XX

Dos de la madrugada. Philip Kerrigan mantiene la vista fija en un rincón mohoso del techo que se vuelve más oscuro a medida que lo observa, como un vértice segregado de la noche. No puede conciliar el sueño. Ahora vienen a rodearlo todas las sombras y conjeturas, inquietudes que se alargan en la vigilia y permanecen ahí. Después de haber entregado el resultado completo de su investigación al comandante de la guarnición de Tetuán, ya no siente la ansiedad de días anteriores. En su lugar nota una incómoda sensación de vacío, como la que uno experimenta al abandonar la posesión de un secreto que ha absorbido buena parte de su tiempo durante meses. Y, sin embargo, a pesar de todo, tiene la convicción de que los hechos continuarán sucediendo con el mismo implacable determinismo con que avanza un incendio o prolifera una enfermedad. Enmarcadas en la ventana de su dormitorio, las azoteas vacías de la medina se escalonan y blanquean como manchas frescas de pintura. El corresponsal del London Tunes se incorpora un poco desorientado, se acerca a la ventana y pasea inquieto, sin ruido, por el recinto cerrado del cuarto. Después, se dirige a la cocina para beber un vaso de agua. Desde el corredor, a través de la puerta entreabierta de la antigua habitación de Ismail, observa de refilón a Elsa Quintana, el cuerpo alargado y silencioso, la cabeza descansando de medio lado sobre la almohada con el pelo cubriéndole la mitad del rostro y una rodilla sobresaliendo de las sábanas. Siente una repentina ternura por algo inocente que hay en el gesto de la mujer sólo cuando está dormida, un resto de la niña flaca que debía de haber sido. Observa la mezcla de pereza y sensualidad que forma el escorzo de la imagen: la sombra del cuello extendiéndose hacia la zona tibia del pecho, el impreciso movimiento de la respiración, la parte visible de la frente. Kerrigan imagina el cerebro que estaría allí dentro, vivo, bullente de sueños. Durante la fracción de segundo que dura la visión siente que el peso del estómago le sube hasta la garganta y tiene que apoyarse en el quicio de la puerta con el deseo mareándolo de sien a sien. En las semanas transcurridas desde que ella se trasladó al apartamento la misma escena se repite con cierta frecuencia. Pero nunca ocurre nada más. De día le resulta más difícil contemplarla. No puede soportar ni siquiera las miradas casuales de ella. Siente su proximidad como una amenaza. Si la oye cantar en el cuarto de baño, se tapa los oídos. Si ella le hace cualquier comentario sobre su vida, una anécdota o confidencia, algún recuerdo de infancia, él lo acoge distante, fingiendo una indiferencia natural, aunque luego se queda durante horas imaginando el carretón de circo que ella vio por primera vez, años atrás, cuando era una niña, en la explanada de una feria, su música de acordeón y concertina. Cuanto más cerca percibe la presencia física de la mujer, más extrañamente se comporta, mostrándose a veces muy ceremonioso y otras, casi impertinente, sarcástico, como si quisiera apartarse y desprenderse del calor que crece alrededor de ella, en todos los objetos que toca: el pomo de una puerta, la manecilla del gramófono, un libro. No es nada voluntario ni que pueda evitar. Simplemente ocurre así. Si Elsa le señala alborozada un nuevo brote de jazmines en la maceta del balcón, aparta inconscientemente los ojos. Una simple flor más. Alzar murallas es su forma instintiva de oponerse a cualquier fuerza que pueda rebasar sus límites, igual que en un cerco medieval. Sólo de noche, a veces, se permite despojarse de esa armadura y entonces está tan desnudo con su propia violencia que lo único que piensa es en arrancar la sábana que cubre el lecho de ella y acabar de una vez con todo. Kerrigan regresa a su dormitorio. El fuego contenido se le aparece como un sol rojo durante el duermevela, mientras permanece tendido boca arriba en la cama con los ojos cerrados.

Cubriendo sus recuerdos, velando lo que es posible recordar, el tiempo con Catherine Broomley se mezcla con sus sensaciones actuales provocándole una fricción áspera que por momentos confunde con el tacto irritante de las sábanas. No quiere dejarse atrapar por la atmósfera que emana de aquella vieja fotografía que parece observarlo desde uno de los estantes de la biblioteca: la expresión candorosa y distraída de la mujer, el vestido floreado, ceñido en la cintura. La belleza, los pétalos minúsculos, el gesto incipiente de los labios… Todo acaba en tumba sobre la tierra.

El pasado sombrío tiene la forma de todas las cosas que ocurrieron del único modo que uno jamás hubiera elegido. El recuerdo sobresale como un hueso roto a través de la piel. Una buhardilla pequeña, cerca del Támesis. Haber compartido ese nido de amor se le antoja ahora a Kerrigan algo tan íntimo como la soledad. Pero tampoco en el amor es posible compartir todos los lenguajes secretos porque cada uno permanece anclado en sus propias razones. Nadie puede entender a nadie, nadie puede librar a nadie de su destino. Mucho menos si se acuesta con él. Durante aquellos días de la guerra las tabernas estaban repletas de soldados, llenas de baladas patrióticas y de esa euforia postiza con la que los hombres siempre han conjurado el miedo. En la última semana de permiso sus abrazos le habían parecido gestos tan inútiles como intentar alisar un trozo escarpado de cuarzo. Ahora piensa que aquel amor era un campo minado y él era quien, sin saberlo, colocaba las bombas. El frío iba dejando la habitación cada vez más desnuda con el único calor del asalto brutal del sexo bajo las mantas. Antes de dormir los músculos de ella daban pequeñas sacudidas y ni siquiera en lo más profundo del sueño la abandonaba esa tensión. Una vez, descansando la cabeza contra su hombro, le había dicho: «Hay momentos en los que siento tanto el cuerpo que me parece que no voy a poder resistirlo. Quiero disgregarme y volverme a unir». Él no se había inmutado, incapaz de percibir el aura de mortalidad que rodeaba aquellas palabras. Durante la guerra el miedo mantiene vivas a las personas, todo lo demás carece de importancia. Con la paz llegó el abandono. En el invierno londinense la nieve se adhiere a la tierra y el río se vuelve negro como en un negativo fotográfico, congregando el silencio en su curso. Quieta e ingrávida como una sombra, Catherine lo contemplaba apoyada en el pretil del puente. Sólo la membrana finísima de la piel la mantenía a flote.

Kerrigan enciende la lamparilla de su escritorio, coge de la estantería un libro de cubiertas envejecidas, gastadas por el uso, The Waste Land, de T. S. Eliot, y se acomoda en el sillón, hundido igual que un boxeador entre dos asaltos. En el momento de la conmoción se sufre poco. El verdadero dolor llega después, cuando hay que empezar a planear el resto de la vida con todo el peso de los recuerdos.

Son instantes en que la poesía es el único diálogo real que un hombre puede establecer con el mundo. Agua caliente a las diez y si llueve un coche cerrado a las cuatro.

La niebla del amanecer lo sorprende con el libro abierto sobre el regazo y el cuello agarrotado por la mala postura. Durante el sueño las palabras más amadas, como el nombre de una amante, cobran una sonoridad extraña, se pegan a la garganta igual que gritos nunca proferidos y amplían hacia otros su esfera de influencia, el flujo y el reflujo de los sentimientos. Kerrigan mira alrededor intentando atraer más luz a sus ojos. La única claridad procede de la ventana, pero su resplandor es tan tenue que no llega a invadir la habitación. Para poder ver, tiene que enfocar el rectángulo del cristal, recoger su claridad en los ojos y luego depositarla alrededor, por todo el cuarto, como si llevase agua en el hueco de las manos. Así empieza a instalarse en la realidad de un nuevo día. Su mente todavía alberga cierta extrañeza propia de los sueños, pensamientos volátiles, sensaciones inaprehensibles, ligeras, sin densidad, como las visiones periféricas que provoca el kif. El borde esmaltado de un cenicero contra la mesa le parece el arco de una dentadura. Trata de regresar a la normalidad de la consciencia imponiéndose la disciplina de las cuestiones prácticas. Siempre que consigue entender una determinada hipótesis en todos sus aspectos llega a la conclusión de que se trata de una hipótesis falsa. Para que le suene a verdadero tiene que vislumbrar algún elemento inaccesible. Eso le procura una suerte de satisfacción intelectual que le obliga a mantenerse alerta. No puede alejar de su cabeza al comandante Uriarte. Kerrigan cree que entre las pocas bazas que puede utilizar a su favor la más importante es que las autoridades alemanas están interesadas en mantener su intervención oculta a toda costa. Porque si llegara a probarse que el mismo gobierno es el que está suministrando armas a cierto sector del ejército, se pondría en peligro a toda la colonia alemana en España, los tratados comerciales y los barcos alemanes que navegan en aguas jurisdiccionales españolas. Pero todavía hay algo que no acaba de entender, una última explicación para acabar de armar el rompecabezas y ésa es la llama de curiosidad y determinación que ampara su mirada.

Kerrigan se queda ensimismado en sus meditaciones. Después, muy despacio, manteniendo en la cabeza la inquietud que lo embarga, se levanta y avanza descalzo por los primeros reflejos de oro que empiezan a brillar en la alfombra como ascuas.

Sobre el fregadero de la cocina encuentra el tarro del café. Recién afeitado y con las mangas de la camisa recogidas sobre los codos se dispone a preparar el desayuno dejándose contagiar por la calma de los objetos, sintiendo que la calma se ablanda en los armarios, en el recipiente del azúcar, en las baldosas, debajo de las suelas de sus zapatos, en el tercer cajón del aparador que ahora abre con parsimonia para sacar de entre las servilletas y los manteles cuidadosamente plegados la pistola Astra 9 milímetros, con la culata de madera estriada, que Garcés le había entregado en una ocasión. Comprueba la recámara de las balas. Está llena. A continuación, a sorbos muy lentos, comienza a beber el café. Son las ocho cuando sale del portal y entra en la mañana. A esa hora uno todavía puede oír el eco de sus propios pasos sobre el empedrado. Entre las filas de casas un aguador pasa tañendo sus esquilas con los pellejos de agua a cuestas. Pocos transeúntes matutinos. Kerrigan sabe que en escasos minutos el silencio de la atmósfera se irá llenando de sonidos al descender en picado a ras del suelo, barriendo las fachadas de las casas hasta las calles polvorientas y las placitas de tierra. Un murmullo al principio leve, casi una brisa, como el temblor de un millar de alas que poco a poco irá subiendo de volumen hasta formar un alboroto ensordecedor. Los contornos de la medina se transformarán, adquirirán otro color, más definición, distinta profundidad. La ciudad se tragará a sus habitantes. Junto a una ventana se perfila inmóvil la cabeza de una niña somnolienta cortada por una maceta de geranios.

El corresponsal del London Times, tiene por delante la sucesión interminable de horas de un día de trabajo en el que ha de acudir a una conferencia de representantes de las potencias europeas sobre el futuro del protectorado, mandar su crónica desde la oficina telegráfica de la calle Tetuán, comer con el delegado del Bank of British West Africa Limited y acercarse a su mesa del Café de París para charlar un rato con los colegas de profesión sobre los últimos rumores. Después, aún deberá esperar hasta que la noche cubra de sombras la bahía y las manchas negras de los barcos floten sin espesor en el agua densa del puerto. Entonces será el momento de cumplir su cometido.

Las oficinas de la Bland Line que cubre el trayecto entre Tánger y Gibraltar se encuentran en la dársena número nueve. El viento del sudoeste ha cesado desde la puesta de sol y el mar es una lámina quieta. En los alrededores del malecón la oscuridad resulta menos intensa por el resplandor de algunas lámparas de queroseno: casetas pardas con los tejados de hojalata, terraplenes en construcción, tuberías de cemento, planchas de hierro oxidadas, cajas mal apiladas junto a las paredes de los hangares cubiertas de redes verdes y azules rematadas en pequeñas boyas de corcho. Todo impregnado de olor a pescado y aceite de engrasar. Kerrigan se da cuenta de que la humedad de la espera ha agrietado con marcas de salitre la piel de sus zapatos. Avanza sobre un pavimento de raíles curvados, hasta llegar a un edificio de ladrillo en forma de L. Se detiene ante la puerta, acaricia suavemente el pomo tratando de detectar el punto exacto en el que está atravesado el pestillo e introduce una lima por el agujero de la cerradura hasta hacer saltar las astillas de madera. Encaja dos dedos por el hueco arañándose los nudillos y con un movimiento cauteloso logra levantar la presilla de hierro. Dentro el armazón metálico de una taquilla brilla como azufre a la débil luz de la linterna. El periodista repasa los anaqueles uno por uno hasta que repara en un grueso dossier identificado con una etiqueta adhesiva: Spaniens Wirtschaftskräfte. Extrae cuidadosamente la carpeta y alumbra las páginas interiores con impaciencia. En el margen superior de las hojas apaisadas de papel amarillo pautado reconoce el sello de la balanza que identifica la firma Moses Hasssan. Son recibos dirigidos indistintamente a T. Hoffman o K. Wilmer o H &W S.A., en Hamburgo, Berlín y Tánger. Examina las cifras y los números de registro que figuran en la columna correspondiente a importaciones. Junto a cada apunte hay una marca oblicua a lápiz y a pie de página: pedido confirmado por T. H. o K. W. y la fecha. Piensa que lo que está viendo corrobora definitivamente lo que Ismail le había insinuado respecto a que el principal cometido de la firma marroquí consistía en gestionar la financiación del comercio extraoficial con Alemania realizado desde Tánger y asumir la fluctuación del cambio y los riesgos crediticios aceptados por la empresa H &W sobre el material exportado irregularmente.

Pero lo que no acaba de entender es el papel que juega Gran Bretaña en todo el asunto. Entre los numerosos legajos grapados a la cara interior de la tapa, llama su atención un papel de fotocalco escrito completamente en inglés. Se trata de un informe confidencial realizado por técnicos británicos de la Sociedad de Metales No Ferruginosos sobre el potencial en expansión de la minería española del wolframio, bismuto, mercurio y antimonio. Kerrigan se permite un respiro para reflexionar. La única explicación que se le ocurre es que, ante la dificultad para el cobro en efectivo de los pedidos, el gobierno alemán haya decidido evaluar si las reservas mineras podían justificar la extensión de un crédito sobre las mismas y, para no levantar sospechas, hubiera pedido el informe a la agencia inglesa. Y quién sabe si esos y otros informes habrían servido a los ingenieros alemanes para confeccionar los diagramas de las nuevas bombas que habían estado llegando durante los últimos meses al puerto de Tánger. En algún lugar de la ciudad se ocultaba aquella fuerza dormida condensada en cilindros de ácido pícrico que al liberarse por efecto de una detonación harían explosionar la carga de TNT, amatol y polvo de aluminio. Garcés le había sugerido la posibilidad de que los artefactos llevaran en la espoleta un segundo multiplicador oculto, lo que aumentaría considerablemente su potencial destructivo así como el riesgo en la desactivación. Tal vez los técnicos de la Dirección de Investigaciones Científicas del Instituto Pasteur lograran averiguar el posible esquema mecánico de los nuevos proyectiles. Más difícil aún le parecía a él desentrañar los enmarañados conductos de la maquinaria de una guerra, una trama anónima y acuciante que cientos de hombres, como incansables insectos, se encargaban de tejer con hilos invisibles.

Kerrigan se deja ganar por un sentimiento de desánimo, como si la larga línea de hechos no pudiese alcanzar nunca el punto final de una evidencia clara. Está aún embebido en estas reflexiones, delante del archivador, cuando oye el estrépito de un cajón volteado en la estancia contigua y un ruido de pasos. Coloca rápidamente los documentos en el mismo lugar y apaga la linterna. Todo está oscuro, sólo cada dos minutos unos destellos verdes procedentes de la farola del dique principal iluminan intermitentemente el suelo. Antes de que pueda darse cuenta, Kerrigan siente que el peso de una mole se le echa encima. Es un cuerpo grande y pesado en el que, a la luz de las ráfagas verdosas, vislumbra un rostro cetrino con el cráneo completamente rapado y unos ojos tan desorbitados e irreales que parecen los de un buey El corresponsal del London Times se pregunta dónde ha visto esa cara antes. Al retroceder, siente la punzada repentina de una patada que lo empuja de riñones contra el filo metálico del archivador y le hace encorvarse. La oscuridad se vuelve absoluta por momentos, como la espesura de una selva. Kerrigan siente sus movimientos pesados igual que si nadara contra una corriente entorpecida de maleza que lo empuja, una y otra vez, contra un cuerpo que no puede ver, contra una respiración muy próxima que se acerca como un alud, profiriendo en cada embestida un alarido animal. Con veinte años el corresponsal del London Times había ganado un trofeo en el campeonato local de boxeo de Birmingham, pero de eso hace más tiempo del que alcanza a recordar. Resbala, cae de rodillas, se levanta enredándose torpemente en el otro para no caer de nuevo. Durante una décima de segundo ve el reflejo de una hoja acerada muy cerca de su costado. Antes de sentir el pinchazo, un cosquilleo le recorre de arriba abajo toda la espina dorsal, como si una cobra le subiera por la espalda. En el momento no percibe el dolor, pero sabe que una puñalada a tan poca distancia puede ser definitiva. Consigue hurtar el vientre a un segundo embate protegiéndose con el brazo. El miedo activa sus resortes instintivos. Levanta la pierna derecha y la estira de medio lado, lanzándola con rapidez. La patada logra hacer saltar la navaja de la mano del otro. Después intenta sacar su arma del bolsillo, pero se queda sin respiración con el puño de su contrincante alojado en la boca del estómago y los tímpanos vibrando. Retrocede unos pasos tratando de recobrar aire en los pulmones, todavía encogido intenta un cabezazo, que hace crujir la nariz de su adversario con un sonido de silla rota. Lo ve incorporarse borrosamente, como si emergiera de la niebla, sujetándose la cara, y después ya no lo ve, sólo siente un impacto directo en la mandíbula. Kerrigan paladea en la boca un sabor acre como de hierro oxidado. El gusto de la sangre despierta en él una animalidad dormida. Alza un poco el codo para coger impulso y lanza el brazo con toda su alma, en diagonal. Una vez, otra vez, furioso, enceguecido, sin descanso, queriendo borrar cualquier rastro de mirada humana en aquellos ojos que lo miran con estupor, aterrados y quietos. Es el cansancio el que le devuelve un hilo de lucidez. Entonces se hace instintivamente a un lado para eludir el peso de la caída del otro cuerpo al desplomarse, desmadejado y boqueando. El corresponsal del London Times se inclina sobre él para registrarlo: un librillo de papel de fumar junto al envoltorio de las semillas de cáñamo, una cédula de identificación marroquí a nombre de Sidi Jussef, una bolsa de tela cosida al interior del blusón con marcos, algunas monedas marroquíes y varias tarjetas de presentación de la empresa H &W. Ahora Kerrigan se acuerda de haberlo visto por el Marxan, en compañía de Klaus Wilmer. Al voltearle el cuerpo sobre un costado, lo oye quejarse. El corresponsal del London Times se queda un rato escuchando sus gruñidos de bestia apaleada, mirando el movimiento torpe de sus piernas incapaces de ponerse en pie. Después le sacude una última patada, esta vez casi sin fuerza pero con suficiente puntería para dejarlo boca abajo retorciéndose y gimiendo, sin vigor ya para debatirse. Sólo en ese momento es consciente de lo cerca que ha estado de no poder contarlo. A menudo le ocurre que la sensación de peligro se le manifiesta, como ahora, a tiro pasado. Kerrigan intenta serenarse, recuperar el ritmo de la respiración. Se pasa la mano por el pelo, alisándolo hacia atrás. Ahora empieza a sentir el borboteo rápido de la herida abdominal. A tientas, apoyándose en las paredes, busca la forma de salir de allí, fatigosamente, igual que si despertara de una anestesia. Se aleja de la dársena oscilando, dando tumbos entre los vagones abandonados, tropezando con los raíles, rehuyendo la iluminación de los escasos hangares. Oye muy cerca el estampido de las olas que baten contra la línea negra del espigón con un brillo de fósforo. Baja a saltos por la pendiente sin dejar de mirar atrás, atraviesa la pasarela hacia el puerto pesquero para continuar bajo los armazones de las grúas hasta introducirse furtivamente en la medina por el pasadizo que comunica con la puerta de Bab el Bahr. Nota la carne del mentón aplastada contra el hueso y el tajo del costado derecho goteándole por dentro del pantalón, pegándole la tela al cuerpo como si fuera una segunda piel adherida a los músculos. El dolor que le aguijonea las costillas está impregnado de una cierta costra melancólica que le hace sentir la necesidad repentina de arrimarse a la vida, de acogerse a sus posibilidades sin pretender entenderlas, sólo aferrándose a los vínculos más inmediatos: un cigarrillo, una noche sin luna con estrellas diminutas y lejanas, el gusto cálido de una copa de bourbon. Esas pequeñas cosas en las que nunca se ha parado a pensar que pueden estar sucediendo por última vez y que quizá nunca han estado tan a punto de no volver a ocurrir jamás como esa misma noche en que el azar lo devuelve milagrosamente vivo a las calles que ascienden en cuesta, sin faroles, con sus paredes desconchadas y los postigos cerrados y las torres de los minaretes despuntando rosadas por encima de las sombras. Un náufrago en la vejiga azul de la ciudad.

Algo más calmado, sube por la rue des Chrétiens hallando un vago alivio en la familiaridad de la calle, en la perspectiva recobrada de un espacio recorrido cientos de veces que, sin embargo, ahora se le presenta desenfocado por una transparencia movediza, como de humo. Tiene que avanzar pegado a las paredes para mantener el equilibrio. Su corazón late tan despacio que los veinticuatro escalones que lo separan de su apartamento se le antojan un intervalo inalcanzable. Hace acopio de todas las fuerzas que le restan y los asciende despacio, apoyándose en la barandilla, respirando irregularmente. Antes de introducir la llave en la cerradura, ve una raya amarilla de luz bajo la puerta, permanece inmóvil sólo un instante. El tiempo de saber que esa noche, al menos, no va a estar solo.

En el sillón, con el pelo suelto sobre los hombros y un cigarrillo y un libro entre las manos, Elsa Quintana lo mira sobresaltada con un gesto de alarma, que le agranda las pupilas y le hace llevarse las manos a la boca para reprimir el susto. «Dios mío», dice mientras él cierra la puerta a su espalda.

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