No preguntaría a los otros cómo habían pasado la noche. La suya estuvo marcada por la lectura del cuaderno de tapas negras de Marcelino Soto. Lo había estado leyendo mientras sus compañeros todavía estaban en el despacho. También cuando, agotados, se marcharon. Ella se quedó. No tenía ganas ni motivos para ir a casa.
Lo abrió una vez más, al azar, y se encontró ante una página en la que Marcelino había pegado imágenes recortadas de algún libro religioso. Eran imágenes de destrucción. Lo hojeó después más ordenadamente; las anotaciones hechas a mano alternaban citas de contenido religioso, bíblicas supuso, escritas con letra pulida de copista, con comentarios a esos fragmentos. Aquí la letra perdía pronto la horizontalidad y redondez de los pasajes anteriores, subía, bajaba, se interrumpía con tachaduras realizadas con furia que ocultaban por completo las palabras que quedaban debajo. Encontró también fragmentos de artículos de periódico, muchos números, a veces cifras sueltas, en medio de una página, a veces auténticas tablas de cálculo, pero ni las columnas ni las líneas que permitiera saber a qué se referían las cifras. Anuncios de organizaciones benéficas se intercalaban con dibujos trazados seguramente por el propio Marcelino Soto que imitaban el estilo de las ilustraciones religiosas: llamas devorando ciudades, cuerpos entregados al fuego, escenas de martirios, y por todas partes rostros de demonios, no por más torpes en la realización menos dramáticos en la intención.
No volvió a casa esa noche. Cuando dejó la lectura del cuaderno se dio cuenta de que le quedaban tres horas de sueño. Se echó en un sofá que tenían en un rincón del despacho. Esto dio pie a una de las escasas ocasiones en que agradeció su poca estatura, le bastaba doblar un poco las rodillas para caber. Se tapó con una manta que le había regalado la mujer de Fischer junto con los cojines con motivos orientales para que el despacho quedara más acogedor. Bendita sea. Aunque antes de dormirse, y de comprobar por vigésima vez si había llegado algún mensaje a su móvil, se dijo que no le iba a pasar, que eso sólo pasaba en las novelas, esa noche soñó con Marcelino Soto, con su rostro hinchado de ahogado envuelto en las llamas. Los demonios que poblaban el cuaderno lo desnudaban y lo tiraban al río. De su sueño la sacó muy de mañana una de las mujeres de la limpieza cuando entró empujando un carrito. Por lo visto, no era la primera vez que la mujer se encontraba con algún policía dormido en el despacho; pasó de puntillas al lado de la comisaria, vació rápidamente las papeleras y musitó una disculpa.
– No pasa nada. Gracias -consiguió decir Cornelia antes de caer en un sopor profundo y, por suerte, esta vez sin sueños.
La despertó Fischer poniéndole una taza de café bajo la nariz.
– ¿He roncado?
– Como un jabalí -ante la cara de horror de la comisaria, Fischer rectificó-. Un jabalí pequeñito.
Salió para arreglarse mínimamente en el baño. Müller no tardaría en aparecer. Cuando regresó al despacho, Fischer estaba buscando algo en internet.
Antes de ocuparse con sus compañeros del análisis del cuaderno de tapas negras, salió para encargar un par de copias, de modo que pudieran trabajar los tres a la vez con el texto.
– Vuelvo enseguida.
El subcomisario asintió distraídamente. Mientras cerraba la puerta, Cornelia tuvo la sensación de que Fischer se apartaba demasiado rápido del ordenador. Se alejó, pero pocos metros más adelante volvió sobre sus pasos y espió a su compañero desde la ventana interior. Hablaba por teléfono. No como solía hacerlo normalmente, echando el cuerpo hacia atrás o poniendo los pies sobre la mesa, sino volcado sobre el aparato, como si lo estuviera protegiendo.
Se alejó antes de que él pudiera sorprenderla u otro pudiera verla acechándolo. Las habladurías corren muy rápido en una comisaría de policía y ya tenía bastante con imaginarse los comentarios de los compañeros sobre la visita de su madre.
Tardó sólo diez minutos en regresar, pero Fischer había desaparecido. También su chaqueta. Sobre la mesa de Cornelia se levantaba un post-it amarillo. «Estoy de vuelta en una hora.»
Arrancó el post-it, pero no se sentó a su mesa. Una idea ya empezaba a cruzar por su mente, pero aún no se atrevía a llevarla a cabo.
Lo hizo. Ocupó el escritorio de Fischer, descolgó el teléfono y pulsó la tecla de repetición de llamada. Hubiera colgado de nuevo avergonzada de su acción si al otro lado la respuesta no hubiera llegado tan rápidamente.
– Clínica Deméter. Mi nombre es Claudia Stork. ¿En qué puedo atenderle?
– Perdón, me he equivocado de número.
Colgó, no sin haber registrado automáticamente, gajes del oficio, el nombre de la clínica. Ya que había empezado ese acto vergonzante, lo iba a llevar a su fin. Volvió a su lugar y buscó en internet.
«Clínica Deméter. Tratamientos de Reproducción Asistida.»
Cornelia entendió en ese momento que la sensación de vergüenza profunda y el esclarecimiento epifánico son conciliables, pues a lo denigrante que había sido su propia actuación se unió el alivio de entender por fin los motivos de las ausencias, de los despistes, de los malhumores de Reiner. Pero ¿por qué no se lo había dicho?
– Comisaria, sus fotocopias.
El muchacho de reprografía le tendía las hojas. En la otra mano, el original.
Dejó una copia sobre el escritorio de Fischer. Miró la hora. Las ocho y media. ¿Dónde estaba Müller? Abrió la puerta del despacho. Escuchó voces a la izquierda, provenían del despacho de Juncker. Se acercó un poco. Ya podía entender lo que decían. Hablaba Juncker.
– Mira, Leo, el papeleo es cosa de organización.
¿Leo? ¿Había escuchado bien? ¿Leo?
– Pero ¿no te parece excesivo tanto informe?
Müller. El leoncito Müller era ahora Leo. ¿Leo di Caprio? Y ese tuteo. ¿Desde cuándo?
– ¿Por qué no tenemos secretarias para esas cosas?
Esa fanfarronada de Müller actuó en ella como un resorte. Entró en el despacho.
– Buenos días, Müller.
No tuvo que decir más; Leopold Müller, que estaba con los brazos cruzados sobre el pecho sosteniendo en la mano derecha una taza de café en actitud despreocupada, casi se cuadró del susto. Juncker, en cambio, volvió hacia ella sus ojos claros, acerados.
– Pero si está aquí la colega Weber-Tejedor, y yo con la casa sin barrer.
Al tono melifluo añadió un parpadeo de pin-up, que Cornelia no entendió hasta que Juncker siguió hablando.
– Pero es que tengo entendido que la limpieza del hogar es una tarea más peligrosa de lo que se piensa.
La mirada fulminante de Cornelia al escuchar esta alusión burlona a Magdalena Ríos no cayó en Juncker, a quien consideraba un imbécil irredimible, sino sobre Müller. Después se volvió sin decir nada y regresó a su despacho. Leopold Müller salió detrás de ella acompañado de una risotada grosera de Juncker.
– Corre, león, corre.
Tomaron asiento sin hablar. Él parecía de nuevo el agente apocado de su primera entrevista. Cornelia procuró evitar cualquier rastro de emocionalidad en su voz:
– Müller, ¿puedo confiar en usted?
– Por supuesto, comisaria.
– ¿De verdad? ¿Puedo confiar completamente en usted?
Esta vez él asintió vehementemente con la cabeza.
– Entonces puedo estar tranquila por lo que respecta a su discreción sobre nuestro trabajo, en especial el asunto Klein.
La respuesta de Müller fue inmediata.
– Cien por cien.
– ¿Qué quería esta vez Juncker de usted?
– Saber cómo me va en homicidios.
Aunque no lo mencionara, Cornelia sabía que por la mente de Müller cruzaba en ese instante las duras palabras que le había dirigido la otra vez. Era su oportunidad de repararlas.
– Está realizando un trabajo excelente y confío en poder contar con usted en el futuro, pero éste es un departamento difícil, en el que el apoyo no sólo profesional sino moral de los compañeros es fundamental para soportar el día a día. Escoja bien a sus amigos, Müller.
No le dio tiempo a responder, no quería una declaración de fidelidad o de agradecimiento del joven policía.
– A trabajar.
Leopold Müller aceptó la invitación con una sonrisa tímida. De no haber estado la mesa por medio, Cornelia lo hubiera besado. Pero la mesa estaba allí, como lo estaba también su anillo y la respuesta de Müller:
– Claro, comisaria.
Las mesas estaban cubiertas de papeles, archivadores, fotos. Decidió que era mejor que reordenaran el material antes de seguir trabajando. Ella y Müller se dedicaron a rehacer el orden primigenio que las horas de trabajo habían desbaratado. Trabajaban concentrados, pasándose materiales el uno al otro.
– Esto es del restaurante Santiago.
– Forense
– Protocolo. -ACHA.
Müller le tendía una foto con la izquierda mientras con la derecha sostenía en precario equilibrio un montón de papeles. Cornelia se disponía a meterla en una funda de plástico, junto con otras fotos de actos culturales celebrados en la asociación, cuando de repente sus ojos quedaron clavados en el escenario decorado de forma más que parca en el que, según el pie de foto, se estaba representando la obra La vida es sueño.
Müller se percató del cambio en la comisaria. Cornelia miraba la foto y movía la cabeza de un lado a otro.
– Eso es.
Mientras Cornelia buscaba otras fotos ante un Müller tenso y expectante, Reiner Fischer entró en el despacho. Su escapada había durado más de la hora anunciada. Cornelia se acercó a él de un salto y le dio unas palmaditas en los brazos.
– Reiner, eres un genio.
– Oye, menos bromitas. Ya sé que llego tarde, pero tengo mis razones.
Lo atajó, aunque quizá por fin su compañero estaba a punto de confesarle la causa de sus frecuentes ausencias. En ese momento daba lo mismo. No sólo a causa de su mezquino acto de espionaje, sino porque urgía que se pusiera en marcha.
– Lo he entendido, por fin entiendo lo que hacía Soto. Y hay alguien que nos lo puede confirmar. Ahora mismo te vas a casa del cura y lo interrogas.
– ¿Por qué?
– Porque ese hombre está pidiendo a gritos que lo presionemos para poder librarse de la información que tiene sobre el caso y que le pesa como una carga. Solamente que no puede facilitárnosla sin más. Lo más probable es que parte de lo que sabe se encuentre bajo secreto de confesión.
– ¿Y qué te hace pensar que ahora nos lo contará?
– Lo ha dejado entrever cuando dijo que accederá al ruego de las hijas y celebrará el funeral de Magdalena Ríos en la iglesia a pesar de que está demostrado que se ha suicidado.
No quiso añadir la suposición de su madre sobre la falta de fe del cura, pero ese argumento también había pesado.
– ¿Por qué tengo que ir yo solo?
– No vas a ir solo, Müller te acompañará. -Quería estar sola un rato para comprobar su hipótesis-. Impresiona más ver a dos policías, coacciona más. Pero hablarás únicamente tú.
– ¿Por qué?
– Muy simple, tú tienes más pinta de policía bruto.
– Hombre, gracias.
Pero parecía contento de poder hacer algo y no recibir ninguna reprimenda.
– Segundo, si yo no estoy presente, lo obligamos a hablar en alemán, y aunque domine la lengua, creo que le resultará más fácil hablar de algo tan delicado en una lengua que no es la propia.
Ante la mirada escéptica de Fischer, añadió:
– En una lengua que no es la materna es más fácil mantener la distancia respecto a lo que se dice. Lo sé por propia experiencia. Usted, Müller, no abra la boca, pero si tiene que hacerlo, recuerde que no habla español.
– ¿Cómo quieres que lo aborde?
– Enséñale esta foto y pregúntale simplemente dónde estaban los decorados y los trajes. Háblale sin abusar de la autoridad, pero sin aflojar. Insiste en el hecho de que sabemos que nos oculta una información fundamental a la que llegaremos de todas formas, pero que si habla ahorrará mucho sufrimiento a la familia.
– ¿Qué esperas que diga?
Cornelia les resumió sus suposiciones.
– Llamadme en cuanto salgáis de la casa del cura.
¿NO SE LO DIJO SU MADRE?
Revisando lo que tenía para asegurarse de que estaba en lo cierto, no prestó atención a la pantalla que le mostraba quién estaba llamando en ese momento. Cuando levantó el auricular, contestó todavía medio ausente y escuchó la voz de su madre. Estuvo a punto de cortar la comunicación.
– ¡No cuelgues, Cornelia!
Celsa había usado su nombre, no el «hija» habitual. Eso la frenó. Pero no impidió el tono cortante con que se dirigió a ella.
– ¿Qué quieres, mamá?
– Hija, quería pedirte disculpas.
Cornelia calló. Aunque lo lamentaba, no podía en ese momento prestarle demasiada atención.
– No lo hice con mala intención. Es que tenía tanto miedo de que hubiera sido uno de nosotros, que tenía que contárselo a alguien.
– Está bien, mamá.
– No quiero que estés enfadada conmigo. No tiene que haber desunión en las familias, son lo que nos da apoyo en la vida.
– Claro, mamá.
No tenía tiempo para una larga conversación con su madre, pero tampoco quería interrumpirla con brusquedad; sin embargo, se estaba impacientando.
– Mira qué rápido puede ocurrir que una familia bien avenida se deshaga en pocos días. Primero la tragedia de Marcelino y después lo de Magdalena. Y ahora de pronto la niña se ha quedado sola.
Le iba a replicar que la niña tenía casi treinta años, pero no tenía ganas de discusiones triviales.
De pronto, algo le dijo que tenía que prestar más atención a lo que su madre le estaba contando en ese momento.-Esta mañana he pasado a verla. Por si necesita ayuda con los preparativos del entierro. Me quedé un ratito. No la vi bien. Pero me tranquilizó ver que el chico con el que está se ve muy buena persona.
Vaya, su madre también lo había descubierto. Un agente entró en el despacho.
– Comisaria, acaba de llegar este fax de España.
– Gracias.
El agente salió. Cornelia dejó el fax sobre la mesa. Ya lo leería después de hablar con su madre.
– ¿Qué? -preguntó Celsa.
– No hablaba ahora contigo, un compañero me ha traído una cosa.
– Entonces no te entretendré mucho más. Decía que me alegré de ver que Julia no está sola y le comenté que me parecía tan bonito que ellos no se dejaran influenciar por viejas discordias…
El cuerpo de Cornelia reaccionó como si le hubieran dado una descarga eléctrica.
– Sigue. Por favor.
– Te parecerá una tontería, pero durante un tiempo tuve miedo de que Carlos Veiga fuera el culpable. Por eso me alegré tanto cuando lo de los anónimos. Pero ahora que lo he visto en persona y he visto cómo se ocupa de Julia, con qué mimo la trata, con qué dulzura le habla, me he dado cuenta de que era un error. Así se lo dije a Julia. Bueno, no directamente así, lo de la culpabilidad no lo mencioné, le dije que me parecía muy hermoso que la nieta de Antonio Soto y el nieto del alcalde hubieran superado las antiguas rencillas.
Estuvo a punto de dejar caer el teléfono. Se mordió los labios y sintió que a duras penas podía contener las lágrimas de rabia y de indignación.
– Hija, ¿me escuchas?
Respiró hondo antes de hablar. La voz le temblaba.
– Mamá, ¿tú sabías todo este tiempo quién era Carlos Veiga? ¿Y le has dicho a Julia que Carlos es el nieto del alcalde asesinado en la guerra?
El silencio al otro lado de la línea era una confesión.
– ¿Y cuándo pensabas decírmelo a mí?
No esperó la respuesta de su madre. Dos gruesas lágrimas le cayeron rodando por las mejillas, que sentía arder.
– Mamá, si pasa algo, te juro que tendrá consecuencias.
Colgó el teléfono.
Arrancó la chaqueta de la percha y salió corriendo de la habitación. Ya no necesitaba leer lo que decía el fax de España.
No había tiempo que perder. Al pasar por delante de su despacho, vio que Juncker estaba dentro.
– Juncker, pida, por favor, un coche patrulla urgentemente a la Sachsenhausener Straße 32.
Al ver el rostro de la comisaria, Juncker reprimió cualquier comentario. Mientras corría por el pasillo, Cornelia alcanzó a escuchar:
– Enseguida.
Desde el auto llamó a casa de los Soto. Nadie contestó al teléfono. Saltó el contestador. Colgó y lo intentó de nuevo. Otra vez el contestador. Insistió. Esa tercera vez tuvo éxito. Julia descolgó el auricular.
La voz sonaba como si un velo se interpusiera entre su boca y el aparato. El saludo sonó ininteligible.
– ¿Cómo se-encuentra, Julia?
– Bien, cada vez mejor.
Hablaba muy lentamente, como si tuviera que buscar cada palabra.
– Me alegra oírlo -mintió Cornelia siguiendo el juego-. Quería que supiera que los cuadernos que nos dejó nos han ayudado muchísimo.
Silencio. Sólo una respiración agitada.
– ¿Está ahí, Julia?
El «sí» llegó ahogado. ¿Estaba llorando?
– ¿Puedo hacer algo por usted?
– No, gracias. Estoy bien. De verdad.
– ¿Ha tomado algo? ¿Los medicamentos que le recetó el doctor, los toma?
– Sí, sí, todos -la voz se ausentaba de nuevo, balbuceó algo.
– Perdone, no la he entendido.
– No importa. No era nada importante. Lo que cuenta es que pronto todo habrá terminado. ¿Comprende lo que quiero decir?
– No del todo.
– Ya se lo dije la otra vez, comisaria, el pasado nos castiga por lo que hicieron los que nos precedieron.
– ¿De qué está hablando, Julia?
– ¿No lo entiende? De Carlos, que ha venido a vengar a los muertos de la guerra civil. Que ha venido a castigarnos. ¿No me diga que no lo sabe? ¿No se lo dijo su madre? Ahora sé por qué nos tiraba piedras cuando fuimos al entierro de mi abuelo. Su madre también se equivoca, los nietos siguen arrastrando el odio por los abuelos. Ahora comprendo por qué nunca volvimos a Lugo. Pero ahora está en mis manos castigar al asesino. Me engañó todo este tiempo, pero ahora ya he abierto los ojos. ¡Qué vergüenza, además! ¿Sabe que me he acostado con el asesino de mis padres? Pero no se preocupe, no tengo miedo.
– Se está equivocando, Julia. Carlos no tiene nada que ver con la muerte de sus padres.
– No intente protegerlo, comisaria. Le agradezco todo lo que ha hecho por nosotros, pero ahora me toca actuar a mí. Adiós.
Colgó.
Cornelia llamó repetidas veces, pero Julia Soto no volvió a coger el teléfono.
Desde el coche localizó a Fischer.
– ¿Dónde estás, Cornelia? Acabamos de llegar al despacho. Juncker ha dicho que has salido corriendo y has pedido refuerzos. La dirección es la de los Soto. ¿Qué pasa?
– Temo que Julia Soto haga alguna barbaridad. ¿Qué os ha dicho el cura? ¿Estoy en lo cierto? -Sí.
– Por favor, venid cuanto antes a casa de los Soto. Ahora no puedo seguir hablando, tengo que llegar rápido.
Había colocado la sirena sobre el techo del coche. Conducía tan veloz como el denso tráfico de la hora punta se lo permitía.
– ¡ Apártate de una vez!
Pasando un cruce, casi la embistió un tranvía.
Aparcó el coche delante de la casa de los Soto, salió corriendo dejándolo abierto. Metió la mano para abrir desde dentro la puerta del jardín. Todas las luces de la casa estaban encendidas, como si se celebrara una fiesta. Pero nadie acudió a abrirle la puerta. Golpeó con los nudillos.
– Julia, ábrame. Soy la comisaria Weber.
Silencio. El silencio que hace tan deseados esos barrios residenciales era ahora amenazador.
Golpeó una vez más sin resultado. Rodeó la casa. Desde cada ventana intentó vislumbrar si había alguien en el interior. La casa estaba vacía. Abandonada.
De pronto, le pareció escuchar el ruido apagado del motor de un coche. Venía de la parte posterior. Se acercó procurando ubicar el origen del sonido. Llegó a la puerta de un garaje. Estaba cerrado por dentro. El sonido del motor provenía de ahí. Golpeó la puerta, pero era tan maciza que apenas retumbó.
Con la culata de la pistola reventó una ventana y se dirigió hacia el garaje. Por suerte la puerta que conducía de la casa al garaje no estaba cerrada. Entró y encendió la luz. Sentada en el auto, los ojos de Julia Soto parpadeaban en su dirección sin reconocerla.
– ¿Qué está haciendo?
– Patético, ¿no? El ángel vengador que no consigue arrancar el coche. Creo que está sin batería.
Al lado de Julia, el cuerpo de Carlos Veiga estaba recostado contra la puerta del copiloto. Cornelia rodeó el vehículo para acercarse a la muchacha. Julia la miró desde la ventanilla del coche. Cornelia se acercó a Veiga, que yacía inconsciente en el asiento. El cuerpo se sostenía sólo gracias al ajustado cinturón de seguridad.
– No está muerto. Sólo dormido. Mi padre estaba equivocado. Los pecados de los padres sí caen sobre los hijos. Carlos ya ha cumplido parte de su misión, pero yo he impedido que pudiera seguir. No va a tocar a Irene ni a sus niños. Esta vez no he fracasado. No pude salvar a mi madre, pero he salvado a mi hermana. El crimen de mi abuelo cayó sobre mi padre y yo quería impedir que cayera sobre nosotras.
– Su padre no se refería a eso. Su padre hablaba de sus propios actos, de sus robos.
Llamó a una ambulancia. Julia Soto la miraba con los ojos desorbitados.
Cuando Fischer y Müller llegaron a casa de los Soto, Julia estaba sentada todavía en el auto, con las piernas fuera. Miraba a la comisaria con ojos desmesuradamente abiertos y repetía como en una cantinela: «¿Por qué Regino? ¿Por qué?»
Cornelia preguntó a sus compañeros:
– ¿Qué os contó Recaredo Pueyo?
– Nos ha dicho que Marcelino Soto le había confesado haber robado dinero de las subvenciones de la ACHA y que quería reconocerlo públicamente, tan pronto como hubiera terminado de subsanarlo. Quería convocar a toda la comunidad española en la iglesia y recorrerla banco por banco de rodillas pidiendo perdón. Pero eso también dependía de que otra persona participara en ese acto de contrición.
– ¿Os dio el nombre?
– Eso no lo sabía, Marcelino no llegó a decírselo, aunque le anunció que lo haría en su momento. Cree que tiene que ver con su muerte, pero no se atrevía a contarlo.
Fue Müller quien repitió la pregunta de Julia que había quedado en el aire.
– ¿Por qué?
– Por miedo a que la religiosidad de Marcelino Soto y su sentimiento de culpabilidad lo arrastraran también a él.
La ambulancia que se llevó a Veiga apareció poco después.
– Müller, encárguese usted de acompañar a la señora Soto a Jefatura. Tenemos que detenerla por intento de asesinato, pero en su estado creo que es recomendable que pidamos también asistencia psicológica.
Cornelia se sentía súbitamente muy cansada. Hubiera querido ahorrarse ir a buscar a Martínez, pero necesitaban una confesión.
Marcelino y Regino habían estado estafando a la ACHA durante años. Del dinero con que se subvencionaban los actos, sólo una parte se destinaba a ellos. De ahí las quejas de Joan Font sobre la precariedad de los actos culturales, de ahí la pobreza de presupuesto que mostraban las fotos de los actos de la organización. Pero ahora, años más tarde, la crisis religiosa de Marcelino amenazaba con sacar a la luz esta malversación. Él estaba devolviendo el dinero de sus estafas. Multiplicado por cuatro, como se leía en su cuaderno. Los cálculos los hacía para que la cantidad correspondiera al nivel de vida actual, de ahí esos números tan extraños. Después, una vez restituido ese dinero, quería hacer una confesión pública, en cuanto convenciera a Regino Martínez de participar en ese acto. Expuesto de rodillas ante la comunidad.
Detendrían a Martínez y confesaría. Eso era seguro, aunque no tuvieran pruebas concluyentes contra él. Bastaría con todos los indicios recogidos.
Ahora le tocaba a ella confesar.
– Reiner, ya sé lo que te pasa.
– ¿Lo que me pasa?
– Sabes de lo que estoy hablando. Queréis tener niños y estáis recurriendo a una clínica.
Contó avergonzada su acto de espionaje. Fischer mantenía la mirada fija en la calle, las manos apretaban el volante con fuerza.
– Ya que hemos llegado a este punto, tengo que decirte que eso no es todo. Éste es el segundo intento. El primero pareció funcionar muy bien, pero perdimos al niño. Mi mujer cayó en una depresión grave y, aunque no me veo con ánimos de pasar otra vez por lo mismo, le prometí que insistiríamos, que lo intentaríamos otra vez.
– Lo siento, no sabes cuánto. ¿Por qué no dijiste nunca nada?
– No quería que nadie lo supiera. ¿Te imaginas las bromitas de algunos si supieran por qué a veces tenía que salir? Otras veces me iba porque mi mujer tenía ataques de ansiedad…
– Pero a mí podrías habérmelo contado.
Fischer tardó un poco en responder.
– ¿Puedo decir algo, aunque suene como una tontería? Puedes reírte si quieres. Creo que hubiera sido más fácil contártelo si no nos tuteáramos.
Cornelia no se rió.
– ¿Qué quieres decir con eso?
– No lo sé. Ya te he dicho que era una tontería, pero se me pasó por la cabeza.
– ¿Preferirías que nos habláramos de usted?
– No. Además, el tuteo es irreversible.
– ¿Quién lo ha dicho?
– Nadie. Es así.
Detuvieron a Regino Martínez en su casa. No opuso la menor resistencia, más bien pareció aliviado. La confesión que firmó en la Jefatura confirmó la tesis de Cornelia.
– Marcelino me dijo que quería hablar conmigo y lo invité a venir a casa porque esa semana estaba solo. Dijo que él cocinaría. Un menú especial. Al principio todo parecía muy normal, comimos charlando de cosas de los viejos tiempos, pero al final de la comida me dijo que me había llamado porque quería que fijáramos por fin un día para nuestra confesión pública. Le respondí que no quería hacerlo y empezó a contarme que caería sobre nosotros un castigo divino, que nos condenaríamos. Le dije que no me importaba, que no soy creyente. Entonces cayó de rodillas ante mí y empezó a rezar en voz alta. «Reza», me decía, «reza conmigo, para que te llegue la iluminación.» Como me negué, se enfureció y me gritó que por mi culpa toda su familia iba a sufrir la condenación eterna y amenazó con hacer la confesión pública a pesar de mi oposición.
– Entonces usted lo apuñaló.
– No, quise marcharme, pero cuando quise levantarme de la silla se abrazó a mis rodillas y comenzó a gritar que todo lo hacía por mi bien. Estaba ido, fuera de sí. Me dio miedo. Empezó a rezar otra vez y a rogar por mi salvación. Fue en ese momento cuando perdí la cabeza, él se había vuelto hacia el otro lado, estaba de rodillas dándome la espalda, hablando como si intercediera por mí ante alguien que estuviera también en la habitación. Agarré un cuchillo que vi en el fregadero. Cayó de bruces. Cuando me acerqué para levantarlo, vi que estaba muerto.
– ¿Qué hizo entonces?
– Recogí todo, fregué los platos y dejé la casa como si nunca hubiéramos estado ahí.
– ¿Y Marcelino Soto?
– Metí el cuerpo en un saco, lo cargué en el coche y me marché. Al principio no sabía qué hacer con él. Después escuché en la radio que se avecinaban crecidas y decidí que lo lanzaría al río desde el puente de la zona industrial de Offenbach, por la noche no hay tránsito, era muy improbable que alguien me viera. No pensé nunca que iba a aparecer en el Alte Brücke.
Regino Martínez lo contó todo como si hubiera estudiado su confesión hacía días.
– ¿Sabía que daríamos con usted, verdad?
– Sí, sólo me preguntaba cuándo.
– ¿Por qué no intentó huir?
– ¿Adónde? Maté a Marcelino porque quería robarme la vida que me había hecho. Después de eso vi que yo mismo la había destruido.
– ¿Por qué no se entregó inmediatamente?
– Siempre queda una pequeña esperanza. Se oye hablar continuamente de casos no resueltos.
Regino Martínez sonrió con tristeza.
Después de preparar su informe, llamó a Ockenfeld para anunciarle su visita.
– ¿Vas a ver al jefe supremo? -Fischer ya tenía la mano en la frente.
Cornelia lo imitó antes de responder.
– Allá voy.
– ¿Qué harás con el caso Valero?
– Le voy a decir que la muchacha va a presentar una denuncia contra Klein.
– Esto va a caer muy mal, ¿lo sabes?
– Me da igual.
– ¿Vamos después a tomar unas cervezas?
– No sé. Tengo que hacer.
– ¿Qué diantre tienes que hacer?
– Voy a empaquetar las cosas dejan y a mandárselas a casa de su madre.
– No seas así. Dale un poco más de tiempo.
Fischer tomó el teléfono y marcó un número.
– Leopold, que nos vamos con la jefa a tomar unas cervezas. Media hora. Te esperamos.
Cornelia salió del despacho y se dirigió hacía el despacho de Ockenfeld.
– Hola, Lukas, ¿quién te ha puesto este lacito tan bonito?