Cuando Julia Soto entró en su despacho, parecía muy agitada. Se sentó sin desabrocharse la chaqueta. Era una chaqueta de color verde claro que ninguna española se pondría estando de luto por la muerte de su padre, pensó Cornelia, pero el estado de excitación en que se encontraba la excusaba. Abrió el bolso y sacó unos papeles que había metido en fundas de plástico transparentes. Se las tendió, mientras en tono de disculpa decía:
– Me temo que las he llenado de huellas. Pero en cuanto vi de qué se trataba, procuré no tocarlas demasiado y las metí en estas fundas.
Cornelia le sonrió aceptando otra vez de ella una disculpa innecesaria. Tuvo que pensar en su conversación con Pfisterer acerca de los conocimientos populares del trabajo policial. Quizá las series de televisión no eran tan nocivas como creía el forense.
Tomó las fundas. Eran seis y cada una contenía una cuartilla. Tendió dos a Fischer y dos a Müller. Leyó la primera. Era una carta de amenaza. Las otras también. Las intercambió con los compañeros y siguió leyendo. Todas estaban escritas en el mismo tono. Todas insultaban con un léxico extremadamente pobre, pero tan agraviante que hasta las preposiciones eran malintencionadas. Todas amenazaban con una sintaxis escuálida pero contundente. Cinco aseguraban palizas y una muerte dolorosa en un plazo de tiempo breve, cada vez más breve, lo que les permitió ordenarlas cronológicamente. Sólo una no contenía amenazas de muerte.
– Ésta debe de ser la primera.
Cornelia la puso delante de las otras alineadas sobre la mesa. Las leyeron de nuevo ante la mirada expectante de Julia Soto.
Todas exigían a Marcelino Soto que hiciera algo, «tú ya sabes lo que».
– ¿Dónde las encontró exactamente?-En uno de los libros de cuentas de mi padre.
Julia Soto sacó varias libretas de una mochila.
– Estaban dentro de éste, que es donde llevaba las cuentas del Santiago. Por si les pueden servir, les he traído los otros. El del Alhambra y éste, que es en el que mi padre llevaba las cuentas de la familia.
– ¿Y su padre no mencionó nunca estas cartas de amenaza?.
– Para nada.
– Tampoco las denunció -intervino Fischer-, de lo contrario habríamos encontrado la entrada correspondiente en el ordenador.
Los policías volvieron a examinar las cartas ordenadas sobre el escritorio de Cornelia.
– Por el lenguaje y un par de faltas bastante flagrantes en la declinación, yo diría que estas cartas no las ha escrito un alemán.
– Podríamos consultar a uno de los peritos lingüísticos. Quizás analizando las faltas de ortografía pueden averiguar de dónde son los autores -propuso Müller.
Fischer leyó los textos una vez más.
– Me temo que es poco texto y muy repetitivo.
– Lo intentaremos de todos modos -intervino Cornelia-. Haga llegar una copia a los expertos. Veamos, el Santiago es el restaurante que está en el Westend.
– Que yo sepa -comentó Müller-, el barrio está limpio de bandas.
– Igualmente habrá que comprobarlo -replicó Fischer.
Enfrente, Julia Soto los observaba acurrucada en la silla, sin saber que estaba presenciando los últimos coletazos de la pugna sorda entre los dos hombres. Más bien parecía esperar que las especulaciones de los policías fueran a dar de súbito con la revelación del autor de esas cartas. Pero lo único que los policías tenían eran más preguntas. Cornelia intentó plantearlas con delicadeza.
– Todo lo que vamos averiguando confirma que su padre era una persona muy querida y apreciada, pero también exitosa y esto despierta envidias o la codicia ajena. ¿No mencionó nunca que se sintiera amenazado?
– No, nunca, de verdad.
– ¿Lo hablaría quizá sólo con su madre?
– Seguro que no. Lo último que habría hecho mi padre es asustarla con algo así. Mi madre ya es espantadiza por naturaleza.
– ¿Se lo habría confiado a otra persona? ¿Algún pariente? ¿Un amigo?
– En otros tiempos a Regino. Regino Martínez, su mejor amigo. Ahora quizás al cura.
– ¿Y a usted?
– No, a mí no. Soy la pequeña. En todo caso, a Irene, pero ella me habría contado algo.
Fischer guardó de nuevo las cartas en las fundas para llevarlas al laboratorio.
– Lo ha hecho muy bien, señora Soto. Y no se preocupe por haberlas tocado, seguramente sólo lo ha hecho en un par de puntos y queda mucho papel por analizar.
Julia Soto sonrió agradecida, pero sin relajarse. Cornelia le hizo una última pregunta.
– ¿Tenía deudas quizá?
– No.
– ¿Cómo lo puede saber de un modo tan tajante?
– Papá presumía de ello. «Lo nuestro es nuestro y no de ningún banco», decía. Había pagado todas las hipotecas, los locales funcionaban bien. No debía dinero a nadie.
Enmudeció de repente, avergonzada de su propia vehemencia. Los miraba envuelta en la chaqueta verde claro.
Cornelia abrió los cuadernos. Tal como Julia Soto había dicho, uno contenía las cuentas del otro restaurante. El tercero no se diferenciaba en el aspecto exterior a los otros dos, tapa de cartoné de color azul, cuadrícula. Cornelia lo abrió. El cuaderno contenía, como había dicho Julia Soto, cifras, entradas de los alquileres de los pisos, listas de reparaciones pendientes o hechas, nombres de inquilinos, pero también anotaciones, dibujos. Lo hojeó rápidamente, el denominador común de los textos y las ilustraciones era el tema religioso. Julia Soto se lo explicó.
– Mi padre apuntaba aquí también textos que le gustaban o citas de la Biblia.
– Si nos los deja durante unos días, los analizaremos con detenimiento.
– Ojalá les sirvan.
Cornelia hubiera esperado que siguiera con alguna expresión airada, con una demanda de venganza, pero se había limitado a una frase servicial, acompañada de una sonrisa de dependiente solícita. El autocontrol de esa mujer le producía escalofríos.
– De momento esto es todo, señora Soto. Intentaremos averiguar si otros restaurantes de la zona habían recibido cartas semejantes o sólo su padre. La tendremos al corriente con las informaciones que podamos hacer públicas.
Julia Soto se levantó. Enmarcada en la puerta se volvió hacia ellos.
– El sábado será el entierro.
– Lo sabemos.
– ¿Vendrán?
Cornelia intentó no sonar demasiado fría.
– Es nuestro trabajo. Cementerio del sur a las diez, ¿verdad?
Julia Soto movió la cabeza levemente para asentir.
– ¿Me permite una pregunta? Muchos emigrantes quieren ser enterrados en su lugar de origen. ¿Fue decisión de su padre ser enterrado en Francfort?
– Sí. Lo tenía ya planeado desde hacía tiempo. A mi madre no le gustaba la idea. Ella preferiría que la enterraran en el pueblo, pero como mi padre arregló todas estas cosas, ella dijo que tampoco quería estar enterrada sola allí, si mi padre estaba aquí, en Alemania.
Fischer y Müller seguían en silencio la conversación. Ambos parecían extrañados.
– ¿Se hablaba de esto habitualmente en su familia?
– No. Pero a veces mi madre insistía en el tema, porque, como les he dicho, ella hubiera querido que los enterraran con el resto de la familia en Galicia. Pero mi padre cambió un día de opinión y ya no hubo manera de convencerlo de otra cosa. Parece ser que fue después del entierro de mi abuelo paterno, en el ochenta y ocho.
– ¿Aquí, en Alemania?
– En el pueblo. Fue la primera vez que estuve en el pueblo en invierno. Y la verdad es que no me gustó nada. Hacía frío, llovía sin parar y en las casas no había calefacción. Yo tenía doce años y empezaba a quejarme de tener que pasar cada año un mes allí, sin hablar alemán, sin mis amigos del colegio. Y esa visita fue ya el punto final. Yo ya había notado que mi abuelo no era muy querido en el pueblo, pero en aquella ocasión la hostilidad se hizo patente. Apenas vinieron vecinos al entierro, sólo los familiares directos, el resto vieron pasar el cortejo fúnebre desde los umbrales de sus casas, pero no lo siguieron, como tampoco vinieron a la iglesia, donde recuerdo que hacía un frío húmedo que no había sentido nunca antes. Recuerdo que camino del cementerio dos niños nos tiraron piedras y bolas de barro.
Julia Soto miraba hacia abajo perdida en esas evocaciones. Al hablar de las bolas de barro rió resoplando suavemente por la nariz. Levantó la vista y vio la mirada interrogante de Cornelia Weber.
– Estoy segura de que uno de ellos era Carlos. Él dice que no se acuerda de nada de eso, pero yo estoy segura de que él era uno de esos niños. Supongo que como lo crió su abuela era un niño bastante consentido. ¿Cómo cambia la gente, verdad?
Cornelia pensó en la historia que le había contado su madre del niño al que ella dio aquel bofetón y que ahora era manager en la Deutsche Bank. Asintió.
– Después del entierro regresamos a Alemania, mi padre vendió la casa y ya no volvimos al pueblo. Lo que más pena me da es que durante varios años me negué en redondo a hablar español, con nadie, ni siquiera con mi madre. No quería tener nada que ver con el pueblo ni con esa gente. ¿Y ven? Ahora lo hablo con acento alemán.
– ¿Tiene una idea de a qué podía deberse la hostilidad de alguna gente del pueblo contra su familia?
– Quizás era porque el abuelo, como mi padre, era de izquierdas. En el pueblo mucha gente es de derechas, franquistas había muchos. Mi padre siempre hacía una broma, que a mi madre le daba un poco de vergüenza. Papá siempre decía que yo era el resultado de la alegría que le dio la noticia de la muerte de Franco.
Los ojos de Julia Soto quedaron suspensos, como si mirara hacia adentro, como si escuchara en ese momento la voz de su padre diciendo las palabras que acababa de pronunciar. Se volvió y musitando una despedida abandonó rápidamente al despacho de los policías.