IX

A las diez de la mañana, la rue des Chrétiens todavía está umbría y fresca pero con olor a polvo. Hay algunos canastos apilados junto a las paredes de los edificios. Alonso Garcés atraviesa la calle con paso tranquilo, sorteando a los transeúntes. Un anciano viene caminando con gran esfuerzo en dirección contraria. Lleva un saco de leña colgado al hombro y su trayectoria se ciñe estrechamente al trazado quebrado de las paredes. De vez en cuando suelta la carga para tomar un respiro y limpiarse el sudor. Luego, se echa de nuevo el saco a la espalda y sigue caminando con las rodillas curvadas y temblorosas. Cuando se cruzan, Garcés observa que va descalzo y que tiene la piel reventada de eccemas y de costurones de sarna. Trata de evitar la tentación de la piedad, sin embargo, no es eso exactamente lo que siente, sino algo trágico y obsceno al mismo tiempo, que le hace desviar la mirada y contraer las pupilas como puntas de alfiler. Con las dos manos junta las solapas de la chaqueta contra el cuello. Otra vez el viento limpio. Un aroma a brasero de ascuas inunda la calle. A Garcés le recuerda el olor invernal del Norte, una combinación de humo y frío que le llega mezclado con un lejano ladrido de perros. La añoranza le trae la imagen del caserío batido por el viento, de los grumos oscuros de tierra mojada bajo el friso de los castaños, el cielo impregnado de un rescoldo de aguanieve. Es la nostalgia de la lluvia, piensa, y de repente cae en la cuenta de que ya está acabando el mes de noviembre. Por la abertura de una puerta asoma la cara de una niña marroquí, la naricilla respingona, el pelo oscuro y rizado nimbándole la frente. Garcés le guiña un ojo y la niña se echa a reír tapándose la boca con la mano. Después se esconde de nuevo tras la puerta, avergonzada. Todo Marruecos está lleno de rostros así, expresivos o impasibles, modelados por siglos de arrogancia, de sabiduría silenciosa, capaces por sí solos de sembrar inquietud en el corazón de cualquier extranjero que los observe. Y ese es precisamente el punto de fuga en que un hombre puede empezar a sentirse parte de un mundo que no comprende.

El apartamento de Kerrigan está al final de la cuesta. Desde las escaleras, Garcés oye el apagado rumor de la máquina de escribir, un débil tecleo rítmicamente interrumpido por el sonido del rodillo y el retinglar del timbre. La entrada del corredor no tiene llave sino un cerrojo que puede correrse desde afuera con facilidad. La puerta de la alcoba está entreabierta, Garcés golpea tres veces con los nudillos y entra sin esperar respuesta. Sobre el escritorio de Kerrigan humea un cigarrillo en un cenicero colmado de colillas. A un lado de la máquina, el secante verde y varias cuartillas. Kerrigan levanta los brazos y echándose hacia atrás en el sillón, entrelaza los dedos de ambas manos detrás de la nuca. Sus ojos, sin ninguna expresión especial, quedan enfocados sobre la cara de Garcés.

– Creí que ya no ibas a venir -dice sin cambiar de posición.

La sonrisa de Garcés es comedida pero no denota ningún matiz de disculpa. Tampoco sus palabras.

– Ya sabes lo que se dice en Tánger: la prisa mata.

Kerrigan se levanta del sillón giratorio y se acerca a la ventana para abrirla. La corriente de aire hace ondear las cortinas, provoca un ligero revoloteo de papeles y deja entrar un aroma a arroz hervido que viene del patio. La claridad pone en evidencia el desorden de la estancia: la cama deshecha, el edredón de lino medio caído sobre la alfombra, cojines desperdigados por todas partes, varios ejemplares del London Times mal apilados contra la pared, los folios de la mesa espolvoreados de ceniza. Garcés mueve la cabeza hacia los lados y chasquea los labios con un gesto de fingida desaprobación. Después se sienta en una esquina de la cama alzando las cejas con la actitud atenta del que espera oír algo interesante.

– Mira esto y luego me cuentas -dice Kerrigan alargándole una especie de boletín o diario.

Los ojos de Garcés se detienen con extrañeza en el membrete de la portada: Entente Internationale Anticommuniste. Bureau Permanent. Ginebra. A continuación pasa con lenta minuciosidad de un renglón a otro, el ceño levemente fruncido, los codos apoyados en las rodillas. El lenguaje doctrinario, erizado de injurias y de consignas totalitarias es el característico del Eje ítalo-germano. El editorial comenta la situación española calificándola de semillero de subversivos, dibujando un panorama de violentas manifestaciones callejeras, huelgas y atentados perpetrados bajo la bandera de la hoz y el martillo. Los adjetivos apocalípticos alcanzan su grado más burlesco al referirse a la inoperancia del gabinete republicano para acabar con las movilizaciones obreras y campesinas. Se compara su falta de autoridad con la del gobierno «Kerenski», remarcando de paso los paralelismos del momento político de la península con el de Rusia inmediatamente antes de octubre de 1917. La huelga de los mineros asturianos el año anterior y las recientes ocupaciones de tierras en Andalucía son presentadas como la prueba incontestable de una inminente revolución izquierdista.

Garcés mueve intranquilo los hombros, se rasca la nuca, tuerce el gesto.

– ¿Qué es esto de la Entente de Ginebra? -pregunta con expresión contrariada.

Kerrigan prepara con calmosa parsimonia un cigarrillo de liar, calculando la medida justa de hebras que debe depositar sobre el papel combado, después pasa la lengua humedecida por el borde, alisa el cilindro dándole forma entre los dedos y se lo pone en la boca.

– Es una organización ultraderechista que ahora mantiene contactos con el Antikomintern del doctor Göebbels -contesta tratando de pronunciar cada palabra muy claramente-. Pretende reunir gente influyente convencida de la necesidad de prepararse para la lucha contra el comunismo y publica este boletín con el propósito de desvelar los planes de supuestas ofensivas bolcheviques. Algunos de sus principales suscriptores son militares de alta graduación.

– ¿Conoces sus nombres? -pregunta Garcés.

– Sólo los de algunos. Pero sí sus principales destinos. Los boletines llegan con regularidad a Ceuta, Tetuán, Larache, Tánger, Villa Cisneros y Canarias.

Kerrigan se restriega la cara con gesto de cansancio, todavía no se ha afeitado y la sombra de la barba le endurece la expresión dándole cierto aspecto de sabueso. En el rostro envejecido brillan los ojos con una mirada curiosa, recta hacia Garcés.

– Y tú, ¿qué has podido averiguar?

– No mucho. Pero hay algo, eso es evidente.

– ¿Algo, como qué? -inquiere Kerrigan demorándose en la aspiración del humo.

Afuera se amontonan los ruidos que conforman el trajín diario de la vida en la medina, voces que se increpan de una ventana a otra, alargadas consonantes ahogadas por el martilleo de un yunque, el maullido de los gatos, el eje mal engrasado de un carretón…

– Pues algo como unas cajas de misterioso contenido que al parecer han estado llegando últimamente a la Comisión Geográfica de Límites.

Garcés se aproxima a la mesa de Kerrigan y comienza a liar uno de sus cigarrillos. Mientras lo hace su cara adopta una expresión inmóvil y reflexiva.

– Continúa -dice Kerrigan, animándolo con un movimiento de la mano.

Garcés procede a relatar la discusión que presenció en la cantina del cuartel mientras pasea de un lado a otro. Habla en un tono normal, sin afectación, pero no omite ningún detalle. Kerrigan lo escucha atentamente, apoyado en el borde de su escritorio, pellizcándose el labio inferior con el índice y el pulgar.

– Supongamos que lo que contienen esas cajas es lo que tú y yo imaginamos -dice al cabo de un rato-; tendríamos que averiguar quién establece los contactos comerciales, de dónde procede el dinero para realizar los pagos y cuántos oficiales están detrás de la operación.

– Todos los que leen las publicaciones de la Entente -comenta Garcés señalando con la cabeza el boletín que está encima de la cama- deben de estar convencidos de que se avecina un importante asalto comunista en España. Si conseguimos los nombres y el grado de los que están suscritos, tendremos una idea del calibre de la conspiración.

– Sí, pero antes que nada hay que confirmar el contenido de las cajas.

Un débil rayo de luz atraviesa en diagonal el suelo. Kerrigan, de pie junto a la estantería del fondo, comienza a describir los artefactos hallados en el almacén del cuñado de Ismail.

– Es un cilindro cromado que acaba en forma de aleta de pez, así de grande -dice separando las manos unas quince pulgadas aproximadamente.

– ¿Formado por varias piezas o por una sola?

– Creo que el extremo con forma de aleta va atornillado al cuerpo central, pero no estoy seguro. ¿Por qué lo preguntas?

– No sé -responde Garcés-, puede tratarse de un segundo multiplicador.

– ¿Y?

– Bueno, una espoleta de efecto retardado les daría algún tiempo de autonomía antes de la segunda explosión, además de que complicaría cualquier intento de desactivación. Pero lo más importante sería analizar la resistencia del material y las sustancias químicas que contienen para conocer su potencia destructiva.

– ¿Qué has indagado sobre el tungsteno?

– Es un derivado de la wolframita, muy denso y refractario a elevadas temperaturas.

– Eso significa que se trata de un mineral idóneo para trabajar en caliente. Por ejemplo, para obtener matrices, hilos de resistencia o piezas eléctricas, ¿no?

Garcés asiente con la cabeza.

– La empresa Klappe Schlieben, con sede en Hamburgo, es una de las integrantes de la compañía H &W que representa Wilmer. Una sección importante de la empresa está destinada a la fabricación de material bélico que probablemente llega a Tánger camuflado en cargueros de la Sociedad Anglo-Marroquí de Transportes. No es descabellado pensar que una parte del pago de ese material se haga a través de empresas particulares con minerales como el tungsteno y que a su vez éste se utilice quizá como materia prima para la producción de armas. No sé… -Kerrigan hace una pausa tratando de calibrar el alcance de sus deducciones-. Según sir George Masón, Wilmer actúa en la práctica como el cónsul alemán en todo el Marruecos español, y Gran Bretaña ha negociado directamente con él no sólo para el transporte de suministros sino también a través de la Sociedad de Metales No Ferruginosos. ¡La vieja diplomacia de la libra esterlina! -exclama con mordaz énfasis.

– Los diplomáticos son iguales en todas partes: ponen una vela a Dios y otra al diablo. No hay más que fijarse en los invitados que asisten a sus recepciones, cócteles y besamanos… -reflexiona Garcés.

Kerrigan se aproxima al mueble bar para servir dos vasos de bourbon. Lo hace despacio, empleando más tiempo del necesario, como si el comentario de su amigo le hubiera traído a la cabeza algo que duda en expresar.

– Por cierto -dice al fin, mientras le acerca la bebida a Garcés, decidiéndose a cambiar el rumbo de la conversación-, una velada interesante la de anoche. Parece que tu misteriosa dama tiene extrañas amistades en Tánger.

Garcés levanta el vaso y mira pensativo el color del líquido atravesado por la luz.

– No te inspira demasiada confianza, ¿verdad?

– Bueno, es una manera de verlo. Yo diría más bien que es una mujer que suscita demasiados interrogantes. Puede que su aspecto de indefensión sea auténtico o sea premeditado -contesta el periodista encogiéndose de hombros-; y en cualquier caso lo importante no es la opinión que uno se pueda hacer de ella.

– Me da la impresión de que el género femenino en general no te resulta especialmente simpático.

Kerrigan se queda callado un rato, sonriendo a medias, con la botella en la mano.

– Cuando llegues a mi edad comprenderás que hay muy pocas mujeres que son lo que parecen.

– Venga -responde Garcés limpiándose la boca con el dorso de mano-. No me salgas ahora con sentencias. Además a ti tampoco ha debido de irte tan mal.

– ¿Mal? No, no es eso. Las mujeres no son un problema tan importante si lo comparamos con la soledad, el hastío o la decadencia física. Uno tarda mucho en aprender a distinguir el amor del orgullo. Además, si un día te despiertas especialmente necesitado, siempre están las chicas de La Cruz del Sur. Con ellas, las cosas son muy claras, no hace falta enamorarse ni comportarse como un estúpido.

– Pero eso no te libra de la soledad -replica Garcés con una mirada amplia y límpida casi de colegial.

– La soledad… -murmura Kerrigan irónicamente entre dientes, mostrando una sonrisa gastada-, te libra de la angustia, que no es poco, y sobre todo te libra del compromiso y de mentir y de la pretensión romántica de ir por ahí redimiendo almas. Toda la desgracia está en querer disfrazar el sexo con sentimientos. Menuda idiotez. Un día te acuestas con una muchacha y al otro puedes reventar o estar muerto. Es posible que en algún momento de debilidad uno se acuerde, eche de menos esa cosa torpe y cálida. ¿Y qué? Esos momentos pasan. Todo pasa. Es mejor sentir nostalgia que vivir permanentemente en estado de confusión, tratando de proteger la propia farsa personal, soportando día a día la incertidumbre, el miedo al deterioro del cuerpo, a la muerte, yo qué sé… De todos modos, el tema me aburre.

Amarte así, como un rastro de nieve -recita Garcés soñadoramente-. Nieve desnuda, sin talla de plata, ni camino, ni nombre, ni alma.

– La poesía todo lo hace metáfora. Puede que, como la religión, también todo lo pervierta -Kerrigan mira al oficial y sonríe sin ganas, medio perdonándole la vida-. ¿Cuántas veces has estado enamorado?

– No sé. Ha habido dos mujeres que han sido importantes para mí, pero no me atrevería a asegurar que se tratase de verdadero amor. Una era sólo una niña, quince o dieciséis años. La veía pasar por delante de la iglesia de San Cristóbal con el uniforme del colegio de las Dominicas. Se llamaba Laura.

– ¿Y la otra?

– A la otra la conocí en el Shanghái, un cabaré de Barcelona.

– Ya… -dice el inglés con expresión cómplice, dejando en el aire una pausa llena de sobreentendidos-; y Elsa Quintana es una mezcla de las dos.

– No. Más bien no tiene nada que ver con ninguna. Es otra cosa. Al verla uno se pregunta qué es lo que la hace tan distinta.

– Puede que el misterio no esté solamente en ella -advierte Kerrigan.

– ¿Qué quieres decir?

– Los hombres vamos por la vida a trompicones, de aquí para allá, sin comprender bien lo que pasa. Llegar a una ciudad, bailar con una mujer desconocida, inventarle un pasado… Supongo que a todos nos ha ocurrido alguna vez.

– Si te preguntara cuál fue tu experiencia amorosa más intensa, ¿qué contestarías?

Kerrigan se queda pensativo, demorando la respuesta, no porque dude, sino porque la pregunta le resulta incómoda o ligeramente dolorosa. Sigue fumando en silencio, sin decir palabra. Hasta ellos llegan las voces risueñas de varias muchachas que están tendiendo ropa en una terraza vecina.

– No te estoy pidiendo que me detalles ninguna intimidad sexual -precisa Garcés ante el silencio prolongado del corresponsal del London Times.

– Eso sería mucho más fácil de contestar. De todos modos, te voy a responder -dice Kerrigan-. Una vez estaba en la cama, por la mañana. Junto a mí había otro cuerpo, un cuerpo largo y frágil de mujer sobre las sábanas. Verla así dormida y descuidada me conmovió. Hacía mucho tiempo que sólo me conmovía por mí mismo. Fue durante un permiso, en la guerra. Cuando se despertó, mantuve los ojos entornados para verla moverse sin que se sintiera observada. Levantó sin ruido la persiana, puso una tetera al fuego y volvió a la cama. Lo recuerdo muy bien, el color frío del cielo y la niebla, la típica niebla de Londres. Ella era muy joven. Con una mano se tocó descuidadamente la aureola rosada de los pezones. La otra la posó con suavidad entre mis piernas y la dejó allí olvidada durante mucho rato. Como si aquel fuera el lugar natural para su mano. Y durante todo el tiempo que la mano estuvo sobre mi sexo yo podía percibir hasta el más leve e íntimo susurro interior de sus pensamientos. Nunca volví a sentir nada parecido.

– ¿Era ella? -pregunta Garcés señalando la fotografía de tamaño postal de una mujer de pelo castaño y boca tierna y caída.

Kerrigan asiente con la cabeza sin pronunciar ninguna palabra.

– ¿Y qué pasó después?

– Se acabó.

– ¿Por qué?

– Porque el amor nos vuelve ciegos -dice Kerrigan melancólicamente-. No supe entender lo que ella quería.

– ¿Y nunca volviste a verla?

– La vi una vez después de la guerra, junto al puente de Southwork, pero entonces ya era demasiado tarde. Luego me vine a África.

Kerrigan tiene un cigarrillo sin encender entre los dedos, lo moldea, juguetea nerviosamente con él. Por encima del hombro de Garcés contempla el pedazo geométrico de cielo que enmarca la ventana. En su mirada subyace una especie de dureza indolora. Después enciende el cigarrillo, expulsa el humo enérgicamente por la nariz y sonríe:

– Ya ves… -dice tratando de entibiar la intensidad de la confidencia.

Garcés, en un extremo de la habitación, se balancea hacia adelante y hacia atrás con las manos hundidas en los bolsillos, sin saber qué decir, espiando los ojos pequeños y arrugados de Kerrigan.

– Ya veo -se limita a manifestar, sabiendo que no existe ninguna palabra adecuada para confortar a un hombre que abdica temporalmente de su habitual coraza.

Permanece así un rato, meciéndose en su propio vaivén, con los puños cerrados dentro de la tela del pantalón. Su actitud no tiene nada que ver con la indiferencia sino con el respeto de quien sabe que el valor de la amistad ha de medirse a veces con el metro de la distancia. Los dos continúan callados, ensimismados, cada uno dentro de su silencio: discreto el de Garcés; reconcentrado y solitario el de Kerrigan.

Al cabo de unos minutos, Ismail irrumpe en la habitación con el correo. Después de saludar lo deja sobre el escritorio y vuelve a salir con el mismo sigilo. Kerrigan revisa el remite de los sobres y finalmente rasga con un abrecartas de bronce un cablegrama procedente del London Times. Sus ojos pasean por las líneas con rapidez, las arrugas del entrecejo acentúan el perfil partido de su nariz; en la boca, una mueca de desagrado. Garcés lo observa con creciente curiosidad. El rostro de Kerrigan está ahora encendido de indignación. Masculla palabras en inglés que, a juzgar por el tono, deben ser blasfemias e insultos dirigidos a Fraser. Su voz retumba agria y furiosa.

– ¿Malas noticias? -pregunta Garcés.

– Es increíble -exclama con tono destemplado-. No quiere saber nada del asunto. Le pongo delante una primicia que puede ser de gran magnitud y se limita a recordarme que mi trabajo consiste en asistir regularmente a las conferencias de prensa y obedecer las indicaciones de los consejeros de la Embajada.

Kerrigan rompe el papel en dos trozos, dejándolos sobre la mesa. A continuación se lleva el vaso de bourbon a la boca y desfrunciendo el ceño añade:

– ¿Sabes una cosa? -hace una pausa para mirar a Garcés antes de proseguir, los ojos desafiantes-. Ahora ya no me cabe ninguna duda. Estamos detrás de algo serio.

– Tendremos que darnos prisa -comenta Garcés-. No puedo retrasar mucho más la expedición al desierto. Como muy tarde, la semana próxima. El Gobierno está interesado en dar un impulso a las pesquerías atlánticas y en certificar cuanto antes los convenios con las tribus afincadas en territorio español.

– Está bien -concluye Kerrigan-. Intenta averiguar algo sobre esas cajas y no pierdas de vista a Ramírez, tal vez de paso descubramos algo sobre tu dama.

Luego, cambiando la expresión, señala en la pared una lámina que reproduce un fondo de ruinas góticas y, en primer plano, la imagen alegórica de una ninfa con los ojos vendados que sostiene un cáliz en la mano:

– Oro o espada, licor o veneno -dice misteriosamente-. Nadie sabe lo que oculta el corazón de una mujer.

Garcés asiente con aire reservado mirando el cuadro, el cuello de garza, los senos desnudos, la débil vibración que emana de la imagen. Después se vuelve hacia la mesa, toma el vaso y lo vacía lentamente.

– Veré lo que puedo hacer -responde concentrado como si estuviera tratando de poner en orden pensamientos demasiado dispersos-. Y tú ocúpate de Wilmer -añade ya desde el umbral de la puerta con una mano en alto en señal de despedida.

Kerrigan se queda solo, camina hasta la cómoda para poner en marcha el fonógrafo. Una melodía árabe muy ligera inunda la atmósfera del cuarto con un tintineo de cascabeles. No es un tema tradicional marroquí, sino el lamento arcaico de las kabilas, voces corales nacidas en la lejanía de la arena. El corresponsal del London Times se desploma sobre el sillón giratorio poniendo los pies sobre la mesa, con la cabeza hacia atrás y los ojos cerrados, dejándose envolver por la música que suena en sus oídos con la vaga sugestión de un canto de sirenas. Se siente cansado, un molesto dolor le acalambra el cuello. Con la cadencia del estribillo viene a su mente el extraño simbolismo de la figura del cuadro, un paisaje de otro siglo, torreones derruidos y colinas violáceas en las que pronto amanecerá o donde, por el contrario, acaba de hacerse de noche. Una mujer, ni infame ni hermosa, casi sonriente, una extraña Gioconda, con los ojos vendados, que parece moverse y respirar como si en algún lugar de su cuerpo albergara un residuo de vida y sin embargo, al mismo tiempo, se diría que hay algo en ella que indica que va a morir, quizá muy pronto. Algo inerte, sin sonoridad ni volumen, ciego como el destino. La ensoñación le produce a Kerrigan una oleada de desaliento. Ha dormido pocas horas. El cansancio siempre le hace confundir las emociones, le predispone a las visiones delirantes y absurdas. Todo son símbolos, la mujer del cuadro, la música como eco litúrgico, un oscuro desencanto sin contorno definido, frágiles elementos que acrecientan su malestar físico. «No es la belleza lo que amamos -piensa-, sino el fracaso.»

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