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Tánger, 15 de noviembre de 1935 -escribe Elsa Quintana. La cabeza inclinada sobre la cuartilla en blanco.

… Pero resulta ahora que la noche de este continente y la soledad y todas las cosas que han ocurrido, se me amontonan en la memoria. Es difícil defender un espacio personal protegido de las preguntas, incluso aquí, en esta ciudad donde nadie es inocente. Te he esperado en la habitación de este hotel, en los muelles, todavía te espero… Pero cuando veo a lo lejos el horizonte plano del mar y las pequeñas parcelas de agua sembradas de un verdor irreal, entonces creo que tu llegada es casi un acto legendario que jamás se va a producir. Quizá sea mejor así.

Ella quiere abandonar toda reserva mental. Apoya la mejilla en la mano izquierda, medio derrumbada sobre la mesa junto a la ventana y mira hacia la oscuridad como si fuera ciega y no pudiera vislumbrar los contornos del mundo, capaz sólo de una percepción instintiva. De la espesura de la noche tangerina va despuntando la memoria imantada de los presagios que ella no acertó a descifrar en su momento. Se acuerda del vértigo del último día, al abrir los postigos y descubrir a lo lejos la polvareda levantada por el galope de los caballos, el brillo acharolado de los tricornios entre los racimos de casas, la inclinación de las huertas, la transparencia premonitoria del aire cuando está detenido en un silencio de mal agüero. Por el otro lado de la loma bajaban los aparceros armados de cayados y garrotes. La ley de contrarreforma agraria del gabinete conservador echaba por tierra todo lo que se había avanzado desde 1931. Hacía ya días que se presentía una actividad larvada entre los campesinos, gestos contenidos, medias palabras, miradas torvas, modos de acción que, sin embargo, ella, con la atención absorbida por apremios más íntimos, no había alcanzado a relacionar con los acontecimientos que se preparaban. Permaneció inmóvil detrás de los visillos, el vaho de su aliento empañando el cristal. Entonces vio por primera vez las imágenes que desde aquel momento poblarían para siempre sus pesadillas. La humareda que deja tras de sí un automóvil negro que viene hacia la casa y se detiene junto a la alberca del corral. Las siluetas agrandadas de dos hombres, de ambigua catadura. El de la izquierda, vestido distinguidamente, con abrigo largo y un sombrero terciado sobre la cara. El otro era más corpulento, llevaba una camisa azul de falangista. Cuando preguntaron por Fernando, ella sintió que la sangre se le agolpaba en el pulso con un ritmo desbocado de alarma porque percibió en las palabras la resolución definitiva y encarnizada de un ultimátum.

Recuerda todo fragmentariamente, como fogonazos de escenas aisladas que adquieren movilidad ahora en su memoria, no entonces cuando sólo eran imágenes detenidas en el tiempo presente: la polvareda del patio, el portón abriéndose al aire frío, la silueta de Fernando en el umbral, alto y despreocupado, con la camisa abierta, sin que le diera tiempo a abrocharse los últimos botones, las voces de los aceituneros acercándose por la vega, el relámpago de una mano que se oculta tras las solapa del abrigo, sin mediar palabra, unos ojos tallados en hielo, apretados de odio, pupilas fijas, la luz tensa derramándose sobre la pared de cal, un destello que duró milésimas de segundo, como el aire convertido en ascuas sobre el metal bruñido de la pistola que uno de las hombres acababa de desenfundar. Conocía vagamente la naturaleza fraudulenta de algunos negocios en los que Fernando andaba metido, y en más de una ocasión le había alertado sobre lo peligroso de ciertas compañías, pero nunca había querido hacerle preguntas directas, quizá por temor a descubrir la verdad y para evitar que él le mintiera o tal vez ya por indiferencia. El hastío y la cobardía la mantenían ignorante, al margen de la realidad, sin querer ver ni comprender el alcance de lo que sucedía a su alrededor: cargamentos de sacos que eran escondidos en el cortijo, reuniones nocturnas, broncas mal disimuladas que ella asociaba con riñas de tahúres, extraños anuncios publicados en el diario local entre programas de actuaciones y avisos de ventas de guitarras…

No sabe de qué parte de su cuerpo provino la decisión, ni la rapidez de reflejos, ni la entereza, como si fuera cierto que algunos actos humanos surgen antes de ser cometidos, preexisten anticipadamente en el infinito cálculo de probabilidades que nadie prevé, pero que el azar condena inexorablemente a cumplir. Cuando alcanzó a comprender lo que había ocurrido, tenía en la mano una escopeta de cañones recortados, el dedo acalambrado sobre el gatillo y había frente a ella dos cadáveres desangrándose contra la tierra apelmazada. Después sonaron otros disparos, hubo voces, alboroto de golpes y carreras en desbandada, crujidos de puertas y muebles movidos de sitio. Al mismo tiempo, afuera, un confuso rumor se adueñó del valle con ecos de descargas de fusilería y arremetidas de la guardia civil contra la multitud densa y apiñada de los aparceros. De las casas salían gentes armadas de tizones y cuchillos de cocina y todo cuanto pudiese ser usado como arma. Una masa humana impetuosa y enardecida se desbordaba hacia la vega del río, la sierra entera se había alzado en un levantamiento repentino sin que ella pudiera comprender los ocultos resortes que unían su acción individual con aquel movimiento, como si el sonido de los disparos hubiera sido la señal de salida de un irrefrenable impulso colectivo, la sangre que llama a la sangre y que lejos de amedrentar apresura los pasos hacia el estruendo de la metralla, y fue la cólera y el fragor y el caos.

Cargaba la guardia civil sobre una multitud de hombres y mujeres que sostenían banderas y pañuelos rojos y se arrimaban a los caballos para cortarles los ijares a cuchilladas. Reinaba en todo el valle un estrépito de fuego y acero, la atmósfera gimiente de los grandes cataclismos, pero ella ya desconocía en que parte del mundo estaba, a dónde la llevaban para ocultarla, chocando con la gente que corría en distintas direcciones, confundida en sus propios remolinos, gritando consignas a las que ella no atendía. Atravesó la vega azulada oculta bajo la lona de un camión, entre sacos de aceitunas, con la única valija que habían tenido tiempo de prepararle en el cortijo. Se tocaba las sienes con ademán ausente y miraba a través de las aberturas de la lona la extensión rojiza y morada del paisaje que iba dejando rezagado a medida que avanzaba por un camino casi intransitable, de baches y barrancos bajo el ronquido del motor, rumbo al puerto de Algeciras. Pensaba en todo lo ocurrido con tranquila extrañeza, las manos recogidas en el regazo, los ojos incrédulos, como si no alcanzara a comprender la significación que enlazaba unos acontecimientos con otros, atenta sólo al movimiento ralentizado de los dos desconocidos rebotando contra el automóvil y cayendo de rodillas sobre el barro entre una masa informe de sangre, sin aceptar del todo el hecho inexplicable de haber salvado la vida de un hombre al que ya no amaba.

Apenas fue consciente del viaje que emprendió después en barco desde Algeciras, en la angostura de un camarote cuyas paredes estaban carcomidas por el salitre y donde había una tinaja de agua dulce con la que pudo sacarse el polvo de encima y desentumecerse, pero no recuperarse de la enajenación que sentía ni de las náuseas que le provocaba el movimiento de la embarcación, el olor de la brea mezclado con los vahos de grasa que emanaban de la sala de máquinas y con el tufo a aguas sucias usadas para fregar la cubierta. Miraba el horizonte sin pensar en nada, inmune a la lógica de la razón, el semblante duro, ahondado por una expresión nueva de sombría fijeza, los labios amoratados, los ojos inmóviles, asustados, enfebrecidos, entregados al espectáculo de aquel itinerario sorprendente e inverosímil entre un pasado destruido y un mañana inimaginable. El punto cero de la existencia.

Se incorpora para coger un cigarrillo de la mesita de noche, sólo entonces se da cuenta de lo tarde que es… El amor se me representa desproporcionado e injusto, con todo su inevitable dolor y la tentación infantil de andar inventando entusiasmos… Le parece ahora que está mintiendo, como si sus pensamientos pertenecieran a otra mujer y todo lo sucedido fuera independiente de ella misma y ella misma no fuera nada. A veces surgen momentos de descuido en que una persona no se reconoce y se siente también despojada de lo que es ante los otros. Entonces es como si no tuviera nombre. Tarde o temprano, las cosas acaban por saberse, corren rumores. Un movimiento en falso, una palabra de más y todo se echa a perder. A veces pienso que muchos conocen la historia, me observan a hurtadillas y se cruzan apuestas entre ellos. Quizá alguno entre todos teme verme fracasar, y esto aún es más difícil de entender.

Ella cierra los ojos y se queda inmóvil durante unos segundos y quisiera no ver, ni oír, ni recordar nada, pero es imposible. El tiempo permanece incrustado en su piel. Lo cierto es que no añora nada de lo que ha dejado atrás, salvo quizá a sí misma, a la mujer que ha sido antes y que cada vez se difumina más imprecisa, como si su naturaleza misma quedara escindida y fragmentada finalmente en Tánger. Cada uno aporta a la ciudad su leyenda personal, la historia que lleva consigo. El silencio que la rodea está lleno de cosas vivas y movedizas que flotan veloces, murmurando ruegos y angustias, variantes del desvelo. Teme volverse loca, con ese sonido como de viento soplando alrededor de su cabeza. La inquietud que siente no es remediable porque está dentro de ella, alrededor de su conciencia, no en la línea exterior del pensamiento. Es el miedo y la soledad de estar en una ciudad donde nadie la recuerda, en la habitación de aquel hotel, sin fuerza para dormir ni para permanecer despierta. Allanando el camino hacia el presente, acuden a su mente los primeros acordes de un vals, piensa en el joven oficial que la sacó a bailar en la recepción de la noche en el Excelsior. Durante un instante las líneas de su rostro pierden dureza y su mirada parece casi soñadora, como si no fuese demasiado tarde para cualquier cosa, pero enseguida reconvierte el gesto con un amago de burla hacia sí misma. Se contempla en el reflejo del cristal, con una sonrisa insuficiente, desprovista de esperanza. Se levanta y arruga de golpe la cuartilla de papel, como si quisiera desprenderse con furia del motivo de escribirla, de la tarea asidua de explicarse y restablecer confidencias, porque todo fuera ya inexpresable.

Se pregunta por los testigos, los sirvientes del cortijo y los aparceros, sin poder adivinar quiénes contaron y quiénes guardaron silencio, ni cuántos de los hombres que beben en las tabernas de Linares conversarán en voz baja sobre lo ocurrido, añadiendo detalles de su propia cosecha, tergiversando los hechos con malicia o agrandándolos con vana lealtad. Se pregunta cómo ha podido llegar la noticia hasta Tánger, cómo pudo reconocerla aquel militar de bigote, el capitán Ramírez, que se acercó a ella en el cóctel organizado por la Embajada con palabras cargadas de insinuaciones, y aquella actitud enérgica y al mismo tiempo cobarde y cautelosa como la de todos aquellos que están dispuestos a poner un precio a su hermetismo. Ella habla para sí misma, hace cábalas inútiles, está relegada en el fondo mismo de la autocompasión, el lugar más íntimo, el peor.

Apaga la luz y se mete en la cama. Las sábanas tienen un aroma que no logra precisar, pero que la retrotraen a un tiempo lejano de canciones infantiles… ¿Dónde vas Alfonso XII? ¿Dónde vas triste de ti?/ Voy en busca de Mercedes que ayer tarde la perdí… Las voces, los olores, un balcón con geranios desde donde se alzaba de puntillas para ver a las mujeres que regresaban de la fuente con cántaros y los niños que cantaban a coro en la plaza. Sin embargo en el recuerdo, todo adquiere una significación distinta, desprovista de candidez, como si lo percibiera desde el fondo de una cueva, bajo un revuelo sordo de crías de murciélagos. Se encoge sobre su propio cuerpo apretando un poco las rodillas, necesitando esa posición embrionaria, porque siente que ahora sí ha llegado de verdad el momento de sentir miedo.

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