona.
La voz se le cortó. Font luchaba por contener las lágrimas. Con los labios temblorosos dirigió la mirada al techo intentando controlarse.
– Redéu! ¿Ha visto que telaraña? ¡Si parece el nido de una tarántula!
Cornelia tuvo que volverse para mirar la espesa red polvorienta que colgaba de una esquina del techo a sus espaldas, pero pudo ver cómo Font se secaba con rapidez los ojos. Cuando se volvió, empezó a recitar.
– La araña es una ingeniera, una divina relojera.
Por un momento Cornelia temió que esos versos pudieran ser producto de alguno de los innumerables concursos de poesía que Font había organizado en la colonia, para niños, para mayores, para mujeres, sobre la paz, el amor, la madre, la naturaleza, la libertad. «La libertad es una cosa muy bonita, que te das cuenta de lo importante que es cuando te falta.» Así empezaba el ganador del concurso sobre este tema, y así empezaban también tres cuartos de los textos presentados, entre ellos el de una Cornelia de doce años.
– ¿Es suyo? -se atrevió a preguntar, temiendo que la respuesta fuera «no, suyo».
– :¡No! ¡Qué más quisiera! Neruda.
Alivio y vuelta al trabajo.
– ¿Usted conocía al señor Soto desde hacía muchos años, verdad?
– Casi desde la llegada. Sólo que él trabajaba en la Opel y yo en la química Hoechst. -Font había recuperado la sonrisa-. Aunque nadie lo diría viendo mis gafas, aprendí el oficio de soldador.
– ¿Cómo conoció al señor Soto?
– En una reunión de trabajadores españoles. Habían venido unos compañeros de la UGT, que entonces operaba en el exilio, desde Toulouse. Un grupo de trabajadores españoles nos reunimos con ellos clandestinamente en uno de los barracones en los que vivíamos. Aunque teníamos miedo de que las autoridades alemanas nos sancionaran, porque en los sesenta éste era una país con un miedo terrible a todo lo que fuera la izquierda, no cabía un alfiler en el barracón. Los tres hombres de la UGT nos hablaron de la situación de los trabajadores en España, de la necesidad de agruparnos también nosotros para conseguir mejores condiciones en Alemania, vaya, de estas cosas. Marcelino y Regino también hablaron, sobre todo de las malas condiciones de vivienda y salud de los emigrantes españoles. Discutimos horas y horas, y muchos de los presentes decidimos después afiliarnos a algún sindicato alemán. La mayoría entraron en el IG-Metall o en el sindicato de la química. Nos hicimos muy amigos enseguida. Cuando Regino y Marcelino fundaron la ACHA, me pidieron si quería ocuparme del programa de literatura y teatro, porque sabían que era un gran lector. Así que me encargué de organizar el grupo de teatro de aficionados y los concursos de poesía.
– He visto una lista con los actos que organizaron. Es impresionante.
– Nuestros sudores nos costaba. Lo hacíamos todo a base de buena voluntad y mucho trabajo.
– Pero también recibían ayudas.
– ¿Nosotros? Pocas. Como éramos, y somos, un grupo de izquierdas, nos apoyaban menos que a los grupos más conservadores o a los que no se comprometían políticamente. Los sindicatos, bueno, la UGT, también nos echaba un cable económicamente, pero éramos muchos los que pedíamos y el sindicato tenía con seguridad cosas más urgentes que financiar una representación de aficionados de Fuenteovejuna, por ejemplo. Y aun así, hay que ver todo lo que hicimos: teatro, bailes, concursos, recitales. Pero si uno lo compara con lo que hacían otros grupos, que recibían siempre dinero del gobierno español para comprar vestuario, instrumentos o lotes de libros, lo nuestro no era nada. Miseria y compañía.
Cornelia pensó en los decorados más bien austeros que había visto en las fotos en el despacho de Martínez. No hablaban precisamente del exceso de medios.
– ¿No había conflictos entre ustedes?
– Como en todas partes, comisaria. Donde se junta gente siempre hay conflictos. Que si yo lo quiero así y yo asá; que lo hacemos a mi manera o a la tuya; que si tú dijiste, que si yo dije. Pero en el fondo nos llevábamos todos bien. Veníamos del mismo país, éramos extranjeros aquí, teníamos que hacer piña. Si no, estás perdido. La ACHA era un trocito de casa.
– ¿Fue para usted una sorpresa que Marcelino Soto dejara la asociación?
– Si quiere que le sea sincero, eso no lo entendí del todo. No entendí por qué se tomó tan a la tremenda que no lo reeligieran presidente. Fue una votación democrática, y en una asociación que defiende los principios democráticos, es fundamental que todos los acaten. Los socios querían un cambio de aires y votaron por eso. Pero él se lo tomó como algo personal. A mí incluso me retiró el saludo porque seguí organizando cosas aquí y no me fui por solidaridad con él. Pero se lo dije muy claro: «Marcelino, así son las reglas de la democracia, en la que, no lo olvides, creemos todos los miembros de la ACHA». ¡Uy, cómo se puso! ¡Hecho una fiera! Me dijo que lo habíamos defenestrado y me salió con cosas abstrusas sobre la amistad que siempre debería primar sobre la política, y dejó de hablarme durante un tiempo. Después se le pasó. Si nos encontrábamos, charlábamos siempre un poquito, pero ya no era lo mismo. Hay desaires que rompen una amistad de un modo irreparable, por puntos imposibles de soldar. Como mis pobres gafas.
Joan Font sonrió con tristeza mientras se las quitaba. Con el pulgar y el índice apretó un momento el nacimiento de la nariz, como suelen hacer las personas que sufren de dolores de cabeza. Se puso de nuevo las gafas y dirigió a Cornelia una mirada de admiración.
– Disculpe que me vaya de tema, pero no puedo creer que tenga ante mí a la nena de la Celsa. Ahora que la miro bien, la recuerdo perfectamente de jovencita. -Joan Font hizo una breve pausa-. Pero usted ha salido más a su padre, a Horst, más alemana. Es bien curioso lo que pasa con los hijos de parejas mixtas. Es como una lotería. A veces salen mezclados y a veces, como en su caso, parece que la cosa se reparte de manera que uno sea cien por cien español y el otro alemán. Manuel siempre fue más temperamental, era el artista de la familia, le gustaba cantar, bailaba en todas las fiestas, y ve, ahora se ha hecho pintor. Usted, si me permite decirlo, era más seriecita, más metódica. En los concursos de poesía, las suyas eran las únicas que seguían rigurosamente algún esquema métrico.
La memoria de este hombre la estaba poniendo nerviosa. Ya había tenido bastante con recordar el premio de poesía de su hermano, ahora se empeñaba en despertar otros recuerdos de esos eventos de la colonia española a los que tuvo que asistir. Estaba segura de que del mismo modo en que acababa de hacer acto de presencia en su memoria el recuerdo de la única vez en que había subido al escenario a recoger uno de esos odiosos premios de poesía, Joan Font estaba a punto de recuperar también esa imagen. Así fue.
– ¿No ganó usted una vez un tercer premio?
No fue necesario que Cornelia asintiera. Ese archivo humano pescó con certeza ese momento antes de que pudiera escurrirse de nuevo en el rincón donde había permanecido plácidamente olvidado durante tantos años.
– Fue con un poema con motivo del día de la Madre, ¿o me equivoco?
No se equivocaba. Y mientras Cornelia escuchaba como una tortura su propia voz a los nueve años recitando un poema lleno de rimas en-on, Joan Font llegaba demasiado tarde a las palabras que habrían eximido a la comisaria de sentir esa vergüenza retroactiva.
– Pero perdone, ya me he vuelto a ir de tema. Es que cuando empiezo a hablar de los viejos tiempos no tengo freno.
Para no parecer demasiado alemana, demasiado directa, reprimió confirmar esta afirmación y fingió que no le empezaban a cargar estas excursiones forzosas en su pasado. Y a pesar de que Font, con su cabellera desbocada de científico loco, le resultaba muy simpático, tenía que preguntárselo:
– Señor Font, ¿cree usted que alguien de la asociación podría tener algún motivo para amenazar a Marcelino Soto?
Él negó vehementemente con la cabeza.
– Pero usted mismo ha dicho que Soto reaccionó muy mal al no ser reelegido, que dijo cosas desagradables. ¿No podría haber quedado alguna rencilla abierta?
– Mire, comisaria, aquí, en la comunidad española, a veces han pasado cosas fuertes y desagradables, pero siempre las hemos ido resolviendo.
Font se le estaba escapando del mismo modo que su madre o Martínez; se evadían cerrándole el tema, haciéndola ajena a ellos. Así que, ya que de todas maneras lo iba a hacer, intentó meter un pie antes de que él le cerrara definitivamente esa puerta.
– ¿Por ejemplo?
– ¿De Marcelino?
– Se lo ruego.
La memoria infalible de Font entreabrió un archivo.
– Raúl Torres se la juró. Se había venido sin su mujer y sin los niños, y a los pocos meses se había echado una novia alemana. A Marcelino eso le parecía muy mal. En el fondo era muy moralista, por eso de viejo se hizo de la Iglesia otra vez, digo yo.
– ¿Qué pasó con Raúl Torres?
– Que Marcelino acabó escribiendo a la mujer. Y ella se vino a Alemania sin avisarlo. Se presentó en la residencia donde vivía el marido y lo esperó allí. Cuando Raúl llegó a la habitación, su mujer ya le había hecho las maletas. «A casa», le dijo. Primero se armó la de San Quintín y Torres se enteró de que Marcelino le había dado el soplo a la mujer. Lo quería matar, pero la mujer se lo llevó a la estación y de vuelta al pueblo.
– ¿Se supo algo más de ese Raúl Torres?
– Al tiempo le escribió a Marcelino para darle las gracias por haber salvado su matrimonio. Él estaba muy orgulloso de su intervención. Poco después tuvieron un niño y Marcelino fue el padrino del chaval. Así que, ya ve, como le dije, los problemas los resolvemos a las buenas.
El resto de la entrevista no le aportó más que un aluvión de recuerdos compartidos por esa generación, la constatación de que Marcelino, a pesar de su poca airosa salida de la ACHA, había sido muy querido y un hondo sentimiento de nostalgia por una época difícil, pero llena de ilusiones en la que los locales de esa asociación rebosaban de gente.
– ¿Sabe usted? Mucha gente piensa que nuestra historia es como las fotos de la época, en blanco y negro. Creen que nuestros abuelos vivían en un mundo en sepia y los emigrantes llegamos a un país en blanco y negro, que éramos gente en blanco y negro que llevaba ropa en blanco y negro. Todo el mundo tiene en la memoria las imágenes de las estaciones, las caras oscuras, los ojos oscuros asomando por las ventanillas, las maletas de cartón, los trajes desfondados. Pero esas maletas eran marrones, los hatillos eran rojos, azules o pardos; los trajes, negros o grises; los vestidos eran celestes o verdes y llevaban estampados de florcitas o rayas.
Cuando terminó de hablar con Font, Regino Martínez salió a despedirla. Era evidente que había estado pendiente del transcurso de su conversación con el mallorquín. Éste preparaba ya la mesa para la partidita. Los otros jugadores habían ido llegando y se habían sentado alrededor de una de las mesas. No le prestaban atención a la comisaria o no querían prestársela. Justo cuando Martínez empezaba a articular una fórmula de despedida en el umbral de la puerta, uno de ellos abrió una caja de madera y dejó caer ruidosamente las fichas de dominó sobre la mesa. Éste se volvió airado, pero no dijo nada. Le tendió la mano a Cornelia.
– Si podemos ayudarla en otras cosas, ya sabe dónde nos tiene.
Desde la sala contigua les llegaba el ruido de las fichas de dominó al ser removidas.