Muchos le llamaban el catalanufo, sin embargo Joan Font era en realidad de un pueblo de Mallorca. Pero una vez un compañero de Huelva que trabajaba en la misma empresa química en la ciudad de Höchst, al lado de Francfort, lo llamó así. Justamente ese día Joan Font se sentía bastante mal, estaba incubando una gripe que después se le convirtió en una pulmonía y se le quedó al final en una bronquitis crónica. Ese día se sentía tan débil, le dolían tanto las articulaciones y la cabeza que cuando el de Huelva le dijo:
– ¿Qué te pasa, catalanufo, hoy no cantas?
Él se limitó a decir que no. Le faltaban las fuerzas para contradecir. Al día siguiente aún se sentía peor. El onubense lo llamó:
– Catalanufo, venga, hombre, que es la hora de comer.
Tiritando ya de fiebre lo siguió mansamente. Al día siguiente lo dieron de baja. A causa de las complicaciones estuvo dos semanas en cama. Cuando regresó a la fábrica, tenía los pulmones dañados y ya era para todos el catalanufo. No pudo hacer nada para cambiar ninguna de las dos cosas.
Le preocupaba más, en realidad le entristecía, que la bronquitis derivara con tanta frecuencia en accesos de tos en los momentos más inesperados, sobre todo cuando cantaba. Porque Joan Font en realidad siempre había soñado con ser cantante, cantautor. Tenía una voz que muchos comparaban con la del joven Lluís Llach, pero sin amaneramientos. Había compuesto canciones con textos propios o de poetas mallorquines con las que había participado en actos políticos clandestinos.
Tras emigrar ¿legalmente para poder salir del país, había empezado a componer en castellano. Había pocos catalanohablantes en la colonia y, si la lucha política lo exigía, pues compondría en castellano. O en alemán, si era necesario.
Joan Font se instaló en una pensión para emigrantes en el Ostend, un barrio obrero de Francfort. Se suponía que hasta que encontrara un piso, pero como estaba solo y tampoco se tomó mucha molestia en buscarlo, había llegado a la jubilación y seguía ahí, en su pequeña habitación, compartiendo baño y cocina con otros inquilinos. En otras historias, inquilinos como él acaban casándose con la dueña de la pensión, que suele ser una viuda de guerra, pero las circunstancias de Joan Font fueron otras. La pensión la regentaba un hombre. Viudo. Y de guerra. Que cuando regresó del campo de prisioneros en Italia se encontró con que su mujer había muerto en uno de los bombardeos de la ciudad. El ataque la había sorprendido en el centro. La pensión familiar, sin embargo, estaba intacta. Se puso al frente del establecimiento, contrató a Ulrike, la hermana de su difunta esposa, como cocinera. Con los años llegaron incluso a tener una relación, pero nunca se casaron.
En los años 1960, cuando se dio la llegada masiva de «trabajadores invitados», decidió concentrarse en esa clientela. Por su pensión pasaron decenas de hombres. Italianos, portugueses, turcos, yugoslavos, españoles. Unos se quedaban semanas, otros meses, otros incluso años, y Joan Font toda la vida. El dueño de la pensión lo consideraba ya parte de la familia. El dueño, Hans, Ulrike y Joan celebraban juntos los respectivos cumpleaños, las Navidades, las victorias del Eintracht Francfort y de las selecciones nacionales.
En un momento de arrebato emocional, mientras los tres celebraban las últimas o penúltimas Navidades con un par de huéspedes más, el dueño de la pensión le había dicho:
– El día que tú faltes, Joan, cierro la pensión.
Tosiendo, para disimular la emoción, Joan le contestó:
– Será pronto, Hansi, esta bronquitis va a acabar conmigo.