TRES SON MULTITUD

En el despacho los estaba esperando Leopold Müller. Ocupaba una silla entre los escritorios de Cornelia y Fischer. Éste decidió que tenía que pasar justamente por allí para sentarse y lo obligó a levantarse para que le cediera el paso. Müller sostenía una libreta en las manos y escudándose en ella empezó a hablar.

– He entrevistado a los empleados de los dos restaurantes de Soto.

Reiner Fischer le lanzó una mirada huraña que Müller no captó porque dirigía sus palabras a Cornelia. Ella lo invitó con un gesto a continuar, pero la voz del subcomisario llegó antes.

– Con tu permiso, voy a escribir el informe del caso Merckele -anunció, sentándose de forma ostentosa ante el ordenador-. Creo que es mejor terminar una cosa antes de pasar a la siguiente.

Pillada a contrapelo tanto por la agresividad que contenía la fórmula de cortesía exagerada con que se le había dirigido como por el tono redicho de sus últimas palabras, la comisaria asintió sin querer. Y también a pesar suyo le espetó con acritud:

– ¿Desde cuándo tan sistemático, Reiner?

Fischer no se sentía en posición de pleitear después de su ausencia por la mañana, así que se limitó a farfullar algo ininteligible y a golpear con furia el teclado del ordenador. En momentos como ése el subcomisario echaba mucho de menos el sonido atronador de las viejas máquinas de escribir, capaces de impedir cualquier conversación a varios metros a la redonda. Su rabia se la cargó el espaciador, que recibió un duro castigo durante ese informe.

Müller, aunque algo intimidado, siguió hablando.

– Por lo visto en los dos locales todavía no lo sabían. Todos los empleados han quedado consternados al escuchar la noticia…

Desde la mesa de Fischer llegó un murmullo entre dientes:-Consternados, ha dicho el pollo éste, consternados. ¡Vaya vocabulario nos gasta!

Müller simuló no haberlo oído, pero Cornelia no lo dejó pasar.

– ¡Subcomisario Fischer!

– ¿Qué pasa? ¿No puedo escribir mi informe en paz?

No levantó la vista del teclado y se puso un bolígrafo en la boca. Cornelia sabía que era su truco para poder seguir despotricando y resultar a la vez incomprensible. Se volvió a Müller.

– ¿Sabían algo de su desaparición?

– En el Santiago. Lo echaron en falta el martes por la noche. Siempre iba a trabajar a sus dos restaurantes, al mediodía al Alhambra y por la noche estaba en el Santiago. Le gustaba recibir a los clientes, servir mesas, controlar la cocina. Ese día fue como siempre al Alhambra y se marchó después de la hora de las comidas, hacia las dos y media.

– ¿Notaron algo extraño?

– En absoluto. Por la noche no fue al Santiago. No faltaba nunca, así que llamaron a su casa.

– El cadáver ha aparecido esta mañana. Pfisterer calculó al verlo que podría llevar muerto un día, pero no podía saberlo con certeza. ¿Podría acercarse un momento al fax y ver si ha llegado el informe del forense?

Müller la miró algo sorprendido por esa interrupción de su informe, pero se levantó y abandonó el despacho. Fischer fingió no haberlo notado, pero Cornelia no le iba a dar tregua.

– ¿Dónde está el problema, Reiner?

– ¿Qué problema?

– No te hagas el loco. Estás escribiendo el informe con una oreja puesta en lo que hablamos y voy oyendo como roes improperios mientras escribes.

– Es por esta mierda de máscara que nos han puesto para escribir los informes.

– Reiner, ¿por tan idiota me tomas?

Querría haberlo pronunciado con sarcasmo, pero su voz sonó herida. Le dolía el silencio obstinado de Fischer, llevaban demasiados años trabajando juntos para que ahora le estuviera ocultando algo de un modo tan pertinaz. Y la mentira de esa mañana le resultaba tan dolorosa que no sabía cómo abordarla. El levantó por fin la mirada de la pantalla, pero no acertó a decir nada.

– Ahora deja la tontería ésa. Müller acaba de traer información sobre el nuevo caso. No quiero tener que repetírtelo todo después.

– Pero si estoy escuchando.

– Sólo para ir renegando.

– ¿Es que no has oído como habla?

– ¿Qué tienes que objetar a su forma de hablar? Precisamente tú, que te quejas de que muchos de los compañeros son incapaces de articular dos frases correctas seguidas.

Fischer abrió la boca, pero no emitió ningún sonido.

– Estoy esperando -insistió Cornelia.

Quizás Fischer hubiera dicho algo. Quizá no. Müller entró de nuevo.

– No hay nada en el fax y tampoco en su casillero, comisaria Weber.

– Entonces continuemos. ¿Hasta aquí has seguido bien, Reiner?

Fischer le lanzó una mirada cargada de resentimiento mientras se levantaba de su mesa y se acercaba a la de la comisaria. Ocupó el lugar al lado de Müller, y empezó a observarlo con una expresión de exagerada atención. Carraspeó sonoramente antes de empezar a hablar con él.

– ¿Con quién habló en los restaurantes?

– En el Alhambra, con las tres camareras, el cocinero y el encargado de la barra.

– ¿Tiene sus datos? -Sí.

– ¿Está seguro de que esas camareras son las únicas que trabajan en el local? -Sí.

– ¿Cómo lo sabe?

– Lo he preguntado.

– Habrá que comprobarlo.

– Si le parece…

– ¿Hay un solo cocinero?

– ¿Cómo?

– Qué si hay un único cocinero.

– Creo que sí.

Fischer evitaba mirar a Cornelia para que ella no pudiera detener ese absurdo interrogatorio.

– ¿Lo cree o lo sabe?

– Lo sé. Tengo aquí la lista completa de empleados y no hay otro cocinero.

– Muy bien, Müller -cortó Cornelia-. Ha hecho usted un buen trabajo.

Cornelia Weber y Reiner Fischer mantenían un duelo en silencio del que el comisario se retiró derrotado por la furia que vio en la mirada de ella.

– Siga, Müller -dijo la comisaria sin dejar de mirar a Reiner Fischer.

Müller les refirió el resto de las entrevistas, esta vez sin interrupciones. Cuando finalizó Cornelia le pidió que escribiera el protocolo y empezara después un listado de personas a las que habría que interrogar. Ya le había conseguido una mesa en un despacho cercano para que pudiera trabajar. En cuanto Müller se marchó, Fischer se abalanzó de nuevo sobre su informe. Sus informes eran famosos por su extremada minuciosidad. Nunca olvidaba un detalle y, aunque su aspecto de bruto pareciera contradecirlo abiertamente, era una auténtico estilista. Tenía sobre la mesa varios diccionarios Duden, que consultaba mientras escribía.

Pero Cornelia no estaba dispuesta a dejar que Fischer se ocultara detrás de la redacción del informe.

– Reiner, ¿a qué se debe el interrogatorio de tercer grado al que querías someter a Müller?

– Müller, Müller, ¿qué te ha dado con ese Müller?

– No tengo ganas de enfadarme, así que creo que será mejor que te vayas haciendo a la idea de que trabajamos juntos y dejes este numerito de celos.

– ¿Celos? ¿Yo? ¿De qué?

– ¿Entonces qué problema tienes con él? Hace bien su trabajo, es discreto y cumplidor…

– No como yo, quieres decir.

– No iba por ahí, pero ya que lo mencionas, sí. ¿Qué te pasa estos días? ¿Es todavía por lo de hace unas semanas?

– Estoy bien, gracias.

El tono de Fischer fue cortante. Para Cornelia, hiriente, y no pudo reprimir que la cordialidad con que le había preguntado se transformara de súbito en frialdad jerárquica.

– Pues entonces que sepas que no voy a tolerar ni un solo comportamiento como el anterior. ¿Está claro?

Fischer movió la cabeza afirmativamente y se volvió acto seguido hacia la pantalla de su ordenador, casi escondiéndose de Cornelia.

Trabajaron un rato en silencio. Ella se acercó en dos ocasiones al fax esperando en vano la llegada del informe de Pfisterer. Fischer no abandonó su tarea cuando ella salió o entró de la habitación, sino que cada vez se sumergió en el diccionario que lo obligaba a mirar al lado contrario.

– Me acercaré al Instituto de Medicina Forense. Es importante que hable con Winfried cuanto antes.

No le pidió a Fischer, como habría sido habitual, que la acompañara. No tenía ganas de silencios o de hacer reproches.

– ¿Vuelves después? -le preguntó él algo desencantado.

– No. Me iré directamente a casa -le mintió-. Ya está bien por hoy. Mañana tenemos que hablar con el resto de la familia y preparar un perfil del entorno de la víctima. También habrá que ir al consulado. Hay mucho que hacer. Cuando acabes el informe, revisa con Mü11er la lista de interrogatorios.

– ¿Los sospechosos habituales? -preguntó Fischer.

No le pasó desapercibido a Cornelia que no protestó por tener que trabajar con Müller, pero seguía enojada y no iba a recompensarlo por lo que en realidad era su obligación. Respondió en tono neutro.

– Lo de siempre. Empezaremos con el círculo de las personas más cercanas a la víctima. Familiares, amigos, colegas, conocidos. En el caso de Marcelino Soto, por lo que vamos sabiendo de él, me temo que la lista va a ser larga, dada su popularidad, pero hasta que no tengamos más información, tenemos que ir por lo menos eliminando sospechosos. Mañana los repartiremos entre los agentes que nos han asignado. Os he mandado a ti y a Müller un correo con los temas sobre los que tienen que preguntar. Revisadlos y ampliadlos si es necesario. Nos vemos mañana a las ocho. Sé puntual.

Tomó la chaqueta y abandonó el despacho sin volverse para ver la cara de decepción de su compañero, que sólo unos segundos después se transformó en ira. Desde el pasillo le llegó su voz:

– ¿De qué vas con eso de que sea puntual?

Müller, que salía en ese momento del despacho y se dirigía al de Cornelia y Fischer, se paró en medio del pasillo. Sus sensibles antenas le aconsejaron no seguir. Mientras veía a la comisaria poniéndose la chaqueta y alejándose por el corredor en dirección contraria, oyó un tremendo portazo. Un agente que justo se cruzaba en ese momento con la comisaria se sobresaltó con el golpe y se detuvo un instante, pero Cornelia Weber siguió hacia adelante sin aflojar el paso. Leopold Müller decidió dejar las preguntas que tenía para otro momento.

Загрузка...